El
Lord Nelson
estaba preparado mucho antes de que el cúter disparara un cañonazo e izara la bandera inglesa, pero no respondió inmediatamente. Azéma miró a Jack y a Pullings.
—No voy a pedirles que se vayan abajo, pero si gritan o hacen señales, me veré obligado a dispararles —dijo sonriendo, pero hablaba en serio y, además, llevaba dos pistolas en el cinturón.
—Está bien —dijo Jack, con una inclinación de cabeza.
Pullings sonrió tímidamente.
El cúter se encontraba a proa del barco mercante y su vela mayor flameaba. Azéma le hizo al timonel una indicación con la cabeza. El
Lord Nelson
viró despacio y Azéma dijo:
—¡Fuego!
La batería —sólo los cañones de dieciocho libras— hizo fuego en el momento descendente del balanceo. Los cañonazos, bien agrupados, cayeron muy cerca de la proa del cúter, por el costado de babor, y algunos, al rebotar, atravesaron sus velas, haciéndoles más agujeros, y arrancaron el tercio del bauprés que aún quedaba. Sorprendido por aquel recibimiento, el cúter trató de cambiar la orientación de las velas y virar, pero como llevaba muy poca velocidad y el foque flotando al viento, no lo consiguió. Entonces se abatió, disparando contra el
Lord Nelson
sus siete cañones de seis libras, y finalmente viró en redondo, cambiando de bordo.
El cúter sabía que se enfrentaba a un enemigo duro, difícil; la mitad de una andanada como aquella lo mandaría al fondo. Pero ganó velocidad y cruzó la popa del
Lord Nelson,
disparando otra vez; luego dio una vuelta como una bailarina, volvió a cruzar y se detuvo a proa, por estribor. Los disparos de sus cañones de seis libras, desde una distancia de doscientas yardas, no le hicieron ningún daño a los gruesos costados del barco mercante, pero cortaron sus aparejos. Todo parecía indicar que el cúter intentaba seguir con esa maniobra.
Azéma no iba a permitirlo. El cúter había ido de un lado para otro a pesar de dar guiñadas para disparar, y ahora, navegando viento en popa, se acercaba de través, formando un ángulo de 90° con el barco mercante. Azéma recorrió la fila de cañones, habló con todas las brigadas y ordenó disparar una andanada, pero ésta cayó en el lugar que el cúter había ocupado segundos antes; el capitán del cúter, como por magia, intuición o telepatía, había virado a sotavento en el mismo instante en que se daba la orden de disparar. Volvió a hacer lo mismo dos minutos más tarde, no por magia sino por el cálculo del tiempo que le tomaría a los artilleros tenerlo otra vez en la mira. Iba a abordarles, y sólo tenía que hacer una corta bordada para llegar hasta la proa del
Lord Nelson.
Jack podía ver a los hombres con los alfanjes y las hachas de abordaje preparados en cubierta, unos veinticinco o treinta, y al capitán llevando con una mano la caña del timón y con la otra un largo sable; dentro de un momento comenzarían los furiosos gritos.
—¡Fuego! —dijo Azéma de nuevo.
Y cuando el humo se disipó, pudo verse el cúter con la gavia arrancada, colgando de un lado y dando bandazos. Su capitán ya no estaba al timón, y había un montón de hombres en cubierta, unos moviéndose con dificultad y otros inmóviles. Con la velocidad que llevaba, el cúter sobrepasó la proa del
Lord Nelson,
quedando fuera del alcance de la siguiente descarga, y continuó desplazándose rápidamente, tratando de ganar cien yardas más o menos antes de que el
Lord Nelson
virara y le disparara desde el costado de estribor.
Sobrevivió a la descarga, aunque fue difícil ver cómo lo hizo por la cantidad de blancas salpicaduras que había alrededor de él. Azéma, que no tenía demasiado interés en capturarlo ni en hundirlo, sólo le disparó algunos cañonazos más antes de volver al rumbo fijado. Diez minutos después, el cúter desplegó un nuevo foque y una nueva trinquete y se alejó, haciéndose cada vez más pequeño entre los distantes bacaladeros. Jack se palpó los bolsillos buscando su reloj, pues le gustaba anotar el comienzo y el final de todos los combates, pero ya no lo tenía, por supuesto.
—Creo que ha sido temerario e inmoral lo que ha hecho —dijo Azéma—. ¡Podría haber matado a algunos de mis hombres! Debería haberlo hundido. Soy demasiado magnánimo. Eso no es valor sino temeridad.
—Estaría de acuerdo con usted si hubiera hecho lo contrario —dijo Jack—. Una corbeta que no ataque a un navío de línea comete una estupidez.
—Vemos las cosas de forma distinta —dijo Azéma, molesto por el tiempo perdido y los daños que había sufrido la jarcia—. Tenemos diferentes puntos de vista. Pero al menos —sonreía de nuevo— espero que sus compatriotas nos den un día de descanso.
Él tuvo un día de descanso, y también la mañana del siguiente, pero poco después de haber anotado las observaciones del mediodía —45° 23'N, 10° 30'O— y de prometerle a sus prisioneros pan español y auténtico café para desayunar, se oyó el grito: «¡Vela a barlovento!»
Poco a poco la mancha blanca fue haciéndose más definida, hasta tomar la forma de un bergantín, un bergantín que, sin duda, les perseguía. Las horas pasaron; el capitán Azéma había estado preocupado y pensativo durante la comida, interrumpiendo ésta de vez en cuando para subir a cubierta. El
Lord Nelson
llevaba desplegadas las juanetes con las alas superiores e inferiores, lo cual hacía que se desplazara en dirección a La Coruña rápidamente, a cinco o seis nudos, con viento fuerte. Se largaron las sobrejuanetes poco después de las cuatro, y Azéma observaba ansioso los dañados mástiles para comprobar si resistían la presión. Durante un rato pareció que dejaban atrás al bergantín.
—Señor, estoy casi seguro de que es el
Seagull
—le dijo Pullings en secreto al bajar de una altura considerable, desde donde había observado largamente el bergantín—. Mi tío era su capitán en 1799 y he estado a bordo muchas veces.
—¿Seagull?
—dijo Jack frunciendo el entrecejo—. ¿No habían cambiado los viejos cañones por carronadas?
—Exactamente, señor. Tiene dieciséis de veinticuatro libras que caben muy justas en las portas y dos cañones largos de seis. Puede dar duro si se acerca lo bastante, pero es muy lento.
—¿Más lento que esto?
—Muchísimo más, señor. Pero acaba de desplegar las sosobres, y eso puede suponer una diferencia.
* * *
La diferencia fue pequeña, muy pequeña —tal vez la longitud de un tapete o dos—, pero cinco horas con un tiempo invariable bastaron para que el
Seagull
estuviera al alcance del último cañón de dieciocho libras de la batería de estribor y de un cañón largo de ocho libras que Azéma había sacado por la galería que rodeaba los camarotes.
El bergantín —ahora estaban seguros de que era el
Seagull—,
a diez millas de distancia, sólo pudo responder con el cañón de seis libras de proa; y el único efecto que esto tuvo fue un poco de humo y levantar el ánimo de la tripulación. Pero pudo acercarse más al
Lord Nelson,
pues éste entró en una zona de aguas oscuras que el viento, rechazado por las montañas españolas, y la marea baja, delimitaban naturalmente, un área sombría, con mucho oleaje, frecuentada por las gaviotas y otros pájaros de la costa.
En cinco minutos la velocidad del
Lord Nelson
disminuyó perceptiblemente, y el sonido de su jarcia bajó de tono. El
Seagull
se le había acercado por la aleta de estribor. Antes de que el bergantín entrara también en la zona de aguas oscuras, disparó la primera andanada con sus carronadas de corto alcance; ésta no dio en el blanco, ni tampoco la siguiente, aunque una bala de veinticuatro libras, al rebotar, atravesó la barrera de coyes y golpeó débilmente el palo mayor. El capitán Azéma, levantando la vista de donde habían caído los fuertes disparos, observó pensativo el bergantín; éste debía recorrer todavía un cuarto de milla antes de que dejara de atrapar el viento. Cincuenta yardas más y los disparos de los cañones de veinticuatro libras retumbarían en sus oídos, atravesarían los valiosos costados del barco mercante y destrozarían los mástiles ya dañados. No sentía miedo sino irritación por las consecuencias; el ritmo de los disparos del
Seagull
y su precisión dejaban mucho que desear, mientras que el barco mercante llevaba a bordo ocho artilleros mayores; además, la capacidad de maniobra de aquél no era superior a la de éste, y bastaría con arrancarle una o dos perchas para dejarlo atrás y poder alcanzar la costa. Sin embargo, Azéma iba a necesitar toda su concentración.
—No es muy espacioso su bergantín —le dijo a Jack—. Es posible que tengamos serias dificultades con él. Tengo que pedirles que se vayan abajo.
Messieurs les prisonniers,
a la bodega, por favor. Ruego a los prisioneros que bajen a la bodega.
Su tono autoritario no admitía una negativa. Con desgana, ellos apartaron la vista del mar envuelto en sombras y bajaron por las escotillas hasta el nivel más bajo, donde oyeron cerrarse de golpe una reja y un ruido de cadenas. Y precisamente desde las entrañas del barco mercante, entre el olor del té, la vainilla y el agua de la sentina, Jack, Pullings, los tripulantes europeos y todos los pasajeros fueron testigos de la batalla. Testigos de oído, desde luego, porque se encontraban por debajo de la línea de flotación, iluminados por un farol oscilante que sólo les permitía ver vagamente los paquetes; pero lo que oían lo oían muy bien; El
Lord Nelson
actuaba como una caja de resonancia y propagaba el estruendo de los cañones de dieciocho libras en un tono un octavo más bajo, mientras que a través del mar llegaba el ruido de los disparos del
Seagull,
extraños golpes secos como los de un lejano martillo forrado de tela, sonidos sin armónicos, tan claros que a veces era posible distinguir cada una de las ocho carroñadas, cuyos disparos habrían parecido simultáneos al aire libre.
Ellos escuchaban, trataban de calcular la dirección de los cañonazos y el peso del metal lanzado —cuatrocientas treinta y dos libras para el
Lord Nelson,
trescientas noventa y dos para el bergantín— y cuándo entrarían en juego. Jack pensaba: «Azéma está utilizando solamente los grandes cañones. Y concentra el fuego en los mástiles, no cabe duda». A veces el
Seagull
le daba al barco mercante y ellos lanzaban vivas y trataban de adivinar el lugar del impacto. Una vez se oyeron de repente pasos apresurados en la sentina, y la renovada actividad de la bomba dejó claro que al
Lord Nelson
le habían dado por encima de la línea de flotación, probablemente en la bodega de proa; en otra ocasión un fuerte ruido metálico les hizo pensar que un cañón había sido alcanzado, tal vez desmontado.
Alrededor de las tres de la madrugada la vela se apagó y ellos se quedaron a oscuras, escuchando, escuchando; a veces se quejaban por no tener abrigos, mantas, almohadas ni comida y a veces dormitaban. El fuego continuó; el
Seagull
dejó de lanzar andanadas y ahora disparaba los cañones de uno en uno y, en cambio, el
Lord Nelson
no hizo nada diferente durante el resto de la batalla sino que siguió con el mismo ritmo hora tras hora.
La señorita Lamb se despertó gritando:
—¡Una rata! ¡Una enorme rata! ¡Oh,
cómo
echo de menos mis pantalones!
La concentrada atención fue relajándose a medida que transcurría la noche. Jack le habló una o dos veces al mayor Hill y a Pullings sin obtener respuesta. Advirtió que el número de disparos que había contado se confundía con el cálculo de los enfermos y heridos atendidos por Stephen… con comentarios de Sophia… con el recuerdo de la comida y el café… con la interpretación del trío en re menor, el
glissando
de Diana y la nota sostenida en el violonchelo cuando tocaban los tres juntos.
Mucha luz, el ruido de la cadena, el chirrido de la reja; él se dio cuenta de que estaba casi dormido. Aunque no lo estaba del todo, pues sabía que el fuego había cesado hacía más de una hora, pero sí lo bastante para sentirse torpe y avergonzado.
En cubierta llovía; caía una fina lluvia desde el altísimo cielo y el escaso viento que había soplaba de tierra. El capitán Azéma y sus hombres estaban muy pálidos y cansados pero tranquilos, demasiado cansados para exteriorizar su satisfacción pero tranquilos. Con la gavia mayor y el velacho desplegados, el
Lord Nelson
se deslizaba por el mar con el viento en contra, y el
Seagull
permanecía inmóvil a lo lejos, por la aleta de estribor. Incluso a aquella distancia Jack podía ver que estaba terriblemente dañado. Se encontraba muy hundido en el agua y las bombas no cesaban de funcionar; la verga trinquete se había caído, el mastelero mayor parecía tambalearse, la cubierta y los costados tenían considerables destrozos y cuatro portas estaban destruidas. Se había desviado de su rumbo para que se hicieran las reparaciones y se taparan las entradas de agua; las probabilidades de que reanudara la batalla eran…
El capitán Azéma se había inclinado sobre un cañón y lo había apuntado con cuidado; luego, teniendo en cuenta el balanceo, disparó. La bala salió directamente hacia el centro de la brigada de reparación y él se quedó observando su trayectoria.
—Continúe, Partre —dijo. Y luego se acercó a la bitácora para coger su humeante taza de café.
Era algo perfectamente admisible, pero aunque él podría haber hecho lo mismo, le parecía tan cruel que, rechazando una taza de café, desvió la mirada para observar los daños del
Lord Nelson
y la costa, que ahora quedaba al este en el horizonte. Sus daños eran numerosos pero no demasiado importantes.
Azéma no había llegado a tierra como esperaba —frente a ellos estaba el cabo Prior—, pero arribaría a La Coruña a mediodía. Jack hizo caso omiso del segundo cañonazo; trataba de entender por qué aquello le dolía tanto si él no tenía ningún amigo a bordo del
Seagull.
No podía aclarar sus ideas, pero era consciente de que sentía una gran animadversión hacia Azéma. Y con extraordinaria alegría, recuperando las esperanzas cuando todo parecía perdido, vio un navío doblar aquel cabo, en dirección norte. Era un navío de línea de Su Majestad de vuelta a su país, el
Colossus,
y lo seguía el
Tonnant,
de ochenta cañones.
El serviola gritó:
—¡Dos navíos de línea!
Luego siguieron otros dos; era una potente escuadra que navegaba velozmente con todas las velas desplegadas. No había la más mínima posibilidad de escapar. Silencio; gran consternación. En medio de aquel silencio, Jack se acercó al cañón de dieciocho libras que ya estaba apuntado y, poniendo la mano en la llave, dijo en tono grave: