—Un vaso de vino por el doctor —dijo Macdonald.
—Deja que te sirva un poco más de la parte de abajo —dijo Jack—. ¡Killick, el plato del doctor!
—¿Más botellas vacías, Joe? —preguntó el centinela de la puerta, mirando dentro de la cesta.
—¡Dios mío! ¡Cuánta comida se zampan! —dijo Joe, riéndose entre dientes—. A ese tipo grande, el civil, es un placer verle comer. Y aún faltan por traer el pastel de higo y las becadas asadas, y luego el ponche.
—No te habrás olvidado de mí, ¿verdad Joe? —dijo el centinela.
—La botella con el sello de color amarillo. Se pondrán a cantar de un momento a otro.
El centinela se llevó la botella a los labios y fue inclinándola cada vez más y más hacia arriba, luego se limpió la boca con el dorso de la mano y dijo:
—¡Vaya ron que beben en la cabina! Se parece al aguardiente, pero es menos fuerte. ¿Cómo está mi caballero?
—Tendrás que meterlo en la cama, compañero; cada vez se anima más, está como una cuba. Y lo mismo el de la chaqueta de ante. Para él hará falta una guindola.
—Ahora, señor —le dijo Jack a Canning—, tenemos un plato marinero que he pensado que le gustaría. Es un pastel de higos. No tiene que comerlo si no quiere, aquí hay total libertad. A mí me parece que es bueno para terminar una comida, pero tal vez haya que estar acostumbrado a su sabor.
Canning miró la masa amorfa, de color claro, brillante y ligeramente traslúcida, y preguntó cómo se hacía; parecía que nunca había visto nada igual.
—Cogemos galletas de barco, las metemos en una bolsa de lienzo resistente… —dijo Jack.
—Les damos golpes con un pasador durante media hora… —dijo Pullings.
—Añadimos trozos de manteca de cerdo, ciruelas, higos, grosellas, ron… —dijo Parker.
—Lo mandamos a la cocina y luego lo servimos con grog —dijo Macdonald.
Canning dijo que estaría encantado… sería una nueva experiencia… nunca había tenido el honor de cenar en un navío de guerra… estaba contento de probar algún plato marinero.
—Y es realmente excelente —dijo—. Y también el grog. Me gustaría beberme otro vaso. Estupendo, estupendo. Le decía, señor —inclinándose hacia Jack, en actitud confidencial—, le decía antes, diez o veinte platos han pasado desde entonces, que he oído un magnífico
Fígaro
en el teatro de la ópera. Debe ir a verlo si le es posible. Hay una nueva señora, la Colonna, que hace una interpretación de Susana con tanta gracia y pureza como nunca en mi vida había oído, es una revelación. Ella se abandona en medio de la nota y ésta sube, sube… Ottoboni es el conde. Su diálogo hace que a uno se le humedezcan los ojos. He olvidado las palabras, pero usted las conoce, por supuesto.
Se puso a tararear, y su voz de bajo hizo temblar los vasos. Jack marcó el tiempo con la cuchara y empezó a cantar:
—Sotto i pini…
Lo cantaron una vez, y luego otra. Los demás les miraban con cierta perplejidad, aunque con aire satisfecho. En aquel momento ya parecía normal que su capitán hiciera el papel de una doncella española e incluso que después cantara la canción de los tres ratones ciegos.
Antes de los ratones, sin embargo, sucedió algo que demostró la simpatía que le tenían a Canning. El oporto comenzó a circular, pues había sido propuesto un brindis por el Rey, y Canning se puso de pie, dándose un golpe en la cabeza con un bao y cayendo luego en la silla como si le hubieran pegado con una hachuela. Sabían que eso siempre le podía ocurrir a un soldado o a un civil, aunque nunca lo habían presenciado, y se alegraron mucho de que no se hubiera hecho una gran herida. Se pusieron alrededor de él y trataron de aliviarle poniéndole ron en el chichón, asegurándole que no era nada… se le pasaría pronto… ellos a menudo se daban golpes en la cabeza… no tenía importancia… no había huesos rotos. Jack mandó traer el ponche y le dijo en voz baja al despensero que había que preparar una guindola rápidamente, luego repartió una pequeña cantidad, como si se tratara de una medicina, y dijo:
—Es un honor para los miembros de la Armada beber a la salud del Rey, señor; lo hacemos con el mayor respeto. Sin embargo, recientemente ha ocurrido algo que demuestra que pocos lo saben; debe de parecer muy extraño.
—Sí, sí —dijo Canning, mirando fijamente a Pullings—. Sí, ahora lo recuerdo.
El ponche iba llegando a todos los órganos vitales de Canning, dándole nuevos bríos. Entonces, sonriendo, paseó la vista alrededor de la mesa y dijo:
—¡Qué marinero tan inexperto debo de parecerles a todos ustedes, caballeros!
Aquello se le pasó, como le habían dicho, y un poco más tarde se les unió con su voz potente en la canción de los ratones, el golfo de Vizcaya, las gotas de coñac, la mujer teniente, destacándose en el fragmento que hablaba de los jóvenes inocentes:
Tres, tres rivales
dos, dos jóvenes inocentes, en plena lozanía,
pero uno está solo
y por siempre lo estará.
Y terminó con una potencia y un tono grave que ninguno de ellos podía alcanzar, como los de un exaltado predicador.
—Ahí hay un simbolismo que no entiendo —dijo Stephen, sentado a su derecha, cuando los alegres y confusos gritos habían cesado.
—¿No se refiere a…? —empezó a decir Canning.
Pero los otros habían vuelto a comenzar con los ratones, cantando tan alto como si quisieran alcanzar con su voz la cofa del trinquete en medio de una tempestad del Atlántico, todos excepto Parker, que no podía distinguir una melodía de otra y únicamente abría y cerraba la boca con una expresión benévola y amistosa, aunque sentía un profundo aburrimiento. Canning se interrumpió para unirse a ellos.
Todavía estaba con los ratones cuando le llevaron a la guindola y le bajaron despacio hasta su bote; todavía estaba con ellos cuando, en la penumbra, le conducían en el bote hacia el gran conjunto de barcos frente a los bancos de arena de Goodwin. Y Jack, inclinado sobre el pasamanos, oía su voz cada vez más débil
—mira
cómo corren,
mira
cómo corren—, hasta que por fin, al llegar de nuevo a
Tres, tres rivales,
ésta se apagó.
—De todas las cenas de a bordo que recuerdo, ésta ha sido la de más éxito —dijo Stephen, a su lado—. Te doy las gracias por haber podido asistir.
—¿De verdad lo crees? —dijo Jack—. Estoy muy contento de que te haya gustado. Deseaba, sobre todo, agasajar a Canning, porque aparte de otras cosas, es un hombre muy rico, y no quería dar la impresión de que pasamos estrecheces en este barco. Siento haberle puesto fin tan pronto, pero necesitaba un poco de luz para las maniobras. ¡Señor Goodridge! ¡Señor Goodridge! ¿Cómo está la marea?
—Seguirá creciendo una hora más, señor.
—¿Están preparados los hombres con las defensas?
—Preparados, todos preparados, señor.
Había bastante viento, pero tenían que desatracar en aguas muertas y pasar entre la escuadra y el convoy, y Jack tenía un miedo terrible de que el
Polychrest
chocara con uno de los navíos de guerra o con la mitad del desordenado convoy; por eso había ordenado a una brigada que se armara de largos palos para desatracar.
—Entonces vayamos a su cabina.
Cuando ya estaban abajo, dijo:
—Veo que tiene usted desplegadas las cartas marinas. Ha sido usted oficial de derrota en el Canal, ¿verdad?
—Sí, señor.
—Menos mal; yo conozco mejor el Mar de las Antillas y el Mediterráneo que estas aguas. Quiero que sitúe la corbeta a la altura del cabo Gris Nez, a media milla de distancia, a las tres de la madrugada, teniendo el campanario al norte cincuenta siete grados este y la torre del acantilado al sur sesenta y tres grados este.
* * *
Cuando iban a sonar las cuatro campanadas en la guardia de media, Jack subió a cubierta. El
Polychrest
estaba al pairo con el velacho y la vela de mesana tendidas, cabeceando entre las olas con sus extraños y nerviosos tirones. La noche era fría y muy clara por la brillante luz de la luna; al este se veían multitud de blancas estrellas, y Altaír se destacaba sobre la oscura masa del cabo Gris Nez, por la aleta de estribor. Continuaba soplando el mismo viento cortante del noroeste. Pero a lo lejos, por la amura de babor, la situación comenzaba a empeorar; no había estrellas por encima de Castor y Pólux, y la luna se hundía en una negra franja por encima del horizonte. Tal vez esto podría significar que llegaría una tormenta por ese mismo lado, por tanto su situación era difícil, teniendo tan cercana la costa a barlovento. Había recibido las órdenes de estar a la altura del cabo Gris Nez a las tres de la madrugada, hacer una señal luminosa azul, recibir a un pasajero de un bote que debería responder a su llamada con la palabra
Borbón
y luego dirigirse a Dover con la mayor rapidez posible. En el caso de que no apareciera ningún bote o si cambiaba de posición a causa de un temporal, debía repetir la operación las tres noches siguientes, permaneciendo durante el día donde no pudiera ser visto.
Pullings era el encargado de la guardia, pero el segundo oficial también estaba en cubierta, de pie junto al saltillo del alcázar, sin perder de vista las marcas; y mientras en el barco todo seguía tranquilamente su marcha. Pullings orientó varias veces las velas para mantenerlas perfectamente balanceadas; el ayudante del carpintero informó sobre la cantidad de agua en la sentina (dieciocho pulgadas, lo cual era más de lo adecuado); el sargento de marina hizo sus rondas; se dio la vuelta al reloj de arena, la campana sonó, los centinelas gritaron «¡Todo bien!» desde sus diversos puestos, el serviola y el timonel fueron relevados; los hombres de guardia tomaron el relevo en las bombas. Y mientras tanto, la brisa canturreaba en la jarcia y el tono de las notas iba subiendo y bajando de una punta a otra de la escala a medida que el barco se balanceaba, y los mástiles hacían estirarse los obenques y las brazas ora hacia un lado, ora hacia el otro.
—¡Serviola de proa, atención! —gritó Pullings.
—¡
Zí, zí, zeñor!
—llegó la distante voz de Bolton.
Era uno de los hombres reclutados en el barco que hacía el servicio de las Indias, un tipo horrible, de fuerza descomunal, hosco e iracundo. No tenía dientes delanteros y sólo le quedaban los amarillentos colmillos a ambos lados de la abertura por la que ceceaba; sin embargo, era un buen marino.
Jack miró su reloj a la luz de la luna; todavía faltaba mucho tiempo, y ahora la oscura franja en el noroeste se había tragado a Cápela. Estaba pensando en mandar a un par de hombres al tope cuando el serviola gritó:
—¡Cubierta!
¡Zeñor! ¡Un
bote por la aleta de
eztribor
!
Jack subió por los obenques y se inclinó sobre el pasamanos escrutando el oscuro mar. Nada.
—¿Dónde? —dijo.
—Juzto
por la aleta. Tal vez haya caído medio grado ahora. Remando como
zi
huyera del diablo, con
trez
a cada lado.
Jack lo vio cuando cruzó el sendero de la luna, a una milla de distancia aproximadamente. Era muy largo, muy bajo, muy estrecho, parecía una línea en el mar, y navegaba rápidamente en dirección a tierra. Ese no era el bote que esperaba: distinta forma, distinto momento, distinta dirección.
—¿Qué piensa usted de él, señor Goodridge? —preguntó.
—Bueno, señor, es una de esas yolas de Deal que se dedican al contrabando, y por el aspecto que tiene debe de llevar un cargamento muy pesado. Deben de haber visto un guardacostas o un crucero cerca, por eso han tenido que remar contra corriente con la marea menguante, y eso resulta muy duro frente al cabo. ¿Piensa usted atraparla, señor? Es ahora o nunca, pues está agotada por el esfuerzo en el cabo. ¡Qué suerte!
Jack no había visto ninguna antes, pero había oído hablar de ellas, por supuesto. Por su aspecto, parecían más adecuadas para navegar rápidamente por tranquilos ríos que para salir al mar, pues la seguridad se había sacrificado a la velocidad; sin embargo, los beneficios del contrabando de oro eran tan grandes que los hombres de Deal atravesaban en ellas el Canal sin dificultad. Podían huir de cualquier cosa navegando contra el viento. Sus hombres a veces se ahogaban, pero muy rara vez eran capturados, a menos que, como podría suceder, las yolas estuvieran por casualidad justo a sotavento de un navío que pudiera darles caza, entorpecidas por una marea menguante y con los hombres agotados por haber remado durante largo tiempo, o tropezaran con un navío de guerra al pairo.
Oro en paquetes muy pequeños; debería de haber quinientas o seiscientas libras para él en aquella frágil yola, y también siete marineros de primera, los mejores marineros de la costa; y sería una presa de ley, pues los salvoconductos no servirían de nada ahora. Jack tenía la ventaja. No tenía más que hinchar las gavias, abatirse, desplegar todas las velas que fuera posible y acercarse. Para huir de él, la yola tendría que remar totalmente contra corriente, y sus hombres no podrían hacerlo mucho tiempo. Él tardaría veinte minutos; tal vez media hora. Sí, pero entonces tendría que volver a su puesto, y desgraciadamente conocía la habilidad del
Polychrest
en ese aspecto.
—Todavía falta casi una hora para las tres, señor —dijo el segundo oficial, a su lado.
Jack miró su reloj, que el sargento de marina iluminaba con el farol, y en el expectante alcázar se hizo un extraño silencio. Todos los marinos allí en popa, e incluso el tejedor en el combés, sabían lo que pasaba.
—Sólo pasan siete minutos de la hora en punto, señor —dijo el segundo oficial.
No. No saldría bien.
—¡Atento con el timón! —dijo Jack cuando el
Polychrest
dio una guiñada, cayendo un grado completo a estribor—. Señor Pullings, prepare la señal luminosa azul —dijo, y reanudó su paseo.
Durante cinco minutos aquello fue difícil de soportar; cada vez que llegaba al coronamiento allí estaba el bote, acercándose cada vez más a tierra, pero todavía en gran peligro. Cuando Jack dio su enésimo paseo, el bote había cruzado una línea invisible tras la cual estaba seguro; la corbeta ya no podía llevárselo de allí, él ya no podía cambiar de idea.
Cinco campanadas. Comprobó su posición colocando el compás entre el campanario y la torre para determinar la marcación
16
. Los nubarrones del noroeste ahora cubrían la Osa Mayor. Seis campanadas. La luz azul se elevó de repente y luego se alejó por sotavento, iluminando los rostros vueltos hacia ella —bocas abiertas, ojos asombrados— con extraña intensidad.