—¿Entonces no es guapo, mamá?
—Por supuesto que no, querida —dijo como si se dirigiera a una idiota—. Te acabo de decir que es un —bajó de nuevo la voz— «jota, u, de, i, o».
Al terminar, frunció los labios y asintió con la cabeza.
—¡Oh! —dijo Cecilia decepcionada.
Luego murmuró para sí: «Bueno, todo lo que puedo decir es que me gustaría tener hombres apuestos como ése a mi alrededor. Ha estado a su lado toda la noche, o casi. Siempre hay hombres siguiendo a Diana. Ahí aparece otro».
El otro era un oficial del ejército y se abría paso apresuradamente entre la multitud, sosteniendo una copa de champán con las dos manos, como si fuera un objeto sagrado. Pero antes de que pudiera hacer que una señora gorda, con ojos asombrados, se quitara de su camino, apareció Stephen Maturin. El rostro de Diana cambió inmediatamente —reflejaba una alegría sincera, casi infantil— y cuando éste llegó a su lado ella le tendió ambas manos diciendo:
—¡Oh, Maturin! ¡Cuánto me alegra verle! ¡Bienvenido a casa!
El soldado, Canning y Jack les miraban atentamente, pero no vieron nada que les inquietara. El ligero rubor del rostro de Diana, que se extendió hasta sus orejas, se debía a la manifestación abierta y espontánea de su alegría; la invariable palidez de Maturin y su expresión algo ausente estaban a tono con la franqueza de ella. Además, él actuaba con extrema naturalidad, aunque con cierta torpeza, descuido y desinterés.
Jack se relajó en la silla, pensando que se había equivocado, y sintió gran satisfacción al comprobar su error; a menudo veía las cosas de un modo equivocado. El había presumido de su capacidad de penetración y, sin embargo, se había equivocado.
—No me está escuchando —dijo Cecilia—. Está tan ocupado observando al caballero de la chaqueta azul que no me está escuchando. Mamá dice que ellos van a ver la
Magdalena.
El doctor Maturin señala hacia donde ésta se encuentra.
—¿Ah, sí? ¡Oh, sí! Es un guido
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, según creo.
—No, señor —dijo la señora Williams, que entendía de esas cosas mejor que otras personas—. Es un óleo, un óleo muy valioso, aunque su estilo no es moderno.
—Mamá, ¿puedo correr para alcanzar al doctor Maturin e ir con ellos? —preguntó Cecilia.
—Sí, cariño, y dile al doctor Maturin que venga a verme. No, capitán Aubrey, no se levante; tiene que contarme cosas de su viaje a España. Nada me interesa más que viajar, se lo aseguro, y si hubiera tenido salud habría sido una gran viajera, una segunda… una segunda… lady Mary Wortley Montagu. Y ahora, cuénteme cosas sobre la propiedad del doctor Maturin.
Jack no tenía mucho que contarle. Le dijo que había estado enfermo, delirante a veces, y que, por otra parte, no sabía nada de los contratos de arrendamiento en aquellas tierras ni del rendimiento del capital —la señora Williams suspiraba—, ni había visto el registro de propiedades en alquiler, aunque suponía que la propiedad era bastante grande, pues se extendía ampliamente por Aragón y Cataluña. Sin embargo, la propiedad tenía sus desventajas, pues estaba infestada de puercospines; éstos eran cazados con jaurías de perros de raza adiestrados, por lo general a medianoche, y los cazadores llevaban paraguas de cordobán para protegerse contra los pinchazos de las púas.
—Ustedes los caballeros siempre dedican mucha atención a los deportes y poca a las rentas anuales, el pago por renovación de arrendamiento y las marcas de los límites. Yo, por ejemplo, estoy marcando los límites de mi terreno en Mapes. ¡Ah, aquí viene mi querido doctor Maturin!
El rostro de Stephen rara vez revelaba sus emociones, pero aquel efusivo recibimiento le hizo abrir los ojos como platos. No obstante, la primera pregunta de la señora Williams lo explicaba todo.
—Así que tiene usted una bañera de mármol, doctor Maturin. Debe de proporcionarle una gran satisfacción, con ese tipo de clima.
—En efecto, señora. Creo que es visigótica.
—¿No es de mármol?
—Visigótica y de mármol, mi estimada señora. Procede de un baptisterio destruido por los moros.
—¿Y tiene usted un castillo?
—¡Oh, sólo es una vivienda pequeña! Mantengo un ala arreglada y voy allí de vez en cuando.
—Para ir a la caza del puercoespín, seguramente.
Stephen asintió con la cabeza.
—Y para cobrar mis rentas, señora. En algunas cosas, en España son más directos que en Inglaterra. Allí cuando hablamos de renta anual queremos decir renta anual, les hacemos pagar de una sola vez.
Jack encontró a Diana junto al bufet, donde Canning y él habían estado conversando; Canning ya no la acompañaba, pero había sido reemplazado por dos soldados. Ella no le tendió ambas manos, porque en una tenía un vaso y en la otra un trozo de tarta, pero le saludó con tanta espontaneidad y alegría como a Stephen e incluso más calurosamente, porque se separó del grupo para hablar con él, para hacerle cientos de concretas y rápidas preguntas.
—¡Cómo le hemos echado de menos en Mapes, Aubrey! ¡Cómo le he echado de menos! He estado encerrada allí con un montón de mujeres, envasando grosellas espinosas. ¡Que Dios me ayude! ¡Oh! Ahí viene el odioso señor Dawkins. Vamos a ver el nuevo cuadro de lady Keith. Aquí está. ¿Qué le parece?
Era evidente que Magdalena todavía no se había arrepentido. Estaba de pie en un muelle y tenía una expresión satisfecha; al fondo se veían unas ruinas de color azul —un azul que variaba de tonalidad en su vestido y en el mar— y bandejas doradas, jarras y cuencos amontonados sobre un mantel escarlata. Su vestido azul era agitado por el viento —una suave brisa de gavias con dos rizos—, lo mismo que su chal blanco y transparente. Éste dejaba al descubierto sus hermosos brazos y su pecho opulento pero firme. Jack había pasado mucho tiempo en la mar y esto le llamaba la atención; no obstante, después de un momento paseó la vista por el resto del cuadro y luego trató de encontrar algo apropiado, incluso ingenioso, que decir. Esperaba con ansia que se le ocurriera un comentario sutil y agudo, pero la espera fue en vano —tal vez el día había sido demasiado agitado— y al final se vio obligado a recurrir a las frases «Muy hermoso. ¡Qué azul!». Entonces llamó su atención un pequeño barco parecido a un pingue, situado en el extremo inferior izquierdo. Éste se dirigía al puerto, pero dada la dirección en que se movía el vestido de la mujer, en cuanto doblara el cabo, el viento le daría por la parte anterior de las velas.
—Tan pronto como atrape el terral, tendrá problemas —dijo—. No podrá virar, no con ese aparejo latino, tan poco manejable, y no tendrá espacio para virar en redondo; se encontrará con la costa a sotavento. Pobres compañeros. Me temo que no hay esperanza para ellos.
—Eso es exactamente lo que Maturin me dijo que usted diría—observó Diana, oprimiendo su brazo—. ¡Qué bien le conoce a usted, Aubrey!
—Bueno —dijo—, no se necesita ser un Nostradamus para predecir lo que dirá un marino al ver una condenada carraca como esa en desgracia. Aunque —recuperaba su buen humor—Stephen es un tipo muy sagaz, indudablemente, y un entendido, por supuesto. Yo, en cambio, no sé nada de pintura.
—Ni yo tampoco —dijo Diana observando el cuadro—. Ella parece tener éxito —se reía entre dientes—, pues no le faltan admiradores. Venga, vamos a buscar un poco de ponche, me muero de calor y de cansancio.
—Mira la forma extravagante en que Diana se ha recogido el pelo —dijo la señora Williams al verlos pasar en dirección al salón—. Llama la atención. Le haría bien a Sophie verla dar vueltas por aquí con tanto desparpajo, con el pobre capitán Aubrey. Fíjate, va cogida de su brazo.
—¿Qué planes tiene? —dijo Diana—. ¿Ha vuelto para quedarse? ¿Le veremos alguna vez en Sussex?
—No estoy seguro. ¿Ve usted a ese hombre que está hablando con lady Keith? Usted le conoce; él estaba hablando con usted hace un momento, se llama Canning.
—¿Qué pasa con él?
—Me ha ofrecido el mando de un… un barco corsario. Es un barco de guerra privado, una fragata de treinta y dos cañones.
—¡Oh, Aubrey! ¡Eso es estupendo! Un barco corsario es precisamente lo apropiado para usted… ¿He dicho algo malo?
—No, no, en absoluto… Buenas noches, señor… Ese era el almirante Bridges… No, pero me chocó la palabra «corsario». No obstante, como me dice siempre Stephen, no debemos ser prisioneros de las palabras.
—Desde luego que no —dijo Diana—. Además, ¿qué significado tiene esto? Es lo mismo que entrar al servicio de los príncipes nativos en India; cuando alguien lo hace, nadie piensa nada malo de él y todos le envidian porque hace fortuna. Sería algo muy conveniente para usted; sería su propio dueño, no se fatigaría yendo y viniendo a Whitehall, no tendría que soportar que los almirantes le hicieran malas acciones y le arrebataran grandes trozos de su botín. Esto es perfecto para un hombre como usted, para un hombre de carácter. ¡Un mando independiente! ¡Una fragata de treinta y dos cañones!
—Es una magnífica oferta; no sé qué hacer.
—¡Y en sociedad con Canning! Estoy segura de que se llevarán muy bien. Mi primo Jersey le conoce. Los Canning son inmensamente ricos; él es como un príncipe nativo, pero, a diferencia de ellos, es franco y valiente.
La alegre expresión de Diana cambió. Jack se volvió y vio tras él a un hombre mayor.
—Querida —dijo el hombre mayor—, Charlotte me envía a decirte que quiere irse a casa dentro de poco. Tenemos que dejar a Charles en la Torre.
—Voy enseguida —dijo Diana.
—No, no, tienes tiempo de terminar tu ponche.
—¿De veras? Permítame que le presente al capitán Aubrey, de la Armada, vecino del almirante Haddock. El coronel Colpoys, que es tan amable que me permite quedarme.
Conversaron tan sólo un momento y luego el coronel se fue a ocuparse de sus caballos.
—¿Cuándo volveré a verle? ¿Vendrá a visitarme a la calle Bruton mañana por la mañana? Estaré sola. Puede llevarme de paseo al parque y a mirar escaparates.
—Diana —dijo Jack en voz baja—, hay un mandato judicial contra mí. No me atrevo a pasearme por Londres.
—¿Que no se atreve? ¿Tiene miedo de ser arrestado?
Jack asintió con la cabeza y ella prosiguió:
—¿Miedo? Le aseguro que no esperaba oír eso de usted nunca. ¿Por qué cree que he hecho esta presentación? Pues para que pudiera visitarme.
—Además, tengo orden de ir al Almirantazgo mañana.
—¡Qué mala suerte!
—¿Puedo visitarla el domingo?
—No, señor, no puede. No les pido a menudo a los hombres que vengan a verme… Pero, claro, usted debe mirar por su seguridad; por supuesto que debe mirar por su seguridad. En cualquier caso, para entonces ya no estaré en la ciudad.
—El coche del señor Wells… El coche del señor John Bridges… el coche del coronel Colpoys —gritaba un lacayo.
—Mayor Lennox, ¿sería tan amable de traerme mi capa? —le dijo Diana a uno de los soldados que la habían acompañado cuando éste pasaba junto a ella. Después recogió su abanico y sus guantes, mientras pensaba: «Tengo que despedirme de lady Keith y de mi tía».
Jack siguió al coronel Colpoys y su esposa, Diana Villiers, el desconocido Charles, Lennox y Stephen Maturin, que iban en procesión. Luego permaneció en la acera iluminada, con la cabeza descubierta, arriesgándose, mientras los coches iban llegando lentamente. Todos guardaban silencio y ni siquiera se miraban. Las mujeres fueron ayudadas a subir y el coche partió. Jack volvió a la casa despacio, junto con Stephen Maturin.
Ambos subieron la escalinata, abriéndose paso entre una creciente marea de huéspedes que venían en dirección contraria, pues ya se iban de la fiesta. Hablaron poco y de cosas sin importancia, muy generales, pero cuando llegaron arriba los dos sabían que ya no había entre ellos la misma armonía que pocos meses atrás.
—Tengo que despedirme —dijo Stephen—, y creo que después pasaré por la Asociación de médicos. Me imagino que querrás quedarte un poco más de tiempo con tus amigos. Te ruego que cojas un coche desde la misma puerta hasta casa. Aquí está el dinero del fondo común. Si tienes que ir a ver al
First Lord
por la mañana, tu mente deberá estar muy despejada y descansada. Hay leche en el cántaro pequeño; la leche caliente relaja los nervios.
Jack calentó la leche, le añadió un chorrito de ron y se la bebió. Pero a pesar de la fe que tenía en aquella poción, sus nervios seguían tensos y su mente muy ocupada.
Le escribió a Stephen una nota diciéndole que volvería enseguida y, dejándole una vela encendida, salió a dar un paseo por Heath. La luz de la luna, filtrándose en la oscuridad, dejaba ver el pálido sendero entre los escasos árboles. Caminaba cada vez más rápidamente, y después de la segunda curva su ritmo se hizo regular. Estaba cubierto de un sudor asqueroso y tenía tanto calor que le resultaba insoportable la capa. A un ritmo regular, con la capa enrollada bajo el brazo, subió colinas, bordeó charcas, estuvo a punto de pisotear a una pareja de enamorados —muy apremiante debía de ser su deseo para que se hubieran tumbado en aquel terreno cenagoso y a aquella hora—y finalmente dobló a la derecha, dejando atrás, a lo lejos, las brillantes luces de Londres.
Esa era la primera vez en su vida que él rechazaba un desafío directo. Aún podía oír la razonable queja de ella cuando le había dicho: «Hay un mandato judicial contra mí». Fue lamentable; él se ruborizó en la oscuridad. Pero, ¿cómo había podido ella pedirle una cosa así? ¿Cómo había podido pedirle tanto? Sentía una profunda animadversión hacia ella. Ninguna persona amiga hubiera hecho eso. Ella no era una joven inexperta ni tampoco tonta; sabía a lo que él se exponía.
El desprecio era muy duro de soportar. Ella en su lugar habría ido, con alguaciles o sin ellos; estaba seguro de eso. La excusa de ir al Almirantazgo había parecido un gimoteo.
¿Qué pasaría si se arriesgaba e iba a la calle Bruton por la mañana? Si iba a aceptar el barco corsario, la cita en Whitehall sería inútil. Allí le habían tratado de un modo pésimo, peor que a cualquier otro, por lo que él recordaba, y no había posibilidad, ninguna posibilidad de que el encuentro del día siguiente arreglara las cosas. Todo lo más, le sería ofrecido un inaceptable puesto en tierra que permitiría al
First Lord
tener la conciencia tranquila y decir: «Le ofrecimos un empleo, pero no estimó conveniente aceptarlo». Tal vez lord Melville le ofrecería una carraca o un barco abastecedor; pero, en cualquier caso, no iba a nombrarlo capitán de navío ni a ofrecerle una fragata, lo único que repararía la injusticia, lo único que a él le parecería apropiado. El recuerdo de cómo le habían tratado allí estaba vivo en su mente: el desprecio, la mezquindad, la falsedad, las evasivas. Docenas de hombres que no tenían ni la décima parte de sus razones para solicitar un ascenso lo habían conseguido. No se habían tomado en consideración sus recomendaciones, y a sus guardiamarinas les habían dejado varados.