—¿Necesitaba usted un diccionario de francés, señor?
—No, señor; ya tenía uno. Me refería al
Naval Expositor
(Diccionario naval) de Blanckley y a los libros de Du Hamel, Aubin y Saverien; eran necesarios para entender las difíciles palabras con que se describían naufragios y maniobras y para conocer las experiencias de los viajeros. Creo que en la traducción es muy útil entender el texto, señor; siempre doy importancia a eso. Así que trabajaba sin parar en mi hermosa habitación y comía dos veces por semana en un restaurante especializado en bistecs; y entretanto rechacé dos o tres ofertas de otros libreros. Hasta que un día el señor G envió a su ayudante a decirme que había reflexionado sobre
mi
proyecto de traducir a Bouriscot, que sus socios pensaban que el costo del estereotipo sería demasiado alto y que en el estado actual del mercado no había demanda de un producto de esa clase.
—¿Tenía usted un contrato?
—No, señor. Era lo que los libreros llaman «acuerdo entre caballeros».
—Entonces, ¿no hay ninguna esperanza?
—Ninguna en absoluto, señor. Lo intenté, desde luego, y se cerraron las puertas ante mis quejas. Él estaba enfadado conmigo porque se sentía ofendido, y empezó a decir en el gremio que yo me había vuelto insolente, lo que un librero menos soporta en un escritorzuelo. Manipuló incluso una pequeña traducción mía en la
Revista literaria.
No pude conseguir más trabajo. Me quitaron mis bienes, y mis acreedores se hubieran apoderado también de mi persona si yo no fuera ducho en darles el esquinazo.
—¿Sabe algo sobre alguaciles, arresto por deudas y la aplicación de la ley en este caso?
—Pocas cosas conozco mejor, señor. Nací en una cárcel para deudores y he pasado años en Fleet y Marshalsea. Escribí mi
Elements of Agriculture
(Elementos de agricultura) y mi
Plan for the Education of the Young Nobility and Gentry
(Plan para la educación de los jóvenes nobles y burgueses) en una prisión del Rey.
—Tenga la amabilidad de hacerme un resumen de la ley, tal como es ahora.
—Jack —dijo Stephen—. Ya es la hora.
—¿Qué? ¿Qué?
Jack tenía la facilidad de los marinos de dormirse inmediatamente, descansar un breve periodo de una hora y despertarse enseguida; pero en esta ocasión había ido lejos, muy lejos, al cabo de Buena Esperanza, a bordo de un navío de setenta y cuatro cañones, navegando en un mar de un blanco lechoso y fosforescente, y por primera vez se sentó en el borde de la cama, atontado, volviendo poco a poco al presente. Lord Melville, Queenie, Canning, Diana.
—¿Qué vas a hacer con tu captura? —preguntó Stephen.
—¿Eh? ¡Ah, ese hombre! Creo que deberíamos entregárselo a la policía.
—Le colgarán.
—Sí, por supuesto. Es terrible; a uno no le gusta que un tipo vaya por ahí robando bolsas, pero tampoco le gusta que le cuelguen. Tal vez sea deportado.
—Te doy doce libras y seis peniques por él.
—¿Pretendes disecarlo ya? (A menudo Stephen compraba cadáveres de personas que acababan de morir en la horca). ¿Y realmente tienes doce libras y seis peniques en este momento? No, no, no acepto tu dinero; te lo doy como regalo. Te lo cedo. ¡Huelo a café y a tostadas!
Jack estaba allí sentado, serio y pensativo, comiéndose el bistec, y sus brillantes ojos azules se abrían desmesuradamente por el esfuerzo. Su mirada parecía penetrar en el futuro, pero en realidad estaba fija en su prisionero, quien sentado en una silla, silencioso y asustado, se rascaba discretamente y de vez en cuando hacía gestos de sumisión. A Jack le llamó la atención uno de estos gestos y frunció el entrecejo.
—¡Eh, señor! —gritó con su potente voz de marino, y el hombre sintió que el corazón le daba un vuelco y dejó de mover la mano—. ¡Eh, señor!, será mejor que coma usted esto —cortó un trozo grasiento—, y deprisa. Le he vendido y ahora pertenece usted al doctor, así que debe obedecer sus órdenes o de lo contrario terminará metido de cabeza en un tonel y lanzado por la borda. ¿Me entiende, verdad?
—Sí, señor.
—Tengo que irme ahora, Stephen. ¿Nos vemos esta tarde?
—No sé muy bien qué haré. Es posible que vaya a Seething Lane, aunque tal vez no merezca la pena ir hasta la próxima semana.
Jack se adentró en el patio del Almirantazgo y pasó a la sala de espera, donde había media docena de conocidos con los que habló de cosas inconexas, pues su mente y la de ellos estaban en otra parte. Luego subió la escalera hasta el despacho del
First Lord
y a mitad de camino vio a un corpulento oficial apoyado en el pasamanos, llorando silenciosamente, con las gruesas mejillas pálidas y húmedas por las lágrimas. Un infante de marina le miraba en silencio desde el descansillo y dos conserjes le observaban asombrados desde el vestíbulo.
Lord Melville estaba muy afectado por la última entrevista, eso era obvio. Tuvo que recobrar el dominio de sí mismo y esforzarse por atender el siguiente asunto. Durante unos momentos hojeó los papeles que había sobre su escritorio y luego dijo:
—Acabo de presenciar una incontrolada manifestación de emociones que, en mi opinión, ha rebajado muchísimo a ese oficial. Sé que
usted
valora la fortaleza, capitán Aubrey, y que
usted
no flaquea ante las malas noticias.
—Espero que pueda soportarlas, señor.
—Tengo que decirle que no puedo ascenderle a capitán de navío por el combate con el
Cacafuego.
Estoy obligado a respetar la decisión de mi predecesor y no puedo sentar un precedente. De modo que no podrá estar al mando de un navío; y por lo que respecta a las corbetas, sólo hay ochenta y nueve destinadas a alguna misión, mientras que tenemos una lista de alrededor de cuatrocientos capitanes.
Intentó que estas palabras causaran impresión, y a pesar de que no añadían nada nuevo a la información de Jack —que sabía estas cifras de memoria y sabía también que lord Melville no había sido del todo franco, porque se estaban construyendo treinta y cuatro corbetas más y había una docena para los servicios portuarios y regulares—, su repetición tuvo un efecto tranquilizador.
—No obstante —prosiguió—, la anterior administración nos dejó también un proyecto de un barco experimental que tengo la intención de clasificar como corbeta en lugar de navío, en determinadas circunstancias, aunque lleva veinticuatro carronadas de treinta y dos libras. Fue diseñado para llevar un arma especial, un arma secreta que hemos desechado después de las pruebas, y una vez terminado se usará con fines generales; por eso le hemos llamado
Polychrest.
¿Le gustaría ver el proyecto?
—Muchísimo, milord.
—Es un interesante experimento —dijo mientras abría la carpeta—, pues está hecho para navegar contra viento y marea. Su promotor, el señor Eldon, era un hombre muy ingenioso y gastó una fortuna en los proyectos y los modelos.
Era un interesante experimento, indudablemente; Jack había oído hablar de él. Se le conocía como el
error del carpintero,
y nadie en la Armada había imaginado nunca que sería botado. ¿Cómo había sobrevivido a las reformas de Saint Vincent? ¿Qué extraordinaria combinación de intereses había conseguido hacerlo salir de los astilleros y, sobre todo, hacerlo entrar? El barco tenía la proa y la popa iguales, dos vergas para gavias mayores, un falso fondo, diversas quillas, timones móviles y carecía de bodega. Por los datos del proyecto, él supo que lo construían en un astillero privado de Portsmouth, cuyo dueño era el señor Hickman, de no muy buena reputación.
—Es cierto que el
Polychrest
fue diseñado específicamente para llevar esta arma, pero desecharlo también a él habría sido un despilfarro, pues estaba muy avanzado. Y con las modificaciones que usted ve aquí, en tinta verde, la Junta opina que podrá utilizarse muy bien en aguas nacionales. Por su construcción, no le es posible realizar cruceros, cualquiera que sea su duración; sin embargo, embarcaciones de ese tamaño siempre son necesarias en el Canal, y yo estoy contemplando la posibilidad de añadir el
Polychrest
a la escuadra del almirante Harte, frente a los
downs.
Por razones que no voy a detallar, es necesario actuar con diligencia. A su capitán se le ordenará dirigirse a Portsmouth inmediatamente para que acelere su equipamiento, lo ponga en servicio y se haga a la mar con la mayor rapidez. ¿Le gustaría recibir este nombramiento, capitán Aubrey?
El
Polychrest
era un barco teórico de un hombre que no era marino y había sido construido por una banda de granujas y chanchulleros; él estaría a las órdenes de un hombre a quien le había puesto los cuernos y que se alegraría de verle arruinado y no volvería a recibir una oferta de Canning. Lord Melville no era tonto, y sabía la mayoría de estas cosas; esperó la respuesta de Jack con la cabeza ladeada y una mirada inquisitiva, tamborileando con los dedos sobre el escritorio. ¡Qué horrible manera de tratarle! ¡Le ofrecía el
Polychrest,
que ya había sido rechazado! A pesar de su esfuerzo al hacer la clasificación, le sería difícil justificarse ante lady Keith; e incluso su propia conciencia, endurecida por los muchos años que había pasado en cargos públicos, le remordía.
—Sí, por favor, señor. Se lo agradecería mucho.
—Muy bien. Entonces que así sea. No, no me dé las gracias, se lo ruego —dijo, alzando la mano y mirando a Jack a los ojos—. No es uno de los mejores barcos; me gustaría que lo fuera. Pero tendrá más cantidad de metal en los costados que muchas fragatas. Si tiene usted la oportunidad, estoy seguro de que se destacará, y la Junta se sentirá satisfecha de nombrarle capitán de navío en cuanto haya una ocasión. Ahora, por lo que respecta a sus oficiales y su tripulación, me gustaría complacerle lo más posible. El primer oficial ya ha sido nombrado: es el señor Parker, recomendado del duque de Clarence.
—Me gustaría tener a mi cirujano, milord, y a Thomas Pullings, ayudante del segundo oficial en la
Sophie,
que era teniente en funciones en 1801.
—¿Desea usted que le ascienda a teniente?
—Sí, por favor, milord.
Eso era mucho pedir, y probablemente él tendría que sacrificar el resto de los puestos; pero según el balance de la entrevista, podía arriesgarlos.
—Muy bien. ¿Qué más?
—¿Podría tener dos guardiamarinas?
—¿Dos? Sí… creo que sí. Mencionó usted a su cirujano… ¿quién es?
—El doctor Maturin, milord.
—¿El doctor Maturin? —dijo lord Melville, levantando la vista.
—Sí, milord. Probablemente le habrá visto en casa de lady Keith. Somos amigos íntimos.
—Sí —dijo lord Melville, bajando la vista—, le conozco. Bien, sir Evan le enviará las órdenes hoy mismo con un mensajero. ¿O prefiere esperar mientras las escriben?
A pocos cientos de yardas del Almirantazgo, en el parque Saint James, el doctor Maturin y la señorita Williams paseaban por la grava alrededor del estanque artificial.
—No dejo de asombrarme al ver estos patos —dijo Stephen—. Esas son fúlicas, unas aves muy comunes; las fúlicas pueden comerse, y también los lavancos medio domesticados. ¡Qué hermosos los ánades de cola larga, los porrones bastardos, los porrones osculados! Me he arrastrado sobre el vientre por el helado pantano para verlos a una distancia de un estadio, pero ellos han levantado el vuelo antes de que pudiera enfocarlos con mi catalejo. Y no obstante, ahora están aquí, en el corazón de una ciudad moderna y bulliciosa, nadando tranquilamente… ¡y comiendo pan! No les han cazado ni les han cortado las alas, sino que han venido directamente desde el norte, desde las altas latitudes. ¡Estoy
asombrado
!
Sophia miró las aves con atención y dijo que ella también encontraba esto asombroso.
—Pobres fúlicas —añadió—, siempre parecen estar tristes. ¿Así que ese es el Almirantazgo?
—Sí. Y creo que en este momento Jack conoce ya su destino. Estará detrás de una de esas altas ventanas de la izquierda.
—Es un edificio muy hermoso —dijo Sophia—. ¿Podríamos verlo más de cerca? Así apreciaríamos sus verdaderas proporciones. Diana me dijo que estaba muy delgado y que no tenía buen aspecto. «Reducido» fue la palabra que dijo.
—Tal vez haya envejecido —dijo Stephen—. Pero aún come por seis y, aunque yo no diría categóricamente que es un obeso, está demasiado grueso. Quisiera poder decir lo mismo de usted, querida.
Sophia había adelgazado, en efecto. Esto le favorecía porque habían desaparecido los últimos rasgos infantiles de su rostro y resaltaba la expresividad de sus facciones, hasta entonces oculta. Al mismo tiempo, ella había perdido su mirada ausente, lánguida y misteriosa; ahora era toda una mujer, una persona adulta.
—Si usted le hubiera visto anoche en casa de lady Keith —continuó Stephen—, no se preocuparía. Bueno, perdió el resto de la oreja en el barco de la Compañía de Indias, pero eso no fue nada.
—¡La oreja! —exclamó Sophia, palideciendo y parándose en seco en medio del paseo.
—Está usted en el barro, querida. Permítame llevarla a un sitio seco. Sí, la oreja, la oreja derecha, o lo que le quedaba de ella. Pero no fue nada; se la cosí de nuevo. Como le he dicho, si le hubiera visto anoche, estaría usted tranquila.
—Es usted un gran amigo suyo, doctor Maturin. Sus otros amigos le estamos muy agradecidos.
—Bueno, le coso las orejas de vez en cuando.
—Es una gran suerte para él tenerle cerca. Me temo que a veces se expone al peligro por actuar irreflexivamente.
—Así es.
—Sin embargo, no creo que hubiera soportado verle. Fui muy poco amable con él la última vez que nos encontramos —dijo con los ojos llenos de lágrimas—. Es horrible comportarse de un modo tan poco amable, porque uno no deja de recordarlo.
Stephen la miró con profunda ternura y observó la línea que cruzaba su ancha frente; ella era una encantadora y desdichada criatura.
Por todo Westminster los relojes comenzaron a dar la hora, y Sophia dijo:
—¡Oh, se nos ha hecho muy tarde! Le prometí a mamá… Estará muy ansiosa. Vamos, tenemos que irnos deprisa.
Stephen le dio su brazo y ambos atravesaron el parque apresuradamente. Iba guiándola, porque ella tenía los ojos nublados por las lágrimas y cada tres pasos miraba por encima del hombro hacia las ventanas del Almirantazgo.
Esas ventanas, en su mayoría, pertenecían a las viviendas oficiales de los lores miembros de la Junta, mientras que aquellas tras las cuales se encontraba Jack estaban en el otro extremo del edificio y daban al patio. Él se encontraba en ese momento en la sala de espera, donde había pasado muchas horas de ansiedad, agotadoras, a lo largo de su carrera. Estaba allí esperando desde que había terminado la entrevista, y según su cuenta, ya habían entrado o salido del patio ciento veintitrés hombres y dos mujeres desde entonces. Un gran número de oficiales compartía la sala con él, alternándose a medida que avanzaba el día; pero ninguno de ellos esperaba en sus mismas circunstancias, con el nombramiento y las órdenes crujiendo en su pecho. Estar esperando en aquellas condiciones era lo más raro que los conserjes habían visto en su vida y despertaba su curiosidad.