—¡Vaya! ¡Mirad ese oso! —exclamó un marinero que ahora estaba muy contento, pues tenía ya un cuarto de galón de vino bajo la hebilla de cobre de su cinturón—. ¡Eh, amigo! ¿Sabe bailar?
El domador del oso, un tipo de aspecto siniestro, con un parche en un ojo y una barba de quince días, no le hizo caso.
Pero el marinero no iba a desanimarse por el malhumor de los extranjeros, y pronto se le unió un considerable grupo de amigos, pues él era el miembro más popular e influyente de la tripulación del pingue
Chastity,
propiedad de un comerciante que había tenido la desafortunada idea de ir a Sète para abastecerse de agua el día que había sido declarada la guerra. Uno o dos de ellos comenzaron a lanzarle piedras a aquella enorme masa peluda para que se despertara o, al menos, para tener la satisfacción de verla moverse.
—¡No tiréis más piedras! —gritó el marinero, y su alegre rostro se ensombreció—. No querréis dedicaros a atormentar a los osos, ¿verdad, compañeros? Acordaros de Elías. No hay nada tan horrible como atormentar a los osos.
—Tú has sido un azuzador de osos, George, sabes que lo has sido —le dijo un compañero de tripulación tirando al aire una piedra y cogiéndola de nuevo en la mano, al parecer sin intención de dejarla—. Hemos estado juntos en Hockley.
—Azuzar osos es diferente —dijo George—. Los osos en Hockley tienen buena disposición de ánimo. Éste no. Creo que tiene calor. Los osos son criaturas de Groenlandia.
Seguramente el oso tenía calor. Estaba tumbado sobre la poca hierba que había podido encontrar y parecía estar completamente desfallecido. Ya se había difundido el rumor de que allí había un oso y se habían acercado tripulantes de otros barcos que querían verlo bailar, pero el domador, adelantándose, trató de hacerles comprender que el animal estaba indispuesto, que sólo podía actuar de noche.
—Tiene el pelo muy espeso,
mister.
Se ha comido él sólo una cabra entera, le duele el estómago.
—¡Ahí tenéis! Ya os lo había dicho yo, compañeros —dijo George—. ¿Os gustaría bailar bajo este sol envueltos en una piel de pelo espeso?
No obstante, los acontecimientos habían escapado al control de George. Un oficial de marina inglés, deseando impresionar a la señora con la que viajaba, había hablado con el sargento de gendarmería, y ahora éste silbaba para llamar al dueño del oso.
—Su documentación —dijo—. Pasaporte español, ¿eh? Y, por cierto, bastante mugriento. ¿Duerme usted con el oso, amigo? Joan Margall, nacido en… ¿qué lugar es éste?
—Lérida, señor sargento —dijo el hombre con la servil humildad de los pobres.
—Lérida. Profesión: domador de osos. Muy bien. Un oso amaestrado debe saber bailar, es lógico. Debo tener una prueba; tengo la obligación de ver el oso bailar.
—Sí, señor sargento, enseguida. Pero los caballeros no deben esperar mucho de Flora. Es una osa y…
Le susurró algo al oído al gendarme.
—¡Ah! ¡Así que es eso! —dijo el gendarme—. Bueno, que dé sólo uno o dos pasos, pero yo tengo que cumplir con mi obligación.
Halada por la cadena, soportando los golpes de su amo que hacían salir el polvo de su peludo lomo, la osa comenzó a andar arrastrando las patas. El hombre sacó un caramillo del pecho y empezó a tocarlo con una mano; con la otra sujetaba la cadena y levantaba la osa. La hizo erguirse sobre sus patas traseras y ésta se tambaleó en medio de un murmullo de desaprobación por parte de los marineros.
—Estos extranjeros son tipos muy crueles —dijo George—. Mirad su pobre nariz, con esa… enorme anilla.
—¡Señores ingleses! —dijo el hombre en tono afectado, con una mirada perspicaz—. ¡Escuchen el caramillo!
Comenzó a tocar una melodía reconocible con el caramillo. La osa dio algunos pasos, tambaleándose y cruzando las patas delanteras, y enseguida se echó de nuevo. Sonaron las trompetas de la ciudadela, al otro lado de la muralla, cambió la guardia en la puerta de Narbona y el sargento empezó a gritar:
—En route, en route, les prisonniers!
Con la insistencia y la desfachatez de un ávido negociante, el domador recorrió apresuradamente la fila de arriba abajo.
—¡Recuerden el oso, señores! ¡Recuerden el oso!
N'oubliez pas l'ours, messieurs—dames!
* * *
Silencio. El polvo que levantaba el convoy se iba depositando en el solitario camino. Los habitantes de Carcasona se fueron a descansar; incluso desaparecieron los niños que, desde las almenas, habían estado tirándole argamasa y terrones a la osa. Silencio y un tintineo de monedas.
—Dos
livres
y cuatro
sous
—dijo el domador de osos—. Un maravedí, dos monedas de la zona este del Mediterráneo, aunque no sé exactamente su procedencia, y un
groat
escocés.
—Cuando un oficial de marina está al borde del abismo, siempre hay otro cerca dispuesto a empujarlo —dijo la osa—. Es un viejo proverbio marinero. Espero que Dios me permita tener un día a ese jodido cabrón bajo mi mando. Le haré bailar al son del caramillo, le encantará el caramillo. Stephen, colócame las mandíbulas de manera que se mantengan un poco más abiertas, por favor. Si no es así, creo que dentro de cinco minutos estaré muerto. ¿No podríamos ir al campo para quitarme esto allí?
—No —dijo Stephen—. Te llevaré a una posada tan pronto como se acabe el mercado y te meteré en una fresca y húmeda bodega toda la tarde. También te compraré un collar, así podrás respirar mejor. Debemos llegar a Couiza al amanecer.
El sinuoso camino subía y subía por la parte francesa de los Pirineos. Estaba iluminado por el sol de la tarde, el sol de junio, que caía de plano sobre la polvorienta ladera por donde iban andando trabajosamente la osa y su domador. Despreciados por los carros y temidos por los caballos, ellos ya habían recorrido trescientas cincuenta millas, siguiendo una ruta en zigzag para evitar las ciudades más grandes y la peligrosa zona de la costa y, además, para pasar dos noches en casa de amigos de confianza. Stephen guiaba la osa por la zarpa —Jack no podía ver por debajo del hocico cuando llevaba puesta la cabeza— y en la mano que le quedaba libre tenía el ancho collar claveteado que cubría el hueco por donde Jack respiraba. Éste se había visto obligado a llevarlo puesto durante la mayor parte del día, pues aunque aquel valle era aislado, en él las casas estaban a pocas yardas unas de otras, los caseríos no distaban más de tres o cuatro millas entre sí y había tontos que les acompañaban por el camino. «¿Es un oso listo? ¿Cuánto come a la semana? ¿Es feroz? ¿Puede ganarse la vida exhibiéndolo?» Y mientras más se acercaban a las montañas, encontraban más personas que habían oído hablar de los osos, los habían visto o incluso los habían matado, y contaban sus anécdotas. Allí había osos, lobos, contrabandistas y los bandidos de las montañas, trabucarlos y migueletes. Había aldeanos simples, comunicativos y alegres, ansiosos por divertirse, y también perros. En cada caserío, en cada granja, había un ejército de perros, y éstos salían a su paso, sorprendidos, ladrando y aullando, y a veces perseguían la osa hasta que salía el siguiente ejército de perros, porque éstos, a diferencia de los hombres, sabían que en el oso había algo poco natural.
—No tardaremos mucho —dijo Stephen—. Allá a lo lejos, bajo los árboles, veo una curva del camino principal de Le Perthus. Podrás tumbarte en el bosque mientras voy al pueblo a averiguar qué pasa. ¿Quieres sentarte ahora un momento en este mojón? Hay agua en el pozo; podrías incluso mojarte los pies.
—¡Oh, no! No importa—dijo Jack, aún tambaleante, pues Stephen había alterado el ritmo de su paso al asomarse al pozo—. De todos modos, no me atreveré a mojármelos otra vez.
La masa enorme y peluda se retorció en un automático intento de verse las nalgas y las patas traseras, hechas jirones por los ataques de los perros, y añadió:
—El bosque no estará muy lejos, ¿verdad?
—¡Oh! A una hora más o menos. Es un bosque de haya con una vieja cantera de marga. Y puede verse —no te lo aseguro, sólo digo
puede verse—
el eléboro púrpura, que crece allí.
Con el collar quitado, tumbado en un lugar fresco, entre tupidos helechos, Jack sentía el sudor corriéndole todavía por el pecho y el movimiento de las hormigas, las garrapatas y otros insectos desconocidos; sentía su propio tufo por no haberse lavado y el desagradable olor de su piel húmeda, protegida imperfectamente por la trementina; sin embargo, nada de eso le importaba. Él había caminado demasiado y tenía demasiado cansancio para hacer otra cosa que tumbarse completamente relajado. Había sido imposible disfrazarlo de otro modo, porque en el sur de Francia un inglés rubio de seis pies de altura habría sobresalido como un campanario, sobre todo en aquel momento en que el país estaba lleno de personas que seguían la pista de fugitivos de todo tipo, extranjeros y franceses; pero el precio que él pagaba por ello era muy superior al que había creído posible. El tormento de esconderse de aquella forma incómoda e inadecuada y de soportar los frecuentes rasponazos que hacían brotar la sangre, la peladura de las plantas de los pies, unidas a la piel de oso por esparadrapo, el calor, el sofoco, la horrible falta de aseo, habían llegado a un punto que a él le había parecido insoportable hacía diez días, doscientas millas atrás, en el tórrido erial de Causse du Palan.
¿Tendría éxito en lo que se proponía? Al principio, creía de corazón que, sin duda, así sería, y que si representaba bien su papel (salvo un caso de fuerza mayor o una desgracia imprevista) ni él ni Stephen pasarían el tiempo que durara la guerra como prisioneros, apartados de la Armada, sin ninguna posibilidad de ascenso ni de hacer cruceros que les procuraran fortuna; él no estaría apartado de Sophia… ni tampoco de Diana. Seguramente sería una larga guerra, pues Bonaparte era fuerte. En verdad, Jack se había quedado asombrado de cómo progresaba todo en Tolón: había tres navíos de línea casi listos para ser botados, una enorme cantidad de pertrechos y se trabajaba con una diligencia incomparable. Cualquier hombre que se hubiera criado en la mar, cualquier marinero nato, después de estar una hora en barco, podía decir si a bordo las cosas estaban coordinadas de un modo eficiente, y lo mismo le ocurría con respecto a un puerto; Jack había visto en Tolón, con sus ojos expertos, una gran maquinaria que se movía muy rápida y muy eficazmente. Francia era fuerte, Francia era dueña de la Armada holandesa y controlaba amplias zonas de Europa occidental. Inglaterra era débil y estaba sola, se había quedado sin aliados, al menos por las fragmentarias noticias que les habían llegado. En efecto, la Armada inglesa era débil, no tenía absolutamente ninguna duda de ello. Saint Vincent había tratado de reformar los astilleros en vez de construir barcos, y ahora podían estar en la línea de batalla menos navíos que en 1793, a pesar de los que se habían construido y capturado durante los diez años de guerra. Y esa era una de las razones —aparte de las obligaciones que imponía el tratado— por las que España podía estar del lado de Francia, pero también podía cerrar la frontera, por lo que a ellos no les sería posible llegar al refugio de Stephen y fracasarían en lo que se habían propuesto. ¿Había declarado la guerra España? Ellos estaban en el Rosellón, la Cataluña francesa, desde hacía dos o tres días, y Jack no entendía lo que Stephen hablaba con los campesinos del lugar. Stephen se mostraba extraño y reservado esos días. Jack creía que había llegado a conocerlo en los viejos tiempos sin complicaciones y le gustaba como era, pero ahora descubría a un Maturin desconocido, sus rasgos ocultos, su enorme falta de piedad; Jack no comprendía nada.
Stephen le había dejado solo. Stephen tenía un pasaporte que le permitía entrar en España y podía moverse dentro del país con guerra o sin ella… La mente de Jack se enturbiaba cada vez más, y acudían a ella, en enjambre, pensamientos horribles que él no se atrevía a formular.
—¡Dios mío! —dijo por fin, moviendo la cabeza de un lado a otro—. ¿Es posible que haya perdido el valor?
Si se perdía el valor, ¿se perdía también la generosidad? Había visto perder el valor a hombres que corrían a meterse bajo las escotillas en la batalla y a oficiales acobardados que se ocultaban tras el cabrestante. El y Stephen habían hablado de ello: ¿era el valor una cualidad fija, permanente? ¿O era como una sustancia que se gastaba, que cada hombre tenía en gran cantidad aunque podía quedarse sin ella? Stephen había expuesto sus ideas sobre el valor. Lo consideraba variable y relativo, dependiente de la dieta, las circunstancias, el funcionamiento de los intestinos —los hombres estreñidos generalmente eran timoratos—, las costumbres, las condiciones físicas y espirituales —las personas de edad tenían una proverbial prudencia— buenas o malas. El valor no era una entidad, según él, sino que formaba parte de sistemas diferentes pero con conexión entre sí, estaba relacionado con aspectos morales, físicos y sexuales. Había hablado del valor en los hombres violentos y los castrados, de los efectos que la absoluta integridad y la incalificable temeridad o el deseo pueril de rivalizar tenían sobre el valor, de los estoicos y su doctrina de la
satietas vitae
y el supremo valor de la indiferencia… indiferencia, indiferencia…
La melodía que Stephen siempre tocaba con el caramillo para la actuación de la osa empezó a metérsele a Jack en la cabeza, confundiéndose con la propia voz de aquél repitiendo citas de Plutarco, Nicola de Pisa y Boecio sobre el valor, que él recordaba a medias. Era una melodía rara, con intervalos al estilo antiguo, limitada a lo que cuatro dedos y un fuerte soplo podían hacer, pero sutil, compleja…
Los gritos de una niña con delantal blanco le despertaron. La niña, junto con otros amigos que él no veía, estaba buscando las setas de verano que crecían en aquel bosque, y había encontrado un enorme grupo.
—¡Ramón! —gritó a voz en cuello, y el eco de su voz resonó en la hondonada—. ¡Ramón! ¡Ramón! ¡Ramón! ¡Ven a ver lo que he encontrado! ¡Ven a ver lo que he encontrado! ¡Ven a ver…!
Así una y otra vez. Estaba situada oblicuamente respecto a él, pero puesto que su compañero no la oía, comenzó a girar y a dirigir la voz hacia las distintas zonas del bosque.
Jack había tratado de encogerse lo más posible, y cuando la niña se volvía de cara hacia él, cerró los ojos por miedo a que ella viera su intenso brillo. Su mente no estaba del todo despierta;
no
sentía indiferencia ahora, sino un profundo deseo de superar ese contratiempo, de llevar a cabo el plan contra viento y marea. «Si asusto a la fierecilla una cuadrilla de campesinos armados rodeará el bosque en cinco minutos, si me escabullo perderé a Stephen, me quedaré aislado, con todos nuestros documentos cosidos en la parte interior de la piel». Las posibilidades se sucedían una tras otra con rapidez; pero no había solución.