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Authors: Patrick O'BRIAN

Tags: #Narrativa Historica

Capitán de navío (24 page)

BOOK: Capitán de navío
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—Prodigiosas, señor, prodigiosas. Navegando de bolina, con poco viento, adelantó al
Manche
fácilmente, como coser y cantar, y atrapando el viento mediante una estratagema, consiguió una velocidad de seis nudos frente a los cuatro del
Manche,
a pesar de que es de bolina como este navega mejor. Además, está muy bien gobernado; su capitán era un oficial del Rey.

—Sí. Dumanoir. Dumanoir de Plessy. Tengo los planos —dijo Canning, inclinándose hacia el bufet con desbordante vitalidad y entusiasmo—, y voy a construir mi octavo barco exactamente igual.

—¿Ah, sí? ¡Vaya! —dijo Jack. Los barcos corsarios del tamaño de fragatas eran corrientes en Francia, pero desconocidos de este lado del Canal.

—Pero tendrá carronadas de veinticuatro libras en vez de los cañones largos y, además, cañones cortos de dieciocho libras. ¿Cree usted que podrá soportar ese peso?

—Tendría que ver los planos —dijo Jack, serio y pensativo—. Creo que podrá soportar ese peso y aún más, pero tendría que ver los planos.

—Eso es sólo un detalle —dijo Canning, agitando la mano—. Lo realmente esencial es quién estará al mando. Todo dependerá del capitán, por supuesto; y sobre este punto apreciaría enormemente sus indicaciones y consejos. Daría mucho por conseguir los servicios de un capitán audaz, con empuje, que sea también un experto marino. Un barco corsario no es un navío del Rey, lo reconozco, pero trato de gobernar los míos de una forma que no desagradaría a ningún oficial del Rey, con disciplina severa, orden y limpieza, pero sin novatadas ni listas negras y usando muy poco el látigo. Usted no confía demasiado en el látigo, señor, según tengo entendido.

—No —dijo Jack—. Creo que no cumple el objetivo deseado con los hombres aguerridos.

—Hombres aguerridos; exactamente. Esa es otra cosa que puedo ofrecer: hombres aguerridos, excelentes marineros. La mayoría son tripulantes de barcos contrabandistas, procedentes del oeste del país, nacidos en el mar y capaces de cualquier cosa. Hay más voluntarios de los que puedo admitir, así que puedo escoger. Y los que escoja seguirán al hombre adecuado a cualquier parte, soportando una razonable disciplina y comportándose como corderos. Un buen corsario no es un sinvergüenza si lo dirige un buen capitán. ¿Tengo razón en esto, señor?

—Opino que sí, señor —dijo Jack despacio.

—Y para conseguir al capitán adecuado ofrezco una paga de capitán de navío, la asignación para un navío de setenta y cuatro cañones y, además, garantizo mil libras al año de botín. Ninguno de mis capitanes ha conseguido menos, y este nuevo barco, sin duda, obtendrá resultados mucho mejores, pues tendrá más del doble del arqueo de los otros y doscientos o trescientos hombres a bordo. Y cuando uno piensa, señor, que un barco de guerra privado no pierde tiempo en participar en bloqueos, llevar mensajes o transportar tropas sino que sólo se ocupa de destruir el comercio del enemigo… cuando uno piensa que esta fragata podrá navegar durante seis meses sin repostar, bueno, comprende que sus posibilidades son enormes… enormes —dijo Canning, y Jack asintió con la cabeza pensando que, en efecto, lo eran—. Pero, ¿dónde puedo encontrar a ese capitán?

—¿Dónde encontró usted a los otros?

—Son hombres de la región. Excelentes a su manera, pero sólo tienen a su cargo tripulaciones bastante pequeñas, parientes, conocidos y hombres que han navegado con ellos. Éste es un asunto completamente diferente y requiere un hombre de más capacidad de mando, de otra categoría. ¿Podría usted ayudarme, capitán Aubrey? ¿Podría sugerirme a alguien, tal vez a algún ex compañero de tripulación, o…? Esa persona tendrá carta blanca y mi total apoyo.

—Tengo que pensarlo —dijo Jack.

—Sí, por favor, piénselo —dijo Canning.

Una docena de personas llegaron al bufet en ese momento, poniendo fin a la conversación privada. Canning escribió una dirección en su tarjeta y se la dio a Jack, diciéndole en voz baja:

—Estaré aquí toda la semana. No tiene más que avisarme y estaré encantado de encontrarme con usted cuando quiera.

Se separaron —en realidad, les separaron— y Jack fue retrocediendo hasta que tropezó con la ventana. La oferta se le había hecho de la forma más directa en que era posible hacérsela a un oficial de la Armada, dentro de los límites de la decencia. Canning le caía bien; rara vez había conocido a un hombre que le hubiera sido tan simpático desde el primer momento. Tenía que ser extraordinariamente rico para armar un barco corsario de seiscientas o setecientas toneladas, era una enorme inversión para un particular. En las reflexiones de Jack había asombro, no duda, pues él no desconfiaba en lo más mínimo de la sinceridad de Canning.

—Vamos, Jack, ven conmigo —dijo lady Keith, tirándole del brazo—. ¿Dónde están tus modales? Te estás comportando como un oso.

—Querida Queenie —dijo él y esbozó despacio una abierta sonrisa—. Perdóname. Estaba abstraído. Tu amigo Canning quiere hacerme rico. ¿Es amigo tuyo?

—Sí. Su padre me enseñó hebreo… Buenas noches señorita Sibyl… Es un hombre muy rico y emprendedor. Siente una gran admiración por ti.

—Eso demuestra una gran bondad. ¿Habla hebreo?

—¡Oh! Sólo lo suficiente para la
bar mitzvah,
¿sabes? Es casi tan buen estudiante como tú, Jack. Frecuenta el círculo de amigos del príncipe de Gales, pero no dejes que eso te impresione; no es un tipo ostentoso. Vamos a la galería.

—Para la
bar mitzvah
—dijo Jack en tono solemne, siguiéndola a la abarrotada galería.

Allí, enmarcada momentáneamente por cuatro hombres con abrigos negros, estaba una cara que le era familiar, la roja cara de la señora Williams. Ella estaba sentada junto a la chimenea y parecía demasiado abrigada y acalorada; a su lado estaba sentada Cecilia. Por un momento, a él le fue difícil ubicarlas en este contexto, pues pertenecían a otro mundo y a otro tiempo, a otra realidad. No había ningún lugar desocupado junto a ellas, ninguna silla vacía. Cuando lady Keith le llevaba hacia ellas, le había murmurado algo sobre Sophia, pero tan discretamente que no lo había entendido.

—¡Vaya! Así que ha regresado usted a Inglaterra, capitán Aubrey —dijo la señora Williams cuando él le hacía una reverencia—. ¡Vaya, vaya!

—¿Dónde están sus otras hijas? —preguntó lady Keith, mirando a su alrededor.

—Me vi obligada a dejarlas en casa, Su Señoría. Frankie está resfriada y tiene fiebre, y Sophie se quedó para cuidar de ella.

—Ella no sabía que usted estaría aquí —le susurró Cecilia.

—Jack —dijo lady Keith—, creo que lord Melville te está haciendo señas. Quiere hablar contigo.

—¿El
First Lord?
—dijo la señora Williams, estirando la cabeza y casi levantándose del asiento—. ¿Dónde? ¿Dónde? ¿Dónde está?

—Es aquel caballero con la estrella —dijo lady Keith.

—Sólo dos palabras, Aubrey —dijo lord Melville—. Tengo que irme enseguida. ¿Puede venir a verme mañana en vez de la semana próxima? ¿No tiene inconveniente en venir? Entonces, buenas noches —dijo. Y luego, volviéndose hacia lady Keith, le mandó un beso con la mano—. Gracias, lady Keith. Soy su más humilde y ferviente…

En el rostro y los ojos de Jack, cuando volvía a reunirse con las señoras, había un brillo intenso como el de los primeros rayos de sol. Por algún proceso social de origen metafísico, se sentía como si hubieran pasado a él la estrella de aquel gran hombre y una pequeña parte de la fabulosa riqueza del joven Canning. Sentía que dominaba la situación, que dominaría cualquier situación, a pesar de la presencia de los lobos fuera; su tranquilidad le sorprendía. ¿Cuáles eran sus sentimientos bajo esa desbordante alegría? No podía distinguirlos. Le habían ocurrido tantas cosas en los últimos días —su vieja capa aún olía a pólvora— y le ocurrían tantas todavía que no podía distinguirlos. A veces uno recibía una herida en la batalla y podía tratarse de una herida mortal o, simplemente, un arañazo o una rozadura, pero era imposible decir inmediatamente lo que era. Cesó en su intento y concentró toda su atención en la señora Williams, pensando que la señora Williams de Sussex, e incluso la de Bath, eran seres diferentes de la señora Williams en aquel gran salón de Londres. Ella tenía un aire provinciano y poco elegante; y había que admitir que lo mismo le ocurría a Cecilia, con sus adornos recargados y su pelo rizado, aunque ésta era, sin duda, una joven amable. La señora Williams era vagamente consciente de ello; parecía atontada, insegura y casi respetuosa, aunque a él le parecía que el resentimiento no podría estar muy lejos. Como había observado que lord Melville se había mostrado muy amable, muy caballeroso, le dijo a Jack que habían leído en el periódico cómo había escapado y que ella esperaba que su retorno fuera un signo de que todo le iba bien. Pero se preguntaba por qué se había ido a India. Ella había entendido que él se iba a la Europa continental a consecuencia de algunas… a la Europa continental.

—Allí fui, señora. Maturin y yo nos fuimos a Francia, y ese sinvergüenza de Bonaparte casi nos mete en la cárcel.

—Pero usted regresaba a casa en un barco que realiza el comercio con las Indias. Lo leí en el periódico, en
The Times.

—Sí. El barco hizo escala en Gibraltar.

—¡Ah, ya comprendo! Ahora el misterio está aclarado; sabía que terminaría por descubrirlo todo.

—¿Cómo está el estimado doctor Maturin? —preguntó Cecilia—. Me gustaría verle.

—Sí, dígame, ¿cómo está el apreciado doctor Maturin? —dijo la madre.

—Está muy bien, gracias. Estaba en otra habitación hace un momento, hablando con el médico jefe de la flota. Es un amigo estupendo; me cuidó cuando tuve una horrible fiebre por algo que se me contagió en las montañas, y estuvo medicándome dos veces al día hasta que llegamos a Gibraltar. Si no fuera por eso, no habría vuelto a casa.

—Montañas… España —dijo la señora Williams con un fuerte tono desaprobatorio—. A mí nunca me llevarán allí, se lo aseguro.

—Así que atravesó usted España —dijo Cecilia—. Seguramente fue muy romántico, entre ruinas y monjes.

—Había algunas ruinas y monjes, en efecto —dijo Jack sonriéndole—. Y también ermitas. Pero lo más romántico que vi fue el Peñón, allí al final de nuestro camino, erguido y amenazante como un león. Eso y el naranjo que hay en el castillo de Stephen.

—¡Un castillo en España! —exclamó Cecilia juntando las manos.

—¡Un castillo! —dijo la señora Williams—. Tonterías. El capitán Aubrey habrá querido decir una casa de campo con un nombre extraño, querida.

—No, señora. Un castillo con torres, almenas y todo lo que debe tener. Y además, con el tejado de mármol. Lo único extraño allí era la bañera, justo al final de una escalera de caracol, completamente aislada. También era de mármol; estaba tallada en un solo bloque… asombroso. El naranjo se encontraba en un patio rodeado de arcos, una especie de claustro. ¡Daba naranjas, limones y mandarinas al mismo tiempo! Tenía a la vez frutos verdes, maduros y flores, y un fuerte aroma. ¡Eso sí que es romántico! No daba muchas naranjas cuando yo estaba allí, pero daba limones todos los días. Debo de haber comido…

—¿Quiere usted decir que el doctor Maturin es un hombre rico? —dijo la señora Williams.

—Sí señora. Tiene una enorme propiedad cerca del lugar por donde cruzamos las montañas, y ovejas merinas.

—Ovejas merinas —dijo la señora Williams, asintiendo con la cabeza, pues sabía que existían esos animales… ¿Qué otra cosa podría producir la lana merina?

—… pero su mejor propiedad está más abajo, cerca de Lérida. A propósito, no he preguntado por la señora Villiers, he sido muy descortés. Espero que se encuentre bien.

—Sí, sí. Está aquí. Pero —dejó de lado a Diana— creía que no era más que un cirujano naval.

—¿De veras, señora? Sin embargo, es un hombre de considerable fortuna. Además, es médico, y hablan muy bien de él en…

—Entonces, ¿cómo se convirtió en su cirujano? —preguntó, desconfiada, interrumpiéndolo bruscamente por última vez.

—¿Acaso hay una forma mejor de conocer el mundo que viajando cómodamente,
pagado por el Rey
?

Esto fue definitivo. La señora Williams se quedó en silencio durante algunos momentos. Había oído hablar de los castillos de España, pero no podía recordar si eran algo bueno o no; sin duda, sería lo uno o lo otro. Probablemente bueno, dada la actitud tan amable de lord Melville. ¡Oh, sí, muy bueno! Indudablemente, muy bueno.

—Espero que él nos visite… espero que los dos nos visiten —dijo por fin—. Nos alojamos en casa de mi hermana Pratt en la calle George, número once.

Jack le expresó su agradecimiento y le dijo que, desgraciadamente, no disponía de tiempo, pues debía ocuparse de asuntos oficiales, pero que estaba seguro de que el doctor Maturin estaría encantado de ir. También le pidió que saludara de su parte a la señorita Williams y a la señorita Frances.

—Probablemente, habrá usted oído que mi Sophie está… —comenzó la señora Williams, tratando de decir una mentira como precaución. Pero enseguida se arrepintió y no sabía cómo salir bien de aquello—… que Sophie está… no sé cómo decirlo, aunque no es oficial.

—Allí está Diana —murmuró Cecilia, dándole un codazo a Jack.

Diana estaba entrando a la galería, caminando lentamente entre dos hombres altos. Llevaba un vestido azul oscuro con una hermosísima pechera blanca y una cinta de terciopelo negro alrededor del cuello. Él había olvidado que su pelo era negro,
negro,
que su cuello parecía una columna y que sus ojos eran como oscuras manchas en la distancia. No necesitaba analizar sus sentimientos; su corazón, que se había detenido cuando él buscaba con los ojos un puesto vacío junto a la señora Williams, ahora latía aceleradamente. Una constelación, una galaxia de pensamientos eróticos cruzaban por su mente, y sentía extremo placer al mirarla. ¡Qué buen aspecto tenía! Sin embargo, no parecía contenta. Le volvió la cara al hombre que tenía a su derecha y elevó la barbilla, un gesto suyo que él conocía muy bien.

—El caballero que va junto a ella es el coronel Colpoys, el cuñado del almirante Haddock, de la India. Diana se aloja en casa de la señora Colpoys, en la calle Bruton. Es una casa diminuta e incómoda.

—¡Qué guapo es!

—¿El coronel Colpoys? —dijo la señora Williams.

—No, mamá. El hombre de la chaqueta azul.

—¡Oh, no, cariño mío! Ese caballero —dijo bajando la voz y poniéndose la mano delante de la boca— es un «jota, u, de, i, o».

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