—¿Es un rumor que ha llegado a oídos de lady Keith?
—¡No, no, no! Ella fue a visitar a mamá Williams por mí, pues mí idea era que ésta no pudiera negarse a verme cuando yo fuera. Queenie conoce a todo el mundo.
—Por supuesto. Y la señora Williams se sentiría halagada por tener relación con ella.
—Sí. Así que ella fue allí, y la señora Williams, muy alegre y con una afectada sonrisa, le contó todo, hasta el último detalle sobre la fortuna. ¿Hubieras creído a Sophia capaz de esto, Stephen?
—No. Y dudo de la veracidad de la información porque da por sentado que se le hizo la proposición a Sophia directamente y no a través de la madre, como un simple ofrecimiento.
—¡Dios mío! ¡Cuánto me gustaría estar en Bath! —dijo Jack en voz baja poniéndose rojo de ira—. ¡Nadie la hubiera creído capaz de esto! ¡Su rostro era tan inocente! Yo habría jurado… ¡Las palabras que poco tiempo atrás me dijo eran tan dulces y amables! ¡Y las cosas ya han llegado tan lejos que le han hecho una proposición de matrimonio! Me los imagino cogidos de la mano, paseando en barca… ¡Dios mío! ¡Su rostro era tan, tan inocente!
Stephen le dijo que no había ninguna prueba, que la señora Williams era capaz de inventar cualquier cosa, que él era inteligente, animoso y sensato y sabía que hablar con ella era como hacerlo con su jaca. Jack tenía ahora una expresión grave e impenetrable en su rostro; dijo que pensaba que por primera vez en su vida había encontrado una mujer absolutamente sencilla —sin secretos ni ideas confusas o complicadas—, pero luego no añadió nada más sobre esto.
Cuando llegaron al cruce de Newton Priors, Jack dijo:
—Stephen, eres muy, muy amable conmigo, pero quiero cabalgar solo por las colinas calizas hasta Wivenhoe. No soy buena compañía para nadie. ¿No te hará falta la jaca, verdad? Y no me esperes a cenar, comeré algo por el camino.
—Killick —dijo Stephen—, lleve el jamón y una jarra de cerveza a la habitación del capitán. Es posible que él llegue tarde. Voy a salir ahora.
Al principio caminó despacio, y los latidos de su corazón y su respiración eran normales, pero cuando dejó atrás las conocidas millas y empezó a subir Polcary, los latidos volvieron a tener aquel ritmo más acelerado, que aumentaba a medida que desaparecía su resolución; y cuando él llegó a la cima de la colina, su corazón latía al rápido compás de su reloj.
—¡Con qué fuerza lates, tonto corazón! —dijo sonriendo cuando calculaba el ritmo de los latidos—. En verdad, nunca había subido tan rápido la colina; ya estoy entrenado, ¡ja, ja, ja! La vista es muy bonita. La hermosa noche me envuelve con su manto.
Ahora caminaba más despacio, aguzando sus sentidos para advertir hasta el más mínimo movimiento en el bosque, en Gole's Hanger o en el camino que le seguía. A su derecha escuchó el grito de un corzo que iba tras una liebre y a su izquierda el distante quejido de un conejo víctima del ataque de un armiño. Un búho. En la oscuridad se distinguía la borrosa silueta de la casa, apaciblemente dormida entre los árboles, y en la torre cuadrada sólo se veía una luz, como un ojo brillante.
Bajó hasta los olmos cargados de hojas y silenciosos; ahora podía ver toda la casa. Y debajo de los olmos estaba su jaca, atada a un avellano con un ronzal. La reconoció antes de que ella relinchara y se quedó paralizado. Cuando oyó el segundo relincho, avanzó muy despacio, acarició el aterciopelado hocico y el cuello de la jaca y, mirando la luz por encima de su cruz, estuvo un rato dándole palmaditas hasta que finalmente se dio la vuelta. Después de caminar unas cien yardas, con la torre hundida entre los árboles tras de él, se paró en seco y se llevó la mano al corazón. Comenzó de nuevo a caminar con paso torpe y cansado, tropezando en los surcos, obligándose a sí mismo a seguir adelante.
—Jack —dijo durante el desayuno la mañana siguiente—, creo que debo dejarte. Veré si puedo encontrar sitio en el coche de posta.
—¿Dejarme? —gritó Jack atónito—. ¡Oh, no!
—No me siento muy bien, y creo que el aire de mi tierra natal me restablecerá.
—Tienes realmente un aire triste y desanimado —dijo Jack mirándolo atentamente y con profunda preocupación—. He estado tan absorto en mis desafortunados asuntos de los demonios —y ahora esto— que no te he atendido. Lo siento, Stephen. Debes de haberte sentido muy a disgusto aquí, sin compañía, sólo con Killick. Espero que no estés enfermo de verdad. Ahora que lo pienso, has estado deprimido, desanimado, estas últimas semanas, sin ganas de tocar ni una giga. ¿Quieres consultar al doctor Vining? Él podría ver tu caso desde fuera. Por favor, deja que lo llame. Iré a buscarlo enseguida, antes que empiece a hacer visitas.
Stephen tardó en tranquilizar a su amigo desde la hora del desayuno hasta que llegó el correo. Le dijo que «él conocía su enfermedad perfectamente… la había padecido antes… nadie podía morirse a consecuencia de ella… se llamaba
solis deprivatio».
—¿La privación del sol? —preguntó Jack—. ¿Te burlas de mí, Stephen? No es posible que pienses ir a Irlanda en busca de sol.
—Ha sido una broma un poco pesada —dijo Stephen—. Me refería a España, no a Irlanda. Como sabes, tengo una casa en las montañas cercanas a Figueras; una parte del techo se ha desplomado, la parte donde están las ovejas, y debo ocuparme de ello. También hay allí murciélagos, murciélagos de oreja de ratón, he visto muchas generaciones de ellos. Aquí está el correo.
Stephen se acercó a la ventana y alargó la mano para cogerlo.
—Tienes una carta. Yo ninguna.
—Una factura —dijo Jack dejándola a un lado—. ¡Oh, sí que tienes una! Casi me había olvidado. La tengo en el bolsillo. Ayer me encontré casualmente con Diana Villiers y me pidió que te entregara esta nota. Me dijo muchas cosas buenas de ti. Estuvimos hablando de que eras un excelente compañero de tripulación y tan hábil con el violonchelo como con el cuchillo. Ella tiene un gran concepto de ti…
Tal vez. La nota era amable en cierto modo.
«Querido Stephen;
¡Cómo descuidas a los amigos! Durante todos estos días no has dado señales de vida. Es cierto que estuve terriblemente desagradable la última vez que tuve el placer de estar en tu compañía. Por favor, perdóname. Fue el viento del este, o el pecado original, o la luna llena, o algo de esa clase. He encontrado algunas mariposas indias muy curiosas —sólo las alas— en un libro que era de mi padre. Si no estás muy cansado o tienes algún compromiso, quizás te gustaría venir a verlas esta tarde. D. V.»
…
lo cual no es extraño. Le he pedido que venga a tocar con nosotros el jueves. Conoce bien nuestro trío, aunque sólo toca de oído. Pero ya que tienes que irte, mandaré a Killick a presentarle nuestras excusas.
—Tal vez no me vaya tan pronto. Esperaré a la semana que viene. Las ovejas están cubiertas de lana, después de todo, y los murciélagos pueden irse a la capilla.
El camino se veía claramente en la oscuridad y Stephen cabalgaba despacio por él, recitando un diálogo imaginario. Llegó hasta la puerta montado en la jaca y la ató con un ronzal a una anilla. En el momento que iba a llamar, Diana le abrió.
—Buenas noches, Villiers —dijo—. Gracias por tu nota.
—Me encanta la forma en que das las buenas noches, Stephen —dijo sonriendo. Era obvio que estaba de buen humor, realmente de muy buen humor—. ¿No te asombras de verme aquí?
—Un poco.
—Los criados están fuera. ¡Cuánta formalidad! ¡Has venido por la puerta principal! Ven a mi guarida. He colocado las mariposas unas junto a otras para que las veas.
Stephen se quitó los zapatos, se sentó tranquilamente en una silla y dijo:
—He venido a decirte adiós. Me iré del país muy pronto, creo que la semana que viene.
—¡Oh, Stephen! ¿Y abandonarás a tus amigos? ¿Qué hará el pobre Aubrey? No puedes dejarlo ahora. Parece muy deprimido. ¿Y qué haré yo? No tendré a nadie con quien hablar, ni nadie a quien maltratar.
—¿No?
—¿Te he hecho muy desgraciado, Stephen?
—A veces me has tratado como un perro, Villiers.
—¡Oh, Dios mío! Lo siento muchísimo. Nunca volveré a ser tan dura. ¿Así que piensas irte realmente? ¡Dios mío! Pero los amigos se dan un beso de despedida. Vamos, al menos simula que estás mirando mis mariposas —las he colocado con mucha gracia para ti— y dame un beso y luego vete.
—Soy sumamente débil contigo, Diana, como muy bien sabes —dijo—. Atravesé Polcary despacio, ensayando cómo te diría que venía a romper y que quería hacerlo en tono cariñoso y amistoso, sin amargas palabras que recordar. Pero veo que no puedo hacerlo.
—¿Romper? ¡Dios mío! Esa es una palabra que
nosotras
no usamos nunca.
—Nunca.
Sin embargo, la palabra apareció cinco días más tarde en el diario de Stephen. «Me veo obligado a engañar a J. A., y aunque estoy acostumbrado al engaño, esto es doloroso para mí. También él se esfuerza por engañarme, desde luego, por consideración a lo que él cree que pienso sobre la forma correcta de mantener su relación con Sophia. Pero él es de carácter franco y espontáneo, y sus esfuerzos, aunque persistentes, resultan inútiles. Diana tiene razón; no puedo irme en un momento en que él tiene dificultades. ¿Por qué ella las hace más grandes? ¿Por pura maldad? En otra época, yo habría dicho que es un caso de posesión diabólica, y ésta es una respuesta convincente incluso ahora, pues un día se muestra más encantadora que ninguna otra mujer y al siguiente insensible, cruel, con enormes deseos de hacer daño. No obstante, a fuerza de repetírmelas, las palabras que no hace mucho me herían profundamente han perdido su efecto; la puerta cerrada ya no supone la muerte para mí; mi determinación es cada vez mayor, está convirtiéndose en algo más que una determinación intelectual. No lo he pensado antes ni lo he visto citado por ningún autor, pero creo que una pequeña tentación, incluso mínima, puede ser más dominante que una gran tentación. No estoy fuertemente tentado de ir a Mapes; no estoy fuertemente tentado de beber el láudano cuyas gotas —cuatrocientas ahora, mi tranquilidad embotellada— cuento con superstición cada noche. Ya pesar de todo, lo hago».
Con la mirada disimulada y a la vez delatora de quien es sorprendido haciendo algo en secreto, Stephen dijo:
—Killick, ¿qué tiene que decirme? Está usted aturdido, tiene la mente trastornada. Ha estado bebiendo.
Killick se acercó más a la silla de Stephen, e inclinándose le susurró:
—Hay unos tipos horribles ahí abajo, señor, que preguntan por el capitán. Una cucaracha con una ridícula peluca y un par de tíos con pinta de boxeadores o matones También otros tipos muy raros con sombreritos redondos; vi a uno de ellos meterse un garrote bajo el abrigo. Malos tipos. Hombres del gobernador civil.
Stephen asintió con la cabeza.
—Los recibiré en la cocina. No, en la sala de desayuno, porque da al prado. Prepare el cofre del capitán y mi maleta pequeña. Déme sus cartas. Enganche la mula al carro pequeño y llévelo hasta el final del camino a Foxdene con nuestro equipaje.
—Sí, sí, señor. Preparar equipaje, mula y carro, ir a Foxdene.
Stephen dejó a los tipos con cara de palo y ceño fruncido en la sala de desayuno. Sonrió complacido: por fin estaba ante una situación concreta. Sabía dónde encontrarles, a una o dos millas de allí, y que sería penoso subir la pendiente caliza bajo el sol; pero no sabía lo mucho que le costaría, después de subir la pendiente caliza, soportar la expresión llena de rabia, resentimiento y hostilidad que se dibujó en sus rostros.
—Buenos días —dijo quitándose el sombrero.
Diana le hizo una ligera inclinación de cabeza y le lanzó una mirada dura y penetrante.
—Parece que ha tenido usted un viaje difícil, Maturin. Debe de estar muy ansioso por ver…
—Perdóneme, señora, pero tengo que hablar con el capitán Aubrey —dijo con una mirada tan dura como la de ella, apartando hacia un lado la jaca—. Jack, han venido a arrestarte por las deudas. Debemos irnos a Francia esta noche y luego seguir a España. El carro pequeño, con tu cofre, estará ahora al final del camino de Foxdene. Te quedarás conmigo en mi casa; las cosas saldrán bien. Podremos coger el paquebote que sale de Folkestone si vamos de prisa.
Se volvió hacia Diana, la saludó con la cabeza y comenzó a cabalgar dirigiéndose colina abajo.
Entre el ruido de cascos se oyó la voz de Diana:
—Siga adelante, Aubrey. Le he dicho que siga adelante. Tengo que hablar con Maturin —dijo refrenando su caballo junto a éste—. Tengo que hablarte, Maturin. Stephen, ¿te vas sin decirme adiós?
—¿No vas a dejarme marchar, Diana? —dijo levantando los ojos llenos de lágrimas.
—No, no, no —gritó ella—. No puedes dejarme… Sí, vete a Francia, pero escríbeme, escríbeme y regresa.
Su pequeña mano estrechó la de él con fuerza. Ella fue alejándose, y su caballo arrancaba a su paso trozos de tierra y hierba.
* * *
—Nos iremos a Folkestone —dijo Jack, que llevaba la mula por los caminos cubiertos de hierba—. A Dover. Seymour está al mando de la
Amethyst.
Tiene que llevar al embajador del imperio y cruzará esta noche. Nos llevará a nosotros; fuimos compañeros de tripulación en el
Marlborough.
Cuando estemos en un barco del Rey podremos decirles a esos policías que se vayan al infierno.
Cuando habían recorrido cinco millas, Jack dijo:
—Stephen, ¿sabes de quién era la carta que me trajiste, la pequeña lacrada?
—No.
—Era de Sophie. Una carta en la que me habla con toda franqueza, ¿sabes? Dice que ese rumor sobre el tal Adams y sus pretensiones, que quizás haya inquietado a sus amigos, es falso, que no tiene ningún condenado fundamento; apenas lo ha visto más de una docena de veces, aunque él habla mucho en privado con Mamá. Me habla de ti. Te manda sus afectuosos saludos y dice que le gustaría verte en Bath. También dice que el tiempo allí es estupendo. ¡Dios santo! Stephen, ¡nunca en mi vida me había sentido tan deprimido! Mi fortuna perdida, tal vez también mi carrera, y ahora esto.
* * *
—No sé cómo explicarte el alivio que siento —dijo Jack mientras se inclinaba para ver si la trinquetilla de la
Amethyst
estaba ya tensa—, al estar en la mar. Todo aquí es claro y sencillo. Y no lo digo solamente por haber escapado de esos tipos, sino por todas las complicaciones de la vida en tierra. No creo tener muchas aptitudes para estar en tierra.