Se volvió para pasar al otro lado y al hacerlo tropezó con un joven de mirada perspicaz que había cruzado apresuradamente entre el tráfico y corría detrás de él con un papel en la mano.
—¿Capitán Aubrey, señor? —preguntó el joven.
Escapar al otro lado resultaba imposible. Miró para atrás. Sin duda, no esperarían llevar a cabo el arresto solamente con ese jovenzuelo.
—Me dijeron en Grapes que lo encontraría paseando por el ducado, Su Señoría. Tal vez debía haberle gritado, pero eso es un signo de malos modales.
El tono de su voz no era amenazador sino amable.
—¿Quién es usted? —preguntó Jack, todavía reacio a tener tratos con él.
—El sobrino de Tom, el conserje, para servirle, señor. Tenía que darle esto —dijo, entregándole la carta.
—Gracias, muchacho —dijo Jack relajándose—. Eres un chico listo. Dile a tu tío que se lo agradezco. Y esto es por tu recado.
Hubo un claro en medio del tráfico y Jack regresó rápidamente a Lancaster. Ya de vuelta a Grapes, pidió un vaso de coñac y se sentó, más desasosegado que nunca en su vida.
—Nada de coñac, señor —dijo Killick, cortándole el paso al mozo en lo alto de la escalera y confiscando el vaso—. El doctor dijo que nada de licores. Cara de lampazo, baja corriendo al bar y tráele al capitán un cuarto de galón de cerveza negra; y no quiero ningún truco raro con la espuma.
—Killick—dijo Jack—, que el diablo te lleve. Corre a la cocina y dile a la señora Broad que suba. Señora Broad, ¿qué hay para cenar? Estoy desfallecido.
—Dice el señor Killick que no puede comer ni buey ni cordero —dijo la señora. Broad—, pero tengo un excelente lomo de ternera y un estupendo trozo de venado, tan grueso como se puede desear y muy tierno, señor.
—El venado, por favor, señora Broad. Y tal vez pueda mandar que me traigan algunas plumas y un tintero.
—¡Oh, Dios mío, carne de venado tierna! —dijo, en la habitación ya vacía.
Grapes
Sábado
Estimado Stephen:
Felicítame. ¡Me han nombrado capitán de navío! No pensé que eso iba a suceder, aunque él me recibió con gran amabilidad; pero entonces, de repente, sacó el nombramiento, lo firmó, lo selló y me lo entregó; a todos los efectos, se considerará que ha sido concedido desde el 23 de mayo. Fue como si un navío de tres puentes lanzara inesperadamente una potente andanada, pero de felicidad. No pude asimilarlo del todo inmediatamente, pues estaba muy sorprendido, pero al llegar a Grapes había florecido como una rosa, de tanta felicidad. ¡Cómo me habría gustado que estuvieras allí! Lo celebré con un cuarto de galón de la detestable cerveza negra que me recomendaste y la pastilla, y me fui a la cama enseguida, rendido.
Sin embargo, esta mañana me encontraba mucho mejor, y en la capilla de Savoy dije las cosas más hermosas de toda mi vida. El pastor estaba tocando una fuga de Händel y el chico que le ayudaba con el órgano abandonó su puesto. «Sería una pena que Händel quedara en el aire por falta de viento», le dije, y eché aire para que continuara. Era muy gracioso, pero no me di cuenta de ello inmediatamente, sino después de estar echando aire durante un tiempo, y entonces apenas pude evitar reírme a carcajadas. Quizás lo que ocurre es que los capitanes de navío son hombres de gran agudeza y me estoy volviendo como ellos.
Pero luego estuviste a punto de perder a tu paciente. Cometí la tontería de salirme de los límites, y entonces apareció un tipo bajito y me dijo: «¡Capitán Aubrey!», y pensé: «Estás atrapado, Jack, te has quedado a sotavento». Pero me traía la orden de que me incorporara a la
Lively. Es sólo un mando temporal y, desde luego, como capitán suplente no puedo llevar conmigo a mis amigos; pero te ruego, querido Stephen, que vengas conmigo como invitado. Los tripulantes del Polychrest serán bien pagados; Parker se quedará al mando de la Fanciulla, por tener una atención conmigo, lo cual es el gesto amable más cruel que se haya visto desde que el mundo es mundo; y he hablado muy bien de todos los hombres del Polychrest, así que no tendrán ninguna dificultad. Ven, por favor. No puedes imaginarte cuánto me gustaría que vinieras. Y para ser más egoísta en esta carta que me parece ya horriblemente egoísta, te diré que ahora, después de recibir tus cuidados, no volveré a confiar mi cuerpo a ningún matasanos. Además, mi salud no es demasiado buena, Stephen.
Es una fragata de primera clase, con muy buena fama, y creo que nos mandarán a las Antillas. ¡Piensa en el bonito, los rabijuncos, las tortugas, las palmeras!
Te mando esta carta con Killick —me alegro sinceramente de librarme de él, se ha vuelto intransigente con la cucharada de la medicina— y él se encargará de que nuestro equipaje llegue a Nore. Voy a cenar con lord Melville el domingo, y luego Robert me llevará en su carrocín; no me detendré en ninguna posada y subiré furtivamente a bordo esa noche. Entonces juro por Dios que no volveré a poner pie en tierra hasta que pueda hacerlo sin este maldito miedo a que me arresten y me lleven a una prisión de deudores.
Recibe todo mi afecto.
—¡Killick! —gritó.
—¿Señor?
—¿Estás sobrio?
—Como un juez, señor.
—Entonces prepara el baúl con las cosas que uso en tierra, todo excepto el uniforme y un cepillo, llévalo a Nore, a bordo de la
Lively,
y dale esta nota al primer oficial. Nos incorporaremos el domingo por la noche; será un mando temporal. Después ve hasta los
downs,
entrégale al doctor esta carta y al señor Parker esta otra en mano, con buenas noticias para él. Si el doctor decide incorporarse a la
Lively,
coge su baúl y cualquier otra cosa que desee, da igual que sea una ballena embalsamada o una mona con dos cabezas preñada por el contramaestre. Mi baúl con las cosas que uso en la mar, desde luego, y lo que salvamos del
Polychrest.
Repite las instrucciones. Bien. Aquí está lo que necesitas para el viaje, y aquí tienes cinco chelines para un sombrero alquitranado decente; puedes arrojar el otro al Támesis. No permitiré que subas a bordo de la
Lively
sin que te cubras la cabeza como Dios manda. Y de paso consigue una nueva chaqueta. Es una fragata de primera clase.
Era una fragata de primera clase, indudablemente. Debido a que al carrocín de Robert se le salió una rueda en un arroyo lejano, hacia la medianoche, Jack se vio obligado a atravesar las abarrotadas calles de Chatman y a subir a bordo bajo la brillante luz del sol, lo cual fue una dura prueba para él, después de una noche agotadora. Pero eso no fue nada comparado con la dura prueba de encontrarse con el doctor Maturin mientras navegaba. A Stephen se le había ocurrido salir de la costa alrededor de la misma hora, aunque desde un lugar distinto, y sus trayectorias convergieron a unos tres estadios del costado de la fragata. El medio de transporte de Stephen era uno de los cúters de la
Lively,
que saludó a Jack agitando los remos y se colocó a sotavento de su chalana. Entonces ambas embarcaciones siguieron navegando casi juntas, mientras Stephen, muy alegre, le hablaba a Jack a gritos. Jack advirtió que Killick tenía una mirada asustada; observó que el guardamarina y los tripulantes del cúter tenían una expresión muy seria, en contraste con la sonrisa de Matthew Paris, el sirviente de Stephen, un antiguo tripulante del
Polychrest
que era constructor de armazones y nunca había sido buen marinero, en cuya mirada miope y alegre no había el menor asomo de respeto. Y cuando Stephen se levantó para saludarle con la mano y gritarle, Jack vio que llevaba una prenda de vestir de una sola pieza, de color marrón claro, muy ajustada al cuerpo, que le cubría de pies a cabeza, y su rostro, pálido y sonriente, emergía de una gruesa tira de lana enrollada en la parte superior que lo hacía parecer mucho más grande. Tenía un aspecto mitad de mono mitad de bufón y llevaba en la mano el cuerno de narval. El capitán Aubrey irguió la espalda y los hombros, fingió una sonrisa e incluso gritó:
—¡Buenos días! Sí… no… ¡Ja, ja!
Y cuando volvió a adoptar una expresión seria e impenetrable, un pensamiento cruzó su mente: «Creo que el pobre hombre está borracho».
Arriba y arriba por el costado —una gran distancia comparada con la del
Polychrest—
, gritos de órdenes, fuertes pisadas y el estruendo de los infantes de marina presentando armas.
Precisión matemática, rigor, exactitud de proa a popa. Rara vez había visto un conjunto azul y dorado mejor formado en el alcázar; incluso los guardiamarinas llevaban sombreros de tres picos y calzones blancos como la nieve. Los oficiales permanecían inmóviles con la cabeza descubierta. Luego estaban los tenientes de marina y los infantes de marina; después el segundo oficial, el cirujano, el contador, y un par de abrigos negros, seguramente el capellán y el maestro; y a continuación el grupo de los cadetes, uno de los cuales, de tres pies de altura y cinco años de edad, tenía el pulgar en la boca, lo cual era una nota discordante en medio de la perfección, entre tantos galones dorados, una cubierta como el marfil y las juntas como el ébano.
Jack saludó con un movimiento del sombrero hacia el alcázar, separándolo de la cabeza apenas una pulgada a causa del vendaje.
—Nos ha tocado un granuja —susurró el capitán de la cofa del trinquete.
—Un tipo orgulloso e iracundo, compañero —replicó el sargento de Infantería de marina. El primer oficial dio un paso al frente; era un hombre alto y delgado y tenía una expresión muy grave.
—Bienvenido a bordo, señor —dijo—. Mi nombre es Simmons.
—Gracias, señor Simmons. Buenos días, caballeros. Señor Simmons, le ruego que tenga la bondad de presentarme a los oficiales.
Inclinaciones de cabeza, fórmulas de cortesía. Eran hombres bastante jóvenes, excepto el contador y el capellán, de aspecto agradable y corteses, pero tenían una actitud reservada y distante.
—Muy bien —dijo Jack al primer oficial—. Pasaremos revista a la tripulación cuando suenen las seis campanadas, por favor, y entonces leeré mi nombramiento.
Luego, inclinándose sobre el pasamanos del costado, dijo:
—¿No sube a bordo, doctor Maturin?
Stephen no era ahora mejor marinero que al principio de su carrera naval, y le llevó algún tiempo subir por el costado de la fragata, jadeando y apoyándose en el sufrido Killick, un tiempo que hizo aumentar la expectación de los atentos oficiales del alcázar.
—Señor Simmons —dijo Jack, mirándole seriamente—, éste es mi amigo el doctor Maturin, que va a acompañarme. Doctor Maturin, el señor Simmons, primer oficial de la
Lively.
—A sus órdenes, señor —dijo Stephen, haciendo una reverencia.
Y eso, en opinión de Jack, era tal vez lo peor que podía hacer una persona vestida con un atuendo que le daba un aspecto no humano. En el alcázar de la
Lively,
todos habían tenido un comportamiento correcto, de una perfección casi increíble, al verle aparecer; pero cuando el señor Simmons, muy rígido, hizo una inclinación de cabeza y dijo: «Servidor de usted, señor», y Stephen, tratando de ser amable, le dijo: «¡Éste es un espléndido navío, no cabe duda, con muchas cubiertas espaciosas; a uno le parece que está a bordo de un barco que hace el comercio con las Indias», se les escapó la risa como a niños, una risa que enseguida fue reprimida y terminó con un ahogado chillido que se alejó por la escala de toldilla hasta desvanecerse.
—Tal vez te apetezca irte a la cabina —dijo Jack, cogiendo fuertemente a Stephen por el brazo—. Traerán tus cosas a bordo enseguida, no te preocupes por eso.
Stephen echó una mirada al bote y daba la impresión de que deseaba marcharse.
—Me encargaré de ello enseguida, personalmente —dijo el primer oficial.
—¡Oh, señor Simmons —gritó Stephen—, por favor, pídales que traten mis abejas con cuidado!
—Desde luego, señor —dijo el primer oficial, haciendo cortésmente una inclinación de cabeza.
Jack consiguió llevarlo por fin a la cabina de popa, una cabina espaciosa, bien proporcionada, casi vacía, con un gran cañón a cada lado y poco más, y con una hilera de espléndidas ventanas curvas; estaba claro que Hamond no era un sibarita. Se sentó encima de una taquilla y observó el atuendo de Stephen. Le había parecido horrible a distancia; de cerca era peor, mucho peor.
—Stephen —dijo—. Stephen… ¡Sí, entre!
Era París, con un paquete rectangular envuelto en una lona. Stephen corrió hacia él, se lo quitó de los brazos con infinita precaución, lo depositó sobre la mesa y puso la oreja contra uno de los lados.
—Ven, Jack—dijo sonriendo—, pon la oreja contra la parte de arriba y dime lo que oyes cuando dé un golpe. (De repente, se oyó un breve zumbido en el paquete.) ¿Lo has oído? Eso indica que la reina está bien, que no ha sufrido ningún daño. Pero debemos abrirlo enseguida; deben respirar. ¡Así! Un panal de cristal. ¿No es ingenioso, encantador? Siempre he querido criar abejas.
—Pero por el amor de Dios, ¿cómo esperas criar abejas en un navío de guerra? —dijo Jack—. Por el amor de Dios, ¿cómo esperas que encuentren flores en el mar? ¿Qué van a comer?
—Puedes observar todos sus movimientos —dijo Stephen, mirando extasiado a través del cristal—. Y en cuanto a la comida, no debes atormentar tu mente por eso; se alimentarán del mismo modo que nosotros, con un plato de azúcar a ciertos intervalos. Si el ingenioso Huber pudo criar abejas siendo ciego, pobre hombre, seguro que nosotros podemos conseguirlo en un jabeque espacioso.
—Ésta es una fragata.
—No hay que hilar tan fino, por Dios. ¡Ahí está la reina! ¡Ven, mira la reina!
—¿Cuántos de estos reptiles puede haber? —preguntó Jack, mirándolas desde una considerable distancia.
—Bueno, creo que alrededor de sesenta mil —dijo Stephen despreocupadamente—. Y cuando empiece a soplar viento, le colocaremos una suspensión de cardán al panal para evitar que se mueva hacia los lados innecesariamente.
—Piensas en casi todo —dijo Jack—. Bien, llevaré las abejas; hay que ser como Demos y Pitágoras. Llevar sólo sesenta mil abejas en la cabina no tiene mucha importancia. Pero te diré una cosa, Stephen: no siempre piensas en todo.
—¿Te refieres al hecho de que la reina sea virgen? —dijo Stephen.
—En realidad,
no.
No. Lo que verdaderamente quería decir era que ésta es una fragata de primera clase.
—Estoy encantado de saberlo. Ahí va… está poniendo un huevo. No debes temer por su virginidad, Jack.