Estaban de pie en el alcázar, rodeados por multitud de agregados, secretarios y miembros de la comitiva que, con ojos desorbitados, tambaleándose y dando bandazos, se agarraron a las cuerdas o unos a otros cuando la fragata empezó a mecerse bruscamente debido a la marejada. Entonces el acantilado de Dover quedó oculto por una cortina de lluvia veraniega.
—Sí —dijo Stephen—, también yo he estado caminando por la cuerda floja sin mucha destreza. Tengo el mismo sentimiento de liberación. Hace algún tiempo que debería haber admitido esto sin reservas.
Tolón. El mistral había amainado por fin, pero el mar estaba aún ligeramente salpicado de blanco. El aire seguía siendo diáfano, y a través de un telescopio, desde las colinas que bordeaban la ciudad, podían verse incluso los nombres de los siete navíos de línea atracados en la pequeña rada: el
Formidable
y el
Indomptable,
de ochenta cañones, y el
Atlas,
el
Scipion,
el
Intrépide,
el
Mont—Blanc
y el
Berwick,
de setenta y cuatro cañones. Si los ingleses hubieran visto éste último, se habrían sentido heridos en su orgullo, pues el navío había pertenecido a la Armada real hasta hacía pocos años. Y si hubieran podido ver el astillero, en plena actividad y celosamente vigilado, su orgullo habría sido lastimado de nuevo, pues allí se encontraban en reparación otros dos navíos británicos de setenta y cuatro cañones: el
Hannibal,
capturado durante la acción de guerra de sir James Saumarez en el estrecho de Gibraltar en 1801, y el
Swiftsure,
capturado en el Mediterráneo pocas semanas antes.
«Actividad» era indudablemente la palabra que definía Tolón; había allí una intensa actividad. La ciudad, abarrotada y bulliciosa, se destacaba entre las silenciosas colinas, todavía verdes, por un lado, y los grandes salientes de la costa y pequeñas islas, por el otro, con el vasto Mediterráneo, sereno y de un azul indescriptible, extendiéndose ante ella. Podía verse allí un gran número de pequeñas figuras —con camisa blanca, pantalones azules y brillantes fajines rojos— muy atareadas, que incluso bajo el sol de mediodía continuaban trabajando afanosamente como las hormigas; los botes iban del astillero a la pequeña rada, de la pequeña rada a la gran rada, de los barcos a los muelles y de éstos otra vez a los barcos; en los magníficos barcos que estaban en la grada de construcción, había un enjambre de hombres manejando azuelas, mazos de calafateo, barrenas y martinetes; grupos de convictos descargaban roble de Ragusa, brea de Estocolmo, estopa de Hamburgo, cuerdas y perchas de Riga, en medio del jaleo y los innumerables olores que hay en un gran puerto, entre los cuales sobresalían el hedor del agua estancada y de las alcantarillas y el olor a piedra caliente, ajo frito y pescado asado a la parrilla.
—En la comida —dijo el capitán Christy-Pallière, cerrando la carpeta con el título
Sentencias de muerte, F—L—,
empezaré con un vaso de vino de Banyuls, unas anchoas y un puñado de aceitunas negras; luego puedo seguir con la sopa de pescado de Hébert y después con una langosta en caldo corto. Posiblemente continuaré con una pierna de cordero asada; el cordero es excelente ahora, cuando el tomillo está en flor. Después sólo queso, fresas y algo para acompañar el café, por ejemplo, un platito de mermelada inglesa. Nada de platos complicados como te gustan a ti, Penhoët; mi hígado no lo soportaría con este calor, y tenemos mucho trabajo en el
Annibale,
pues debe estar listo para hacerse a la mar la semana próxima. También tenemos que ocuparnos de todos los expedientes de Dumanoir… ¡qué ganas tengo de que regrese! Yo debería haber interrogado a los malteses esta mañana. Si la comida es pesada, se corre el riesgo de que escapen a los disparos…
—Bebamos vino de Tavel con el cordero —dijo el capitán Penhoët consciente de que se exponía a escuchar una serie de razonamientos filosóficos sobre la digestión, la culpa, la actuación de Poncio Pilatos, lo odioso que resultaba interrogar a presuntos espías y lo poco preparados que estaban los oficiales para ello, si no lograba interrumpirla—. Es…
—Un par de rosbifs quieren verlo, señor —dijo un ordenanza.
—¡Oh, no! —gritó el capitán Christy-Pallière—. ¡En este momento no, por Dios! Dígales que no estoy, Jeannot, y que probablemente vuelva a las cinco. ¿Quiénes son?
—Uno es Jacques Aubrey. Dice que es un capitán de marina —dijo el ordenanza, y frunciendo el entrecejo, escrutó la tarjeta de presentación que tenía en la mano—. Nació el 1 de abril de 1066 en Bedlam
6
, Londres. Profesión del padre: monje. Profesión de la madre: monja. Nombre de soltera de la madre: Lucrecia Borgia. El otro peregrino es Étienne Maturin.
—¡Rápido, rápido! —dijo el capitán Christy-Pallière—. ¡Mis calzones, Jeannot, y mi corbata! (Para estar cómodo, se había quedado en calzoncillos.) ¡Maldita sea! ¡Mi camisa! Penhoët, hoy tendremos una auténtica comida —busca un cepillo de ropa, Jeannot—, éste es el prisionero inglés del que te hablé, un excelente marino y una estupenda compañía. No te molestará hablar inglés, ¿verdad? ¿Qué aspecto tengo?
—Pareces un chulo —dijo el capitán Penhoët, usando un lenguaje vulgar—. Arquea el torso y así les impondrás respeto.
—Hazlos pasar, Jeannot —dijo Christy-Pallière—. ¡Mi querido Aubrey! —exclamó abrazando a Jack y besándolo en ambas mejillas—. ¡Qué alegría verle! Estimado doctor Maturin, sea usted bienvenido. Permítanme que les presente al capitán de fragata Penhoët. El capitán de fragata Aubrey y el doctor Maturin, mis invitados a bordo del
Desaix
en una ocasión.
—Servidor de usted, señor —dijo el capitán Penhoët.
—A los pies de usted, señor —dijo Jack poniéndose tan rojo como su camisa—. ¿Penhoët?
Je presérve, je ai, le plus vivid remembrance de vos combatte à Ushant
7
, á bord le Pong, en vingt—quatre neuf.
Estas palabras fueron acogidas con una expresión perpleja, aunque amable y cortés, y un segundo después Jack se volvió a Christy-Pallière y le preguntó:
—¿Cómo se dice en francés «tengo un vívido recuerdo de la valiente acción de guerra del capitán Penhoët frente a Ushant en 1799»?
El capitán Christy-Pallière dijo esto en otra clase de francés —aparecieron de nuevo las sonrisas, ahora mucho más cálidas, y hubo otro apretón de manos británico— y añadió:
—Pero podemos hablar todos en inglés. Mi colega es uno de nuestros mejores traductores. Vengan, comeremos enseguida. Están cubiertos de polvo y cansados, casi exhaustos. ¿Qué distancia han recorrido hoy? ¿Soportan bien el calor? Un calor fuera de lo normal en el mes de mayo. ¿Ha visto usted a mis primos en Bath, Aubrey? ¿Podré disfrutar de su compañía durante un tiempo? ¡Cuánto me alegro de verle!
—Esperábamos que usted vendría a comer con nosotros —dijo Jack—. Hemos reservado,
livré,
una mesa.
—Pero están ustedes en mi país —dijo Christy-Pallière en un tono que no admitía réplica—. Después de ustedes, queridos amigos, por favor. Será una comida sencilla, en una pequeña posada fuera de la ciudad. Tiene un emparrado de uvas moscatel, aire fresco, y el mismo dueño hace la comida. El doctor Ramis —se volvió hacia Stephen, que ahora iba detrás de él por el largo pasillo— está de nuevo en el país. Volvió de permiso el martes. Le pediré que venga a reunirse con nosotros después de la comida —no soportaría vernos comer— y podrá darle a usted noticias sobre el brote de cólera y la aparición de un nuevo tipo de viruela en Egipto.
* * *
—El capitán Aubrey nos hizo llevar a cabo una persecución muy difícil —le dijo al capitán Penhoët, mientras colocaba trozos de pan representando los barcos de la escuadra del almirante Linois—. Él iba al mando de la
Sophie,
ese pequeño bergantín con alcázar.
—Lo recuerdo.
—Y al principio él tenía ventaja sobre nosotros. Pero fue empujado hacia la ensenada. Aquí estaba el cabo, y el viento soplaba así, era un viento caprichoso. (Reprodujo la batalla escena por escena.) Y entonces la caña del timón viró como un relámpago, las alas se desplegaron como por la acción de un conjuro y él cruzó nuestra línea pasando cerca del almirante. ¡El muy astuto sabía que yo no podía arriesgarme a darle al buque insignia! ¡Y sabía que el
Desaix
era más bien lento al virar! Él cruzó, y con un poco de suerte…
—¿Qué es «suerte»?
—Chance.
Habría podido escapar. Pero el almirante hizo la señal que ordenaba la persecución, y el
Desaix,
con los fondos muy limpios porque había salido del astillero hacía sólo una semana y con la ligera brisa por la aleta, en poco tiempo… Yo habría volado su barco con mi última andanada si usted no hubiera corrido como una liebre.
—Lo recuerdo muy bien —dijo Jack—. Tenía el alma en un hilo desde que vi que usted comenzaba a orzar. O tal vez desde mucho antes, cuando vi que usted navegaba al doble de la velocidad que yo sin haberse molestado en desplegar las alas.
—Fue una gran proeza cruzar la línea —dijo el capitán Penhoët—. Estaba deseando que los disparos le alcanzaran; y luego le habría disparado yo, en cuanto el buque del almirante hubiera adelantado mi barco. Pero ustedes, los británicos, tienen como norma llevar demasiados cañones, ¿no es cierto? Demasiados para navegar velozmente con un viento así, demasiados para poder escapar.
—Los míos los tiré por la borda —dijo Jack—, pero reconozco que tiene usted razón. En cambio, ustedes tienen como norma llevar demasiados hombres, sobre todo soldados, ¿no es verdad? Recuerde el
Phoebe
y el
Africaine…
La comida sencilla tuvo un final aún más sencillo, con una botella de coñac y dos vasos. El capitán Penhoët, cansado de esforzarse, había vuelto a su despacho; Stephen se había pasado a la mesa del doctor Ramis, donde se bebía algo más saludable, agua gaseada de un manantial sulfuroso. El cabo Sicié tenía ahora un tono púrpura, destacándose entre las aguas color violeta, y los grillos llenaban el cálido aire con su incesante y omnipresente canto.
Tanto Jack como el capitán Christy-Pallière habían bebido mucho; ahora se estaban contando los problemas que tenían en su vida profesional, y asombrosamente, cada uno reconocía que el otro tenía razones para quejarse. Christy-Pallière tampoco había subido en el escalafón, pues aunque era
capitaine de vaisseau,
cargo muy similar al de capitán de navío, no tenía «verdadero valor la antigüedad en la Armada francesa, tan llena de sucias intrigas, donde los aventureros con intereses políticos triunfaban y los auténticos marinos eran arrinconados». Aunque él no había hablado abiertamente, por las conversaciones que ambos habían mantenido un año atrás y por las indiscreciones de sus primos ingleses, Jack sabía que era un republicano poco entusiasta, que detestaba al advenedizo Bonaparte por su vulgaridad y su total ignorancia sobre la Marina, y que, siendo partidario de una monarquía constitucional liberal, estaba irritado, pues era un hombre entregado a la Marina y, desde luego, a Francia, pero descontento con sus gobernantes. Mucho tiempo atrás él había hablado, con profundo conocimiento del tema, sobre el caso de los oficiales irlandeses de la Armada real y su dilema moral debido a que su lealtad a diferentes causas era origen de conflicto; pero en este momento, aunque cuatro tipos de vino y dos de coñac le habían llevado suavemente hasta la zona de la indiscreción, sólo estaba interesado en sus propios problemas inmediatos.
—Para usted es muy sencillo —dijo—. Usted, sus amigos y los lores y caballeros que usted conoce forman un grupo con un interés común, y es posible que en las elecciones parlamentarias haya un cambio de ministros y sus evidentes méritos sean reconocidos. Pero, ¿qué pasa en nuestro país? Hay influencia monárquica, intereses republicanos, católicos, francmasones y consulares o, como se llamarán dentro de poco según los rumores,
imperiales,
encontrados unos con otros, formando una maraña. Será mejor que terminemos esta botella. ¿Sabe una cosa? —continuó tras una pausa—. Estoy muy cansado de estar todo el día en un despacho con el trasero en la silla. La única esperanza, la única solución —su voz iba apagándose— es una…
—Me parece que sería perverso rezar para que haya guerra —dijo Jack, cuyos pensamientos habían seguido el mismo curso que los de él—. Pero, ¡me gustaría tanto estar navegando!
—¡Oh, sí! Sería perverso, sin duda.
—Sobre todo porque la única guerra que valdría la pena tendríamos que hacerla contra la nación que más nos gusta, pues los alemanes y los españoles no pueden competir con nosotros ahora. No deja de extrañarme, cada vez que pienso en ello, que los españoles construyan tan bien sus barcos —grandes y muy hermosos— y, sin embargo, los gobiernen de una manera tan rara. En la batalla de San Vicente…
—La culpa es del Almirantazgo —dijo Christy-Pallière—. Todos los Almirantazgos son iguales. Le juro por los restos de mi madre que nuestro Almirantazgo…
Un mensajero le interrumpió cuando casi estaba a punto de cometer alta traición, y él, disculpándose, se apartó a un lado para leer la nota. La leyó dos veces, mientras los vapores del coñac iban disipándose en su cabeza y él volvía rápidamente al estado sobrio. Era un hombre corpulento como un oso, no tan alto como Jack, pero más robusto, ancho de hombros y un poco cargado de espaldas, y no se le subía el alcohol a la cabeza. Tenía los ojos marrones y una mirada bondadosa e inteligente. Cuando volvió a la mesa, con una taza de café, su mirada era grave y penetrante. Se bebió a sorbos el café y, después de unos instantes de vacilación, habló por fin.
—Todas las armadas tienen estos problemas —dijo despacio—. El colega que se ocupa de ellos está de permiso; yo le sustituyo. Aquí tengo una descripción de un hombre con una chaqueta negra que estaba esta mañana en el monte Faron observando nuestras instalaciones con un telescopio. Es delgado, de mediana estatura y ojos claros, lleva peluca de pelo rizado y calzones grises y habla francés con acento del sur. Estuvo hablando con un comerciante de Barcelona, un tipo extraño que tiene dos faluchos en la dársena.
—¡Oh! —exclamó Jack—. Ese tiene que ser Stephen Maturin, no me cabe duda. El tiene un telescopio, un Dolland, uno de los mejores que hay. Seguro que subió a Faron esta mañana, antes de que yo me levantara, para ver sus queridos pájaros. Me había mencionado algunos muy raros que habitan aquí, como los paros y el pitpit. Dudo —se rió de buena gana—que haya subido hasta la fortaleza y haya preguntado cómo se usan las piezas de artillería. ¡Oh, no! Es la persona más sencilla del mundo, le doy mi palabra de honor, aunque es muy instruido, conoce todos los bichos del universo y le cortaría a usted una pierna en un instante. Sin embargo, no se le debería permitir salir solo. Y respecto a los asuntos navales, no sabe distinguir babor de estribor o una boneta de un trozo de sayal, aunque se lo he explicado mil veces y se ha esforzado por entenderlo, el pobre. Estoy seguro de que es él, porque ha dicho usted que hablaba con ese comerciante de Barcelona, y apuesto a que lo hacía en la lengua de éste. Ha vivido por esas tierras durante años y habla la lengua de allí como un… como un… bueno, como un nativo. Nosotros nos dirigimos hacia allí, a una casa que él posee. Apenas acabe su visita a Porquerolles para ver unos raros arbustos que solamente crecen en esa isla, seguiremos nuestro camino. ¡Ja, ja, ja! ¡El bueno de Stephen, el pobre, arrestado por espía…! ¡Ja, ja, ja! —se reía estruendosamente, divertido.