Authors: Anne Rice
Bajo los altos techos de la casa estalló la música. Los cuernos se entrelazaron con los pífanos, en melodías alegres puntuadas como antes por el ritmo de los tamboriles.
Se habían dispuesto grandes mesas en todas las habitaciones principales, y asientos para Shemayah y todos los hombres de la familia de su hija que habían venido con él, y para Rubén, y para Jasón, y para los rabinos de Cana y Nazaret, y para el grupo de hombres de mérito, amigos de Hananel presentes para la ocasión, a algunos de los cuales conocíamos.
A través de las puertas abiertas vimos grandes tiendas levantadas sobre la hierba verde, así como alfombras tendidas por todas partes y mesas a las que cualquiera podía sentarse, bien en taburetes o bien directamente sobre las alfombras, según la preferencia de cada cual. En medio de todo ello, los candelabros ardían con centenares de pequeños destellos.
Aparecieron suculentas bandejas de comida, y el vapor se elevaba sobre el cordero asado, las frutas relucientes, los pasteles especiados, las galletas de miel y las pilas de uvas, dátiles y nueces.
En todas partes, hombres y mujeres acudían a las tinajas repletas de agua para lavarse las manos con la ayuda de los sirvientes colocados junto a ellas.
En cada sala del banquete había siete grandes tinajas en hilera. Y otra hilera de siete había sido dispuesta en el interior de cada tienda.
Los sirvientes vertían agua sobre las manos tendidas de los invitados, les ofrecían paños de lino blanco para secarse y arrojaban el agua usada en recipientes de plata y oro.
La música y el aroma de las bandejas repletas se mezclaron, y por un momento, mientras estaba en el gran patio, en medio de todo aquello, contemplando los diversos grupos de invitados e incluso los discretos velos que nos separaban de las figuras de las mujeres que bailaban, me pareció que me encontraba en un mundo intacto de felicidad pura al que el mal ni siquiera podía aproximarse. Éramos como una gran pradera de flores de primavera mecidas por una suave brisa.
Me olvidé de mí mismo. Yo no era nada ni nadie, salvo una partícula de aquello.
Salí a través de las filas de bailarines, más allá de las mesas magníficamente dispuestas, y atisbé —como hago siempre, como siempre había hecho— las lámparas del cielo, allá en lo alto.
Me pareció que aquellas lámparas celestes eran, incluso aquí, el tesoro hondo y privado de cada alma en particular.
¿Podría yo dejar de morir? ¿Podría no disolverse esta piel, y ascender, como imaginaba a menudo, ingrávido y resplandeciente hasta donde me esperaban las estrellas?
Oh, si sólo pudiera detener el Tiempo, detenerlo allí, para siempre en medio de aquel gran banquete, y dejar que todo el mundo viniera en procesión, en el Tiempo y más allá del Tiempo, hasta este lugar; a sumarse a los bailes, al festín de estas mesas rebosantes, a reír, cantar y llorar en medio de las lámparas humeantes y las velas temblorosas. Si pudiera rescatar todo esto, en medio de esta música hermosa y embriagadora, rescatarlo todo, desde la juventud radiante hasta los ancianos con su paciencia y su dulzura, y sus brotes inesperados y arrebatadores de esperanza. Si pudiera reunidos a todos en un gran abrazo. Pero no iba a suceder. El Tiempo batía como baten las manos la membrana de los tamboriles, como golpean los pies el mármol o la hierba suave.
El Tiempo batía y a veces, como le dije al Tentador cuando me tentó a detener el Tiempo para siempre, en el Tiempo está el germen de cosas que aún no han nacido. Un escalofrío oscuro me recorrió, un gran frío. Pero eran sólo el escalofrío y el miedo que conoce todo hombre nacido.
No lo reprimí, no llegué a arrojarlo de mí en un momento como aquél de misteriosa alegría. Quise vivirlo, rendirme a él, alargarlo, descubrir en él lo que yo debía hacer, fuera lo que fuere, pues estaba apenas en su inicio.
Miré alrededor, las muchas caras sudorosas y sofocadas. Vi a Juan el Joven y Mateo, a Pedro, Andrés y a Nathanael, todos ellos bailando. Vi a Hananel llorar abrazado a su nieto, que le ofrecía una copa para que bebiera, y a Jasón abrazado a los dos, tan feliz y orgulloso.
Mis ojos recorrieron toda la reunión. Sin ser advertido, paseé por las distintas salas. Caminé bajo las tiendas. Crucé el patio con sus grandes velones enhiestos y sus antorchas colgadas en alto. Atisbé por encima del hombro los grupos silenciosos de mujeres reunidas al otro lado de los cortinajes.
Dejé que mi mente saliera fuera de mí y fuera allá donde el hombre no puede llegar.
Abigail, con el velo alzado ya que sólo la acompañaban los niños en la cámara nupcial, tenía los ojos cerrados, como si durmiera. Ana la Muda estaba sentada en un taburete, a sus pies.
Vi con el ojo de mi mente con la misma claridad y de forma simultánea el instante, en el patio de nuestra casa, donde Rubén le había dicho: «Mi amada, estabas destinada para mí desde el principio del mundo.»
Mi corazón se llenó de dolor; se bañó en dolor.
«Adiós, mi amada bendita.»
Dejé que la pena me invadiera y corriese por mis venas. No era pena por ella, sino por la ausencia de ella para siempre, por la ausencia de aquella intimidad, la ausencia del latido de un corazón que había sentido tan próximo a mí. Conocí la sensación de esa ausencia, y luego la besé con todo mi corazón en su frente despejada, en la imagen que yo guardaba de ella, y me despojé de aquello. «Vete —le dije a aquello—. No puedo llevarte allí donde voy. Siempre he sabido que no podría. Y ahora dejo que te marches otra vez y para siempre... Me despojo del deseo, me despojo de la añoranza, pero no del conocimiento... Nunca dejaré que el conocimiento me abandone también.»
Una hora antes del amanecer, Rubén fue conducido a la cámara nupcial.
Las mujeres ya habían llevado a Abigail al tálamo, que aparecía cubierto de flores. Velos de oro rodeaban el lecho.
Jasón abrazó a Rubén y lo despidió con una última palmada cariñosa en el hombro.
Y cuando la puerta se cerró detrás de Rubén, la música alcanzó un nuevo punto culminante, y los hombres bailaron todavía con más ritmo y energía, incluso los más ancianos se levantaron, a pesar de que algunos apenas podían bailar sin el sostén de las manos de sus hijos y nietos; y pareció que toda la casa se llenaba otra vez con los anteriores gritos de alegría, más fuertes incluso.
Todavía seguía llegando gente de los pueblos vecinos. Mostraban su rústica admiración con ojos abiertos como platos.
Fuera, en la hierba, se dispusieron mesas para los pobres de las aldeas, y les ofrecieron bandejas de pan caliente y pucheros con potaje de carne. Fueron admitidos los mendigos y los tullidos, que por lo general se reunían al otro lado de la puerta de un banquete así, con la esperanza de recibir las migajas.
Al otro lado de los velos, las mujeres que bailaban formando una larga cadena se inclinaron a la izquierda —un paso, otro paso, otro—, se detuvieron, dieron un giro sobre sí mismas y se pusieron de puntillas. Cadenas de bailarines varones pasaron delante de mí, moviéndose entre las columnas que sostenían los arcos de la sala, rodeando la gran mesa central, por detrás del orgulloso abuelo, apoyado ahora en el brazo de Jasón. Nathanael estaba sentado al lado de Hananel, y éste, a pesar de todo el vino que había bebido, asaeteaba a Nathanael a preguntas mientras Jasón sonreía y cabeceaba como si no le importara nada de todo aquello.
Aquí y allá había hombres que me miraban con curiosidad, sobre todo los recién llegados, y les oía preguntar confidencialmente: « ¿Es él?»
Podría haber pasado la noche entera escuchando aquello, de haberlo deseado. Toda la noche sorprendiendo las cabezas que se volvían, las rápidas miradas furtivas.
De pronto noté que algo iba mal.
Fue como oír el primer trueno lejano de una tormenta cuando aún nadie lo ha oído. Ese momento en que uno se siente tentado a levantar el brazo y decir: «Silencio, dejadme escuchar.»
Pero no tuve que pronunciar esas palabras.
En el extremo más alejado del comedor vi a dos criados que discutían frenéticamente. Otros dos sirvientes de la casa se unieron a los anteriores. Más susurros frenéticos.
Hananel lo oyó. Hizo una seña a uno de ellos para que se acercara y le dijera al oído la causa de aquel nerviosismo.
Con aire contrariado, se volvió e intentó ponerse de pie, apartando a Jasón, que intentaba ayudarle con torpeza y sin mucha convicción. El anciano fue hacia el grupo de criados. Uno de ellos desapareció en la habitación de las mujeres, y al poco volvió de nuevo.
Más sirvientes se reunieron. Sí, algo estaba yendo mal.
Mi madre apareció por las cortinas de la sala del banquete para las mujeres. Avanzó junto a las paredes de la habitación sin ser vista, con la mirada baja, ignorando a los proverbiales borrachos que alborotaban bailando y riendo. Se dirigió a Cleofás, su hermano, que estaba sentado a la larga mesa dispuesta frente al canapé de Hananel. El propio Hananel seguía discutiendo acaloradamente con sus criados, y su cara pálida y apergaminada se iba encendiendo.
Mi madre tocó el hombro de su hermano, que se puso en pie de inmediato. Entonces vi que me buscaban a mí.
Yo estaba en el patio, en el centro mismo de la casa. Llevaba un rato ya de pie, apoyado en los candelabros.
Mi madre se acercó y me puso la mano en el brazo. Vi el pánico en sus ojos. Su mirada recorrió toda la reunión, los cientos de personas reunidas bajo el techo y en las tiendas de los jardines, que se daban recíprocas palmadas, reían y charlaban en las mesas, ajenos al grupo lejano de los criados o ala expresión de mi madre.
—Hijo —dijo—, el vino se está acabando.
La miré. Adiviné la causa, no tuvo que decírmela. La caravana que llevaba el vino al sur había sido asaltada en el camino por los bandidos. Las carretas con el vino habían sido robadas y conducidas a las colinas. La noticia acababa de llegar a la casa, cuando docenas de hombres y mujeres estaban aún llegando al banquete que iba a continuar durante todo el día siguiente.
Era un desastre de proporciones inesperadas y terribles.
La miré a los ojos. Con cuánta urgencia me imploraba.
Me incliné y coloqué mi mano en su nuca.
—Mujer —le pregunté con suavidad— ¿qué tiene eso que ver con nosotros?
—Me encogí de hombros y susurré—. Mi hora todavía no ha llegado.
Ella se apartó despacio. Me dirigió una larga mirada con una expresión curiosa, una combinación de enfado burlón y confianza plácida. Se volvió y levantó un dedo. Esperó. Al otro lado del patio, en el comedor principal, uno de los criados la vio y captó su mirada. Ella le llamó con un gesto. El les hizo seña a todos de que se acercaran.
Hananel de pronto vio que todos sus criados se deslizaban entre la multitud para venir hacia nosotros.
—¡Madre! —susurré.
—¡Hijo! —contestó, remedando de buen humor mi tono.
Se volvió a tío Cleofás y puso una mano delicada en su hombro, y mirándome con el rabillo del ojo le dijo:
—Hermano, deja que mi hijo se encargue de todo. Ha recibido hace poco la última bendición de su padre. Recuérdaselo: «Honrarás a tu padre y a tu madre.» ¿No son ésas las palabras?
Sonreí. Me incliné a besarle la frente. Ella levantó ligeramente la barbilla y sus ojos se humedecieron, pero mantuvo la sonrisa.
Los criados nos rodearon, a la espera. Mis nuevos seguidores se habían reunido: Juan, Santiago y Pedro, Andrés y Felipe. Nunca se habían alejado mucho de mí a lo largo de la noche, y ahora vinieron a colocarse a mi lado.
—¿Qué ocurre, Rabbí? —preguntó Juan.
Lejos, vi la pequeña figura de Hananel, de pie y cruzado de brazos a la luz de las velas, que me miraba entre fascinado y perplejo.
Mi madre me señaló y se dirigió a los criados:
—Haced todo lo que él os diga.
Su expresión era amable y natural cuando levantó la mirada hacia mí y sonrió como podía haber sonreído un niño.
Los discípulos estaban confusos y preocupados.
Cleofás río en silencio para sí mismo. Se tapó la boca con la mano izquierda y me miró con malicia. Mi madre se alejó. Me dirigió una última mirada, dulce y confiada, se retiró a la puerta que daba a la sala del banquete de las mujeres, y allí esperó, medio oculta entre las cortinas que colgaban del arco.
Vi las siete grandes tinajas de barro del patio, que contenían el agua de la purificación, para el lavatorio de las manos.
—Llenadlas hasta el borde —dije a los criados.
—Mi señor, son muchos litros. Tendremos que cargarlas entre todos para traer el agua desde el pozo.
—Entonces será mejor que os deis prisa—dije—. Llama a los demás para que os ayuden.
De inmediato cargaron la primera tinaja y se la llevaron por la parte de atrás de los comedores, en la oscuridad. Apareció otro grupo de criados que cargó con la segunda, y otro aún por la tercera, y así siguieron trabajando con rapidez, de modo que a los pocos minutos las siete tinajas estaban completamente llenas, como al principio.
Hananel lo observaba todo con atención, pero nadie le miraba a él. La gente pasaba a su lado, le felicitaba, le daba las gracias, le bendecía. Pero no se daban cuenta en realidad de que estaba allí. Muy despacio, volvió a ocupar su lugar en la mesa. Se sentó e intervino en la alegre conversación que sostenían Nathanael y Jasón. Pero sus ojos seguían fijos en mí.
—Mi señor, ya está hecho —anunció el jefe de los criados, frente a la hilera de las tinajas. Yo señalé con un gesto una bandeja vecina con copas, sólo una de las muchas que había dispuestas en las salas.
Oí en mi mente la voz del Tentador en el desierto. « ¡Esa manía tuya! ¡Cómo, eso no habría sido un problema para Elías!»
Miré al jefe de los criados. Vi la tensión y casi la desesperación en sus ojos. Vi el miedo en los rostros de los demás.
—Llena ahora esta copa de la tinaja —dije—. Y llévala a Jasón, el amigo del novio que está sentado al lado del amo. ¿No es él el maestresala de la fiesta?
—Sí, mi señor—respondió el criado en tono cansado. Sumergió el catavino en la tinaja, y dejó escapar un largo suspiro de asombro.
El líquido rojo brillaba a la luz de las velas. Los discípulos vieron cómo el contenido del catavino era vertido en la copa que sostenía el criado.
Sentí en mi piel el mismo frío de la orilla del Jordán, una especie de cosquilleo agradable que desapareció con la misma rapidez y silencio con que había venido.