Killick le alcanzó las pistolas y él descendió a la gabarra sin mirar atrás. Los tripulantes del
Polychrest
bajaron precipitadamente por el costado hasta los botes. Se oían chocar las armas, y una voz cerca de él decía: «Hay que apretarse, George. ¿Puedes hacerme sitio?». ¿Cuántos hombres habría en los botes? ¿Setenta? ¿Ochenta? Probablemente más. Se sentía muy animado; comenzaba a ver luz entre tanta oscuridad.
—¡Ciar! —dijo—. ¡Silencio en todos los botes! Bonden, justo por encima del banco. Iremos directamente hacia ella.
Sintió a su espalda un estrépito: un cañonazo de Convention había arrancado el mastelero de velacho.
«No es una gran pérdida», pensó mientras se sentaba a proa con el sable entre las rodillas. Rozaron una vez la superficie del banco, muy levemente, y enseguida pasaron al fondeadero interior y se dirigieron hacia la corbeta, situada a media milla de distancia. El riesgo era enorme —podría haber a bordo doscientos hombres—, pero también ahora tendría la ventaja de atacar por sorpresa. No era probable que pensaran que un barco encallado iba a abordarles, y mucho menos frente a sus propios cañones. Pero, en realidad, los cañones del cabo Convención estaban demasiado lejos —¡qué lugar más absurdo para amarrarla!—, se encontraban situados a considerable altura, y por mucho que los inclinaran hacia abajo, sus disparos nunca podrían llegar al mar a más de doscientas o trescientas yardas de la fortaleza. Sólo les quedaban por recorrer quinientas yardas. Los hombres remaban como locos, dando gruñidos, pero el bote estaba sobrecargado y tan lleno que no tenían apenas espacio para mover los remos. Bonden estaba apretado allí, cerca de él, y Parslow —ese chiquillo
no
debería haber venido—, el contador, que tenía una palidez cadavérica a la luz de la luna, Davis, con su rostro malvado, Lakey, Plaice, todos los tripulantes de la
Sophie…
Cuatrocientas yardas. Por fin la corbeta se había dado cuenta del peligro. Un grito. Una andanada sin coordinación, disparos de mosquete. Y ahora los mosquetes rugían por toda la orilla. Ráfagas de agua saltaban por los disparos de los grandes cañones de Convención, que ya no apuntaban al
Polychrest
sino a sus botes y casi los alcanzaban. Y durante todo el tiempo, allí detrás, la gabarra había disparado a los bergantines con la pequeña carronada de seis libras y los mosquetes, en medio de un gran estruendo, logrando desviar la atención de esa silenciosa incursión en el fondeadero interior. Otra vez los cañones de Convention, con la máxima inclinación hacia abajo; pero los disparos pasaban por encima de ellos.
Doscientas yardas. Cien. Los otros botes iban delante; Smithers hacia la derecha y Pullings hacia la izquierda para rodear la popa.
—Por el palo de mesana, Bonden —dijo, desenvainando el sable.
Un ensordecedor ruido de disparos, furiosos gritos: los infantes de marina la abordaban por proa.
—Por el palo de mesana, ya está, señor —dijo Bonden, y subió el timón, haciendo que el bote rozara la corbeta, mientras otra andanada pasaba sobre; sus cabezas.
Arriba. Saltó en el punto más alto del balanceo y se agarró a las vigotas. Arriba. ¡Dios santo, no había red de abordaje! Los hombres, sujetándose fuertemente, iban abriéndose paso en torno a él; uno se había agarrado a su pelo. Arriba. Por encima de la borda. Atravesó la delgada hilera de defensores —enfrentándose con unas cuantas picas y lampazos; un mosquete disparó muy cerca de su oído— y avanzó hacia el alcázar, blandiendo el sable y sosteniendo la pistola en la mano izquierda. Se lanzó contra el grupo de oficiales gritando: «¡Polychrest! ¡Polychrest!», seguido por un enjambre de hombres, y junto al palo de mesana hubo un feroz enfrentamiento: duros golpes, silenciosa lucha cuerpo a cuerpo, brutalidad y extrema violencia. Disparó la pistola, apuntándole a la cara a un hombre que estaba muy cerca. A su izquierda vio el fogonazo de un mosquete y a Babbington caer entre el humo. Corrió a su lado, cuidándose las espaldas; con gran esfuerzo pudo esquivar una afilada bayoneta, y entonces, descargando un golpe con el sable con todo su peso y su fuerza, la hizo caer y arrancó casi de cuajo la cabeza del soldado que la empuñaba.
Frente a él, en un espacio libre, vio a un soldado que le apuntaba con su sable. Comenzaron a dar tajos y fueron desplazándose a saltos hacia el pasamanos, con los sables brillando a la luz de la luna. Un doloroso tajo en el hombro del oficial, y antes de que pudiera recobrarse, Jack se le acercó, le puso la empuñadura contra el pecho y con una pierna inmovilizó las suyas.
—Rendez—vous
—dijo.
—Je me tendré
—dijo el oficial, soltando su sable—.
Parola.
Disparos, golpes y gritos en la proa y el combés. Y ahora Pullings bajaba por el costado para cortar las amarras. Las chaquetas rojas de los soldados que despejaban el portalón de estribor podían distinguirse en la noche clara, y por todas partes, por todas partes, se oía el grito: ¡Polychrest!
Jack se precipitó hacia el apretado grupo que estaba junto al palo mayor, en su mayoría oficiales. Estos retrocedían disparando sus pistolas y blandiendo sables y picas, y detrás de ellos, por el costado más próximo a tierra, sus hombres bajaban a los botes y saltaban al agua a montones. Haines pasó corriendo junto a él, tratando de esquivar los golpes, y luego comenzó a subir con brío, seguido por una hilera de hombres.
Aquí estaba Smithers, gritando, sudando, con otra docena de infantes de marina; habían venido al alcázar desde proa. Ahora llegaba Pullings, con una afilada hacha en la mano. Y las gavias se estaban desplegando, en el palo trinquete, el mayor y el de mesana; los hombres ya ataban las empuñiduras.
—Capitaine—
dijo Jack—.
Capitaine, cessez effusion sang. Rendez—vous. Hommes désertés. Rendez—vous.
—Jamais
, monsieur
—dijo el francés, y arremetió contra él con furia.
—¡Bonden, ven por él! —dijo Jack, parando el golpe con un tajo. El sable del capitán francés saltó por los aires lanzando destellos. Bonden lo esquivó y agarró al capitán francés por el cuello; todo había terminado.
Goodridge estaba al timón —¿de dónde había salido?—, ordenando con fuertes gritos que ataran las empuñiduras del velacho. Ya se veía la costa retroceder, deslizarse hacia atrás despacio, alejarse.
—Capitaine, en bas, dessous, s'il vous plait. Toutes
officiers
dessous
.
Los oficiales entregaban sus sables a Jack y éste se los pasaba a Bonden. Sus palabras eran incomprensibles. ¿Hablarían en italiano?
—Señor Smithers, lléveles al pañol de cabos.
En el castillo continuaba una pelea aislada, y se oyó un disparo que se confundió con los que llegaban de la costa. Había cuerpos tendidos sobre cubierta; los heridos se arrastraban por ella.
La corbeta navegaba rumbo al oeste, y afortunadamente tenía el viento justo por la amura. Debía rodear la punta de West Anvil antes de cambiar de bordo para acercarse al
Polychrest,
y navegaría todo el tiempo bajo el fuego de Saint Jacques: un difícil recorrido de media milla, cada vez más cerca de esa batería terriblemente destructora.
—¡Velas trinquete y cangreja! —dijo Jack.
Y cuanto antes mejor; sobre todo no quería perder los estayes. Parecía que estaba muy bien gobernada, pero si perdía los estayes la destrozarían.
Detrás de ellos se oían los disparos de Convention, ahora sin mucha precisión, aunque una bala atravesó las tres gavias. Jack corrió a proa para ayudar a ajustar el puño de amura de la trinquete. Los tripulantes del
Polychrest
abarrotaban la cubierta y le animaban con sus gritos; estaban muy excitados, algunos fuera de sí.
—Wilkins —le dijo al marinero poniéndole la mano en el hombro—, usted y Sahddock empiecen a tirar los cadáveres por la borda.
Era una pequeña y graciosa embarcación. Con cañones de dieciocho libras, no, de veinte. Más amplia que el
Polychrest.
Se llamaba
Fanciulla,
y era, en verdad, una
fanciulla
26
.
¿Por qué no disparaban desde Saint Jacques?
—Señor Malloch, quite un ancla de proa y saque el cable por una de las portas de popa.
¿Por qué no disparaban? Tres impactos por detrás del palo mayor —desde Convention intentaban perforar el casco de la corbeta—, pero ninguno de Saint Jacques. Todavía en Saint Jacques no se habían percatado de que la
Fanciulla
había sido capturada, creían que salía para atacar el
Polychrest.
«Ojalá dure mucho», pensó. El puño de la amura estaba tenso, la corbeta navegaba cada vez más rápidamente; ahora pasaba por aguas muertas. Jack miró su reloj a la luz de la luna; en ese momento hubo un fogonazo en Saint Jacques y pudo ver que eran las once. Por fin le habían descubierto. Sin embargo, la punta del banco de arena ya no estaba lejos.
—¡He matado a uno, señor! —dijo Parslow, que había venido corriendo para decírselo—. Le he disparado justo cuando iba a atacar a Barker con una pica.
—Muy bien, Parslow. Ahora vaya rápidamente al pañol de cuerdas y échele una mano al señor Malloch, ¿de acuerdo? Señor Goodridge, no falta mucho para que podamos virar, ¿verdad?
—Faltan cien yardas, señor—dijo el segundo oficial con los ojos fijos en Saint Jacques—. Cuando esas dos torres estén en línea.
Más cerca, cada vez más cerca. Las torres convergían.
—¡Todos a virar! ¡Preparados para virar! Pullings, ¿está usted listo?
Las torres se iluminaron y luego quedaron ocultas por el humo de sus propios disparos. El mastelero de sobremesana cayó por la borda y el alcázar se cubrió de espuma.
—¡Preparados! ¡Timón a sotavento! ¡Arriba puños de amura y escotas! ¡Halar la vela mayor, halar!
La corbeta viró, abatiéndose a sotavento con bastante rapidez, a pesar de la pérdida de las velas de popa.
—¡Halar todos, halar con brío!
Había virado, había girado como un cúter, y ahora se acercaba rápidamente al
Polychrest
con el viento abierto tres grados. El
Polychrest,
sin trinquete, sin mastelerillo de juanete mayor, y sólo con un trozo del bauprés, todavía disparaba con sus carronadas de proa; y se oyó débilmente cómo vitoreaban a la
Fanciulla,
que pasó junto a él, llegó hasta el extremo del canal navegando de bolina y echó el ancla.
—¿Todo bien, señor Parker? —gritó Jack.
—Todo bien, señor. Nos han dado algunos golpes y la gabarra se hundió; pero, por lo demás, todo bien.
—Prepare el cabrestante, señor Parker, y una fila para pasar el cable.
Su voz fue ahogada por el estruendo de los cañones y los impactos de las balas que alcanzaban ambos barcos, rasgaban el agua o pasaban sobre su cabeza. Repitió la orden y continuó:
—Señor Pullings, lleve el cúter a popa para coger el cabo.
—Al cúter rojo lo desfondó ese mastelero, y desgraciadamente la boza que sujetaba el de los infantes de marina se soltó. Sólo queda su bote, señor. Los franceses huyeron a tierra en los suyos.
—Entonces, el bote. Señor Goodridge, tan pronto como el cabo esté preparado, empiece a moverse hacia delante. Pullings, venga conmigo.
Bajó al bote, cogió el cabo de salvamento —para ellos el cordón umbilical— y dijo:
—Necesitaremos por lo menos veinte hombres más para el cabrestante. Vaya y vuelva lo más rápido que pueda, Pullings.
Otra vez junto al
Polychrest
Los marineros, a través de la porta de proa, se esforzaban por alcanzar el cabo. Un disparo de mortero, con un fogonazo color naranja, cayó cerca, más próximo a los bergantines que a su objetivo.
—Una peligrosa tarea, señor —dijo Parker—. Le felicito por esa presa.
Había hablado con mucha vacilación, forzando las palabras. Ya la luz de los fogonazos, a Jack le pareció un hombre muy, muy viejo, encorvado y viejo.
—Gracias, Parker. Muy amable. ¡Sujeten el cabo, vamos! ¡Halar con fuerza!
De mano en mano pasó rápidamente el cabo, seguido por una pequeña guindaleza, y luego más despacio un largo y pesado cable. Los hombres de Pullings continuaban subiendo a bordo, y por fin el cable llegó hasta el cabrestante. Y mientras se atortoraban las barras, Jack miró otra vez su reloj: era medianoche, la marea ya estaba bajando desde hacía media hora.
—¡Adelante! —le gritó a la
Fanciulla—.
¡Ahora, marineros del
Polychrest,
adelante! ¡Halar con fuerza! ¡Halar todos juntos!
El cabrestante giraba y se escuchaba el
dic—clic—clic
del linguete; desde el mar, el cable comenzó a subir, tensándose, salpicando agua.
Y ahora que los bergantines se habían alejado, asustados por el disparo de mortero, desde Saint Jacques disparaban con los morteros y todos los cañones que poseían. Un cañonazo mató a cuatro hombres en las barras, el mastelero mayor cayó sobre el castillo y el bote fue destrozado justo cuando el último marinero salía de él.
—¡Halar! ¡Halar todos juntos!
Ahora el cable subía desde el mar casi recto. Los últimos hombres que habían salido del bote corrieron a coger las barras.
—¡Halar, halar! ¡Se mueve!
Entre el estrépito de los cañones podían oír claramente, casi sentir, el ruido del fondo del barco deslizándose sobre la arena. Hubo exclamaciones de asombro; se oyó el chasquido del linguete una vez más, dos, y de repente no encontraron ya resistencia en las barras, el cabrestante giraba libremente, y todos cayeron de bruces. Una bala había cortado el cable.
Jack cayó con los demás y fue pisoteado. Se levantó, apartando miembros y cuerpos, y corrió al pasamanos.
—¡Goodridge! ¡Eh, Goodridge! ¿Puede abordarse con nosotros?
—Creo que no, señor —gritó—. No con la marea baja. Sólo hay un par de brazas aquí. ¿No hay botes?
—¡No hay botes! ¡Retroceda y prepare otro cabo! ¿Me ha oído?
Apenas podía oírse a sí mismo. Los bergantines habían virado en redondo y ahora disparaban desde el cercano puerto, por encima del banco de arena. Se quitó la chaqueta, dejó a un lado el sable y se tiró al agua; al caer se golpeó la cabeza con un trozo de hierro mellado y se hundió profundamente en el agua. Pero a pesar de su aturdimiento, siguió nadando hasta que palpó con sus manos el costado de la
Fanciulla.
—¡Súbanme a bordo! —gritó.
Se sentó en cubierta, jadeando y chorreando agua.