—Señor Pullings, tenga la amabilidad de enviar a la cofa a un hombre fiable con un telescopio de noche —dijo Jack.
Y cinco minutos después gritó:
—¡Cofa del mayor! ¿Ve algún bote acercarse desde la costa?
Una pausa.
—No, señor. Tengo enfocado mi catalejo hacia el rompiente y ninguna embarcación ha salido de allí todavía.
Siete campanadas. Tres navíos bien alumbrados pasaron cerca, dirigiéndose a la salida del Canal; eran neutrales, desde luego. Ocho campanadas, el relevo de la guardia; el
Polychrest
seguía allí todavía.
—Llévelo a alta mar, señor Parker —dijo Jack—, hasta que deje de verse tierra por completo, desplazándolo lo más al sur posible. Tenemos que volver aquí mañana por la noche.
Pero el
Polychrest
pasó la noche siguiente al otro lado del Canal, cerca de Dungeness, surcando las aguas que Jack pensaba que era necesario cruzar para quedar al abrigo de la isla de Wight. Así que regresó con el rabo entre las piernas, con su misión incumplida, a dar parte al almirante. Pero el viento roló hacia el oeste al amanecer, y la corbeta, que llevaba todos los rizos en las gavias y se movía con dificultad, comenzó a retroceder por el encrespado mar, de olas tan cortas y altas que la hacían dar fuertes y repentinas sacudidas; y entretanto, en el comedor, ningún tope ni ningún esfuerzo por parte de los comensales podían hacer que sus platos se mantuvieran sobre la mesa.
El puesto del contador estaba vacío, como siempre después que se hacía el primer rizo en las velas, y Pullings estaba aturdido cuando tomó asiento.
—¿Sufre usted de mareo, señor? —le dijo Stephen a Macdonald.
—¡Oh, no, señor! Es que yo soy de las Hébridas, y subimos a un bote en cuanto llevamos calzones.
—Las Hébridas… las Hébridas. Había allí un señor de las islas, creo que con su apellido, señor. (Macdonald asintió con la cabeza.) Ese siempre me ha parecido el título más novelesco que existe. Nosotros tenemos al caballero blanco y al caballero de Glen, a los infanzones O'Connor y McCarthy y a otros nobles; pero el título de señor de las islas… tiene cierto aire de magnificencia. Eso me recuerda que hoy he tenido una impresión muy extraña, la impresión de haber vuelto a un tiempo pasado. Dos de sus hombres, ambos de apellido Macre, me parece, estaban hablando mientras sujetaban entre los dos un trozo de magnesita que pasaban por sus armas, y yo me encontraba cerca de ellos; no decían nada importante, ya sabe usted, sino que discutían por la magnesita, uno mandó a la mierda al otro y éste le mandó a él al infierno y continuaron diciéndose más cosas así. Lo entendí todo con facilidad, sin intentarlo deliberadamente o tener que pensar.
—¿Habla usted gaélico, señor? —dijo Macdonald.
—No, señor —dijo Stephen—, y eso es lo curioso. Ya no lo hablo y pensaba que ya no lo entendía. Y sin embargo, de repente, sin que haya hecho nada, he podido entenderlo perfectamente. No imaginaba que el gaélico y el irlandés estuvieran tan cercanos, creía que los dialectos célticos se habían diferenciado mucho. Dígame, ¿se entienden entre sí los hombres de las Hébridas y los de la región de Highland, y entienden a su vez, por ejemplo, a los del Ulster?
—¡Oh, sí, señor! Se entienden. Pueden hablar bastante bien sobre temas generales, sobre barcos, pesca y obscenidades. Algunas palabras son distintas, por supuesto, y hay grandes diferencias de entonación, pero a fuerza de repetir y tener perseverancia, se hacen entender muy bien y establecen una comunicación bastante buena. Hay algunos irlandeses entre los hombres de la leva, y les he oído hablar con mis infantes de marina.
—Si yo les hubiera oído, estarían en la lista de indisciplinados —dijo Parker, que acababa de bajar y parecía un terranova chorreando agua.
—¿Por qué, señor? —dijo Stephen.
—El irlandés está prohibido en la Armada —dijo Parker—. Es perjudicial para la disciplina; se supone que una lengua secreta es propicia para el amotinamiento.
—Otro balanceo como ese y nos quedaremos sin mástiles —dijo Pullings, cuando los platos y vasos que aún estaban sobre la mesa y todos los comensales de la sala de oficiales fueron lanzados a sotavento—. Primero perderemos el palo de mesana, doctor —mientras hablaba apartaba con cuidado a Stephen de los destrozos—, convirtiéndonos en un bergantín; luego perderemos el trinquete, transformándonos en una simple corbeta; y luego perderemos el palo mayor y nos habremos convertido en una balsa, lo que deberíamos haber sido al principio.
Por un milagro de destreza, Macdonald había sujetado y salvado la jarra, y con ella en la mano dijo:
—Si puede usted encontrar un vaso entero, doctor, tendré mucho gusto en beber un poquito de vino con usted y volver a hablar de Ossian. Por la forma elogiosa en que ha hablado usted de mi antepasado, está claro que su delicada sensibilidad le permite reconocer lo sublime; y lo sublime, señor, es la gran prueba de la autenticidad de Ossian.
* * *
Una vez más la luz azul iluminó la cubierta del
Polychrest
y los rostros de los hombres de guardia vueltos hacia ella. Sin embargo, esta vez se alejó por el noreste, pues el viento había rolado, trayendo una fina lluvia y el presagio de más; y esta vez recibió una inmediata respuesta, los disparos de mosquetes en la costa, con sus rojos destellos, y un lejano
pop—pop—pop.
—¡Un bote alejándose de la costa, señor! —gritó el hombre que estaba en la cofa.
Y dos minutos más tarde, volvió a gritar:
—¡Cubierta! ¡Cubierta, atención! ¡Otro bote, señor, disparándole al primero!
—¡Todos los hombres maniobrando para zarpar! —gritó Jack, y el
Polychrest
cobró vida rápidamente—. ¡Castillo, atención! ¡Destrincad las carronadas dos y cuatro! ¡Señor Rolfe, dispare contra el segundo bote a medida que nos acerquemos a la costa! ¡Disparad con los cañones apuntados con la máxima elevación! ¡Señor Parker, gavias y mayores!
Los botes estaban a una milla, lejos del alcance de sus carronadas, pero si podía ganar velocidad acortaría rápidamente esa distancia. ¡Oh, cuánto daría por un cañón largo para perseguirlos…!
Las órdenes suplementarias, incesantes y rápidas, llegaban en un continuo, repetitivo y exasperado clamor: «¡Mover hacia arriba, rápido, izar, halar, halar! ¿Queréis halar ahí en la verga de la gavia mayor? ¡Dejar caer, maldita sea, dejar caer la sobremesana! ¡Atar las empuñiduras! ¡Izar con ganas, ahora, izar!
¡Dios! Aquello era una agonía. El barco parecía un mercante mal tripulado, un horrible pandemónium. Juntó las manos tras la espalda y se acercó al pasamanos, evitando correr a proa y poner fin a los confusos gritos en el castillo. Los botes venían directamente hacia ellos, y en el segundo hacían fuego dos o tres mosquetes y unas cuantas pistolas. Por fin el contramaestre ordenó amarrar, y el
Polychrest
comenzó a moverse de repente hacia delante, virando hacia donde venía el viento. Sin dejar de mirar los botes que se aproximaban, Jack dijo:
—Señor Goodridge, vire de forma que el condestable pueda disparar con precisión. Señor Macdonald, que sus tiradores vayan a la cofa y disparen al segundo bote.
Ahora la corbeta se movía bastante rápidamente, abriendo el ángulo que formaba con los dos botes, pero al mismo tiempo el primer bote viraba hacia ella, protegiendo de sus disparos al que lo perseguía.
—¡Eh, el bote! —gritó—. ¡Apártese de mi proa! ¡Vire a estribor!
Tal vez habían oído, habían entendido, o tal vez no, pero empezó a verse una separación entre los botes. Las carronadas de proa dispararon con gran estrépito, lanzando una larga lengua de fuego. No vio caer la bala, pero ésta no hizo ningún daño al segundo bote, que continuó disparando encarnizadamente. Otro disparo, y esta vez lo vio caer, como un penacho sobre el mar gris, muy lejos del bote, pero en la dirección correcta. El primer tiro de mosquete hizo un estruendo por encima de sus cabezas, seguido de otros tres o cuatro juntos. De nuevo una carronada, y ahora la bala fue lanzada con precisión al segundo bote, pues el
Polychrest
se había desplazado doscientas o trescientas yardas; ésta debía de haber rebotado por encima de sus cabezas, aplacando su furia. Ambos botes siguieron avanzando, pero después del siguiente disparo el segundo viró en redondo, hizo un último disparo de mosquete inútilmente y se puso fuera del alcance de la corbeta con rapidez.
—Póngalo en facha, señor Goodridge —dijo Jack—. Oriente adecuadamente la sobremesana. ¡Ah, el bote! ¿Quién va?
Se oyó un cuchicheo fuera del barco, a cincuenta yardas.
—¿Quién va? —volvió a gritar, inclinándose mucho sobre el pasamanos, con la lluvia golpeándole el rostro.
—Borbón —se oyó una voz muy baja.
Y siguió un fuerte grito que repitió:
—Borbón.
—Venga por sotavento —dijo Jack.
El
Polychrest
estaba detenido, y ahora cabeceaba y crujía. El bote se abordó con él, se enganchó a las cadenas principales, y a la luz de los faroles Jack vio un cuerpo hecho un ovillo en la popa del bote.
—Le monsieur est touché
—dijo el hombre que tenía el bichero.
—¿Está muy herido?
¿Mauvaisement ble…ssay?
—Sais pas, commandant. Il parle plus; je crois bien que c'est un macchabbée à présent. Y à du sang partout. Vous voulez pas me faire passer une élingue, commandant?
—¿Eh?
Parlez…
Avisen al doctor.
Hasta que el paciente no estuvo en la cabina de Jack, Stephen no vio su cara. Era Jean Anquetil, un joven nervioso, indeciso, valiente pero tímido, y desafortunado; se estaba desangrando. La bala le había perforado la aorta y Stephen no podía hacer nada, nada por él; la sangre salía a borbotones.
—Todo habrá terminado dentro de pocos minutos —dijo, volviéndose hacia Jack.
—De modo que murió, señor, a los pocos minutos de ser traído a bordo —dijo Jack.
El almirante Harte emitió un gruñido y luego dijo:
—¿Eso es todo lo que llevaba encima?
—Sí, señor. Una chaqueta verde, botas, otras prendas de ropa y documentos; todo está muy ensangrentado, lo siento.
—Bien, éste es un asunto para el Almirantazgo. Pero, ¿qué me dice de ese bote de contrabando?
Así que era esa la razón de su malhumor.
—Vi el bote cuando ya estaba en mi puesto, señor. Faltaban cincuenta y tres minutos para la hora de la cita, y si me hubiera acercado a él, forzosamente habría llegado tarde a aquélla, no podría haber regresado a tiempo. Usted sabe cómo es el
Polychrest
navegando de bolina, señor.
—Y usted sabe que hay que jugarse el todo por el todo, capitán Aubrey. De todos modos, uno no debe ser demasiado escrupuloso. El tipo no fue puntual a la cita; estos extranjeros nunca lo son. Y en cualquier caso, media hora más o menos… e indudablemente no podía haber sido más, ni aunque la tripulación fuera un grupo de viejas. ¿Sabe usted, señor, que los botes de la
Amethyst
apresaron a ese cabrón de Deal cuando se apresuraba a entrar en Ambleteuse con mil cien guineas a bordo? Me pongo furioso cuando pienso en ello… todo se estropeó —dijo, tamborileando con los dedos sobre la mesa.
La
Amethyst
iba de crucero a las órdenes del Almirantazgo, recordaba Jack. El oficial al mando del buque insignia no participaba en el reparto del botín. Harte había perdido alrededor de ciento cincuenta libras; no estaba contento.
—Pero bueno —continuó el almirante—, a lo hecho, pecho. Tan pronto como el viento deje de soplar del sur, me pondré en marcha con el convoy. Esperará usted aquí a que lleguen los barcos de Guinea y los de la lista que Spalding le dará, y los escoltará usted hasta el puerto de Lisboa. No dudo que en su viaje de regreso hará algo para mejorar esta desagradable situación. Spalding le dará las órdenes; no habrá ninguna cita inquebrantable.
Por la mañana, el viento había rolado al oestenoroeste, y la bandera de salida apareció en la punta de cien masteleros de velacho. Montones de botes zarpaban apresuradamente de Sandwich, Walmer, Deal y Dover llevando a capitanes mercantes, pilotos, pasajeros y parientes de éstos; y muchos tratos sucios con sumas desorbitantes de por medio fueron interrumpidos cuando las señales del buque insignia, reforzadas por los insistentes cañonazos, indicaron claramente que quedaba poco tiempo para la partida, que esta vez sería definitiva. Alrededor de las once, todo el grupo, menos los barcos que habían chocado entre sí, navegaban formando tres amplias divisiones o, mejor dicho, montones. Independientemente de que estuvieran ordenados o desordenados, formaban un hermoso cuadro: velas blancas extendiéndose a lo largo de cuatro o cinco millas por el mar gris, y el alto cielo, encapotado, a veces tan gris como éste y a veces tan blanco como aquéllas. También eran una muestra evidente de la enorme importancia del comercio para la isla, una muestra que podría servir para dar a los guardiamarinas del
Polychrest
una lección sobre economía política y, además, sobre la habilidad de los marineros para escapar a la leva, pues había varios miles de ellos navegando allí, a salvo, tras pasar por el mismo centro del Servicio de leva.
Pero los guardiamarinas, junto con el resto de la tripulación, estaban presenciando el castigo. El enjaretado estaba dispuesto y los ayudantes del contramaestre preparados. El sargento de marina trajo a los transgresores, en una larga fila, acusados de borrachera —la ginebra había estado llegando a bordo procedente de los barcos de aprovisionamiento, como siempre—, robo, desacato y negligencia en el cumplimiento del deber, y de fumar tabaco fuera de la cocina y jugar a los dados. En esas ocasiones, Jack siempre se sentía triste, molesto con todos a bordo, lo mismo con los inocentes que con los culpables; se mostraba altanero, frío, distante, y a todos los que estaban bajo su poder, su poder casi absoluto, les parecía un terrible salvaje, un tipo muy duro. Estaban al comienzo de su misión, y tenía que imponer una férrea disciplina, tenía que apoyar la autoridad de los oficiales. Al mismo tiempo, tenía que moverse con cuidado entre una severidad contraproducente y una indulgencia (aunque, en verdad, algunos cargos eran bastante leves, a pesar de lo que le había dicho a Parker) fatídica; y tenía que hacerlo sin conocer realmente las tres cuartas partes de su tripulación. Era una tarea difícil, y la expresión de su rostro era cada vez más furiosa. Ordenó tareas extra, suspendió el grog durante tres días… una semana… quince días, e impuso como castigo seis latigazos a cuatro hombres, nueve a otro, y una docena al ladrón. No eran muchos azotes; pero en su querida
Sophie
a veces habían estado dos meses sin sacar el látigo de su bolsa de fieltro rojo; no eran muchos, pero aun así tenía que hacerse una ceremonia con la lectura de los apropiados artículos de las ordenanzas militares, redoble de tambores y la solemnidad de cien hombres reunidos.