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Authors: Patrick O'BRIAN

Tags: #Narrativa Historica

Capitán de navío (16 page)

BOOK: Capitán de navío
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—Vamos, vamos, niña —dijo Stephen—. Te vas a estropear la voz si gritas tanto. ¿Qué tienes ahí? Es un boleto de Satanás; no debes comer el boleto de Satanás, cariño. Verás como se pone azul al partirlo con esta ramita. El diablo se ruboriza así. Pero aquí tenemos un parasol. Sí que puedes comer el parasol. ¿Has visto mi oso? Le dejé en el bosque cuando fui a ver a Jaume, porque estaba muy cansado. Los osos no pueden soportar el sol.

—Jaume es el tío de mi padrino —dijo la niña—. Mi padrino es Pere. ¿Cómo se llama tu oso?

—Flora —dijo Stephen, y luego gritó—. ¡Flora!

—Acabas de decir mi oso—dijo la niña frunciendo el ceño. Y empezó a gritar—. ¡Flora! ¡Flora! ¡Flora! ¡Flora! ¡Virgen santísima… qué osa tan enorme! ¡Oh, Dios mío! ¡Vaya osa!

Le cogió la mano a Stephen, pero luego recuperó su valor y comenzó a gritar:

—¡Ramón! ¡Ramón! ¡Ramón! ¡Ven a ver mi osa!

—Adiós, hijos míos —dijo Stephen poco después—. Andad con Dios.

Todavía diciéndoles adiós a las pequeñas figuras, continuó:

—Tengo por fin noticias concretas; noticias diversas. España no ha declarado la guerra, pero los puertos del Mediterráneo están cerrados para los barcos ingleses. Tenemos que ir a Gibraltar.

—¿Qué pasa con la frontera?

Stephen frunció los labios.

—El pueblo está lleno de policías y soldados; dos hombres de los servicios secretos están encargados de registrar todo. Han arrestado a un agente inglés.

—¿Cómo lo sabes?

—El sacerdote con el que se ha confesado me lo dijo. De todos modos, yo no había pensado ir por el camino principal. Conozco o, mejor dicho,
conocía,
otro camino. Mira, mira por este lado. ¿Ves el techo rosado y detrás un pico? ¿Y ves a la derecha de él, por detrás del bosque, una montaña pelada? Esa es la frontera, amigo, y por el despeñadero hay un paso, un sendero que baja hasta las tierras de Recasens y Cantallops. Cruzaremos el camino furtivamente al anochecer y llegaremos allí al alba.

—¿Puedo quitarme la piel?

—No puedes. Lo siento mucho, Jack, pero es que no conozco bien el sendero, y puesto que hay patrullas que persiguen a los contrabandistas y los fugitivos, podríamos tropezar con una o dos. Es un sendero de contrabandistas, un sendero peligroso, sin duda, porque los franceses pueden dispararte si vas vestido de hombre y los contrabandistas pueden hacer lo mismo si vas vestido de oso. Pero es mejor elegir lo segundo, porque el contrabandista atiende a razones, en cambio la patrulla no.

Media hora estuvieron entre los arbustos al borde del camino, esperando a que terminara de pasar en fila, lentamente, toda una batería —cañones, carros, cantineras—, diversos coches, uno de ellos tirado por seis mulas con arneses de color carmín, y algunos hombres aislados a caballo, pues ahora que ellos veían la línea fronteriza, su cautela había llegado a extremos insospechados

Media hora. Luego cruzaron y siguieron la vereda que conducía a Saint—Jean de l'Albère. Arriba, arriba; y al cabo de una hora ya la luna iluminaba el bosque que tenían ante ellos. Y con la luna llegaron desde las llanuras españolas los primeros soplos del siroco, como una bocanada de aire caliente al abrirse la puerta de un horno.

Arriba, todavía más arriba. Después del último granero, la vereda quedaba reducida a una franja y tuvieron que caminar uno detrás de otro. Jack veía moverse acompasadamente, a uno o dos pasos delante de él, el enorme bulto —una negra sombra, nada más— que Stephen llevaba, y una sensación parecida al odio le oprimió el estómago. Entonces pensó: «El bulto es pesado, debe de pesar cincuenta o sesenta libras, ahí están todas nuestras pertenencias; él también ha seguido adelante todos estos días sin una queja; las correas le hacen daño en la espalda y los hombros, tiene un horrible verdugón en cada lado». Pero la firme determinación de aquella oscura figura que continuaba avanzando aparentemente sin esfuerzo, cada vez más rápido, sin hacer nunca una pausa, y la imposibilidad de seguirla, de esforzarse otras cien yardas, así como la imposibilidad de pedir un descanso, turbaban su mente, dejando sólo la débil llama del resentimiento.

El sendero serpenteaba, se ramificaba y a veces desaparecía entre las enormes y vetustas hayas que abundaban en el lugar, con sus troncos plateados a la luz de la luna. Por fin Stephen se detuvo; Jack tropezó con él, deteniéndose también, y sintió una mano que lo agarraba fuertemente por encima de la piel de oso: era Stephen que trataba de guiarlo hasta la oscura y aterciopelada sombra de un árbol caído. Entre el murmullo del viento, Jack oyó un sonido metálico que se repetía, y cuando reconoció los pasos acompasados —era una patrulla que hacía demasiado ruido— la sensación de que el aire era irrespirable y de que el estado de su cuerpo era insoportable desapareció. De vez en cuando se oían alguna voz muy baja, una tos, y el clac—clac—clac de algún mosquete contra la hebilla de su portador. Ahora los soldados pasaban a unas veinte yardas de ellos montaña abajo.

La misma mano tiró de él fuertemente y ambos volvieron a encontrarse en la vereda. Siempre la eterna subida, a veces cruzando el lecho de un riachuelo cubierto de hojas, a veces subiendo una pendiente descubierta y tan escarpada que debían ir a gatas; y siempre el siroco.

A las hayas las sucedieron los pinos, y ellos sintieron la pinas clavarse como agujas en las plantas de los pies. ¡Qué dolor!

Una montaña infinita, con infinitos pinos y el rumor de sus copas inclinándose hacia el norte por el viento.

La figura que iba delante de él se había detenido y murmuraba:

—Debería estar por ahí… la segunda bifurcación… había una choza de un carbonero… un alerce arrancado con abejas dentro del tronco.

Jack, un poco mareado, cerró los ojos durante una larga pausa, un descanso, y cuando volvió a abrirlos vio que había empezado a clarear. Detrás de ellos, a lo lejos, la luna se había ocultado en la niebla que envolvía los intrincados valles.

Los pinos. Y de repente, no más pinos, sólo algunos arbustos raquíticos y brezos, luego un extenso prado. Ellos estaban en el límite superior del bosque, un bosque que parecía trazado con líneas bien definidas; permanecieron allí en silencio, vigilantes. Cuando ya llevaban dos o tres minutos allí arriba, con el viento en contra, Jack vio algo que se movía.

—¿Un perro? —dijo inclinándose hacia Stephen. ¿Serían soldados que habían tenido la sensatez de traer un perro? ¿Estarían perdidos, habrían fracasado después de todo esto? Stephen le cogió por la cabeza y le susurró en la peluda oreja:

—Un lobo. Un cachorro. Una lobezna.

Stephen escrutó los arbustos y las rocas peladas, desde el punto más alejado a su izquierda al punto más alejado a su derecha, y luego comenzó a andar, pasó sobre la corta hierba y llegó hasta una piedra colocada en la parte más alta de la pendiente, una piedra cuadrada que tenía grabada una cruz roja.

—Jack —dijo llevándolo del otro lado del mojón—. Te doy la bienvenida a mi tierra. Estamos en España. Allí abajo está mi casa. Estamos en casa. Ven, deja que te quite la cabeza. Ahora puedes respirar, amigo mío. Hay dos manantiales un poco más abajo de la cima de la montaña, junto a esos castaños, donde podrás quitarte la piel y lavarte. ¡Qué alegría me ha dado ver ese lobo! Mira, aquí están sus excrementos, aún frescos. No cabe duda de que éste es un meadero de lobos; lo mismo que los perros, ellos tienen sus habituales…

Jack se dejó caer pesadamente sobre la piedra, inspirando el aire con la boca abierta para llenar sus necesitados pulmones. Volvía a tener conciencia de otra parte de la realidad que no era el sufrimiento.

—¿Un meadero de lobos? ¡Ah, sí!

Delante de él, el terreno descendía bruscamente —formando casi un precipicio— y abajo, a dos mil pies, se extendía la Cataluña española iluminada por la luz matutina. Se veía un castillo con una alta torre en una roca saliente, justo debajo de ellos, que podía alcanzarse con una piedra; los Pirineos plegados en forma de largos dedos hasta llegar a la distante llanura; lejanos campos de cultivo cuadrados y verdes viñedos; un río cristalino que serpenteaba y torcía hacia la izquierda para llegar al inmenso mar; a lo lejos, al norte, la bahía de Roses y el cabo Creus, aguas conocidas, y ahora el aire caliente con olor a salitre.

—Me complace que te hayas llevado una alegría con tu lobo —dijo por fin con voz de sonámbulo—. Hay… son sumamente raros, me parece.

—En absoluto, amigo. Los tenemos por veintenas; no podemos dejar las ovejas solas durante la noche. El significado de su presencia aquí es que estamos solos. Ese es el motivo por el que estoy alegre. Estoy alegre. De todos modos, creo que deberíamos bajar hasta el manantial: está por debajo de esos castaños, esos castaños a los que se llega en menos de dos minutos. Esa lobezna puede hacer tonterías… mírala cómo se mueve entre los enebros… y no quisiera fracasar justo ahora que hemos conseguido el éxito. Es posible que haya patrullas fronterizas, guardias aduaneros y algunos soldados o algún sargento cumplidor de su deber con una carabina… ¿Puedes levantarte? Que Dios me ayude, yo apenas puedo.

El manantial. Jack se revolcaba en él. El agua fría y los guijarros le quitaban la espesa capa de suciedad y ésta era arrastrada por el agua limpia que no dejaba de brotar de la roca.

Jack se deleitaba metiéndose bajo el agua, luego dejaba que el viento le secara y volvía a meterse. Su cuerpo estaba completamente blanco, excepto donde había horribles rozaduras, mordidas y arañazos. Su cara, muy hinchada, tenía una palidez cadavérica y una expresión agotada; su boca estaba oculta por una barba rubia y enmarañada; sus ojos estaban rojizos y pustulosos, pero su mirada era viva, con un brillo de alegría que se sobreponía al malestar físico.

—Has perdido entre cuarenta y cincuenta libras —dijo Stephen calculándolo por las dimensiones de la parte baja de su espalda y su estómago.

—Seguro que tienes razón —dijo Jack—. Y nueve partes de ellas están en esta maldita piel, más de cuarenta libras de grasa humana.

Le dio una patada a la fláccida piel de oso con el pie herido, la maldijo dos o tres veces llamándola «hija de perra» y dijo que tenía que sacarle los documentos antes de prenderle fuego. Luego continuó:

—¡Cómo va a oler!… ¡Cómo
huele
! ¡Dios mío! Pásame las tijeras, Stephen, por favor.

—El oso puede servirnos otra vez —dijo Stephen—. Vamos a enrollarlo y meterlo bajo el matorral. Mandaré a buscarlo cuando lleguemos a casa.

—¿Está muy lejos la casa?

—¡Oh, no! —dijo Stephen señalando el castillo—. Está justo ahí debajo, a unos mil pies aproximadamente, a la derecha de esas rocas escarpadas, de esa cantera de mármol. Pero me temo que tardaremos una hora en llegar… una hora para el desayuno.

—¿Ese castillo es tuyo, Stephen?

—Sí. Y esta dehesa, donde vienen mis ovejas. Por cierto —dijo mirando perspicazmente las pisadas de vacas—, creo que esos cerdos franceses de La Vaill han estado mandando su ganado aquí para que se coma mi hierba.

CAPÍTULO 5

El
Lord Nelson,
un barco que hacía el comercio con las Indias Orientales al mando del capitán Spottiswood, regresaba a su patria desde Bombay. Tres días después de cruzar el trópico tuvo que fachear en medio de una tempestad que venía del oeste y, aunque sobrevivió, ésta le hizo perder su mastelero mayor con la gavia, le arrancó el mastelero de sobremesana justo por encima del tamborete, torció el palo trinquete y el mayor y dañó tremendamente la jarcia. El barco perdió también los botes sujetos a las botavaras y las propias botavaras en su mayoría; y puesto que el viento era adverso para ir a Madeira, los pasajeros estaban aterrorizados y la tripulación al borde del amotinamiento después de un viaje muy largo y desagradable en todo momento, el señor Spottiswood arribó y puso rumbo a Gibraltar, que estaba a sotavento, aunque como otros capitanes que iban de regreso a su país, no tenía ninguna gana de entrar en un puerto militar. Como él esperaba, perdió a muchos marineros de nacionalidad inglesa, todos marineros de primera, pues se los llevaron con la leva. Pero pudo reparar su barco y como mínima compensación subieron a bordo algunos pasajeros.

Los primeros en subir a bordo fueron Jack Aubrey y Stephen Maturin, que fueron recibidos ceremoniosamente por el capitán al frente de sus oficiales, pues la Compañía de Indias tenía o, al menos, se atribuía una gran categoría, y sus barcos imitaban muchos rasgos característicos de la Armada real. Era razonable haber tomado algunos de éstos —las portas formando cuadrículas, por ejemplo, y su apariencia general de normalidad, que habían persuadido a muchos barcos enemigos de que estaban ante un navío de guerra y era mejor poner rumbo a otra parte— pero había algunas pretensiones que molestaban a la Armada real, y los oficiales del Rey a bordo de un barco de la Compañía siempre miraban lo que les rodeaba con actitud crítica. En este caso, alguien crítico podría haber encontrado defectos enseguida; a pesar de que los curtidos grumetes con guantes blancos formaban dos líneas rectas entre las que Jack podía caminar, el recibimiento era incorrecto, pues había otras figuras apiñadas que nunca se habrían visto, por ejemplo, en el
Superb,
donde él había ido a comer y había sido objeto de un recibimiento que aún recordaba vivamente. Además, entre las figuras apiñadas él había notado una mirada perspicaz y, en general, falta de convicción y no muy buena disposición al saludar con la cabeza, y una mezcla de timidez y familiaridad que hicieron que su expresión se endureciera un poco. Le estaba hablando con extraordinaria amabilidad al capitán Spottiswood, que interiormente lo maldecía por su condescendencia y, al volverse, reconoció aquella mirada.

—¡Vaya, si es Pullings! —exclamó, e inmediatamente su mal genio (un mal genio pasajero, de todos modos) se desvaneció, y su gesto contrariado dio paso a una alegre sonrisa—. ¡Cuánto me alegro de verle! ¿Cómo está? ¿Cómo le va?

—Y éste es el sobrecargo, el señor Jennings —dijo el capitán Spottiswood, no contento en absoluto al ver que la secuencia normal había sido alterada—. El señor Bates. El señor Wand. Al señor Pullings usted ya le conoce, por lo que he visto.

—Fuimos compañeros de tripulación —dijo Jack, estrechando la mano de Pullings con una fuerza directamente proporcional a su afecto por el joven, ayudante del contramaestre y teniente en funciones en la
Sophie,
que en ese momento miraba por encima de su hombro al doctor Maturin.

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