—El doctor Maturin está bebiendo vino, primo Edward.
—Sería mejor que se tomara una taza de té. Sin embargo, no pretendo dar órdenes a mis invitados —dijo el señor Lowndes, con una mirada profundamente desencantada, y bajó la cabeza.
—Me tomaré con mucho gusto una taza de té, señor, cuando acabe de beberme el vino —dijo Stephen.
—¡Sí, sí! —dijo el señor Lowndes, animándose enseguida—. Y le daré la tetera para que la lleve en sus viajes. Molly, Sue, Diana, por favor, hacedlo en la pequeña tetera que la reina Ana le dio a mi abuela; en ella se hace el mejor té de la casa. Y mientras se hace, señor, le recitaré un pequeño poema. Usted es un hombre de letras, lo sé.
Entonces se puso a dar unos pasos de baile y a mover la cabeza a la derecha y a la izquierda.
El mayordomo trajo la bandeja y lanzó una rápida mirada al señor Lowndes y luego a Diana. Ella movió ligeramente la cabeza, condujo a su primo hasta un sillón de orejas, le acomodó, le ató una servilleta al cuello y, cuando la lámpara de alcohol hizo hervir el agua de la tetera, midió el té, lo añadió y lo dejó reposar.
—Ahora mi poema —dijo el señor Lowndes—. ¡Atended! ¡Atended!
Arma virumque cano…
¡Vaya! ¿No es estupendo?
—Admirable, señor. Muchas gracias.
—¡Ja, ja, ja! —reía el señor Lowndes con la boca llena de tarta, enrojecido por la repentina satisfacción—. Sabía que era usted un hombre de exquisita sensibilidad. ¡Coja el bollo!
Le tiró un bollo a la cabeza a Stephen y añadió:
—Tengo aptitudes para la poesía. A veces me gusta hacer versos sáficos, otras versos catalécticos. Y versos a Príapo, señor. ¿Es usted un helenista? ¿Le gustaría oír algunas de mis odas a Príapo?
—¿En griego, señor?
—No, señor, en nuestra lengua.
—Tal vez en otro momento, señor, cuando estemos solos, cuando no haya señoras presentes. Me encantaría.
—Se ha fijado usted en esa joven, ¿eh? Es usted agudo. Claro, es usted un hombre joven. También yo fui un hombre joven. Como médico, señor, ¿cree usted realmente que el incesto es indeseable?
—Primo Edward, es la hora del baño —le dijo Diana.
Su primo se sintió muy infeliz y desconcertado. Estaba seguro de que no convenía dejar a aquel tipo solo con una tetera valiosa, pero era demasiado educado para decirlo. La velada alusión a ello como «el espantoso simún» no fue comprendida, y Diana estuvo cinco minutos engatusándole para lograr llevárselo de la sala.
* * *
—¿Qué noticias traes de Mapes, compañero? —preguntó Jack.
—¿Qué? No puedo oír con todos esos gritos y chirridos sobre nuestras cabezas.
—Estás tan mal como Parker —dijo Jack.
Sacó la cabeza de la cabina y gritó:
—¡Dejad de mover las carronadas de popa! ¡Señor Pullings, que esos marineros vayan a hacer rizos en las gavias! Te pregunté qué noticias traías de Mapes.
—Muy diversas. Estuve a solas con Sophie; ella y Diana se han separado en malos términos. Diana está cuidando de su primo en Dover. Fui a visitarla. Nos invitó a cenar el viernes, nos preparará una receta de lenguado de Dover. Por mi parte, acepté, pero le dije que no podía responder por ti, pues tal vez no te fuera posible bajar a tierra.
—¿Me invitó a mí? —dijo Jack—. ¿Estás seguro? ¿Qué pasa, Babbington?
—Disculpe, señor, pero el buque insignia está haciendo señales llamando a todos los capitanes.
—Muy bien. Avíseme cuando el falucho del
Melpomène
toque el agua. Stephen, tírame los calzones, ¿quieres?
Vestía ropa de trabajo —pantalones de lona, un jersey de Guernesey y una chaqueta de frisa—, y al desvestirse dejó al descubierto una maraña de heridas producidas por balas, astillas y alfanjes, una provocada por un hacha de abordaje, y una profunda causada por una pica, la última recibida, que todavía tenía los bordes rojos.
—Media pulgada más a la izquierda, si esa pica hubiera entrado media pulgada más a la izquierda, serías hombre muerto —dijo Stephen.
—¡Dios mío! Hay momentos en que deseo… pero no debo quejarme. ¿Cómo está Sophie? —preguntó Jack, con la cabeza bajo la camisa blanca limpia.
—Desanimada. Es objeto de las atenciones de un pastor adinerado.
No hubo respuesta. No apareció la cabeza. Entonces continuó:
—También fui a ver cómo iba todo en Melbury; todo está bien, aunque los policías han estado rondando por allí. Preserved Killick me preguntó si podía venir al barco. Le dije que debía venir y preguntártelo él mismo. Te hará bien tener la esmerada atención de Preserved Killick. Restablecí la posición del fémur en el hospital; la pierna probablemente se salvará. He dejado al loco con ellos; le di una poción viscosa para calmarlo. También te he comprado el hilo, el papel pautado y las cuerdas; las encontré en una tienda de Folkestone.
—Gracias, Stephen. Te estoy muy agradecido. Debes de haber hecho un recorrido terriblemente largo. En verdad, pareces estar muy cansado, exhausto. Sé buen chico y átame el pelo, luego ve a acostarte. Tengo que buscarte un asistente, un ayudante de cirujano, trabajas demasiado duro.
—Tienes algunos cabellos grises —dijo Stephen, atando la rubia coleta.
—¿Te extraña? —dijo Jack, y tras ceñirse el sable se sentó en la taquilla—. Casi me había olvidado. Hoy he tenido una agradable sorpresa. ¡Canning subió a bordo! ¿Te acuerdas de Canning, ese tipo estupendo de la ciudad que me era tan simpático y que me ofreció su barco corsario? Tiene un par de mercantes en la rada y ha venido desde Nore a despedirlos. Le he invitado a cenar mañana, y eso me recuerda…
Eso le recordaba que no tenía dinero y que tendría que pedirlo prestado. Había recibido la paga de tres meses lunares al ponerse al mando del barco, pero sus gastos en Portsmouth —regalos habituales, propinas, un equipo mínimo— se habían tragado más de veinticinco guineas en una semana, aparte del préstamo de Stephen. No le había alcanzado para comprar provisiones. Y había otro problema en relación con el mando del
Polychrest,
apenas había tratado a sus oficiales, a excepción de
cuando
estaban de servicio. Había invitado a Parker una vez y había comido en la sala de oficiales en una ocasión durante el largo periodo de calma en que navegaban con la marea por el Canal, pero había intercambiado escasamente media docena de palabras con Macdonald y Alien, por ejemplo, fuera de las relacionadas con el servicio. Y sin embargo, de esos hombres dependían el barco, su propia vida y su reputación. Parker y Macdonald tenían medios económicos propios y le habían agasajado; en cambio, él casi no les había agasajado a ellos. No demostraba tener la dignidad de un capitán; la dignidad de un capitán dependía hasta cierto punto del estado de su despensa —un capitán no debía parecer un don nadie— y su despensero provisional, tonto y parlanchín, no dejaba de entrometerse y decirle que en la suya no había más que un quintal de mermelada de naranja, un regalo de la señora Babbington, y de preguntarle: «Dónde debo colocar el vino, señor? ¿Qué haré con el ganado? ¿Cuándo llegan las ovejas? ¿Qué quiere Su Señoría que haga con los gallineros?». Además, dentro de poco tendría que invitar al almirante y a los demás capitanes de la escuadra; y al día siguiente vendría Canning. Como era habitual, iba a acudir a Stephen enseguida, pues éste, a pesar de ser un hombre sobrio, a quien no le importaba el dinero más que para cubrir las necesidades mínimas para vivir, y a pesar de su incompleta información e incluso su escasa comprensión de la disciplina, los mínimos detalles de las ceremonias, la complejidad de la Marina y la importancia de los agasajos, siempre cedía rápidamente cuando se le explicaba que la tradición exigía hacer gastos. Stephen sacaría dinero de los diversos cajones y ollas donde lo tenía depositado; lo haría despreocupadamente, como si Jack le hiciera un favor pidiéndoselo prestado; en otras manos Stephen sería el medio más fácil para conseguir dinero. Estos pensamientos cruzaron por la mente de Jack, mientras estaba allí sentado, acariciando la cabeza de león de la empuñadura de su sable; pero algo en el ambiente, o tal vez cierto desánimo o reserva o escrúpulo, le impidió completar la frase antes de que le avisaran que el falucho del
Melpomène
estaba en el agua.
No era una tarde de domingo, con botes que llevaban visitantes a los barcos y hombres de permiso pasando de un lado a otro entre la escuadra. Era un día normal de trabajo; los marineros trepaban y bajaban deslizándose por la jarcia o se adiestraban en el manejo de los grandes cañones. Sólo un barco de aprovisionamiento de Dover y un remolcador de Deal se acercaron al
Polychrest,
y sin embargo, mucho antes de que Jack volviera, se sabía en todo el barco que zarparían en breve. Nadie podía decir con certeza adonde se dirigirían, pero lo intentaban (al oeste, a la bahía Botany, al Mediterráneo para llevarle regalos al dey de Argel y conseguir que liberara a los esclavos cristianos). Pero el rumor era tan insistente que el señor Parker hizo limpiar el escobén, viró un poco y, con el mal recuerdo de la maniobra de desamarre en Spithead, mandó a la tripulación a hacer esta maniobra una y otra vez, hasta que incluso el más torpe podía encontrar el cabrestante y su lugar en la barra. Jack regresó a bordo y él le recibió con un aire serio y circunspecto y una mirada inquisitiva. Jack, que había visto los preparativos, dijo:
—No, no, señor Parker. Puede usted virar a popa; no será hoy. Dígale al señor Babbington que venga a mi cabina, por favor.
—Señor Babbington —dijo Jack—. Está usted tan sucio que da asco.
—Sí, señor. Perdone, señor —dijo Babbington.
Había pasado la guardia de cuartillo en la cofa del mayor enseñando a un tejedor, dos techadores (dos hermanos a quienes gustaba cazar furtivamente) y un finlandés monolingüe cómo engrasar los mástiles, las escotas y, en general, la jarcia móvil, con agua grasienta de la cocina que había llevado allí en dos cubos. Y estaba completamente cubierto de mantequilla de contrabando y de la grasa de las cazuelas donde se había hervido la carne de cerdo salada.
Tenga la amabilidad dé cepillarse de pies a cabeza, afeitarse —puede usted pedirle prestada la navaja al señor Parslow, sin duda—, ponerse su mejor uniforme y presentarse de nuevo aquí. Presente mis respetos al señor Parker, y dígale que usted, Bonden y seis marineros fiables que merezcan un permiso hasta el cañonazo de la noche, tomarán el cúter azul para ir a Dover. Lo mismo para el doctor Maturin, y dígale que me gustaría verle.
—Sí, sí, señor. ¡Oh, gracias, señor!
Jack fue hasta su escritorio.
«Polychrest
Frente a los downs.
El capitán Aubrey presenta sus respetos a la señora Villiers y lamenta mucho que el deber le impida aceptar su gentilísima invitación a cenar el viernes. Sin embargo, espera tener el honor, y el placer, de visitarla a su regreso.»
—Stephen —dijo, levantando la vista—, estoy escribiéndole a Diana declinando su invitación. ¿Quieres añadir algo o enviarle un mensaje? Babbington le presentará nuestras excusas.
—Quiero que Babbington le dé las mías de viva voz, por favor. Me alegra mucho que no bajes a tierra. Habría sido una terrible locura, pues se sabe que el
Polychrest
está en el puerto.
Llegó Babbington, tan limpio que resplandecía, con una camisa con chorrera y magníficos calzones blancos.
—¿Recuerda usted a la señora Villiers? —dijo Jack.
—¡Oh,
sí,
señor! Además, la llevé al baile.
—Está en Dover, en la casa donde usted la recogió, New Place. Tenga la amabilidad de entregarle esta nota, y creo que el doctor Maturin tiene un mensaje.
—Saludos; excusas —dijo Stephen.
—Ahora vacíe sus bolsillos —dijo Jack.
Babbington tenía un aire desanimado. Apareció un pequeño montón de objetos, algunas cosas a medio comer y un sorprendente número de monedas, algunas de plata y una de oro.
Jack le devolvió cuatro peniques, diciéndole que con eso podría conseguir un generoso trozo de tarta de queso, le recomendó que trajera de vuelta a todos los hombres o de lo contrario respondería por su cuenta y riesgo y le deseó que todo le fuera viento en popa.
—Es la única forma de mantenerle casto en cierta medida —le dijo a Stephen—. Me temo que habrá muchísimas mujeres fáciles en Dover.
—Perdone, señor —dijo el señor Parker—, pero un hombre llamado Killick pide permiso para subir a bordo.
—Sí, señor Parker. Es mi despensero —dijo Jack, y subió a cubierta—. ¡Ah, está usted ahí, Killick! Me alegro de verle. ¿Qué trae ahí?
—Canastas, señor —dijo Killick, contento de ver a su capitán, pero incapaz de evitar recorrer el
Polychrest
con una mirada extrañada—. Una es del almirante Haddock. La otra es de las señoras de Mapes o, mejor dicho, de la señorita Sophie, hablando con propiedad. Los cerdos, los quesos, la mantequilla, la nata, las aves y eso son de Mapes. Las piezas de caza son de al lado; el almirante está dejando vacío su terreno, señor. Hay un enorme y estupendo corzo, señor, que colgaron hace siete días, y muchísimas liebres y eso.
—¡Señor Malloch, una polea… no, una polea doble en la verga mayor! ¡Cuidado con esas canastas! ¿Qué hay en el tercer bulto?
—Otro corzo, señor.
—¿De dónde?
—Es que chocó contra las ruedas del carro en que venía y se lastimó una pata, señor —dijo Killick, mirando hacia el distante buque insignia con aire asombrado—. Justo media milla después de doblar hacia el puente Provender. No, miento, tal vez a una distancia de un estadio de Newton Priors. Así que lo liberé de su sufrimiento, señor.
—¡Ah! —dijo Jack—. Veo que la canasta de Mapes viene dirigida al doctor Maturin.
—Es lo mismo, señor —dijo Killick—. La señorita me dijo que le dijera que el cerdo pesa veintisiete libras y media el cuarto y que en cuanto subiera a bordo pusiera los jamones a adobar; el adobo lo puso en un tarro grueso, sabe que a usted le gusta. Los
puddings
son para el desayuno del doctor.
—Muy bien, Killick, muy bien —dijo Jack—. ¡Guardad todo esto! Cuidado con ese corzo, no le hagáis magulladuras bajo ningún concepto.
Mientras fingía examinar las piezas de caza del almirante —perdices, faisanes, becadas, agachadizas, lavancos, silbones, cercetas, liebres—, reflexionaba: «¡Y pensar que el corazón de un hombre puede rendirse ante un morro de cerdo adobado!».
—¿Has traído el vino que quedaba, Killick? —dijo.