—Bien, aquí lo tiene. Con las mayores, la gavia mayor, el velacho, la trinquetilla y el foque. Rumbo nornoreste, que deberá cambiarse completamente al este cuando suenen las dos campanadas. Debe llamar al capitán si hay algún barco a la vista. ¡Oh, mi querido coy me está llamando! Entonces, buenas noches. A ese chico no le vendría mal que le tiraran un cubo de agua por encima.
Y diciendo esto se dirigió a la escotilla.
En medio de su profundo sueño, Jack notó el cambio de la guardia —sesenta hombres corriendo por un barco de ciento treinta pies de largo no podían hacer el cambio con mucho silencio—, pero esto apenas le hizo desplazarse un grado del nivel más profundo de inconsciencia, y no le aproximó a la superficie de ésta ni la mitad de lo que le aproximó el cambio de rumbo una hora después. Daba vueltas, sin estar dormido ni despierto del todo, y sabía que su cuerpo ya no estaba en la misma posición respecto al norte. Y también que el
Polychrest
navegaba con viento a la cuadra y que su rápido y nervioso cabeceo había dado paso a un deslizamiento suave y prolongado. No había ruidos ni gritos en cubierta. Pullings lo había colocado con el viento en popa con sólo algunas indicaciones en voz baja. Muchas nueces y poco ruido. ¡Qué afortunado era al contar con aquel estupendo joven! Pero había algo que no iba bien. Ya habían orientado las velas, y sin embargo, se oían pasos apresurados. Por la claraboya abierta pudo oír palabras rápidas en un tono excitado; ya estaba despierto del todo y preparado para ver la puerta abrirse y la oscura figura de un guardiamarina situarse junto a su coy.
—El señor Pullings de guardia, señor. Cree que hay un barco por la amura de babor.
—Gracias, señor Parslow. Me reuniré con él enseguida.
En el momento en que vio la luz de la bitácora, Pullings bajó de la cofa, deslizándose por un brandal, y cayó de golpe en el alcázar.
—Creo que les he descubierto, señor —dijo, ofreciéndole su telescopio—. A tres grados por la amura de babor, aproximadamente a un par de millas.
Era una noche bastante oscura. El cielo estaba despejado, pero había un poco de niebla; las grandes estrellas no eran más que puntos dorados, las pequeñas estaban ocultas, y la luna nueva había desaparecido hacía mucho tiempo. Cuando sus ojos se acostumbraron a la oscuridad, Jack pudo distinguir muy bien el horizonte, una franja menos oscura destacándose sobre el negro cielo, en el que Saturno comenzaba ahora a descender. El viento había rolado un poco hacia el norte y era más fuerte; la blanca espuma saltaba desde lo alto de las olas. Varias veces creyó ver a través del telescopio las gavias de un barco, pero todas las veces habían terminado por desaparecer.
—Tiene usted buena vista —dijo.
—Disparó un cañonazo, señor, vi el fogonazo. Pero no quise llamarle hasta que estuviera totalmente seguro. Ahí está, señor, justo por debajo de la verga cebadera. Con las gavias y tal vez la perico
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. Creo que está navegando de bolina.
Jack pensó: «¡Dios mío, me estoy haciendo viejo!» mientras bajaba el telescopio. Entonces lo vio, era una figura fantasmal; pero no desapareció, dejaba de verse y volvía a aparecer en el mismo lugar. Veía una franja blanca, que formaban las gavias, agarrochadas de tal manera que quedaban superpuestas, y por encima una mancha blanca, que era la perico. Estaba amurado a estribor, navegando contra la fresca brisa del noroeste, y probablemente se dirigía al oestesuroeste o un poco más al sur de ese punto. Si había disparado un cañonazo, sólo un cañonazo, eso significaba que tenía acompañantes; estaba dando una bordada y los otros harían lo mismo. Se volvió hacia el este y escrutó la oscuridad; esta vez vio una, o tal vez dos de aquellas manchas borrosas pero fijas. Con aquel rumbo, sus trayectorias se cortarían. Pero, ¿cuánto tiempo seguiría el lejano desconocido en su rumbo actual? No mucho, porque tenía a sotavento el cabo Ortegal y una costa escabrosa con horribles arrecifes.
—Vamos a orzar, señor Pullings —dijo.
Y luego, dirigiéndose al timonel, dijo:
—Orzaremos y nos aproximaremos a él.
El
Polychrest
viró poco a poco; las estrellas cambiaban, formando un arco en el cielo. Jack permaneció atento para escuchar el sonido de las velas al ondear, que indicaría que ya el barco se había colocado contra el viento. Ahora éste azotaba su pómulo izquierdo; por encima del pasamanos saltó un chorro de espuma, mojándole la cara, y a proa el grátil del velacho empezó a flamear.
Jack cogió el timón y lo hizo moverse un poco más despacio.
—¡Tensar esa bolina! —dijo—. Señor Pullings, creo que podemos virar un poco más. Ocúpese de las brazas y las bolinas.
Pullings corrió por la cubierta apenas iluminada hasta proa; en el oscuro castillo un grupo tiró de los cabos, diciendo: «¡Uno, dos, tres, amarrar!». Cuando volvió a popa ya estaban tensos, y las vergas, con un crujido, giraron algunas pulgadas más. Ahora el barco tenía las mejores condiciones posibles, y Jack movía las cabillas lentamente, oponiéndose a la fortísima presión, colocando la proa cada vez más en contra del viento. La estrella polar desapareció tras la vela mayor. Más y más en contra; y aquel era el límite. No pensaba que el barco podía hacer tan bien la maniobra; ahora estaba casi a cinco grados de la dirección del viento, mientras que antes llegaba sólo a seis y medio. Le parecía que el abatimiento era menor, pero incluso si se abatía del modo extravagante en que solía hacerlo, podía tomarle la delantera al desconocido, a condición de que hubiera un marinero experto al timón y se prestara mucha atención a la orientación de las vergas.
—Así, muy bien, así —le dijo al timonel, observando su rostro bajo la luz de la bitácora—. ¡Ah, es Haines! Bien, Haines, tendrá usted que demostrarme que tiene gran habilidad en el timón; para esto se necesita un experto marino. Manténgalo así, ¿me ha comprendido? Que no se desvíe ni un ápice.
—Sí, sí, señor. Mantenerlo así.
—Continúe usted, señor Pullings. Compruebe todas las retrancas y las cargas. Puede hacer un rizo en la gavia mayor si el viento amaina. Llámeme si se produce algún cambio.
Se fue abajo, y después de quitarse la camisa y los calzones, se tumbó en el coy y comenzó a hojear el Boletín Oficial de la Marina; pero no podía estar tranquilo, y poco después ya estaba en el alcázar de nuevo, dando paseos por el costado de sotavento con las manos tras la espalda y mirando hacia el oscuro mar cada vez que se daba la vuelta.
Dos barcos, tal vez tres, dando bordadas de acuerdo con una señal. Podrían ser de cualquier clase: fragatas británicas, barcos de línea franceses o barcos neutrales. También podrían ser mercantes enemigos aprovechando la ausencia de luna para escapar. Una luz, una prueba de negligencia, pudo verse en el segundo al elevarse con las olas, lo que hacía pensar que eran mercantes. Además, era poco probable que hubiera navíos de guerra dispersos por aquellos mares. Podría formarse mejor una opinión cuando el cielo estuviera más iluminado; pero en cualquier caso, tanto si daban bordadas como si no, al amanecer estaría en una posición ventajosa respecto a ellos, por barlovento.
Miraba el costado, miraba la estela; el barco se abatía, por supuesto, pero mucho menos. Cada medición con la corredera indicaba tres nudos y medio; poca velocidad, pero Jack no quería más, incluso reduciría velamen si estuviera navegando más rápido, por temor a encontrarse demasiado alejado por la mañana.
A lo lejos, por la aleta del
Polychrest,
vio un fogonazo iluminar el cielo, y un breve instante después oyó el estallido; estaban dando otra bordada. Ahora él y los desconocidos llevaban rumbos paralelos. El
Polychrest
tenía la posición más ventajosa, estaba exactamente por barlovento respecto al primero de los tres barcos; ahora se sabía seguro que existía el tercero, se tenía la certeza desde hacía media hora. Ocho campanadas. Aún faltaba mucho tiempo para que se hiciera de día.
—Señor Pullings, siga ocupándose de la guardia en cubierta. Navegaremos con la gavia mayor y la perico. Buenos días, señor Parker. Mande encender los fuegos de la cocina enseguida, por favor; los marineros tomarán el desayuno lo antes posible, un desayuno sustancioso, señor Parker. Mande subir a los desocupados y después puede empezar a hacer zafarrancho de combate; llamaremos a todos a sus puestos cuando suenen las dos campanadas. ¿Dónde están los guardiamarinas de relevo? Usted, oficial de derrota, vaya a cortarle los coyes inmediatamente. Avisen al condestable. ¿Y bien, señores —se dirigía a los horrorizados guardiamarinas Rossall y Babbington—, cuál es el motivo de este espantoso comportamiento, de no aparecer en cubierta a tiempo para comenzar la guardia? ¡Con el gorro de dormir y la cara sucia! ¡Dios santo! Sois los dos unos marineros torpes, perezosos y sucios. ¡Ah, señor Rolfe, está usted ahí! ¿Cuánta pólvora ha puesto?
Los preparativos continuaban sin interrupción, y cada guardia desayunó a su turno.
—Ahora viene lo bueno, compañeros —dijo William Screech, un ex tripulante de la
Sophie,
mientras se atragantaba la comida, que consistía en queso y sopa aguada—. Ahora veréis a Ricitos de oro hacer una de las suyas e ir por esos extranjeros.
—Hace tiempo que no vemos nada bueno —dijo un campesino—. ¿Dónde están esas coronas de oro que nos prometieron? Hasta ahora ha habido más patadas que monedas de medio penique.
—Están justo a sotavento, compañero —dijo Screech—. Todo lo que tienes que hacer es ocuparte de tu trabajo, cargar el cañón con rapidez y hacer caso a tío Dick.
—Quisiera estar ahora en casa con mi querido telar —dijo un tejedor—, con coronas de oro o sin ellas.
Ahora los fuegos de la cocina estaban apagados, hacían un ruido sibilante y despedían un desagradable olor. Las escotillas se cubrieron con paño grueso; la cabina de Jack desapareció, pues Pullings se llevó al fondo del barco sus pertenencias y los carpinteros quitaron los mamparos; las jaulas de pollos se sacaron del comedor y se llevaron abajo, mientras éstos no paraban de cacarear; y entretanto, Jack contemplaba el mar. Por el este se veía ya un poco de luz cuando el contramaestre vino a informarle de un problema que tenía con la anetadura, pues no sabía si el capitán quería colocarla por encima o por debajo de la nueva entalingadura. Este asunto no requirió mucha reflexión, pero cuando Jack, después de dar la respuesta, miró por el costado otra vez, pudo ver el extraño con toda la claridad que deseaba; sobre la tranquila superficie plateada del mar, aproximadamente a una milla por la aleta de estribor, se veía su negro casco cuando cabeceaba. Y a lo lejos, por sotavento, lo seguían los otros dos, que indudablemente no estaban gobernados por grandes navegantes, pues les resultaba difícil alcanzarlo, a pesar de llevar desplegado mucho velamen. El primero había izado las mayores para que los otros, ahora a unos tres cuartos de milla de él, pudieran acortar la distancia. Uno parecía llevar un aparejo provisional. Guardándose el telescopio en el pecho, Jack subió a la cofa del mayor; una vez apoyado firmemente enfocó el primer barco, y en cuanto lo vio frunció los labios como si estuviera dando un silencioso silbido. Una fragata de treinta y dos cañones, no, de treinta y cuatro, nada menos. Luego sonrió, y sin dejar de mirar por el telescopio gritó:
—¡Señor Pullings, venga a la cofa, por favor! Tenga, use mi telescopio. ¿Cuál es su opinión sobre él?
—Es una fragata de treinta y dos cañones, no, de treinta y cuatro, señor. Francesa, por la forma de su foque. No. ¡No! ¡Dios mío! ¡Es el
Bellone,
señor!
Era el
Bellone,
que recorría su habitual zona de crucero. Se había comprometido a escoltar dos mercantes de Burdeos hasta los veinte grados oeste y los cuarenta y cinco norte, y los había hecho atravesar el golfo de Vizcaya satisfactoriamente, aunque no sin problemas, porque eran torpes y lentos y uno había perdido el mastelero mayor y el de velacho. Había permanecido junto a ellos, pero no tenía más sentido del deber que cualquier otro barco corsario, y ahora estaba muy interesado en aquella extraña cosa de forma triangular que se balanceaba a barlovento. En su contrato no había estipulado nada que impidiera hacer presas a lo largo del viaje, y durante el último cuarto de hora, o tal vez desde que había avistado el
Polychrest,
después que el
Bellone
virara contra el viento un grado más, su capitán había estado haciendo lo mismo que Jack ahora, mirar por el telescopio atentamente desde la cofa.
El
Bellone podía,
adelantar a cualquier navío de jarcia de cruz, con viento favorable; pero en los siguientes diez o veinte minutos Jack podría tomar la iniciativa. Su posición ventajosa le permitiría decidir si entablaba combate o no. Pero esto no duraría mucho; debía pensar con rapidez, decidirse antes de que estuviera al alcance de sus disparos. El barco corsario tenía treinta y cuatro cañones, frente a los veinticuatro suyos, pero eran de seis y ocho libras; en una andanada lanzaba ciento veintiséis libras, mientras que él, con una andanada de trescientas ochenta y cuatro libras, en las condiciones adecuadas, podría hacerlo desaparecer del mar. Aunque sus cañones eran sólo de ocho libras, eran magníficos cañones de bronce, largos y muy bien manejados, y sus disparos podrían alcanzarle desde una distancia de una milla o más. Jack, en cambio, con sus carronadas cortas e imprecisas y su inexperta tripulación, necesitaba estar a una distancia de tiro de pistola para disparar con efectividad. A cincuenta yardas, o incluso a cien, podría darle una buena tunda. Cerca, sí, pero no demasiado cerca. No era posible abordarlo, no con los doscientos o trescientos furiosos corsarios que iban a bordo, ni con una tripulación como la suya.
—Señor Pullings —dijo—, quiero que el señor Macdonald mande a sus hombres que se quiten las chaquetas rojas. Ponga una lona sobre los cañones del combés de manera que pueda quitarse en un instante y mánchela de barro. Coloque dos o tres toneles vacíos en el castillo. Haga que el barco tenga un aspecto muy sucio y desordenado.
¡Con qué facilidad podían cambiar los papeles! Esta vez el
Bellone
no se había preparado durante un par de horas;
sus
cubiertas no estarían despejadas de proa a popa a tiempo, lo encontrarían con una gran incertidumbre todavía; era
él el
que iba a ser capturado por sorpresa.
Capturado:
la palabra le sonó a música celestial. Se dirigió apresuradamente al alcázar. Había tomado una decisión.