Capitán de navío (26 page)

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Authors: Patrick O'BRIAN

Tags: #Narrativa Historica

BOOK: Capitán de navío
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Con Canning como
First Lord,
secretario y Junta del Almirantazgo, todo en uno, las cosas serían muy diferentes. Tendría un barco bien equipado, una gran dotación de marinos de primera, carta blanca y todos los mares del mundo ante él: el mar de las Antillas para obtener rápidas ganancias, la apreciada zona de crucero de la flota del Canal y, si España entraba en guerra (lo que era casi seguro), las rutas del Mediterráneo, que él conocía tan bien. Y aún otros mares, allende aquellos donde generalmente llegaban los barcos de crucero y los barcos de guerra privados: el canal de Mozambique, las proximidades de la isla de Francia, el océano Índico, y la zona de las islas Molucas y Filipinas. Al sur del Ecuador, sobre todo cerca del cabo de Buena Esperanza, podían encontrarse barcos franceses y holandeses, de los que realizaban el comercio con las Indias, que volvían a su país. Y si allí era azotado por el monzón, a sotavento tenía Manila, de donde salían los galeones españoles. Aun sin muchas pretensiones, un moderado botín de aquellas latitudes le permitiría saldar sus deudas. En un segundo saldría de sus dificultades, y sería raro que no pudiera conseguir incluso dos botines en aquellos mares casi vírgenes.

El nombre de Sophia fue abriéndose paso en su mente hasta llegar a la parte donde se forman las palabras. Él había hecho todo lo posible por olvidarlo desde que había huido a Francia. No era considerado un buen partido, y Sophie estaba tan lejos de su alcance como la insignia de un almirante.

Ella
nunca le habría hecho eso a él. Impulsado por el deseo, se imaginó cómo habría sido aquella tarde con Sophie, sus suaves movimientos, tan distintos de los rápidos movimientos de Diana, la ternura con que le habría mirado, su deseo de protegerle, infinitamente conmovedor. ¿Habría resistido verla allí cerca de su madre? ¿Habría puesto pies en polvorosa y se habría escondido en la sala más alejada hasta que pudiera escaparse? ¿Cómo se habría comportado ella?

—¡Dios mío! ¿Qué habría pasado si las hubiera visto a las dos juntas? —se preguntó en voz alta, horrorizado ante la idea.

Estuvo pensando en aquella posibilidad durante un rato. Dobló a la izquierda y luego otra vez a la izquierda, tratando de desembarazarse de la desagradable imagen en que se veía a sí mismo frente a Sophie y ésta le miraba con dulzura, inquisitivamente, pensando: «¿Es posible que este tipo sea Jack Aubrey?». Atravesó rápidamente Heath hasta llegar al primer sendero que había tomado, donde los abedules se veían vagamente entre la llovizna. Pensó que debería poner en orden sus ideas con respecto a ellas dos. No obstante, le parecía odioso y muy descortés hacer cualquier tipo de comparación entre ellas, valorarlas poniéndolas una junto otra. Stephen le reprochaba que tenía confusión de ideas, una enorme confusión de ideas, por el hecho de negarse a desarrollarlas hasta su conclusión lógica, y le decía: «Tienes todos los defectos ingleses, amigo mío, incluyendo la confusión de ideas y la hipocresía». Pero era inútil tratar de usar la lógica a la fuerza donde ésta no podía aplicarse. Razonar en un caso como ese era sumamente repugnante; la lógica sólo podía aplicarse a una deliberada seducción o a un matrimonio por interés.

Mientras intentaba orientarse, pensaba que había algo más; hasta el momento él nunca había tratado de poner en orden sus ideas ni de averiguar la verdadera naturaleza de sus sentimientos. Desconfiaba mucho de aquel tipo de ejercicio, pero ahora era de gran interés, de primordial interés.

—¡La bolsa o la vida! —dijo una voz muy cerca de él.

—¿Cómo? ¿Cómo? ¿Qué ha dicho?

El hombre salió de atrás de los árboles; su arma se veía bajo los destellos de la lluvia.

—He dicho que la bolsa o la vida —dijo, y luego tosió.

Inmediatamente la capa le dio en la cara y Jack, cogiéndole por la camisa, le sacudió con terrible violencia y le levantó del suelo un buen trozo. La camisa cedió y el hombre se tambaleó con los brazos caídos. Jack le dio un fuerte puñetazo por la izquierda, a la altura de la oreja, y una patada en las piernas mientras caía.

Agarró la porra rápidamente y permaneció de pie ante él, con la respiración entrecortada y sacudiendo la mano izquierda. Tenía los nudillos destrozados por el golpe tan condenadamente fuerte; parecía que había golpeado un árbol. Estaba indignado.

—¡Cerdo, cerdo, cerdo! —le gritaba, esperando un movimiento.

Sin embargo, no hubo ningún movimiento. Pasados unos momentos, a Jack se le pasó la furia y movió el cuerpo inanimado con el pie.

—Vamos, señor. Póngase de pie. Levántese y límpiese.

Después de una serie de órdenes de esta clase, en voz muy alta, le puso sentado y le sacudió. La cabeza del tipo se balanceó, desmayada; su cuerpo estaba frío y húmedo; no tenía respiración ni se le notaba el pulso, parecía un cadáver.

—¡Vaya por Dios! —exclamó Jack—. ¡Se ha muerto!

La lluvia se hizo más intensa, y esto le trajo a la memoria su capa. La encontró, se la puso y volvió junto al hombre. Era un pobre tipo. No debía de pesar más de cien o ciento quince libras y, además, era un salteador de caminos de lo más incompetente, pues le había faltado poco para añadir «por favor» a su petición; desconocía lo que era un ataque. ¿Estaría muerto? No; una mano hacía leves y esporádicos movimientos.

Jack se estremeció. El calor que había sentido en el paseo a pie y la lucha había desaparecido durante este rato de espera, y él se ajustó más la capa. Era una noche fría y húmeda, y seguramente helaría antes del amanecer. Más irritadas sacudidas en vano, torpes intentos de reanimarle.

—¡Dios mío! ¡Qué fastidio! —dijo.

En la mar no habría habido problema, pero allí en tierra era diferente —él tenía una idea diferente de cómo arreglar las cosas en tierra—, así que después de una desagradable pausa envolvió aquel objeto en su capa (no por humanidad sino para evitar mancharse de barro y sangre y tal vez estropear su ropa) cargó con él y empezó a caminar.

Cien libras y pico no eran muchas para las primeras cien yardas, ni para las otras cien que seguían; pero el olor del abrigado bulto había llegado a ser muy desagradable, y él sintió alegría cuando llegó cerca del lugar por donde había entrado a Heath y vio su propia ventana iluminada.

«Stephen lo curará enseguida», pensó. Era sabido que Stephen podía levantar a los muertos, pero tenía que ser antes de que cambiara la marea. Muchos le habían visto hacerlo.

Sin embargo, no hubo respuesta a su llamada. La vela estaba casi llegando a la palmatoria, con la mecha consumida y rodeada por una especie de seta; el fuego estaba a punto de apagarse; su nota aún estaba apoyada contra el tazón de leche. Jack bajó al bandolero y acercó la vela para observarle. Tenía la cara pálida y ojerosa, y por sus párpados casi cerrados sólo se veía el blanco del ojo en forma de media luna; su barba era incipiente y una parte estaba cubierta de sangre. Era un tipo enclenque y estrecho de tórax, un inútil. Jack pensó: «Es mejor que le deje tranquilo hasta que Stephen venga. Voy a ver si quedan salchichas».

Las horas pasaban; se oía el tic—tac del reloj; el carillón de la iglesia daba los cuartos y mientras tanto él echaba carbón al fuego y observaba las llamas con los nervios relajados por fin, embriagado por algo parecido a la felicidad.

Stephen llegó con las primeras luces. Se detuvo en el umbral de la puerta, mirando atentamente a Jack, dormido, y al bandolero, atado a una silla tipo
windsor
y con una mirada extraviada.

—Buenos días, señor —dijo, con una leve inclinación de cabeza.

—Buenos días, señor. ¡Oh, señor, por favor…!

—¡Vaya! ¡Ya estás aquí, Stephen! —exclamó Jack—. Estaba preocupado por ti.

—¿Ah, sí? —dijo Stephen. Luego puso sobre la mesa un paquete hecho con hojas de col y sacó un huevo del bolsillo y una barra de pan del pecho—. Te he traído un bistec para que te dé fuerzas para la entrevista, y lo que llaman pan por estos lugares. Te recomiendo que te quites la ropa, te laves —con la olla de cobre lo harás admirablemente— y luego duermas una hora entre sábanas. Cuando estés descansado y afeitado y hayas desayunado el café y el bistec, serás un hombre nuevo. Insisto en mi recomendación, porque tienes un piojo subiéndote por el cuello de la chaqueta
—pediculus vestimenti
busca ascenso a
pediculus capitis—
y cuando vemos uno podemos suponer razonablemente que hay otros veinte ocultos.

—¡Ah! —dijo Jack, arrojando la chaqueta—. Eso es lo que pasa por traer a un piojoso maleante. ¡Maldito sea usted, señor!

—Lo siento muchísimo, señor. Me siento profundamente avergonzado —dijo el bandolero, bajando la cabeza.

—Deberías echarle un vistazo, Stephen —dijo Jack—. Le he dado un golpe en la cabeza. Voy a poner al fuego la olla de cobre y luego me iré a la cama. ¿Me llamarás, Stephen?

—Un golpe duro —dijo Stephen, mientras lo limpiaba y lo examinaba—. Un golpe muy duro, sin duda. ¿Le duele?

—No más que el resto, señor. Es usted muy benevolente al ocuparse de mí. Pero, señor… ¡si fuera posible que me dejara usted las manos libres! ¡Tengo una picazón insoportable!

—Ya lo creo —dijo Stephen cortando el nudo con el cuchillo de cocina—. Tiene usted una extraña infección. ¿De qué son esas marcas? No son muy recientes, indudablemente.

—¡Oh! No es más que sangre extravasada, señor, corríjame si me equivoco. La semana pasada, cerca de Highgate, traté de robarle la bolsa a un hombre que iba con una fulana; parecía que él iba a darme algo, pero lo que hizo fue pegarme brutalmente y tirarme en un charco.

—Es posible que no tenga usted la habilidad necesaria para robar bolsas; y su alimentación, por supuesto, no es la adecuada para ello.

—Y sin embargo, fue mi alimentación o, mejor dicho, mi falta de alimentación, la que me llevó hasta Heath; hace cinco días que no como.

—Y dígame, ¿ha tenido éxito alguna vez? —preguntó Stephen.

Rompió el huevo y se lo echó a la leche; luego le añadió azúcar y unas gotas de ron que quedaban y comenzó a alimentar al bandolero con una cuchara.

—Ninguno, señor. ¡Oh! ¡Cuánto se lo agradezco! ¡Ambrosía! Ninguno, señor. Arrebatarle un trozo de morcilla a un chico en Flask Lane ha sido mi mayor hazaña. ¡Néctar! Ninguno, señor. Y sin embargo, sí un hombre me amenazara con una porra en la oscuridad y me pidiera que le diera mi bolsa, yo lo haría inmediatamente. Pero mis víctimas no lo hacían, señor; o me pegaban, o afirmaban que no llevaban dinero, o no me prestaban atención y seguían caminando mientras yo, a su lado, les gritaba: «¡Deteneos y dadme vuestra bolsa!», o trataban de humillarme, preguntándome: «¿Por qué no trabaja? ¿No le da vergüenza?». Tal vez me falta presencia de ánimo, resolución; tal vez si hubiera podido conseguir una pistola… ¿Puedo tomarme la libertad, señor, de pedirle un pedazo de pan, un pedazo muy pequeño? Tengo un hambre de lobo, aunque no sea esa mi apariencia.

—Debe usted masticar despacio. ¿Qué contestaba usted a sus preguntas?

—¿Sobre el trabajo, señor? Les decía que me gustaría mucho tener uno, que haría cualquier trabajo que pudiera encontrar. Soy un hombre trabajador, señor. ¿Podría pedirle tan sólo una rebanada más? Y podía haber añadido que precisamente el trabajo ha sido mi perdición.

—¿De veras?

—¿Le parece oportuno que le haga un relato de mi vida, señor?

—Un breve relato de su vida sería muy oportuno.

—Vivía en la calle Holywell, señor; era un literato. Allí había muchos otros como yo; no fuimos educados para el comercio ni para ninguna profesión, sino que adquirimos unos conocimientos poco profundos; con éstos y el dinero suficiente para comprarnos plumas y cuadernos, podíamos comenzar a escribir y establecernos en aquella parte de la ciudad. Era asombroso cuántos de nosotros éramos hijos bastardos; sin ir más lejos, mi padre, según decían, era un juez. Probablemente esto era cierto, porque alguien me mandó a un colegio cerca de Slough durante un tiempo. Algunos tenían cierta originalidad, y creo que a mí la poesía se me daba realmente bien, señor; pero un autor desciende a la parte más baja del monte Helicó cuando escribe cosas como
The Universal Directory for Taking Alive Rats
(Método universal para cazar ratas vivas) o
The Unhappy Birth
(El infausto nacimiento),
Wicked Life and Miserable End of that Deceitful Apostle, Judas Iscariot
(Horrible vida y triste fin del falso apóstol Judas Iscariote) y, por supuesto, panfletos como
Thoughts of the Present Crisis
(Reflexiones sobre la crisis actual), escrito por un noble, y
A New way of Funding the National Debt
(Una nueva manera de financiar la deuda pública). Yo preferí dedicarme a hacer traducciones para los libreros.

—¿De qué lenguas?

—¡Oh! ¡De todas las lenguas, señor! Si la lengua era oriental o clásica, siempre había una traducción al francés de la que podía servirme; y por lo que se refiere al italiano y el español, generalmente terminaba por descifrarlos. También el alemán; tenía un gran dominio del alemán cuando terminé con
Elegant Diversions
(Diversiones distinguidas) de Fleischhacker y
Nearest Way to Heaven
(El camino más corto hacia el cielo) de Strumpff. Me fue bastante bien, señor, en general. Rara vez me faltaron la comida o el alojamiento, pues me esmeraba en lo que hacía, era serio, puntual y, como le he dicho, trabajador. Siempre respeté la fecha convenida; los editores podían leer mi letra y enseguida que me enviaban las galeradas yo las corregía. Entonces un librero que se llamaba… pero, silencio, no debo decir ningún nombre…que se llamaba señor G me mandó buscar y me propuso
South Seas
(Mares del Sur) de Bouriscot. Acepté gustoso, pues no había mucho trabajo y había tenido que vivir durante un mes de
The case of Druids impartially considered
(El caso de los druidas considerado imparcialmente), una pequeña obra incluida en la
Recopilación de lecturas para damas,
y los druidas no habían dado más que para pan y leche. Acordamos que recibiría media corona por página; no me atreví a exigir más, a pesar de que estaba impreso en letra muy pequeña y todas las notas escritas en perla
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.

—¿A qué ingresos por semana equivalía esto?

—Bueno, señor, considerando en conjunto las partes difíciles y las fáciles y que se trabajan doce horas al día, podía llegar a veinticinco chelines. Yo estaba rebosante de alegría, pues la serie de libros de viajes de Bouriscot, la más extensa que se haya escrito en francés, que yo sepa, después de las novelas del abad Prévost, era la obra más larga en la que yo había trabajado hasta entonces, y pensaba que me ganaría la vida durante mucho tiempo. Disponía de crédito, así que me mudé a la parte baja de la casa, a una hermosa habitación en el frente de ésta, para tener más luz; compré algunos muebles y varios libros que necesitaba, entre los cuales había algunos diccionarios muy caros.

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