«Desconozco en qué medida ha alimentado J. A. la ávida credulidad de la señora Williams; en gran medida, a juzgar por el obsequioso recibimiento que me dispensó. Y curiosamente, como resultado de esto la categoría de Jack ha subido ante sus ojos tanto como la mía. Ella no le pondría ninguna objeción si se conociera con claridad su posición económica. Ni tampoco Sophie, estoy seguro. No obstante, creo sinceramente que esa bondadosa joven es tan fiel a los principios en que ha sido educada que, con tal de no desobedecer a su madre, preferiría envejecer siendo una solterona a casarse sin su consentimiento. No sería una Gretna Green. Es una joven encantadora y bondadosa, y una de esas raras criaturas en las que los principios no eliminan el buen humor. No éste un momento para estallar en carcajadas, por supuesto, pero recuerdo muy bien haber notado muchas veces en Mapes que, interiormente, era
alegre.
Eso es algo raro en las mujeres (incluida Diana, aparte de su gusto por las frases ingeniosas y alguna ocurrencia de vez en cuando), que generalmente son serias como las lechuzas, aunque tienen inclinación a reír estruendosamente. Me sentiría apenado, más que apenado, si en ella la tristeza se hiciera habitual; y parece que esto sucederá pronto. Los rasgos de su rostro están cambiando».
Se quedó mirando por la ventana. Era una mañana clara, helada, y la infame ciudad tenía el mejor aspecto que podía. Había oficiales entrando y saliendo de la casa del almirante del puerto, frente a la posada; las aceras estaban llenas de uniformes, chaquetas azules y rojas, esposas de oficiales que iban a la iglesia, con hermosas capas y alguna que otra piel, y niños con la cara limpia de los domingos.
—Un caballero quiere verle, señor —dijo el posadero—. Un teniente.
—¿Un teniente? —dijo Stephen, y luego hizo una pausa—. Dígale que suba.
Se oyó un estrépito en la escalera, como si hubieran soltado un toro; la puerta se abrió de repente, estremeciéndose, y apareció Pullings, iluminando la habitación con su alegría y su nueva chaqueta azul.
—Me han ascendido, señor —dijo, estrechando la mano de Stephen—. ¡Por fin me han ascendido! Mi nombramiento ha llegado con el correo. Deséeme felicidades, señor.
—Naturalmente que se las deseo —dijo Stephen, haciendo una mueca de dolor por el férreo apretón—, si puede caberle más felicidad, si no se desborda su copa con tanta felicidad. ¿Ha estado bebiendo, teniente Pullings? Por favor, siéntese en una silla, como un ser racional, y no dé saltos por la habitación.
—Desde luego que sí, señor —dijo el teniente. Se sentó y miró a Stephen con el rostro radiante de felicidad—. No he bebido ni una gota.
—Entonces está usted borracho de felicidad. Bien, que le dure mucho tiempo.
—¡Jajá, ja! Eso es exactamente lo que dijo Parker. Me dijo: «Que le dure mucho tiempo». Pero con envidia, ¿sabe?, como en el cuento de la rana y el pato. De todos modos, creo que yo también me volvería agrio, o tal vez rancio, después de treinta y cinco años sin un barco propio y ahora con este horrible aprovisionamiento. Sin duda, es un hombre bueno y correcto; pero se comportaba como un auténtico duende malvado antes de que llegara el capitán.
—Teniente, ¿le apetece un vaso de vino, un vaso de jerez?
—Por supuesto que sí, señor —dijo Pullings, y su rostro estaba resplandeciente otra vez. (Stephen pensó: «Uno juraría que su rostro emana luz verdaderamente».)— Es usted muy amable. Sólo un poquito, por favor. No me emborracharé hasta mañana por la noche, en mi fiesta. ¿Sería correcto que propusiera un brindis? Entonces, aquí va uno por el capitán Aubrey, por quien siento un profundo afecto, para que se cumplan todos sus deseos. ¡Salud! Sin él nunca habría conseguido el ascenso. Lo que me hace recordar mi recado, señor. El capitán Aubrey presenta sus respetos al doctor Maturin, se alegra de que haya llegado bien y estará muy contento de comer con él en el George hoy a las tres; y puesto que aún no ha subido a bordo ni papel ni pluma ni tinta, su respuesta es informal, por lo que le pide disculpas.
—Me daría usted una gran satisfacción si pudiera acompañarnos.
—Gracias, señor, gracias. Pero dentro de media hora tomaré un bote para ir a la isla de Wight. El
Lord Mornington,
un barco de la Compañía de Indias, pasó frente al cabo Start el jueves, y espero reclutar a media docena de marineros de primera entre sus tripulantes al amanecer.
—¿Le dejarán algo las fragatas que van de crucero y los barcos auxiliares de Plymouth?
—Bueno, señor, he hecho dos viajes en él. Hay huecos que sirven de escondrijo a los hombres bajo la cubierta superior detrás del palo mayor, y que nadie podría encontrar sin ayuda. Conseguiré media docena de sus tripulantes o me dejaré de llamar Tom Pullings, mejor dicho, teniente Tom Pullings.
—¿Así que estamos escasos de tripulantes?
—Sí, y es algo terrible, desde luego. Nos faltan treinta y dos hombres para completar nuestra dotación; pero lo peor no es que sea escasa sino mediocre. El barco reclutador nos envió dieciocho hombres de Lord Mayor y unos veinte de los cupos de Huntingdonshire y Rutland, parroquianos y tipos sacados de la cárcel que nunca en su vida han visto el mar. Lo que nos faltan son marineros, aunque tenemos algunos marineros de primera y dos ex tripulantes de la
Sophie.
Alien, un marinero del castillo, y John Lakey, de la cofa del palo mayor. ¿Se acuerda usted de él? Le cosió muy bien en el primer viaje que hizo con nosotros y tuvimos una refriega con una galera argelina. Jura que usted salvó sus… sus partes pudendas, señor, y le está sumamente agradecido; dice que sin ellas se sentiría como en desuso. Y estoy seguro de que el capitán Aubrey se las pondrá a punto. Por otra parte, el señor Parker parece muy duro; y Babbington y yo le arrancaremos la piel a cualquier bastardo que no cumpla con su deber; el capitán no tiene que temer por eso.
—¿Y los otros oficiales?
—Bueno, señor, no he tenido tiempo suficiente para conocerlos, con todo el jaleo del aprovisionamiento y esas prisas como si se acercara el día del juicio final; el contador está en el Servicio de avituallamiento, el condestable en el Servicio de material de guerra, el segundo oficial en la bodega, o donde estaría la bodega si hubiera una, porque no hay.
—Creo que es un barco construido según nuevos principios.
—Bueno, señor, espero que haya sido construido para que pueda flotar, eso es todo. Esto sólo se lo diría a un compañero de tripulación, señor, pero nunca he visto nada igual ni en el río de las Perlas, ni en el Hugli ni en la costa guineana. No puede uno decir si viene o va.
Y enseguida, tratando de enmendar su actitud desleal, añadió:
—Pero es condenadamente más hermoso que los barcos normales. El señor Parker se ocupa de que lo sea, con el empleo de láminas de oro, abundante madera barnizada, betún especial para las cintas y las vergas y motones garganteados con cuero rojo. ¿Ha presenciado alguna vez cómo armaban un barco, señor?
—No.
—Es como estar en Bedlam —dijo Pullings, moviendo de un lado a otro la cabeza y riendo—. Hay tipos de los astilleros estorbando el paso, provisiones por toda la cubierta, nuevos tripulantes apiñándose y vagando por cubierta como almas perdidas; nadie conoce a nadie ni sabe adonde va. Es como estar en Bedlam; y el almirante del puerto manda a preguntar cada cinco minutos por qué uno no está ya listo para hacerse a la mar y que si por casualidad todos en el
Polychrest
respetan el
sabbath. ¡
Ja, ja, ja!
Lleno de alegría, Tom Pullings cantó:
Te diremos cuatro verdades, viejo zorro,
condenado almirante del puerto.
—No me he quitado la ropa —continuó— desde que nos hicimos cargo de él. El capitán Aubrey apareció al rayar el alba, después de hacer todo el camino en la silla de posta; leyó su nombramiento delante de mí y de Parker, los infantes de marina y media docena de patanes, que eran los únicos hombres que teníamos, e inmediatamente fue izado su gallardete. Y antes de que se extinguieran las últimas palabras —de lo contrario responderá por su cuenta y riesgo— me dijo exactamente con esta voz: «Señor Pullings, el motón de esa escota de la gavia necesita un guardacabo, por favor». Y tenía usted que haber oído cómo le gritaba a los aparejadores cuando descubrió que nos habían dado cabos hechos con material usado; tuvieron que llamar al encargado del astillero para calmar su terrible furia. Entonces dijo: «No hay un minuto que perder». Y aunque todos estábamos a punto de caer de agotamiento, nos reímos mucho cuando la mitad de los hombres corrieron a popa pensando que era la proa y la otra mitad al revés. Bueno, señor, al capitán le complacerá mucho esta comida, estoy seguro; no ha tenido en sus manos más que pan y carne de vaca fría desde que subió a bordo. Y ahora tengo que irme. Él daría un ojo de la cara por un bote lleno de marinos expertos.
Stephen volvió a la ventana y observó la esbelta figura de Thomas Pullings caminar en zig—zag entre el tráfico, cruzar al otro lado con su forma de andar desenvuelta, como si se balanceara, en dirección al cabo, para pasar una larga noche de espera en un bote que se adentraría en el Canal. Pensó: «La devoción es algo estupendo, algo conmovedor. Pero, ¿quién pagará por el celo de este amable joven? ¿Qué golpes, juramentos, ofensa a la moral o crueldad sufrirá?».
La escena había cambiado; ya nadie iba hacia la iglesia, y los ciudadanos respetables habían desaparecido tras las puertas, envueltos por un olor a cordero. Ahora grupos de marineros iban de un lado a otro, caminando con cautela, como los campesinos en Londres, y entre ellos pasaban grasientos comerciantes, maleantes, buhoneros y las adolescentes y mujeres del lugar, rollizas y de aspecto tosco. Gritos confusos, unos de alegría y otros airados como los de una discusión acalorada, precedieron a los hombres del
Impregnable
que, con su ropa de bajar a tierra y su parte de un botín en los bolsillos, se acercaban tambaleantes con un grupo de prostitutas; y delante de ellos, caminando de espaldas, iba un hombre tocando el violín, y a los lados, como perros pastores, iban niños peleándose entre sí. Algunas de las prostitutas eran viejas, algunas llevaban vestidos rotos y se les veía la carne amarillenta; todas tenían el pelo rizado y teñido y parecían ateridas de frío.
El entusiasmo y la alegría que había dejado la felicidad del joven Pullings disminuyeron. Stephen pensó: «Todos los puertos que he visto, todos los lugares donde se reúnen los marineros son muy similares. Pero no creo que esto sea un reflejo de su naturaleza, sino de la naturaleza de las cosas en tierra». Se sumió en una serie de reflexiones. ¿Cómo podía definirse la naturaleza del hombre? ¿Dónde estaban los factores invariables de la identidad? ¿Qué hacía posible la afirmación «Yo soy yo»? Pero dejó de pensar en esto al ver a Jack, que caminaba con la misma tranquilidad y libertad que si fuera domingo, sin agachar la cabeza ni mirar ansiosamente a su alrededor. Había muchas más personas en la calle, pero llamaron la atención de Stephen dos de ellas, que iban a unas cincuenta yardas detrás de Jack, andando a su mismo paso. Eran tipos fornidos, cuyo aspecto no permitía relacionarles con ningún oficio ni profesión concretos, y tenían algo raro, no miraban a su alrededor despreocupadamente sino con mucha atención; por eso les observó con más detenimiento y, apartándose de la ventana les siguió con la vista hasta que llegaron frente al George.
—Jack —dijo—, dos hombres te están siguiendo. Ven aquí y mírales discretamente. Ahí están, en la escalera de la casa del almirante del puerto.
—Sí —dijo Jack—. Conozco al de la nariz rota. Trató de subir a bordo el otro día, pero no lo consiguió. Le rechacé enseguida. Creo que ha puesto al otro sobre mi pista, el bastardo entrometido. ¡Malditos sean!
Se acercó rápidamente al fuego y continuó:
—Stephen, ¿qué te parece si tomamos una copa? Pasé toda la mañana en la cofa del trinquete muerto de frío.
—Creo que un poco de coñac te hará bien; un vaso de auténtico coñac de Nantes. La verdad es que pareces destruido. Bébete esto y pasaremos enseguida al comedor; he mandado preparar un hipogloso con salsa de anchoas, cordero y pastel de venado, platos sencillos de la isla.
Las marcas de cansancio desparecieron del rostro de Jack y un rosado intenso sustituyó al gris enfermizo; parecía llenar de nuevo su uniforme.
—¡Qué bien se siente un hombre cuando ha mezclado hipogloso con pierna de cordero y venado! —dijo, jugando con un pedazo de queso Stilton—. Eres mucho mejor anfitrión que yo, Stephen. He echado tantas cosas en falta que difícilmente puedo nombrarlas todas. Recuerdo aquella horrible comida a la que te invité en Mahón; era la primera vez que comíamos juntos y se equivocaron en todo, porque desconocían el español, mi español.
—Fue una comida muy buena, muy agradable —dijo Stephen—. La recuerdo perfectamente. ¿Tomamos el té arriba? Quisiera saber cosas sobre el
Polychrest.
La gran sala estaba llena de chaquetas azules con alguna que otra de los infantes de marina, y la conversación era un poco menos secreta que las señales en alta mar.
—Tendremos éxito con él una vez que nos acostumbremos a su forma de navegar, no me cabe duda —dijo Jack—. Su aspecto puede parecer un poco raro a quienes lo observan con actitud crítica; pero flota, y eso es fundamental, ¿sabes? Flota; y además, nunca he visto a flote una batería semejante a la suya. No tenemos más que llegar al lugar justo y tendremos veinticuatro cañones de treinta y dos libras para poner en juego; podrás decir que son carronadas, ¡pero carronadas de treinta y dos libras! Podemos enfrentarnos a cualquiera de las corbetas francesas en servicio, pues las carronadas son auténticas destructoras. Podríamos atacar una fragata de treinta y seis cañones si pudiéramos acercarnos lo bastante.
—Por ese mismo razonamiento basado en la aproximación, también podrías atacar un navío de tres puentes, de primera clase, a seis pulgadas de distancia; o dos, por supuesto, si pudieras meterte como una cuña entre ambos y disparar las baterías de los dos costados. Pero créeme, amigo mío, es un razonamiento falso. ¿A qué distancia lanzan tus carronadas sus prodigiosas balas?
—Bueno, uno tiene que entablar combate a una distancia de tiro de pistola si quiere darle al objetivo que apuntan; pero de penol a penol pueden muy bien atravesar el roble.
—¿Y qué hace tu enemigo con sus cañones largos mientras tú te acercas a él trabajosamente? Pero no voy a enseñarte tu profesión, claro.