—Vamos a virar, señor Goodridge —dijo.
El contramaestre empezó a llamar a los marineros. Quedaron a un lado la piedra arenisca, escobas, cubos, lampazos, rodillos de goma, trapos para limpiar el bronce y libros de oración cuando sus ayudantes gritaron por las escotillas: «¡Todos a sus puestos!» y bajaron por ellas para hacer subir a cubierta a los que dormían, tan cansados por el duro trabajo, mareados o desolados que no habían oído la carronada ni el incesante ruido de la piedra arenisca. Los auténticos marinos, una veintena más o menos, ya estaban en sus puestos desde hacía diez minutos —Pullings y el contramaestre en el castillo, el condestable y sus ayudantes a proa, el carpintero ocupándose de las escotas de la vela trinquete y los infantes de marina de las de la vela mayor, y los gavieros del palo mayor y la guardia de popa en el alcázar, a cargo de las brazas— cuando los últimos hombres de tierra adentro, medio vestidos, desconcertados y desesperados, fueron llevados arriba y conducidos a empujones y golpes hasta sus puestos.
—¡Arribar! —le dijo Jack al timonel, esperando a que terminase aquel espectáculo de feria y que el ayudante del contramaestre dejara de azotar al antiguo alguacil para ayudarle a entender la diferencia entre un estay y una bolina.
Y cuando sintió que la corbeta ganaba un poco de velocidad y observó que en cubierta había cierto orden, consideró que había llegado el momento adecuado y gritó:
—¡Listos para virar!
—¡Listos para virar, señor! —le respondieron.
—Orzar despacio, ahora —le dijo en voz baja al timonel.
Y luego gritó con voz clara:
—¡Timón a sotavento! ¡Escotines del velacho, bolina del velacho, escotas de la trinquetilla, soltar!
Las hinchadas velas de proa se pusieron fláccidas, perdiendo su abultada forma; el
Polychrest
describió una larga y suave curva hacia donde venía el viento.
—¡Soltar amuras y escotas!
Todo estaba preparado para la orden decisiva que haría girar en redondo las vergas; todo se hacía con la misma tranquilidad y lentitud con que la corbeta viraba en aquel lugar amorfo, extraño y sombrío; había tiempo de sobra. Y Jack, al ver cómo ellos pasaban las escotas por encima de los estayes —como si jugaran a hacer dibujos con una cuerda entre los dedos o a hacerse señales—, pensó que era mejor así.
El giro era ahora más lento; las olas fueron cambiando de dirección hasta que llegaron por la amura de estribor, en sentido contrario al rumbo. Despacio, despacio, con el viento a dos grados, a un grado y medio… Y cuando ya se habían formado en sus labios las palabras «¡halar la vela mayor!», Jack se dio cuenta de que el fuerte ruido que se escuchaba de proa a popa claramente, en medio del expectante silencio, era el de los cachones
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contra Punta Selsey. El abatimiento había sido el doble o el triple del que él y el segundo oficial habían calculado. En ese mismo momento, notó un radical cambio de movimiento, una gran resistencia; seguramente no podría virar por avante. El barco no podría llegar a poner proa al viento y luego seguir virando, para que las velas, adecuadamente orientadas, se hincharan por el costado de babor y lo llevaran a alta mar.
Un barco que no pudiera virar por avante tenía que virar en redondo; tenía que abatirse con el viento, justo sobre la trayectoria que traía e incluso más allá, pivotando sobre la popa y describiendo una amplia curva a sotavento hasta que tuviera el viento casi de popa, y luego tenía que seguir girando, girando, hasta que lo tuviera justo de popa y pudiera cambiar por fin de bordo y llegar a colocar la proa en la dirección deseada; era un giro largo, largo. Y en este caso, con esta marea, este oleaje y este viento, el
Polychrest
necesitaría una milla para realizarlo, un margen de maniobra de una milla, antes de que pudiera navegar velozmente y adentrarse en el Canal.
El barco perdía velocidad; sus velas flameaban con poca fuerza en medio del silencio; con cada embate del mar se acercaba más a la costa, aunque ellos no podían verla. Las alternativas pasaban rápidamente por la mente de Jack; podía dejarlo arribar, largar la vela de mesana y volver a intentarlo; podía virar en redondo y arriesgarlo, deteniéndolo si hubiera hecho un cálculo muy justo, aunque este proceso significaría una lamentable y horrible pérdida de tiempo; o podía cambiar de bordo braceando las vergas de proa. Pero, ¿se atrevería él a cambiar de bordo braceando las vergas de proa con esa tripulación? Mientras analizaba estas posibilidades a toda prisa, en un rincón remoto de su mente, una aguda voz se quejaba de la injusticia de no haber podido virar contra el viento, algo monstruoso e increíble en aquellas condiciones, una maldad que conseguiría hacerle llegar tarde a su puesto y permitir a Harte decirle que no era un buen oficial ni un buen marino, sino un sibarita y un holgazán que arrastraba el trasero. Ese era el peligro; estaba convencido de que no había en este mar más peligro que una mala interpretación de las cosas y la probabilidad de la horrible reprimenda, sin réplica posible, de un hombre que despreciaba.
Estos pensamientos se sucedieron desde que oyó el chasquido del escandallo en el agua hasta que oyó el grito: «¡Profundidad ocho!». Y al oír el grito: «¡Ocho menos un medio!», se dijo: «Cambiaré de bordo braceando las vergas de proa». Y entonces gritó:
—¡Izar la gavia mayor y el velacho! ¡Halar las escotas del velacho a barlovento! ¡Poner el velacho contra el viento, sujetad esa braza! ¡Moveos ahí en el castillo! ¡Bolinas a sotavento, bolinas a sotavento!
Como si hubiera caído en un blando cojín, el
Polychrest
dejó de avanzar —él pudo sentirlo bajo sus pies— y comenzó a moverse hacia atrás, y las velas de proa y el timón a sotavento iban virándolo.
—¡Vergas de la mesana y de la vela cuadra mayor! ¡Coged esas brazas, ahora!
Tal vez el barco no viraba bien contra el viento, pero con aquella extraña popa puntiaguda podía moverse muy bien hacia atrás. El nunca había visto un movimiento de popa similar.
—Ocho y medio —dijo una voz desde las cadenas.
El barco comenzó a virar; las vergas de la vela cuadra mayor y la mesana quedaron paralelas a la dirección del viento y las gavias flamearon. Viraba cada vez más. Ahora tenía el viento casi de popa y debería dejar de retroceder; pero no lo hizo, sino que continuó desplazándose a bastante velocidad en la dirección equivocada. Jack cambió de orientación las gavias, viró el timón a barlovento, y sin embargo, el barco seguía deslizándose hacia atrás, en absurda contradicción con los principios conocidos. Por un momento, los cimientos de su mundo se estremecieron y observó que el segundo oficial tenía una mirada asombrada, horrorizada; luego, con un susurro desde los mástiles y los estayes, como un extraño y grave gemido, el
Polychrest
dejó de moverse casi por completo y enseguida comenzó a avanzar. Primero tenía el viento de popa, luego por la aleta de babor. Tensando la vela de mesana y orientando bien todas, Jack estableció el rumbo, y después dio permiso al grupo que debía bajar y se dirigió a su cabina, sintiendo un gran alivio. Los cimientos de su mundo volvían a estar firmes; el
Polychrest
avanzaba directamente hacia alta mar, con el viento abierto un grado; la tripulación no lo había hecho muy mal ni se había perdido demasiado tiempo, y con suerte su despensero le habría preparado una decente taza de café. Se sentó sobre una taquilla y se apoyó contra el mamparo, mientras el barco se balanceaba. Escuchó pasos apresurados sobre su cabeza, cuando los cabos eran adujados y colocados en orden, y luego los diversos sonidos de la limpieza; un bloque de piedra de enorme tamaño comenzó a deslizarse con un ruido sordo sobre la cubierta, a dieciocho pulgadas por encima de su cabeza. Parpadeó una vez, dos veces, sonrió, y enseguida se durmió, sonriendo.
* * *
Todavía estaba dormido cuando se dio la voz de rancho; todavía dormía cuando en el comedor los hombres se sentaron ante su plato de espinacas y tocino ahumado. Y fue entonces que Stephen vio por primera vez a todos los oficiales del
Polychrest
juntos, a todos menos a Pullings, que estaba de guardia y se paseaba por el alcázar con las manos tras la espalda, tratando de imitar lo más posible al capitán Aubrey, y se acordaba de vez en cuando de mirar hacia atrás con expresión diabólica, como la de un auténtico malvado, a pesar de estar rebosante de alegría. En la cabecera de la mesa estaba sentado el señor Parker, a quien Stephen había conocido algunos días atrás, un hombre alto y delgado, de bastante buen aspecto, excepto por la expresión de su rostro, e inclinado a hacer críticas; luego estaba el teniente de infantería de marina con su chaqueta color escarlata, un escocés de las Hébridas, muy bien educado, cuyo nombre era Macdonald, de pelo negro y con la cara tan llena de marcas de viruela que era difícil saber cuál era su expresión habitual. El señor Jones, el contador, su vecino de asiento, también era un hombre moreno, pero ahí terminaba el parecido entre ellos. Era bajito y encorvado; sus mejillas fláccidas oscilaban a ambos lados de su boca roja y carnosa, tenía la cara pálida, del color del queso, y también la calva, que se extendía de oreja a oreja. El pelo sólo le crecía en una franja alrededor de ésta, era lacio y le caía sobre el cuello en escasos mechones; sin embargo, una oscura barba, muy fuerte y crecida, rodeaba sus mejillas de cera. Tenía el aspecto de un tendero. Pero tuvo poco tiempo para juzgarle por su conversación, porque apenas tuvo el plato delante se levantó de la mesa haciendo arcadas, se fue corriendo y dando tumbos al jardín
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y no se le volvió a ver. A continuación estaba el segundo oficial, todavía bostezando por haber hecho la guardia de mañana. Era un hombre mayor, delgado, canoso y de ojos azules, y hablaba poco en la mesa al principio de la comida. Por su parte, Stephen estaba silencioso, como era habitual; los demás andaban con pies de plomo con sus nuevos compañeros de rancho, y el hecho de saber que el cirujano era amigo íntimo del capitán Aubrey les hacía controlarse aún más.
Sin embargo, a medida que el apetito de Stephen disminuía, su deseo por obtener información aumentaba, de modo que dejando a un lado el cuchillo y el tenedor le dijo al segundo oficial:
—Por favor, señor, ¿cuál es la función de ese curioso cilindro metálico inclinado que está frente a mi pañol? ¿Qué nombre tiene?
—Pues, doctor —dijo el señor Goodridge—, no sé cómo llamarlo con propiedad como no sea abominación; los constructores del barco lo llamaban cámara de combustión, por eso supongo que era ahí donde se guardaba el arma secreta. Tenía la salida a cubierta donde ahora se encuentra el castillo.
—¿Qué tipo de arma secreta? —preguntó Macdonald.
—Algo parecido a un proyectil, me parece.
—Sí —dijo el primer oficial—, una especie de enorme proyectil, sin soporte. Era el barco el que iba a servirle de soporte, y esas rampas apalancadas servían para lanzarlo elevándolo por la punta o por la parte posterior. Se calculaba que el arma podría destruir un navío de primera clase a una milla de distancia, pero tenía que estar situada en el centro del barco, para contrarrestar el balanceo, y por ese motivo se empleó el sistema de quillas y timones laterales.
—Si el calibre del proyectil era el mismo de esa cámara, el retroceso debería haber sido tremendo —dijo Macdonald.
—Tremendo —dijo el señor Parker—. Por eso se diseñó la popa puntiaguda, para permitir que el barco retrocediera y evitar que el fuerte empuje destrozara el fondo, pues con una popa cuadrada, el barco ofrecería resistencia y quedaría destruido. Aun así, hubo que poner un bloque de madera donde debería estar el codaste para que recibiera directamente el impacto.
Un personaje muy importante había asistido al lanzamiento de prueba, en el que había perdido la vida su inventor, y le había contado al señor Parker que el barco había retrocedido rápidamente una distancia igual a su longitud, hundiéndose al mismo tiempo en el agua hasta la parte superior de los yugos. El importante personaje, el señor Congreve, que iba en representación de su partido, había estado en contra del arma desde el principio; había dicho que nunca funcionaría, y nunca había funcionado; esas innovaciones nunca funcionaban. El señor Parker estaba en contra de cualquier ruptura con la tradición; eso nunca estaría bien en la marina. Por ejemplo, no le gustaban los cañones con llave de chispa, aunque al pulirlos quedaban muy brillantes, con un aspecto apropiado para una inspección.
—¿Cómo murió ese pobre caballero?
—Parece que él mismo encendió la mecha, y como ésta tardaba en arder, metió la cabeza en la cámara para ver qué pasaba y entonces hubo una explosión.
—Bueno, lo siento por él —dijo el señor Goodridge—. Pero si eso tenía que suceder, hubiera sido mejor que mandara el barco al fondo al mismo tiempo. Nunca he visto una embarcación más extravagante ni más inútil para navegar, y las he visto malas en mi vida. Se ha abatido más que una balsa corriente entre Saint Helen y la Punta, a pesar del filo del fondo y las quillas movibles, retorciéndose como si hubiera caído en una trampa. Después no ha podido virar por avante en una represa de molino. No me gusta. Me recuerda a la señora Goodridge; cualquier cosa que uno haga le viene mal. Si el capitán no hubiera cambiado de bordo braceando las vergas de proa en un momento, pues, no sé dónde habríamos ido a parar. Una compleja maniobra, de experto marino, sin duda, aunque yo mismo no me habría aventurado a hacerla, no con esos vagabundos por tripulantes. Pero verdaderamente retrocedía con más velocidad de lo que creía posible; como usted, dice, señor, ha sido construido para dar marcha atrás, y pensé que iría dando marcha atrás hasta que nos encontráramos fondeando en la costa francesa. Es una obra estrambótica, en mi opinión, y gracias a Dios que está al mando un auténtico marino; pero le aseguro que ignoro lo que hará él o lo que hará el arcángel Gabriel si se levanta viento. El Canal no es suficientemente ancho; por lo que se refiere a espacio, lo que esta embarcación necesita es el gran océano Pacífico, en su parte más ancha.
A continuación de las palabras del segundo oficial aumentó el balanceo y la cesta del pan se deslizó por la mesa. Inmediatamente un guardiamarina fue a la cabina de Jack para anunciarle que el viento estaba rolando al este. El guardiamarina tenía cara de ratón; estaba muy envarado luciendo su mejor uniforme y llevaba a un lado su puñal, con el que había dormido toda la noche.