—Mi amistad con el señor Maturin no viene al caso, señor Parker, y me sorprende que usted la haya mencionado. Debe usted comprender que él es un caballero irlandés, muy destacado en su profesión, que sabe muy poco, casi nada, de la Marina y que pierde la paciencia cuando no es respetado, cuando es objeto de burla. No siempre sabe distinguir si somos sinceros o si no lo somos. Creo que en este caso ha habido un malentendido. Recuerdo que atacó con mucha rabia al segundo oficial de la
Sophie
por lo que él consideraba una broma fuera de lugar sobre el mástil de una vela de capa.
—Un segundo oficial no es un teniente.
—¿Va usted a aleccionarme en materia de rango? ¿Pretende decirme algo que está claro para un guardiamarina recién llegado?
Jack no levantaba la voz, pero estaba rojo de ira, no sólo por la estúpida impertinencia de Parker sino sobre todo por toda la situación y lo que vendría después.
—Déjeme decirle, señor —continuó—, que sus métodos disciplinarios no me gustan. Hubiera querido evitar esto; suponía que al decirle que el castigo de Isaac Barrow era totalmente ilegal usted captaría el mensaje. Y hubo otras ocasiones. A ver si nos entendemos: no soy un capitán blandengue, quiero tener un barco disciplinado, dando azotes si es preciso, pero no quiero brutalidades innecesarias.¿Cómo se llama el hombre a quien ha amordazado?
—Siento decirle que ahora no me acuerdo de su nombre, señor. Es un campesino, señor, está en el combés, en la guardia de babor.
—Es habitual en la Marina que un oficial eficiente conozca los nombres de sus hombres. Me obligará usted a averiguarlo por mí mismo.
—William Edwards, señor —dijo Parker después de unos momentos.
—Así que William Edwards. Un basurero de Rutland; recibe un subsidio. Nunca había visto el mar ni un barco en su vida, no conoce la disciplina. Seguramente le ha contestado.
—Sí, señor. Cuando fue reprendido por holgazanear dijo: «He venido tan rápido como he podido, y tampoco tú vas a paso rápido».
—¿Por qué fue azotado?
—Dejó su puesto sin permiso para ir a proa.
—Hay que hacer alguna concesión, señor Parker. Cuando ese hombre haya estado a bordo lo suficiente para saber cuál es su deber, para conocer a los oficiales y que éstos le conozcan a él —y le repito que es el deber de un oficial conocer a sus hombres—, entonces podrá ser amordazado por contestar, si es que lo hace, ya que esto es sumamente improbable en un barco que esté gobernado medianamente bien. Y lo mismo vale para la mayoría de la tripulación; no tiene sentido y es perjudicial para la Marina golpear a los hombres cuando no conocen lo que se exige de ellos. Usted, un oficial experimentado, no ha comprendido al señor Edwards y ha pensado que le estaba faltando al respeto. Es muy posible que el doctor Maturin, sin ninguna experiencia, no le comprendiera a usted. Tenga la amabilidad de mostrarme la lista de indisciplinados. Esto no puede ser, señor Parker. Glave, Brown, Stindall, Burnet, todos campesinos recién llegados, y así sucesivamente; es una lista tan larga como la de un navío de primera clase, de un navío de primera clase mal gobernado. Nos ocuparemos de esto más tarde. Que venga el doctor Maturin.
Éste era un Jack Aubrey que Stephen nunca había visto, un ser real, duro, frío, fortalecido por cien años de tradición, totalmente convencido de que tenía razón.
—Buenos días, doctor Maturin —dijo—. Ha habido un malentendido entre usted y el señor Parker. Usted no sabía que poner una mordaza era un castigo habitual en la Marina. Sin duda, ha creído que era una broma pesada.
—He creído que era una horrible brutalidad. Los dientes de Edwards están muy cariados —le he estado tratando— y esa barra de hierro le había destrozado dos molares. Le quité la barra enseguida y…
—Usted se la quitó por razones médicas. No sabía que ese era un castigo habitual y que había sido ordenado por un oficial. ¿Conocía usted las razones del castigo?
—No, señor.
—Ha cometido un error, señor. Ha actuado irreflexivamente. Y como estaba agitado, en un arranque de rabia, le dijo cosas sin pensar al señor Parker. Debe usted decirle que lamenta que se haya producido este malentendido.
—Señor Parker —dijo Stephen—, lamento que se haya producido este malentendido. Lamento las duras palabras que nos hemos dicho y, si usted lo desea, volveré a pedirle disculpas en el alcázar ante todos los que las oyeron.
Parker se ruborizó y su expresión se hizo grave y extraña; su mano derecha, instrumento habitual para expresar su reconocimiento ante una declaración de ese tipo, estaba inmovilizada en el cabestrillo. Hizo una inclinación de cabeza y dijo que «estaba completamente satisfecho… eso era más que suficiente… y también lamentaba las expresiones descorteses que podrían habérsele escapado».
Hubo una pausa.
—No les retendré, caballeros —dijo Jack secamente—. Señor Parker, mande a la guardia de estribor a hacer prácticas con los grandes cañones y a la de babor a rizar las gavias. El señor Pullings se ocupará de los hombres que llevan armas cortas. ¿Qué es ese horrible alboroto? Hallows —se dirigía al infante de marina que estaba de centinela en la puerta—, ¿qué es todo ese jaleo?
—Con su permiso, Su Señoría —dijo el soldado—, el despensero del capitán y el de la sala de oficiales están discutiendo sobre el uso de la cafetera.
—Que Dios les castigue —dijo Jack—. Les zurraré la badana. Les pondré una camisa de sangre. Pondré fin a sus tonterías. Y son viejos marinos; malditos sean. Señor Parker, vamos a poner un poco de orden en esta corbeta.
—Jack, Jack —dijo Stephen, cuando encendieron el farol—. Me temo que soy un gran estorbo para ti. Creo que haré mi baúl y bajaré a tierra.
—No, querido amigo, no digas eso —dijo Jack con tono cansado—. Había que darle explicaciones a Parker. Traté de evitarlo, pero él no comprendió cuál era mi intención, y estoy realmente contento de que se las hayas dado.
—De todos modos, creo que bajaré a tierra.
—¿Y abandonarás a tus pacientes?
—Se encuentran cirujanos navales a diez por un penique.
—¿Y a tus amigos?
—Bueno, la verdad, Jack, creo que estarás mejor sin mí. No estoy hecho para la vida en la mar. Tú sabes mejor que nadie que la discordia entre los oficiales no es buena para un barco; y no me gustaría ser testigo de brutalidades de este tipo ni tomar parte en ellas.
—Servir en la Marina es duro, lo admito, pero encontrarás la misma brutalidad en tierra.
—No tomaré parte en ella en tierra.
—Sin embargo, no te importaban tanto los azotes en la
Sophie.
—No; el mundo en general, y sobre todo tu mundo naval, acepta los azotes. Pero hay una atmósfera general opresiva, un constante y arbitrario acoso, intimidación, golpes, imposición, castigos y esas absurdas torturas como estirar los miembros o poner una mordaza. Debería habértelo dicho antes. Éste es un asunto delicado, que quede entre nosotros.
—Lo sé. Es terrible… Al principio de una misión, a una tripulación poco adiestrada, deplorable (algunos miembros no valen nada, ya sabes), hay que tratarla con dureza y asustarla para obligarla a ser obediente; pero esto ha ido demasiado lejos. Parker y el contramaestre no son malos tipos, lo que ocurre es que no les di instrucciones suficientemente concretas al principio, fui descuidado. Las cosas no serán iguales en el futuro.
—Debes disculparme, querido amigo, pero esos hombres están contagiados por la autoridad, tienen trastornado el juicio definitivamente. Debo irme.
—No te irás —dijo Jack, con una sonrisa.
—Me iré.
—¿Sabes, querido Stephen, que no puedes ir y venir como te plazca? —dijo Jack, recostándose en la silla y mirando tranquilamente a Stephen con aire triunfal—. ¿No sabes que estás bajo la ley marcial y que si te vas sin mi permiso me veré obligado a poner una R junto a tu nombre y podré hacerte detener, traerte de regreso con grilletes y castigarte severamente? ¿Qué me dices a unos azotes en los pies, eh? No te haces una idea de los poderes que tiene el capitán de un navío de guerra: está contagiado por la autoridad, si quieres decirlo así.
—¿No puedo bajar a tierra?
—No, desde luego que no, y no se hable más de ello. Puedes hacerte la cama y acostarte.
Hizo una pausa, pensando en que no era esa la frase ingeniosa que hubiera deseado.
—Ahora —continuó— te contaré mi entrevista con ese retaco de Harte…
—Entonces, si te he entendido bien, vamos a pasar algún tiempo en este lugar, de modo que no pondrás objeción a concederme permiso para ausentarme algunos días. Aparte de otras consideraciones, tengo que llevar al loco y a mi paciente con la fractura del fémur a tierra. El hospital de Dover, un excelente centro, está a poca distancia.
—Por supuesto —dijo Jack—, si me das tu palabra de que no huirás, de modo que no tendré el trabajo de correr por el país detrás de ti con un pelotón, un pelotón naval. Por supuesto. En el momento que quieras.
—Y cuando esté allí —dijo Stephen deliberadamente— cabalgaré hasta Mapes.
—Un caballero desea ver a la señorita Williams —dijo la doncella.
—¿Quién es, Peggy?
—Creo que es el doctor Maturin, señorita.
—Voy enseguida —dijo Sophia, tirando en un rincón su labor de aguja y mirándose distraídamente en el espejo.
—Debe de ser para mí —dijo Cecilia—. El doctor Maturin es mi novio.
—¡Oh, Cissy, qué tontería! —dijo Sophia, y se apresuró a bajar las escaleras.
—Tú tienes uno; no,
dos.
No puedes tener tres —murmuró Cecilia, alcanzándola cuando salía al pasillo y cerraba la puerta—. ¡Es tan injusto!
Sophia entró en la sala con gran compostura.
—¡Cuánto me alegro de verle! —dijeron los dos a la vez, con una expresión tan complacida que cualquier observador habría jurado que eran amantes, o al menos que había una relación especial entre ellos.
—Mamá se sentirá muy decepcionada por no haberle visto —dijo Sophia—. Ha llevado a Frankie a la ciudad para que le limaran los dientes, pobrecita.
—Espero que la señora Williams esté bien, y también la señorita Cecilia. ¿Cómo está la señora Villiers?
—Diana no está aquí, pero las demás están muy bien, gracias. ¿Cómo está usted y cómo está el capitán Aubrey?
—Estupendamente, estupendamente, gracias, querida. Es decir, yo estoy estupendamente; el pobre Jack tiene algunas complicaciones con este nuevo mando y una tripulación de torpes desgraciados que proceden de la mitad de las cárceles del reino.
—¡Oh! —exclamó Sophie, juntando las manos—. Seguro que trabaja demasiado duro. Pídale que no trabaje demasiado duro, doctor Maturin. Él le escuchará; a veces pienso que es a usted a la única persona que escucha. Pero seguramente los hombres le quieren. Recuerdo cómo los amables marineros de Melbury corrían a hacer todo lo que decía, y muy alegremente. ¡Y era tan bueno con ellos! Nunca era brusco ni exigente, como lo son algunas personas con sus sirvientes.
—Me parece que llegarán a quererle enseguida, cuando aprecien sus virtudes —dijo Stephen—, pero por el momento hay mucha confusión. Sin embargo, tenemos a bordo a cuatro antiguos tripulantes de la
Sophie
—su timonel vino como voluntario— y esto es un gran alivio.
—Creo que le seguirán a cualquier parte del mundo —dijo Sophia—. Encantadoras criaturas, con sus coletas y sus zapatos de hebilla. Pero dígame, ¿es el
Polychrest
tan…? El almirante Haddock dice que nunca podrá flotar, pero a él le gusta ponernos la carne de gallina, lo cual es una maldad por su parte. Dice que tiene dos vergas para gavia mayor en un tono burlón, despectivo. No tengo paciencia con él. No es que trate de ser desagradable, desde luego, pero, sin duda, es totalmente incorrecto hablar a la ligera de cosas tan importantes y decir que el barco se irá a pique. Eso no es cierto, ¿verdad, doctor Maturin? Y seguro que dos vergas para gavia mayor son mejores que una.
—No soy marinero, como usted sabe, querida, pero también pensaría eso. Es un barco raro, práctico, y tiene el don de ir hacia atrás cuando quieren que vaya hacia delante. En otros barcos encuentran esto divertido, pero a nuestros oficiales y a nuestros marineros no parece gustarles. Y en cuanto a que no flota, puede usted estar tranquila. Durante nueve días soportamos una tormenta que nos llevó a la entrada del Canal y el embate de un mar furioso que nos hizo sumergirnos parcialmente e hizo estremecerse palos, botavaras y cabos; y el barco sobrevivió a esto. No creo que Jack abandonara la cubierta más de tres horas seguidas. Recuerdo que una vez le vi atado a las bitas, con el agua hasta la cintura, ordenando al timonel que abatiera el barco cuando las olas rompían contra él, y al verme me dijo: «Sobrevivirá». Así que puede usted estar muy tranquila.
—¡Oh, Dios mío! ¡Oh, Dios mío! —dijo Sophia en voz baja—. Por lo menos espero que coma bien, para mantenerse fuerte.
—No —dijo Stephen con gran satisfacción—, no es así. Me complace decir que no come nada bien. Le decía una y otra vez cuando tenía a Louis Durand de cocinero que se estaba cavando su tumba con los dientes; comía demasiado abundantemente y tres veces al día. Ahora no tiene cocinero; ahora se las arregla con una comida normal como la nuestra y le va mucho mejor, pues ha perdido unas treinta libras por lo menos. Es muy pobre ahora, como usted sabe, y no puede permitirse envenenarse a sí mismo, arruinar su organismo; y en verdad, tampoco puede permitirse envenenar a sus invitados, lo cual le apena. Ya no invita a nadie a comer. Pero usted, querida, ¿cómo está? Me parece que necesita usted mayor atención que nuestro buen marino.
La había estado mirando todo el tiempo, y aunque su piel seguía siendo increíblemente hermosa, lo era un poco menos ahora que su tono rosa, debido a la sorpresa, se había desvanecido. Tenía una mirada apagada, cansada, triste, y había perdido algo de su frescura juvenil.
—Déjeme ver su lengua, querida —continuó, cogiéndole la muñeca y contando automáticamente—. Me encanta el olor de esta casa. Es de tallo de lirio, ¿verdad? En la casa donde pasé mi niñez había tallos de lirio por todas partes; podían olerse en cuanto uno abría la puerta. Sí, sí. Exactamente como pensaba. No come usted lo suficiente. ¿Cuánto pesa?
—Ciento diecisiete libras —dijo Sophia, inclinando la cabeza.
—Tiene una buena complexión, sin duda; pero para una mujer joven y robusta como usted esto no es bastante. Tiene que tomar cerveza negra con la comida. Se lo diré a su madre. Una pinta de cerveza negra y fuerte proporcionará todo lo que se requiere, o casi todo.