Capitán de navío (46 page)

Read Capitán de navío Online

Authors: Patrick O'BRIAN

Tags: #Narrativa Historica

BOOK: Capitán de navío
10.35Mb size Format: txt, pdf, ePub

Ahora estaban acercándose a los mercantes, bastante hundidos en el agua y aún por la amura de babor. ¿Pretendían causar problemas? ¿Apoyar a su amigo? Tenían cinco portas en el costado; y el
Bellone
pasaría entre ellos a un cable de distancia.

—Señor Parker, saque las carronadas de babor.

No. No pretendían eso. Iban alejándose poco a poco, en dirección norte; uno parecía un pato cojo, pues llevaba el mastelero mayor y el de velacho provisionales. La carronada de proa del
Polychrest
arrojó un surtidor de agua sobre la popa del
Bellone.
Se estaban acercando. ¿Debería apresar los mercantes y después ir por el barco corsario? ¿O contentarse con los mercantes? Ahora no podrían escapar; pero cinco minutos después tendrían el
Polychrest
por sotavento, y aunque eran muy lentos, sería difícil atraparlos. Media hora después sería imposible.

La carronada hacía dos disparos por cada uno del
Bellone;
pero ese disparo salía de un cañón largo de ocho libras, un arma de mucha mayor precisión. Poco antes de que estuvieran frente a los mercantes, el barco corsario hizo un disparo bajo; la bala pasó sobre la cubierta del
Polychrest
y mató a un marinero que estaba junto al timón, proyectándolo contra Parslow, que estaba allí esperando recibir órdenes. Jack apartó el cadáver, ayudó a incorporarse al ensangrentado joven y le dijo:

—¿Se encuentra usted bien, Parslow?

—Los mercantes se han rendido, señor —dijo entonces Parker.

—Sí, sí. Mire si es posible largar una boneta —fue su respuesta.

Un pequeño aumento de velocidad le permitiría acercarse al
Bellone
y, dando una guiñada, acribillarlo de nuevo con su batería. Pasaron cerca de los mercantes, que llevaban las escotas flotando al viento en señal de rendición. Incluso en aquel momento de encarnizada lucha en que los cañones respondían tan rápidamente como podían cargarse y el humo de la pólvora se arremolinaba entre ellos, entre cuerpos que yacían sobre cubierta y con la sangre corriendo por los imbornales, había ojos que miraban melancólicamente hacia las presas. Eran barcos de considerable tamaño: quizás diez, veinte o incluso treinta mil guineas. Sabían muy bien que cuando el
Polychrest
se hubiera desviado una milla a sotavento todo aquel dinero se alejaría, los mercantes desplegarían hasta la última vela posible, orzarían y se alejarían a toda velocidad; adiós a aquella fortuna.

Navegaban con rapidez hacia el sureste, mientras a popa los mercantes se veían cada vez más pequeños. Se disparaban ininterrumpidamente; primero uno se adelantó un poco porque el otro reparaba sus dañados aparejos, luego se adelantó el otro; pero ninguno se atrevía a hacer una pausa para envergar nuevas velas, ninguno se atrevía a guindar un nuevo mastelero o mastelerillo con aquel cabeceo que el mar encrespado provocaba; y ambos estaban en las mismas condiciones. El más mínimo daño de uno al otro sería decisivo, la más mínima tregua, fatal. Y siguieron navegando; el tiempo pasó, la campana sonó durante toda la guardia de mañana, hora tras hora; la tensión era enorme, apenas se oía una palabra en cubierta, aparte de las órdenes. Nunca los separaba una distancia mucho mayor ni mucho menor que un cuarto de milla. Ambos trataron de desplegar las alas; a ambos se las arrancaron. Ambos tiraron la aguada por la borda, aligerándose varias toneladas. Utilizaron todos los trucos, estratagemas y ardides conocidos por los marinos para conseguir moverse mucho más rápido. En cierto momento, Jack pensó que en el
Bellone
tiraban las provisiones por la borda, pero, en realidad, tiraban a los muertos. Vio caer al agua a cuarenta; en aquel barco había tal aglomeración de tripulantes que la matanza debería de haber sido terrible. Y todavía disparaban.

A mediodía, cuando entre las nubes avistaron las montañas españolas en el horizonte, por el sur, el
Polychrest
tenía la proa plagada de agujeros de bala, había sido alcanzado repetidamente por las balas en el palo trinquete y la verga de velacho y hacía agua. La popa del
Bellone
estaba totalmente destrozada y su gran vela mayor era un conjunto de agujeros; pero de nuevo viraba. Lo hacía usando un cabo extendido desde la parte de babor de la popa, y esto le permitía desviarse un par de grados de la dirección del viento; no era mucho, pero, sin duda, más de lo que podía conseguir usando las escotas. Cambió el rumbo deliberadamente al ver el cabo de Peñas, y le costó mucho; al arrastrar el cabo perdió cien yardas, una gran distancia en aquella desesperada carrera. Rolfe, el condestable del
Polychrest,
con los ojos inyectados de sangre, manchado de negro por la pólvora, pero sintiéndose en su elemento, le disparó una bala que dio de lleno en el cañón de popa, y rompiendo un sepulcral silencio todo el
Polychrest
estalló en entusiasmados vivas. El
Bellone
seguía navegando, ahora en silencio excepto por los disparos de mosquete. Pero seguía navegando, y era a Gijón adonde huía. Gijón era un puerto español y, por lo tanto, estaba cerrado para los barcos ingleses pero abierto para los franceses.

No obstante, aún le quedaban algunas millas por recorrer, y si una bala alcanzaba la verga mayor o sus escotas, lo inutilizaría. Ahora estaba lanzando sus cañones por la borda para recuperar esas cien yardas perdidas. Jack sacudió la cabeza; eso no le serviría de mucho, ya que tenía el viento exactamente por popa y sólo le quedaban las velas de proa.

—¡Cubierta! —gritó el serviola—. ¡Barco por la amura de estribor!

Era una fragata española que doblaba el cabo de Peñas y se dirigía a Gijón; seguramente se podía haber avistado ya desde hacía tiempo, si todas las miradas no hubieran estado fijas en el veloz barco corsario.

—¡Maldición! —dijo Jack.

Pensó un instante en lo extraño que le resultaba contemplar aquel velamen perfecto, aquellas pirámides blancas, después de pasar tanto tiempo viendo velas hechas jirones. ¡Y qué rápidamente se movía la fragata! Una explosión en la proa, diferente del normal estallido de la carronada. Gritos, un terrible aullido de dolor. La carronada se había recalentado y había explotado, matando al artillero mayor e hiriendo a otros tres artilleros; uno de ellos salía de cubierta a trompicones, dando gritos, y cuando sus compañeros le llevaban abajo daba tales saltos que se escapó dos veces de sus brazos. Los hombres tiraron al artillero mayor por la borda y quitaron los restos del destrozo; luego trabajaron afanosamente para colocar una carronada en el lugar de aquella, pero era una labor muy lenta, pues se habían perdido los cáncamos y todo lo demás; y durante todo ese tiempo, los mosquetes del
Bellone
les estuvieron disparando.

Ahora navegaban silenciosamente, llenos de rabia y rencor; la costa estaba cada vez más cerca, ya se veía el imponente acantilado y la blanca espuma en los arrecifes. Y desde la enfermería, en lo profundo del barco, llegaba sin pausa aquel aullido de dolor.

Un cañonazo de la fragata española, una serie de señales.

—¡Maldición! —dijo Jack otra vez.

El
Bellone
movía de nuevo el cabo para virar a babor, para dirigirse a la entrada de Gijón. Dumanoir debía orzar dos grados al menos o se encontraría entre las rocas.

—¡No lo harás! ¡Maldito seas! —gritó Jack—. ¡A los cañones! ¡Apuntar directo hacia delante! ¡Elevación tres grados! ¡Disparar al palo mayor! ¡Señor Goodridge, vamos a orzar!

El
Polychrest
se desvió bruscamente hacia babor, y su costado quedó en posición oblicua respecto al barco corsario. Los cañones dispararon sucesivamente, tres, seis y tres. En la vela mayor del
Bellone
aparecieron enormes agujeros, la verga se inclinó y quedó sujeta por el contraamantillo; pero el barco siguió navegando.

—La fragata española está disparando, señor —dijo Parker.

Y en ese momento una bala cruzó ante la roda del
Polychrest.
La fragata había cambiado el rumbo para pasar entre ellos; estaba muy cerca.

—¡Maldito sea! —dijo Jack.

Cogió el timón, puso el barco viento en popa y lo dirigió hacia el barco corsario. Podría tener tiempo de lanzar otra descarga mucho antes de que la fragata española cruzara su proa, una oportunidad de inutilizar al
Bellone
antes de que esquivara los arrecifes y llegara al amplio canal que llevaba al puerto.

—¡Preparados los cañones! —dijo, en medio de aquel silencio—. ¡Con cuidado, con cuidado! Tres grados. Contra su palo mayor. ¡Que todas las balas den en el blanco!

Miró por encima del hombro y vio la fragata española —un magnífico conjunto de velas—; oyó con claridad su llamada, pero apretó los labios y viró el timón. Si la fragata era alcanzada por sus cañonazos, peor para ella.

Viró y viró, girando el timón por completo. Los cañones dispararon con un ruido espantoso, atronador. El palo mayor del
Bellone
fue inclinándose lentamente, cada vez más, cada vez más, hasta caer por la borda, y todas sus velas con él. Un momento después, el barco corsario estaba en los rompientes. Jack vio las placas de cobre de su casco. El barco se adentró en los arrecifes, dio dos fuertes sacudidas y quedó tumbado sobre un costado; las olas rompían contra él.

* * *

—De modo, señor, que lo llevé hasta los arrecifes cerca de Gijón. Quería enviar los botes a quemarlo durante la bajamar, pero los españoles me indicaron que estaba en sus aguas territoriales y que se opondrían a una acción semejante. Sin embargo, añadieron que estaba desfondado y tenía la popa destrozada.

El almirante Harte le miró con profundo desagrado.

—Así que, según he entendido —dijo—, usted dejó a esos valiosos mercantes, cuando los tenía al alcance de la mano, para perseguir a un despreciable barco corsario que ni siquiera llegó a apresar.

—Lo destruí, señor.

—Quizás. Todos hemos oído hablar de esos barcos llevados a los arrecifes y desfondados y esto y lo otro que al mes siguiente reaparecen y están como nuevos. Es muy fácil decir: «Lo llevé hasta los arrecifes». Cualquiera puede decirlo, pero hasta ahora nadie ha conseguido una recompensa o un premio por ello, ni un cuarto de penique. No, no. El problema está en su forma sumamente estúpida de usar las velas. Si hubiera desplegado las juanetes, habría tenido muchísimo tiempo para atrapar los mercantes y después acabar realmente con ese cabrón que usted dice haber destruido. Esas mayores triangulares no creo que deban usarse si no sopla un vendaval.

—Sin ellas nunca podría haberme situado a barlovento del convoy, señor. Y le aseguro que con más velamen desplegado en el
Polychrest
sólo habría conseguido presionarlo hacia abajo.

—¿Entonces debemos entender que mientras menos velamen despliega más rápido va? —dijo Harte, mirando a su secretario, que se reía disimuladamente—. No es así. Y se supone que, en general, un almirante sabe más de estas cosas que un capitán. No quiero oír hablar más de esa estrafalaria jarcia. Su corbeta es ya bastante peculiar, no era necesario darle la apariencia de un maldito sombrero de tres picos, convirtiéndola en el hazmerreír de toda la flota, y arrastrarla a cinco nudos porque usted no quiso largar más velas. A propósito, ¿qué tiene usted que decir sobre esa galeota holandesa?

—Tengo que decir que huyó de mí y desapareció sin dejar rastro.

—¿Y quién la capturó al día siguiente, con su oro en polvo y sus colmillos de elefante? La
Amethyst,
desde luego. La
Amethyst
otra vez, y a usted no se le vio por allí. No me toca ni un… quiero decir, no va usted a compartir nada. Seymour es el afortunado: dos mil guineas, considerando la más baja tasación. Me ha decepcionado usted mucho, capitán Aubrey. Le doy algo equivalente a un crucero en una corbeta totalmente nueva y ¿qué hace usted con ella? Regresa con las manos vacías, cinco hombres muertos y siete heridos, y la trae con aspecto de no sé qué cosa, con las bombas funcionando día y noche y sin la mitad de los palos y los cabos, contando un cuento de que llevó a un insignificante barco corsario a unos arrecifes probablemente imaginarios y pidiendo a voces una reparación. No me hable de pernos ni de cabos contrahechos —dijo, negando con la mano—. He oído todo eso antes. Y también he oído que usted bajaba mucho a tierra antes de que yo llegara. Permítame recordarle que un capitán no puede dormir fuera de su barco sin permiso.

—¿De veras, señor? —preguntó Jack, inclinándose hacia delante—. ¿Puedo rogarle que sea más explícito? ¿Se me recrimina por haber dormido fuera de mi barco?

—Nunca he dicho que hubiera usted
dormido
fuera de su barco, ¿verdad?

—Entonces, ¿me permite preguntarle cómo debo interpretar ese comentario?

—No tiene importancia—dijo Harte, jugueteando con su cortapapeles.

Y en un incontenible arranque de rabia añadió:

—No obstante, le diré una cosa: sus gavias son una vergüenza para la Armada. ¿Por qué no puede usted aferrarlas con camiseta
20
?

La mala intención era tan clara que no podía pasar desapercibida. Las fragatas de primera, con una tripulación numerosa y experta, aferraban sus velas con camiseta en vez de hacerlo a la española
21
, pero sólo cuando estaban en el puerto o iban a pasar un revisión en Spithead.

—Bueno —continuó Harte, que sabía esto perfectamente—, como le he dicho, me ha decepcionado. Irá usted con los convoyes del Báltico, y creo que el resto del tiempo la corbeta será utilizada en viajes por el Canal. Eso está más de acuerdo con su nivel. El convoy del Báltico seguramente estará completo dentro de pocos días. Y eso me recuerda que he recibido una importantísima comunicación del Almirantazgo. A su cirujano, un tipo de apellido Maturin, hay que entregarle este sobre lacrado; estará de permiso un tiempo, y han mandado a un auxiliar para sustituirle mientras tanto y para ayudarle cuando considere oportuno volver a su trabajo. Espero que no se dé aires por recibir un sobre lacrado.

CAPÍTULO 10

La silla de posta cruzaba con rapidez los
downs
de Sussex, y en ella, con los cristales bajos, iban muy confortables Stephen Maturin y Diana Villiers, comiendo pan con mantequilla.

—Así que has visto una de esas charcas formadas por el rocío —dijo ella en tono apacible—. ¿Te gustó?

—Sí, ha resultado tan interesante como pensaba —dijo Stephen—. Y esperaba con ansia verla.

Other books

Sins & Mistrust by Lucero, Isabel
Break My Fall by Chloe Walsh
The Week at Mon Repose by Margaret Pearce
The Inca Prophecy by Adrian d'Hagé
The Unprofessionals by Julie Hecht
The Cornish Affair by Lockington, Laura
Something Borrowed by Emily Giffin
The Duke's Quandary by Callie Hutton