El cañonazo del
Bellone
cortó en seco estas reflexiones. El cañón de proa del costado de estribor lanzó una bala de ocho libras que pasó por el costado de babor del
Lord Nelson,
rebotando. Y como si hubiera necesitado esto para entrar en acción, el capitán Spottiswood comenzó a dar órdenes. Las vergas giraron en redondo, el barco cambió de posición, y ahora podía verse el barco corsario enmarcado por la porta número uno, destacándose sobre el oscuro fondo del poco concurrido castillo. El
Lord Nelson
se abatió un poco para tomar su nuevo rumbo, con el
Bellone
por la aleta de babor, de modo que Jack sólo veía ahora las velas de proa de éste, a cuatrocientas yardas de distancia, a tiro de mosquete. Cuando el barco mercante viraba, disparó sus cañones de popa, y se oyeron seis potentes estruendos y un agudo viva. Entonces llegó a proa la orden:
—¡Abran fuego!
—Eso está mejor —dijo Jack saliendo precipitadamente de debajo del castillo.
La larga pausa previa a la acción era siempre difícil de soportar, pero ahora, en pocos segundos se desvanecería todo menos el vivo momento presente, no habría tiempo para la tristeza ni para el miedo. El cañón número siete estaba en buenas manos, había girado hacia popa lo máximo que la porta permitía. El artillero mayor, mirando a lo largo del cilindro del cañón, estaba atento al balanceo. Los cañones del combés dispararon al mismo tiempo, y en medio de un remolino de humo —que llenó los pulmones de los exaltados artilleros, sofocándoles—, Jack y el mayor Hill corrieron a coger las largas palancas para levantar el cañón número cinco, una oscura mole inanimada, mientras los marineros indios ataban los aparejos delanteros para ayudarlo a girar sobre su eje y colocarlo apuntando a la popa del
Bellone,
ahora bien visible. El cañón número siete disparó con un lento y débil estallido y mucho humo. Mientras se agachaba junto al cañón número cinco y se preparaba para levantarlo con el espeque, Jack pensó: «Si toda la pólvora es como esa, sería mejor que intentáramos abordarlos enseguida. Pero es muy probable que ese condenado bribón la haya dejado ahí durante semanas». Esperó a que el humo se dispersara y el movimiento ondulante del barco para apuntar el cañón; fue subiéndolo poco a poco, y cuando tiraba del acollador vio desaparecer al
Bellone
en una blanca nube de humo provocada por su propia batería. Arqueó el cuerpo sobre el cañón y lo disparó. No pudo ver dónde cayó la bala a causa del humo, pero a juzgar por el enorme estruendo debía de haber caído muy bien. El costado del barco corsario se llenó de ruidos y gritos, había agujeros en el velacho y una bolina estaba desprendida. Otro cañón de proa disparó y él corrió hacia el castillo, saltando por encima del aparejo del cañón número cinco, mientras lo limpiaban para cargarlo de nuevo. Apuntó los cañones número tres y uno, los disparó, y recorriendo rápidamente la fila volvió junto al cañón número cinco para ayudar a dispararlo otra vez.
El fuego era general ahora. Los trece cañones de babor del
Lord Nelson
disparaban de uno en uno o de dos en dos cada medio minuto, mientras que los diecisiete del
Bellone,
después de haber lanzado tres descargas iguales en cinco minutos —un formidable ritmo incluso para un navío de guerra— no disparaban ahora a intervalos regulares, aunque lo hacían ininterrumpidamente. Éste, a sotavento, quedaba oculto por una nube de humo que, dispersándose sobre el mar, se juntaba con el humo de los cañones del barco mercante arrastrado por el viento, y entre todo aquel humo asomaban llamaradas color naranja. Sólo dos veces Jack estuvo seguro de cuál había sido la trayectoria de los disparos de su división: una cuando el viento había rolado, desplazando a un lado la cortina de humo y permitiendo ver que el disparo del cañón número siete había dado en el centro del barco, justo por encima de las cadenas principales, y otra cuando había visto que su propio disparo le había perforado el casco a proa. Las velas del barco corsario tampoco eran ya tan hermosas como antes; no obstante, éste había acortado la distancia y ahora estaba de través respecto al
Lord Nelson,
destrozándolo. ¿Avanzaría rápidamente y cruzaría la proa?
Jack tenía poco tiempo para pensar mientras corría de un cañón a otro, ayudando a dispararlos, limpiarlos y cargarlos, pero había llegado a la conclusión de que el
Bellone
no tenía cañones más potentes que los de ocho libras y que intentaba destrozar las velas, los aparejos y las perchas del barco mercante en vez de dañar su casco y su valioso cargamento. No había duda de que no le gustaba recibir el impacto de las balas de dieciocho libras: tres o cuatro cañonazos en el casco podrían ser algo serio y una sola bala podría arrancar un firme mastelero. Si ellos no le daban duro pronto, el barco corsario se acercaría cada vez más y abandonaría su elegante táctica. Era un oponente duro, con su formidable artillería y sus repetidos intentos de cruzar la proa del
Lord Nelson,
y sería más duro aún en la lucha cuerpo a cuerpo. «Ya lo veremos cuando llegue el momento», pensó Jack, ajustando un cabo.
Sintió un enorme y ensordecedor estrépito dentro de su cabeza y a su alrededor. Se había caído. A ciegas luchaba por esquivar el cañón número cinco en su retroceso y trataba de averiguar si estaba gravemente herido o no, pues había sido imposible saberlo de inmediato. No lo estaba. El cañón número siete había estallado provocando la muerte de tres artilleros de su brigada, haciendo volar en pedazos la cabeza del artillero mayor —había sido su mandíbula la que le había abierto a Jack la herida del antebrazo—, y lanzando trozos de hierro en todas direcciones, que habían herido incluso a algunos hombres que estaban junto al palo mayor. Uno de esos trozos de hierro había rozado la cabeza de Jack, haciéndolo caer al suelo. El rostro que él, atontado, miraba ahora era el de Pullings, y éste le repetía:
—Debe irse abajo, señor. Abajo. Déjeme ayudarle a bajar.
Él se reanimó y, con una voz que no le parecía suya, gritó:
—Asegurad ese cañón.
Gracias a Dios, no se habían soltado los cáncamos de lo que quedaba del cañón y del carro. Los hombres lo aseguraron rápidamente, tiraron los cuerpos por la borda y llevaron enseguida los accesorios que habían quedado junto al cañón número cinco.
Tres descargas más, tres ensordecedores estallidos más junto a su oreja, se sumaron al estrépito del cañón que había explotado, al recuerdo de los muertos y de su propia herida, y se fundieron con el ruido de la furiosa batalla.
El humo se hacía más espeso, los fogonazos del
Bellone
se veían cada vez más cerca, mucho más cerca, y éste se acercaba deprisa. Ellos disparaban los cañones cada vez más rápido, sin parar ni un segundo, pues contaban también con el resto de la brigada del cañón número siete y dos artilleros de un cañón desmontado del alcázar. El metal de los cañones se había calentado tanto que éstos retrocedían violentamente en cubierta, con el terrible chasquido de las retrancas. El
Bellone
lanzó una lluvia de metralla seguida de una furiosa descarga de mosquetes y, cuando el humo se dispersó, ya estaba muy cerca de ellos, poniendo en facha la gavia mayor para controlar su velocidad y abordarse con ellos. Desde las cofas eran disparadas las armas ligeras, para tratar de arrasar las cubiertas del
Lord Nelson;
había algunos hombres en los penoles para atar las vergas a las de ellos, y un auténtico enjambre en el castillo y los obenques de proa; los arpeos estaban listos en la proa y el combés.
—¡Todos los hombres a repeler el abordaje! —se oyó desde el alcázar.
Hubo un gran estruendo y chirridos cuando ambos barcos se tocaron. Los franceses lanzaron un viva; enseguida aparecieron los alfanjes, que cortaban la red de abordaje, las hachuelas y las brillantes espadas. Jack le arrebató una pistola a un hombre que, con decisión, se asomaba por la destrozada porta número siete; luego cogió rápidamente una palanca grande, y con la sensación —casi la absoluta certeza— de ser extraordinariamente fuerte e invulnerable corrió a enfrentarse con los hombres que subían por la red, tratando de llegar a proa; y precisamente en la proa tenía lugar el más duro ataque.
Permaneció allí, con un pie en el destrozado pasamanos y la gruesa palanca en alto, asestándoles golpes y derribándoles. Alrededor de él, dando chillidos, luchaban los marineros indios con picas, hachas y pistolas. Un grupo de hombres del alcázar y el combés, de la Compañía de Indias, huyeron del portalón, por donde había entrado una docena de corsarios que, armados de picas, se encaminaban al castillo.
La cubierta del barco mercante era mucho más alta que la del
Bellone;
tenía un pronunciado recogimiento de costados —los costados inclinados hacia dentro— que hacía difícil su acceso. Pero los franceses se aferraban a los costados, devolvían los golpes y luchaban desesperadamente por subir a bordo. Había multitud de ellos, y aunque eran rechazados seguían llegando a montones. El agitado movimiento del mar separó los barcos, provocando que un nutrido grupo que estaba aferrado a las cadenas de proa cayera entre ellos; y a aquella masa siguió disparándole con su trabuco el señor Johnstone. El contramaestre corrió hasta un penol y cortó la ligada, y del otro lado del pasamanos cayeron los arpeos sin causar ningún daño. Los cañones del alcázar dispararon tres andanadas, hiriendo al capitán francés, desmontando el timón del
Bellone y
cortando las drizas de la vela de mesana. El
Bellone
viró rápidamente contra el viento, y si el
Lord Nelson
hubiera tenido suficientes marineros para repeler a los hombres que lo abordaban y disparar los cañones al mismo tiempo, podría haberlo acribillado, pues estaba a diez yardas de distancia. Pero éste no pudo disparar ni una andanada y se movía hundiendo la proa; los dos barcos fueron separándose silenciosamente.
Jack llevó a la enfermería a un grumete que tenía heridas hasta el hueso en ambos brazos —se las había hecho cuando trataba de protegerse el rostro con ellos—, y Stephen le dijo:
—Mantén el pulgar apretado aquí hasta que pueda ocuparme de él. ¿Cómo vamos?
—Les hemos repelido. Están recogiendo a sus hombres con los botes. Serán unos doscientos o trescientos. Enseguida se reanudará la lucha. Date prisa, Stephen, no puedo esperar. Debemos hacer nudos y empalmes. ¿Cuántos tienes aquí?
—Treinta o cuarenta —dijo Stephen apretando el torniquete—. Chico, te pondrás bien, ahora descansa. Jack, déjame verte el brazo, y la cabeza.
—En otro momento. Un par de golpes afortunados y les pondremos fuera de combate.
* * *
Un disparo afortunado. ¡Cuánto rezaba por él! Cada vez que apuntaba su cañón rezaba por él, «en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo». Pero con el viento encalmado, el humo que envolvía el
Bellone
era cada vez más espeso y él no podía ver nada. Además, sólo contaba con dos cañones; el número uno se había soltado de las retrancas en la primera descarga, hiriendo a dos marineros indios y un guardiamarina, y ahora se encontraba a su lado, calzado con cuñas de cualquier manera detrás de un tonel. La tripulación bajo su mando se había reducido —la de toda la cubierta se había reducido— y el ritmo de los cañonazos del
Lord Nelson
había disminuido a uno por minuto, mientras que el
Bellone,
a cincuenta yardas por barlovento, mantenía el mismo ritmo de disparos. A veces, cuando tenía tiempo, miraba hacia atrás, y así pudo observar que en cubierta había muy pocos hombres y junto a los cañones ya no había grupos numerosos. Algunos hombres habían sido heridos, otros habían corrido abajo —las escotillas no estaban tapadas—, y los que quedaban estaban cenicientos, cansados y débiles, habían perdido los ánimos y luchaban sin convicción. Hill había desaparecido por un momento, pero ahora estaba de regreso y apuntaba el cañón número tres. Jack atacó la carga y echó la mano hacia atrás buscando la bala. Pero no había ninguna bala. Aquel condenado grumete servidor de pólvora se había ido.
—¡Las balas! ¡Las balas! —gritó.
El grumete se acercaba caminando como un pato desde la escotilla principal con dos pesadas balas entre los brazos. Era un grumete nuevo y, absurdamente, llevaba la ropa de bajar a tierra, pantalones nuevos, chaqueta azul y una cinta en la coleta. Además, era torpe.
—Cójalas de allí delante, maldito hijo de perra—dijo Jack, arrebatándole una al grumete, que estaba horrorizado, sin habla, y metiéndola en el cañón—. De allí delante, del cañón número uno. Hay una docena. ¡Rápido! ¡Rápido!
La segunda carga fue atacada con fuerza en el cañón, que ahora abrasaba.
—¡Súbanlo! ¡Súbanlo! —dijo Jack.
Penosamente, con gran esfuerzo, ellos levantaron la pesada mole a pesar del oleaje; un marinero indio bajito, con el vaivén de las olas, se había puesto azul y vomitaba.
Los cañones de la batería del
Bellone
rugieron todos a una, apuntados contra los aparejos; metralla y balas de cadena pasaron con gran estrépito sobre sus cabezas. Jack disparó, vio a Hill apartar al grumete para evitar el golpe del cañón en retroceso e inmediatamente corrió entre el humo hasta el número tres. Tropezó con el condenado grumete, que estaba a sus pies.
—Sepárate de los cañones. Eres un buen chico, y valiente —dijo amablemente, levantándole—. Trae sólo una cada vez —señalaba el castillo—, pero deprisa. Y cartuchos. Echa una mano. Necesitamos cartuchos.
Los cartuchos no llegaron. Jack disparó el cañón número cinco, y al levantar la vista hacia las gavias vio que las vergas del trinquete del
Bellone
se deslizaban entre los obenques del
Lord Nelson.
De repente oyó detrás de él,
detrás de él,
los furiosos gritos de los hombres que les abordaban. Los botes del barco corsario habían dado la vuelta por detrás de ellos ocultos por el humo, y ahora cientos de franceses subían por el desprotegido costado de estribor.
Los franceses llenaban el combés del
Lord Nelson,
impidiendo pasar del castillo al alcázar, y eran tan numerosos los que subían a proa por la destrozada red de abordaje que ellos no podían luchar. Muy cerca de él había multitud de rostros, pechos y brazos, y aunque tenía una larga palanca en la mano, un condenado hombrecillo, sujetándole la muñeca, le impedía usarla. Cayó, recibió pisotones y patadas, pero volvió a levantarse y a hacerles frente disparando y usando su puñal. La fuerza de aquella multitud de hombres era enorme. Atrás, atrás, paso a paso, iba tropezando con cadáveres, atrás, atrás. Y entonces cayó en el vacío y escuchó un impacto muy, muy débil, como si viniera de otro mundo.