Capitán de navío (14 page)

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Authors: Patrick O'BRIAN

Tags: #Narrativa Historica

BOOK: Capitán de navío
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No había ninguna posibilidad de resistirse a su evidente buena fe. La mirada de Christy-Pallière se suavizó y éste, con una sonrisa de alivio, dijo:

—Entonces, ¿me da su palabra de que es una persona fiable?

—Le hablo de corazón —dijo Jack poniéndose la mano en el pecho—. Estimado amigo, sus hombres tienen que ser personas muy simples para que hayan sospechado de Stephen Maturin.

—Ese es el problema —dijo Christy-Pallière—. Muchos
son
estúpidos. Pero eso no es lo peor; hay otros servicios de información y vigilancia, la gendarmería, los hombres de Fouché y todos esos de tierra adentro, como usted sabe, y entre ellos hay algunos que no son más listos. Así que dígale a su amigo que sea más prudente. Y escúcheme, mi querido Aubrey —su tono era grave y expresivo—, sería mejor que no fueran ustedes a Porquerolles sino que siguieran enseguida hacia España.

—¿Por el calor? —preguntó Jack.

Christy-Pallière se encogió de hombros.

—Sí, tal vez por eso —dijo—. No le diré nada más.

Cruzó la terraza, pidió otra botella y volvió junto a Jack. Entonces continuó en un tono muy diferente, informal:

—Así que vio usted a mis primos en Bath.

—¡Sí, sí! Tuve el honor de visitar Laura Place la primera vez que fui y ellos tuvieron la amabilidad de pedirme que me quedara a tomar el té. Estaban todos en casa: la señora Christy, la señorita Christy, la señorita Susan,
madame des Aguillières
y Tom. Son personas encantadoras, muy amables y agradables. Hablamos mucho de usted; ellos esperan que vaya usted a visitarles pronto y, por supuesto, le envían muy afectuosos saludos… y las chicas le mandan besos. La segunda vez me invitaron a un paseo y un picnic, pero lamentablemente yo ya estaba comprometido. Estuve en Bath dos veces.

—¿Qué le parece Polly?

—¡Oh, una joven encantadora! Está llena de alegría y es muy amable con su anciana tía. ¿Es su tía, verdad? ¡Y qué bien habla el francés! Yo dije algunas cosas en francés y ella las entendió enseguida y se las repitió a la anciana haciendo incluso mis propios gestos.

—Es
una joven encantadora —afirmó él de su prima, muy serio—. Y créame, esa chica sabe
cocinar.
¡Su
coq au vin…
! ¡Su lenguado a la normanda! Y también sabe hacer muy bien el
pudding
inglés. Esa mermelada de fresas la hizo ella. Es una estupenda ama de casa. Además —miraba distraídamente una tartana que entraba en el puerto—, tiene una pequeña fortuna.

—¡Oh, Dios mío! —gritó Jack tan enérgicamente que Christy-Pallière se volvió alarmado—. ¡Dios mío! Casi me había olvidado. ¿Quiere que le diga por qué estuve en Bath?

—Sí, se lo ruego.

—¿Quedará entre nosotros? (Christy-Pallière asintió con la cabeza.) Le aseguro que es algo que me tiene muy abatido; sólo su espléndida comida me lo ha quitado de la cabeza durante las dos últimas horas. Pienso en ello desde que salí de Inglaterra. En Bath hay una joven que conocí en Sussex, ¿sabe? Éramos vecinos, y cuando tuve dificultades con el tribunal del Almirantazgo por las presas neutrales, su madre se la llevó allí porque ya no aprobaba que nos viéramos. Antes de eso hubo casi un entendimiento entre los dos, pero por alguna razón nunca le hablé claramente. ¡Dios santo! ¡Qué tonto fui! Luego la vi en Bath, pero nunca estuve a solas con ella. Y creo que no le ha gustado mucho que yo tuviera algunas atenciones con su prima.

—¿Atenciones inocentes?

—Sí, bueno, por supuesto; pero pienso que posiblemente han sido mal interpretadas. Una joven o, mejor dicho, una mujer realmente hermosa. Estuvo casada, y a su marido le mataron en India. Tiene mucho empuje y valor. Entonces, cuando yo me consumía de dolor entre los problemas con el Almirantazgo y los prestamistas de la City, me enteré de que a ella le habían hecho una proposición de matrimonio, y se hablaba en todas partes de que ya había un compromiso. No puedo describirle con palabras cuánto me dolió. Y esa otra joven, la que se quedó en Sussex, fue muy amable y comprensiva conmigo, y siendo tan hermosa, yo… bueno, ya me entiende. Sin embargo, cuando creía que las cosas iban estupendamente con esa joven y que éramos íntimos amigos, ella me frenó, como si hubiera colocado ante mí una barrera, y me preguntó que quién diablos me creía que era yo. Para entonces yo había perdido todo mi dinero, claro, y le aseguro que apenas sabía qué contestar. Además, estaba empezando a creer que a ella le gustaba mi mejor amigo y que quizás era algo mutuo, ¿me comprende? No estaba muy seguro, pero lo parecía, sobre todo cuando se despidieron. Pero yo estaba condenadamente deprimido —no podía dormir, no podía comer—, y ella volvió a mostrarse amable conmigo algunas veces. Así que me acerqué mucho, en parte por resentimiento, ¿me comprende? ¡Oh, Dios mío! ¡Si tan sólo…! Y entonces, por si fuera poco, llegó una carta de la primera…

—¿Le envió una carta a usted? —preguntó Christy-Pallière—. Pero creí que no flirteaban, según le había entendido.

—Una carta inocente como la de un niño. No tanto como… bueno, casi tanto como un beso. Fue algo sorprendente, ¿no le parece? Piense que estábamos en Inglaterra, ya sabe, no en Francia, y las cosas allí son bastante diferentes. Con todo, fue algo asombroso. Una carta muy dulce y sencilla sólo para decirme que eso del matrimonio no era más que un maldito chismorreo. La recibí el mismo día que salía del país.

—¡Vaya! Entonces, todo es perfecto, ¿no? Esto, en una mujer seria, es una confesión. ¿Qué más puede usted pedir?

—Bueno —dijo Jack con una mirada tan apenada que a Christy-Pallière, que hasta ese momento le había considerado un zopenco porque se preocupaba por tener dos mujeres a la vez, se le encogió el corazón y le dio palmaditas en el brazo para animarlo—. Bueno, está esa otra, ¿no comprende? Sinceramente, estoy muy unido a ella, aunque por otro tipo de sentimiento muy diferente. Y está el problema con mi amigo.

* * *

Stephen y el doctor Ramis estaban encerrados en un estudio lleno de libros. El gran herbario, que había servido como tema, entre otros, de la correspondencia que ambos habían mantenido durante más de un año, estaba abierto sobre la mesa, y doblado dentro de él había un detallado mapa con la nueva situación de las defensas españolas en Puerto Mahón. El doctor Ramis acababa de llegar de Menorca, su isla natal, y le había traído diversos documentos a Stephen, pues era el contacto más importante de éste con los autonomistas catalanes. Los documentos, después de ser leídos y confiados a la memoria, estaban ahora convirtiéndose en oscura ceniza en la chimenea, y los dos hombres habían cambiado de tema y hablaban en general de la humanidad y de que el hombre no era apto para la vida del modo en que se vivía.

—Este es, precisamente, el caso de los marineros —dijo Stephen—. Los he observado atentamente y me parece que son menos aptos para la vida de lo que comúnmente se cree, en comparación con hombres de cualquier otra profesión. Creo que la razón de esto es la siguiente: el marinero, al estar en la mar (su elemento natural) vive en el presente. No puede hacer absolutamente nada por el pasado y, considerando lo variable que es el omnipotente océano y el tiempo, puede hacer muy poco por el futuro. Esto, lo digo de paso, explica la imprevisión del marinero. Los oficiales se pasan la vida luchando contra esta actitud de sus hombres, persuadiéndoles de que deben tensar y amarrar cabos y hacer otras cosas frente a una vasta serie de contingencias. Pero los oficiales, influidos por la vida en la mar como el resto, no realizan esa tarea con total convicción, lo cual les provoca desasosiego. Y de ahí derivan sus extravagancias en el desempeño de la autoridad. Los marineros podrán tomar precauciones contra una tormenta mañana o dentro de quince días, pero para ellos las posibilidades más remotas seguirán siendo teóricas, irreales. Viven en el presente, como le he dicho, y basándome en esto he llegado a una serie de conjeturas parcialmente formadas. Le agradecería que me diera su opinión sobre esto.

—Pienso como usted, si esto puede servirle de algo —dijo el doctor Ramis recostándose, mientras le observaba con una expresión aguda, inteligente en sus negros ojos—. Aunque ya sabe usted que soy enemigo de la especulación.

—Si consideramos los diversos trastornos que tienen su origen en la mente, tanto en la mente perturbada como en la inactiva, enseguida recordamos los falsos embarazos, la histeria, las palpitaciones, la dispepsia, los eczemas, algunos casos de impotencia y muchos otros. Pues bien, según mi limitada experiencia, estos trastornos no los encontramos a bordo de un barco. ¿Está de acuerdo conmigo, querido colega?

El doctor Ramis frunció los labios, y luego dijo:

—Le diré que me inclino a estarlo, aunque con reserva. No obstante, no me comprometo.

—Supongamos que trasladamos a uno de nuestros marineros a tierra, donde se ve obligado a vivir no en el presente sino en el futuro, con referencia al porvenir. La alegría, las ganancias y la prosperidad tan ansiosamente deseadas, en las que piensa tanto, espera conseguirlas el próximo mes, el próximo año o incluso en la próxima generación. No más aguachirle comprada por el contador, no más comida asegurada, servida a intervalos fijos. ¿Y qué encontramos?

—Sífilis, embriaguez, la espantosa pérdida de todos los principios morales, una excesiva ingestión de alimentos y el hígado destrozado al cabo de diez días.

—Indudablemente, indudablemente; pero también algo más. No encontramos falsos embarazos, desde luego, pero sí todo lo demás: ansiedad, hipocondría, añoranza, melancolía, estreñimiento, estómagos delicados… los males de los comerciantes de la ciudad aumentados diez veces. Conozco un caso interesante de un sujeto que gozaba de muy buena salud en la mar —un protegido de Higia—, a pesar de todos los excesos y de las circunstancias más adversas, que al poco tiempo de estar en tierra recibiendo cuidados domésticos e ilusionado con un matrimonio —siempre en el futuro, como ve— ha perdido catorce libras, tiene retención de orina, las heces son escasas, de color negro y compactas y tiene un eczema rebelde.

—¿Y cree usted que todo esto es resultado de que el sujeto tiene tierra firme bajo sus pies? ¿No de algo más?

—Es el embrión de una idea, y yo lo trato con cuidado —dijo Stephen, levantando las manos.

—Ha mencionado usted la pérdida de peso. También lo encuentro a usted delgado o, mejor dicho, esquelético, si me permite hablarle de médico a médico. Respira usted con dificultad; su pelo, que ya era poco hace dos años, ahora es sumamente escaso; eructa usted con frecuencia; tiene los ojos hundidos y apagados. Esto no se debe sólo a que abusa usted del tabaco —que el gobierno debería prohibir, pues contiene una sustancia nociva— y del láudano. Me gustaría
mucho
ver su excremento.

—Lo verá, querido amigo, lo verá. Pero ahora tengo que dejarle. No se olvidará de mi tintura, ¿verdad? La abandonaré por completo cuando haya llegado a Lérida, pero hasta entonces la necesito.

—La tendrá —dijo el doctor Ramis con una seria mirada—. Y es posible que le mande una nota muy importante a la vez; no lo sabré hasta dentro de unas horas. Si es así, estará en el código tres. Pero, por favor, déjeme tomarle el pulso antes de que se vaya. Débil, intermitente, tal como yo pensaba, amigo mío.

«¿Qué habrá querido decir con eso?», se dijo Stephen, refiriéndose no al pulso sino a la hipotética nota. Pensó otra vez, con cierto pesar, en lo sencillo que era hacer tratos con simples agentes mercenarios. Los motivos de éstos eran muy claros; eran leales a las personas y a sus bolsillos. Sin embargo, la complejidad de los hombres honestos, sus repentinas reticencias, el conflicto que provocaba su lealtad a diferentes causas, su personal sentido del humor, lo hacían sentirse viejo y cansado.

* * *

—¡Vaya! ¡Por fin has llegado, Stephen! —exclamó Jack saliendo bruscamente de su sueño—. Me quedé hablando con Christy-Pallière. Espero que no hayas estado esperándome.

El tema de la conversación que ambos habían mantenido afloró a su mente y le quitó la alegría, pero después de estar mirando al suelo unos momentos, levantó los ojos intentando que su expresión fuera alegre y dijo:

—Has estado a punto de ser detenido por espionaje esta mañana.

Stephen, que en ese momento caminaba hacia el escritorio, se quedó inmóvil, en una postura poco natural.

—¡Cómo me reí cuando Christy-Pallière me leyó tu descripción muy serio y preocupado! Pero yo le di mi palabra de honor de que tú estabas buscando águilas de dos cabezas y él se quedó satisfecho. A propósito, hizo un extraño comentario, dijo que si él estuviera en nuestro lugar proseguiría el viaje a España y no iría a Porquerolles.

—¿Ah, sí? ¿Eso dijo? —preguntó Stephen en tono tranquilo—. Vuelve a dormirte, amigo mío. Me parece que él no atravesaría la calle para ver la
Euphorbia praestans
y mucho menos cruzaría un brazo de mar. Tengo que escribir unas notas, pero no te molestaré. Duérmete. Nos espera un largo día.

Algunas horas más tarde, con las primeras luces, de un tono grisáceo, Jack se despertó al oír que arañaban ligeramente la puerta. En su mente surgió la idea de que era una rata en la bodega, pero inmediatamente tuvo en su cuerpo una sensación que la contradecía. Tanto dormido como despierto, su cuerpo le indicaba si estaba navegando o no, pues en todo momento advertía el continuo movimiento ondulado del mar o a la estabilidad antinatural de la tierra. Él abrió los ojos y a la macilenta luz de una vela vio a Stephen levantarse, abrir la puerta y recibir un frasco y una nota doblada. Luego le vio volver al escritorio, desplegar la nota, descifrarla muy despacio y quemar el papel roto en dos pedazos con la llama de la vela. Y sin volverse, éste le dijo:

—¿Estás despierto, verdad, Jack?

—Sí, desde hace cinco minutos. Muy buenos días, Stephen. ¿Va a hacer calor hoy?

—Sí. Muy buenos días, querido amigo. Escucha —bajó la voz hasta que sus palabras no fueron más que un murmullo— y no grites ni te pongas nervioso. ¿Puedes oírme?

—Sí.

—Mañana será declarada la guerra. Bonaparte está arrestando a todos los súbditos británicos.

* * *

Al norte de Carcasona, en la estrecha franja de sombra que proyectaba la muralla, un compasivo gendarme detuvo su convoy de prisioneros ingleses, entre los que había gran número de marineros de los barcos retenidos y capturados, unos pocos oficiales apresados a causa de la declaración de guerra e incluso algunos civiles, viajeros, sirvientes, mozos de cuadra y comerciantes, pues por primera vez en una guerra civilizada, Bonaparte había ordenado detener a todos los súbditos británicos. Los prisioneros tenían calor y estaban cansados y desconsolados; sus fardos se habían empapado durante una tormenta, pero no tenían ánimos para poner la ropa a secar al sol y mucho menos para aprovechar la ocasión de poder admirar la espléndida muralla, los torreones que estaban detrás y la vista de la nueva ciudad con el río pasando ante ella, o incluso para advertir la presencia del oso y su domador, que estaban a la sombra de una torre cercana. Pero enseguida corrió la voz de que había llegado el convoy, y a la multitud que había salido apresuradamente de la vieja ciudad para verles, se unieron las vendedoras del mercado que estaba al otro lado del puente, llevando frutas, vino, pan, miel, salchichas, pâté y queso de cabra envuelto en hojas verdes. La mayoría de los prisioneros todavía tenían dinero (aquel era el principio de su largo viaje hacia el noreste), y cuando ya se habían refrescado un poco y habían comido y bebido, pusieron su ropa a secar y empezaron a mirar todo lo que les rodeaba.

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