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Authors: Patrick O'BRIAN

Tags: #Narrativa Historica

Capitán de navío (34 page)

BOOK: Capitán de navío
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—Señor Parslow, vaya a buscar al doctor a la enfermería…

—Ve a buscarle tú —dijo el señor Parslow.

¿Era posible que aquellas palabras hubieran sido pronunciadas? Jack dejó de pasearse. Era evidente que sí, a juzgar por la total perplejidad del oficial de derrota, el timonel y los ayudantes del condestable, que manipulaban la última carronada de proa, y por el silencio y la angustia de los guardiamarinas junto al pasamanos.

—Te diré una cosa, Ricitos de oro —continuó Parslow, guiñando un ojo—, no te des humos conmigo porque tengo un carácter que no soporta eso. Ve a buscarle tú mismo.

—Avisen al ayudante del contramaestre —dijo Jack—. Oficial de derrota, el coy del señor Parslow, por favor. (El ayudante del contramaestre llegó corriendo a popa con el látigo en la mano.) Lleve al cadete a mi cabina y castíguelo.

El cadete se había soltado del candelero, se había tumbado en cubierta y decía que no debía ser azotado y que apuñalaría a cualquiera que intentara ponerle una mano encima, pues él era un oficial. El ayudante del contramaestre le levantó cogiéndolo por la región lumbar; el centinela abrió y cerró la puerta de la cabina. Un horrible grito y débiles juramentos que hacían sonreír burlonamente y abrir mucho los ojos a los hombres del alcázar eran acompañados por el rítmico golpe de la punta del cabo; y luego el señor Parslow, sollozando con amargura, fue sacado de allí por la mano.

—Métalo en su coy, Rogers —dijo Jack—. Señor Pullings, señor Pullings, suspendido el grog de los guardiamarinas hasta nueva orden.

Aquella noche en su cabina le dijo a Stephen:

—¿Sabes lo que esos sinvergüenzas de la camareta de guardiamarinas le hicieron al joven Parslow?

—Tanto si lo sé como si no, tú vas a decírmelo —dijo Stephen sirviéndose un poco de ron.

—Le emborracharon y le mandaron a cubierta. Casi el primer día que una de las guardias podía descansar abajo, el primer día que no estaban con el agua a las rodillas, no se les ocurre otra cosa mejor que emborrachar a un cadete. Pero ya no lo harán más. Les he suspendido el grog.

—Sería mejor que suspendieras el grog de todo el barco. Esa es una costumbre perniciosa, una monstruosa aberración, exacerba el instinto animal. ¡Nada menos que media pinta de ron! La cuarta parte de los hombres que ahora están a mi cuidado no lo estarían si no fuera por tu maldito ron. Les traen abajo con los miembros, las costillas y las clavículas destrozadas por haberse caído borrachos de la jarcia; son hombres diligentes, fuertes, atentos, que nunca se caerían estando sobrios. Anda, vamos a tirarlo en secreto.

—¿Y dar pie a un motín? No, muchísimas gracias. Prefiero que estén como una cuba de vez en cuando, pero deseosos de hacer su trabajo el resto del tiempo. Un motín. Se me hiela la sangre cuando pienso en ello. Los hombres con los que uno ha trabajado durante toda una misión, a quienes uno tiene simpatía, se vuelven poco amistosos y reservados y cesan las bromas, los cantos y la buena voluntad; el barco se divide en dos grupos, y en medio de ellos quedan los hombres indecisos, tristes y desconcertados. Y además, hacen rodar balas por la noche.

—¿Rodar balas?

—Hacen rodar balas por cubierta durante las guardias de la noche para que uno sepa lo que quieren y, si es posible, darle a algún oficial en las piernas.

—Respecto a los motines en general —dijo Stephen—, estoy a favor de ellos. Sacáis a los hombres de sus hogares, de las ocupaciones que han elegido, y les mantenéis en condiciones insalubres con una dieta totalmente inadecuada, les sometéis a la tiranía de los ayudantes del contramaestre y les exponéis a peligros inimaginables; más aún, les priváis de su escasa comida, de su paga y de su subvención, de todo excepto de vuestro sagrado ron. Si hubiera estado en Spithead, me habría unido a los amotinados. Verdaderamente estoy asombrado de su moderación.

—Por favor, Stephen, no hables así; no digas eso de la Marina, que me hace sentirme muy deprimido. Sé que las cosas no son perfectas, pero no puedo cambiar el mundo y estar el mando de un barco de guerra. En todo caso, deberías ser justo; piensa en la
Sophie,
piensa en un barco feliz.

—Hay casos como ese, sin duda, pero dependen del capricho, la digestión y la bondad de uno o dos hombres, y eso es injusto. Me opongo a la autoridad porque engendra miseria y opresión; me opongo a ella, en gran medida, por su efecto sobre quienes la ejercen.

—Bueno, a mí no me ha hecho ningún bien. Esta tarde me ha atacado un guardiamarina y ahora me acosa mi propio cirujano. Vamos, Stephen, termina de beber y toquemos un poco de música —dijo, y en vez de ponerse a afinar su violín, cogió algo detrás de él—. Aquí hay algo que te interesará. ¿Has oído hablar de pernos fraudulentos?

—No.

—Aquí tienes uno —dijo, sosteniendo en la mano un cilindro de cobre corto con una bola del tamaño de una nuez en el extremo—. Como sabes, los pernos sirven para mantener unido el casco, pasando a través de las cuadernas; los mejores son de cobre, pues son resistentes a la corrosión. Son caros; creo que el valor de dos libras de cobre, de un perno corto, es equivalente a lo que gana un carpintero al día. Pero si uno es un condenado canalla, quita la parte del medio, coloca cada uno de los extremos en su sitio, y se embolsa el dinero por ese trozo de cobre que debería ir entre ellos. Nadie lo sabe hasta que la armazón se abre, y eso puede no ocurrir hasta que el barco se encuentre al otro lado del mundo, y aun entonces éste puede irse a pique sin dejar testigos.

—¿Cuándo lo supiste?

—Lo sospeché desde el principio. Sabía que el barco sería una maldita obra, viniendo del astillero de Hickman. Además, los tipos del astillero eran muy serviles, trataban de facilitarme demasiado las cosas. Pero no estuve seguro hasta el otro día. Ahora, tras el esfuerzo que ha hecho, es más fácil saberlo. He sacado éste con los dedos.

—¿No podías presentar una petición ante el organismo adecuado?

—Sí. Podía haber solicitado una inspección y haber esperado un mes o seis semanas. Pero entonces, ¿dónde estaría? Es un asunto del Arsenal, y se oyen historias muy raras sobre la aprobación de los barcos cualesquiera que sean sus condiciones y los manejos de los funcionarios. No. Preferí sacarlo de allí; y realmente ha soportado una fuerte tormenta. Lo haré carenar si puedo… si puedo encontrar el momento adecuado o si es necesario para que flote.

Permanecieron silenciosos unos momentos, y mientras tanto se escuchaba en la cabina el constante zumbido de las bombas y, casi al mismo ritmo, los gritos del loco.

—Tengo que darle más láudano a ese hombre —dijo Stephen, como para sí mismo.

Jack pensaba aún en los pernos, las cuadernas y el resto de las piezas que mantenían unido el barco.

—¿Qué me dices del hombro de Parker? —preguntó—. Me parece que no estará en condiciones de hacer su trabajo durante mucho tiempo. No cabe duda de que debería quedarse en tierra y tomar las aguas termales.

—Nada de eso —dijo Stephen—. Se está recuperando de un modo admirable; las gachas poco espesas del doctor Ramis han dado un resultado admirable, y también la dieta blanda. Con un adecuado cabestrillo, puede volver a cubierta mañana.

—¡Oh! —dijo Jack—. ¿No estará de baja por enfermedad? ¿No tendrá un largo permiso? ¿No crees que las aguas de un balneario ayudarían también a curar su sordera?

Miró ansioso a Stephen, pero sin mucha esperanza; respecto a lo que Stephen Maturin consideraba su deber como médico, no cedía ante ningún animal, hombre o dios. En ese tipo de asuntos, estaba más allá de la razón e incluso de la amistad. Nunca hablaban entre ellos de los oficiales con quienes Stephen comía, pero el deseo de Jack de desembarazarse de Parker, su primer oficial, y su opinión sobre él eran evidentes para cualquiera que le conociera bien. Sin embargo, Stephen parecía obstinado; se limitó a coger el violín y a tocar la escala, ascendiendo y descendiendo repetidamente.

—¿Dónde lo has conseguido? —preguntó.

—Lo conseguí en una casa de empeños cerca de Puerto Sally. Costó doce libras con seis peniques.

—No te han engañado, querido amigo. Me gusta muchísimo su tono, es agradable, melodioso. Eres un gran entendido en violines, no cabe duda. Vamos, vamos, no hay un momento que perder, pues tengo que hacer la ronda al sonar las siete campanadas. Uno, dos, tres —dijo, golpeando el suelo con el pie.

La cabina se llenó con el primer movimiento de la sonata Corelli de Boccherini, un conjunto de sonidos espléndidamente estructurado. El violín iba intercalando brillantes pasajes en la complicada ejecución del violonchelo; se respondían el uno al otro, se unían, se separaban, se hermanaban, y las notas ascendían en su elemento natural, mientras ellos quedaban aislados del duro trabajo de las bombas, los incesantes gritos y los problemas del mando.

* * *

Una clara y agradable mañana invernal frente a los
downs;
la tripulación desayunaba y Jack se paseaba de un lado a otro.

—El almirante nos está llamando, señor —dijo el guardia—marina encargado de las señales.

—Muy bien —dijo Jack—. Prepare el bote.

Había estado esperando esto desde antes del amanecer, cuando había comunicado su presencia; el bote ya estaba preparado y su mejor abrigo estaba extendido sobre su coy. Reapareció llevándolo puesto y se dirigió hacia el costado donde se encontraba el contramaestre dando pitidos.

El mar estaba tranquilo, tan tranquilo como era posible que estuviera. La marea era alta y toda la superficie gris bajo el helado cielo parecía estar en espera; no había ningún rizo y apenas se veía una ligera ondulación. Detrás de él, más allá del empequeñecido
Polychrest,
estaba la ciudad de Deal, y aún más lejos North Foreland. Frente a él estaba la enorme mole del
Cumberland,
de setenta y cuatro cañones, con el gallardete azul en el palo de mesana, y a dos cables de distancia se encontraban la
Melpomène,
una encantadora fragata, dos corbetas y un cúter. Y más allá de éstos, entre la escuadra y los bancos de arena de Goodwin, estaban todos los mercantes que realizaban el comercio con las Antillas, Turquía, Guinea e India, ciento cuarenta embarcaciones allí estacionadas, un bosque de mástiles, esperando por el viento y por el convoy, con todas las vergas y las perchas bien visibles en medio de aquel aire frío, casi incoloro, sólo como líneas, pero líneas increíblemente definidas y claras.

Pero Jack había estado observando todo aquello desde que el pálido disco solar lo había hecho visible, y mientras se acercaba al buque insignia su mente estaba ocupada en otras cosas. Su expresión era grave y tranquila cuando subió por el costado, y se mantuvo cuando saludó a los oficiales del alcázar y al capitán del
Cumberland
y fue conducido a la gran cabina.

El almirante Harte estaba comiendo arenque ahumado y bebiendo té, y su secretario y una masa de papeles estaban al otro lado de la mesa. Había envejecido muchísimo desde que Jack le había visto por última vez; parecía que sus ojos se habían juntado más y que su mirada era más superficial y falsa.

—Por fin está usted aquí —dijo, sonriendo a pesar de todo y tendiéndole la mano grasienta—. Debe de haber estado perdiendo el tiempo por el Canal; le esperaba hace tres mareas, le doy mi palabra.

La palabra del almirante Harte y la pérdida de tiempo de Jack corrían parejas, y éste sólo hizo una inclinación de cabeza. En cualquier caso, el comentario no pretendía obtener una respuesta —era una simple y espontánea muestra de antipatía— y Harte, con familiaridad y fraternidad torpemente fingidas, continuó:

—Siéntese. ¿Qué ha estado usted haciendo? Parece diez años más viejo. Las mujeres de los alrededores del cabo Portsmouth, seguramente. ¿Quiere una taza de té?

El dinero era para Harte lo más parecido a la felicidad, su más ardiente pasión. En el Mediterráneo, donde ambos habían servido juntos, Jack había sido muy afortunado en lo referente a botines; le habían enviado a un crucero tras otro y había hecho que el almirante a cuyas órdenes estaba se metiera diez mil libras en el bolsillo. El capitán Harte, que era entonces comandante de Puerto Mahón, no había recibido ninguna parte, desde luego, y su antipatía por Jack se había mantenido inalterable. Pero ahora la situación había cambiado, ahora podía beneficiarse de los esfuerzos de Jack y trataba de ganarse su voluntad. Jack fue llevado de regreso al barco; el mar estaba todavía silencioso, pero él tenía una expresión menos grave. No podía entender el cambio de Harte; estaba molesto por ello y tenía una desagradable sensación en el estómago a causa del té tibio. Pero no se había encontrado con una abierta hostilidad y su futuro inmediato estaba claro: el
Polychrest
no iría con este convoy sino que pasaría algún tiempo frente a los
downs
ocupándose de atender la escuadra y de hostigar la flotilla invasora de enfrente.

A bordo del
Polychrest
los oficiales estaban formados esperándole; los coyes estaban ya arriba, colocados con toda la gracia posible, las cubiertas estaban limpias y los cabos tenían nudos flamencos. Los infantes de marina presentaron sus armas con precisión geométrica y todos los oficiales saludaron; y sin embargo algo estaba fuera de tono. Por el extraño rubor en el rostro del señor Parker, la profunda obstinación en el de Stephen y la preocupación en los de Pullings, Goodridge y Macdonald, tuvo la impresión de que algo había ocurrido, y esa impresión se confirmó cinco minutos después, cuando el primer oficial entró en su cabina y le dijo:

—Siento mucho tener que dar parte de un grave quebranto de la disciplina, señor.

Poco después del desayuno, mientras Jack estaba a bordo del buque del almirante, Stephen había subido a cubierta y lo primero que vio allí fue a un hombre corriendo hacia popa y a un ayudante del contramaestre pegándole por la espalda, una escena nada fuera de lo común en un navío de guerra. Pero el hombre tenía un pesado pasador de hierro entre los dientes, bien sujeto con una meollar, y cuando gritaba le salía sangre por las comisuras de los labios. Se detuvo al llegar al saltillo del alcázar, y Stephen, sacando una navaja del bolsillo de su chaleco, se acercó a él, luego cortó la meollar, cogió el pasador y lo arrojó al mar.

—Le amonesté por ello, le dije que el castigo se infligía bajo mis órdenes, y él me atacó con gran ferocidad.

—¿Físicamente?

—No, señor. Verbalmente. Me criticó, poniendo en duda mi valor y mi aptitud para el mando. Debería haber tomado serias medidas, pero sabía que usted regresaría en breve y, además, tengo entendido que es su amigo. Le sugerí que se retirara a su cabina, pero no estimó conveniente hacerlo sino que se quedó paseándose por el alcázar, en el costado de estribor, aunque se le indicó que cuando el capitán no está en el barco esa prerrogativa es
mía.

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