Authors: Anne Rice
—Llévasela —dije al criado, y señalé a Jasón.
Mi tío parecía incapaz de reír o hablar. Todos los discípulos retenían el aliento.
El criado se apresuró a entrar en la sala del banquete y rodear la mesa. Entregó la copa a Jasón.
Atendí para que sus palabras me llegaran en medio del bullicio de la fiesta.
—Este vino acaba de llegar —dijo el criado, temblando, casi incapaz de pronunciar las palabras.
Jasón bebió un largo trago, sin vacilan
—¡Mi señor! —dijo a Hananel—. ¡Qué espléndida idea has tenido!
—Se puso en pie y bebió un nuevo sorbo de la copa—. La mayoría de las personas espera a que el primer vino haga efecto, y entonces sirve el de calidad inferior. Tú has guardado el mejor vino para el final.
Hananel lo miró perplejo. Con una vocecilla neutra, dijo:
—Dame esa copa.
Jasón no se dio cuenta de la frialdad de su tono. Quiso reanudar su discusión con Nathanael, pero éste miraba fijamente más allá de la mesa, a las personas agrupadas en el patio junto a las tinajas.
Hananel bebió. Se retrepó en su asiento. Nos miramos el uno al otro, de lejos.
Los criados se acercaban presurosos a las tinajas y llenaban de vino vasos y copas. Una bandeja tras otra circuló en dirección a las mesas del banquete y las alfombras de las tiendas.
Nadie se dio cuenta de que Hananel me miraba, a excepción de Nathanael. Este se puso en pie muy despacio y vino hacia nosotros.
Con el rabillo del ojo, vi que mi madre abandonaba su escondite en la puerta de la sala del banquete y desaparecía detrás de los tenues velos de gasa.
El joven Juan me besó la mano. Pedro se arrodilló y lo imitó. Los demás se apiñaron para besarme también la mano.
—No, parad —dije—. No debéis hacer eso.
Me volví y, cruzando el vestíbulo, salí al jardín abierto del otro lado de la casa, lejos del bullicio. Caminé hasta llegar al extremo más alejado del huerto tapiado, desde donde alcanzaba a ver las habitaciones de las mujeres, que daban a esa parte. Las arcadas estaban iluminadas por luces oscilantes.
Todos los discípulos estaban agrupados a mi alrededor. Santiago se acercó también, y lo mismo hicieron mis hermanos menores.
Cleofás también vino a colocarse delante de mí.
Jasón, Nathanael y Mateo salieron; Mateo discutía animadamente con el joven Juan y con uno de los criados, un muchacho muy joven que, tímido, se quedó atrás, inclinó la cabeza y se retiró.
—¡Te digo que no me lo creo! —decía Mateo.
—¿Cómo puedes decir que no te lo crees? —insistió el joven Juan—. Yo lo he visto. Les he visto llevar las tinajas al pozo. Les he visto volver con las tinajas llenas. He hablado con ellos. He visto sus caras. Lo he visto. ¿Cómo puedes quedarte ahí plantado y decir que no te lo crees?
—Eso explica que lo creas tú —dijo Jasón—, pero no que nosotros tengamos que creerlo.
—Se precipitó hacia mí, apartando a los otros de su camino—. Yeshua, ¿tú aseguras que has hecho esto, que has convertido siete tinajas de agua en vino?
—¡Cómo te atreves a hacerle esa pregunta! —saltó Pedro—. ¿Cuántos testigos hacen falta para que tú creas? Nosotros estábamos allí. Su tío estaba allí.
—¡Vaya, eso no me lo creo! —exclamó mi hermano Santiago—. Cleofás, ¿tú mismo has sido testigo de lo que cuenta, que todo el vino que están sirviendo ahora era agua antes de que él lo cambiara? ¡Pues te digo que no puede ser!
De pronto, todos empezaron a hablar a la vez. Sólo Cleofás callaba, y seguía mirándome atentamente.
La noche se desvanecía, y en lo alto lucía el azul intenso del amanecer. Las estrellas, mis preciosas estrellas, aún eran visibles. Y en el interior de la casa seguían los cantos y las danzas.
—¿Qué vas a hacer ahora? —preguntó Cleofás.
Pensé un largo instante y luego respondí:
—Continuaré, de sorpresa en sorpresa.
—¿Qué estáis hablando?—preguntó Santiago.
Empezaron a reñir otra vez. Jasón hizo gestos vehementes para reclamar silencio.
—Yeshua, te pido que digas a estos bobos crédulos que tú no has convertido el agua en vino.
Mi tío empezó a reír. Como siempre le ocurría, la risa empezaba en tono bajo, como un susurro que después iba ganando en intensidad. Seguía siendo una risa sorda, pero más oscura y más plena.
—Díselo —me pidió Santiago—. Nuestro joven primo se está cubriendo de ridículo con esa historia, y va a conseguir que además todo el mundo se ría de ti. Diles que eso no ha ocurrido.
—Ha ocurrido y todos lo hemos visto —dijo Pedro.
Andrés y Santiago hijo de Zebedeo apoyaron con vehemencia su afirmación. Entonces mi hermano Santiago se llevó las manos a la cabeza.
—Creo que expulsaste al diablo de esa mujer —dijo Jasón—. Creo que puedes rezar para que deje de llover, y la lluvia para. Esas cosas sí, creo en esas cosas. Pero esto no, no lo acepto.
Cleofás se me acercó.
—¿Qué vas a hacer? —dijo en voz baja, pero los demás lo oyeron—. Cuando eras niño, muchas veces me pedías respuestas. ¿Lo recuerdas?
—Sí.
—Te dije que un día las respuestas me las darías tú. Y también te dije que yo explicaría todas las cosas que sabía.
—Sí.
—Bueno, ahora te digo: tú eres el Ungido. Eres Cristo el Señor. Y debes guiarnos a todos.
Pedro, los hijos de Zebedeo y Felipe asintieron, y dijeron que ellos también lo creían así.
—Debes guiarnos ahora, no tienes otra opción —dijo Cleofás—. Debes ir delante y enfrentarte a cuantos desafíen a Israel. Debes tomar las armas, como han predicho los profetas.
—No.
—Yeshua, no puedes eludir eso —dijo Cleofás—. Yo vi y oí en el Jordán. Y he visto el agua convertirse en vino.
—Sí, has visto esas cosas —dije—, pero yo no conduciré a nuestro pueblo a la batalla.
—Pero mira a tu alrededor —terció Jasón, acalorado—. Los tiempos lo exigen. Poncio Pilatos... bueno, él fue la razón de que Juan marchase al desierto. Fue Pilatos con sus malditos estandartes. Y la Casa de Caifás, ¿qué hicieron ellos para impedir ese desastre? Yeshua, tienes que llamar a Israel a que tome las armas.
—Hermano —dijo Santiago—, es así, sin la menor duda.
—No.
—Yeshua, las palabras de Isaías dicen que debes hacerlo —me recordó Cleofás.
—No me las cites, tío. Las conozco.
—Yeshua, si lo haces —dijo Santiago—, ¿cómo podemos fracasar? Hemos de tomar las armas. Es el momento que esperábamos, por el que rezábamos. Si tú dices que has hecho...
—Oh, sé muy bien lo desilusionados que estáis todos —dije—. Y he visto en mi mente los ejércitos que podría dirigir y las victorias que podría alcanzar. ¿Cómo podéis pensar que no sé esas cosas?
—Entonces ¿por qué no aceptas tu destino? —preguntó Santiago con rencor—. ¿Por qué siempre te echas atrás?
—Santiago, ¿no comprendes lo que yo quiero? Mira las caras de los que te rodean y han visto salir el vino de las tinajas. Quiero dar un mensaje nuevo que incendie el mundo entero. Ese vino es nada menos que la sangre de mis venas. ¡He venido a mostrar el rostro del Señor a todo el ancho mundo!
Quedaron en silencio.
—El rostro del Señor —repetí. Miré intensamente a Santiago, y luego a Cleofás. Los miré a todos, uno por uno—. A todos quiero llevarles el rostro del Señor.
Silencio. Permanecían inmóviles y me miraban, emocionados pero sin atreverse a hablar.
—¿No sabéis que todas las batallas que se libran con la espada son en definitiva batallas perdidas? —pregunté—. ¿No veis vosotros mismos que las Escrituras y la historia están llenas de batallas? ¿Qué sale de las batallas? No me habléis de Alejandro ni de Pompeyo ni de Augusto, de Germánico ni de César. No me habléis de estandartes, tanto si se han izado en los muros de Jerusalén como si se han perdido en la Selva de Teutoburgo, en el extremo norte. No me habléis del rey David ni de su hijo Salomón. ¡Miradme tal como estoy aquí! Quiero una victoria que sobrepase en mucho todo lo que ha sido escrito, con tinta o con sangre.
Seguí hablando contra su silencio.
—Y habéis de confiar en mí, y en que lo haré. ¡Ya sea a través de señales y maravillas, o llamando en particular a las personas, o en respuesta a peticiones puntuales., unas triviales y otras enormes! Yo os llamo a que me sigáis. A que lo descubráis a mi lado.
No hubo respuesta.
—Empieza ahora, en esta boda —dije—. Y el vino que habéis bebido es para todo el mundo. Israel era el recipiente, sí, pero el vino fluye de ahora en adelante para todos. Oh, desearía poder señalar este momento como el del triunfo final, esta hermosa mañana con su cielo pálido y tranquilo. Desearía poder abrir las puertas para que todos beban de este vino aquí y ahora, y todo el dolor, el sufrimiento y la inquietud desaparezcan.
»Pero no he nacido para esto. He nacido para encontrar la manera de hacerlo a lo largo del Tiempo. Sí, éste es el tiempo de Poncio Pilatos. Sí, es el tiempo de José Caifás. Sí, es el tiempo de Tiberio César. Pero esos hombres no significan nada para mí. He entrado en la historia para todos los hombres. Y no voy a detenerme. Y seguiré decepcionándoos, y no sé a qué pueblo o qué ciudad me dirigiré ahora, sólo sé que iré a proclamar que el Reino de Dios ha venido a nosotros, que todos hemos de volvernos y prestarle atención, y predicaré allí donde mi Padre me diga que debo hacerlo, y encontraré ante mí el auditorio, y las sorpresas, que Él me tiene reservados.
—Nosotros vamos contigo, maestro —susurró Pedro.
—Contigo, Rabbí —dijo Juan.
—Yeshua, te lo ruego —dijo Santiago en voz baja—. El Señor nos dio su Ley en el Sinaí. ¿Qué estás diciendo, que pretendes ir a vagabundear por pueblos y ciudades? ¿A curar a los enfermos amontonados al borde de los caminos? ¿A obrar maravillas como ésta en una aldea tan diminuta como Cana?
—Santiago, te quiero —dije—. Cree en mí. Los cielos y la tierra fueron creados para ti, Santiago. Llegarás a entenderlo.
—Tengo miedo por ti, hermano —repuso.
—Yo tengo miedo por mí mismo —dije, y le sonreí.
—Estamos contigo, Rabbí—afirmó Nathanael.
Andrés y Santiago hijo de Zebedeo dijeron lo mismo. Mi tío asintió y dejó que los otros se interpusieran entre nosotros, con su clamoreo y sus brazos tendidos.
Mi madre se había acercado en algún momento mientras estábamos allí, y se mantenía apartada, escuchando quizás, o sencillamente observando. No lo supe. Salomé la Menor, mi hermana, estaba también allí, y llevaba de la mano al pequeño Tobías.
Detrás de ellos, y hacia la izquierda, en el extremo del huerto más alejado de nosotros, en medio de un bosquecillo de árboles iluminados por la luz de la mañana, una pequeña figura vuelta de espaldas se movía cadenciosamente a uno y otro lado, inclinando la cabeza cubierta por un velo.
Frágil y solitaria, la bailarina parecía saludar al sol naciente.
Salomé la Menor se adelantó.
—Yeshua, ahora tenemos que volver a Cafarnaum —le dijo—. Ven allí con nosotros.
—Sí, Rabbí, volvamos a Cafarnaum —dijo Pedro.
—Iremos contigo allá donde vayas —declaró Juan.
Pensé unos instantes y luego asentí.
—Preparaos para el viaje —dije—. Y a quienes no venís, tendremos que deciros adiós, de momento.
Santiago estaba apenado. Sacudió la cabeza, y volvió la espalda. Mis hermanos lo rodearon, perplejos y desolados.
—Yeshua —dijo Jasón—, ¿quieres que vaya yo contigo?
—Su rostro estaba lleno de una urgencia inocente.
—¿Puedes abandonarlo todo y seguirme, Jasón? —le pregunté.
Se quedó mirándome, sin expresión. Luego frunció el entrecejo y bajó los ojos. Se sentía dolido y desgarrado.
Miré de nuevo hacia la pequeña figura del extremo del huerto.
Hice un gesto de que me esperaran allí y crucé el huerto en dirección a la bailarina, que seguía con la cara vuelta a la luz que llegaba de lo alto de la tapia.
Recorrí toda la longitud de la casa, pasando delante de las habitaciones de las mujeres, protegidas con cortinas. Pisé los pétalos caídos sobre los que antes habían bailado los invitados.
Me coloqué detrás de la pequeña figura, que se movía al ritmo de la percusión de unos tambores distantes. — ¡Ana! —llamé.
Se sobresaltó y se dio la vuelta. Me miró y luego sus ojos se movieron en todas direcciones, hacia los pájaros posados en las ramas de los árboles, sobre su cabeza, y las palomas que zureaban sobre el tejado. Miró la casa, llena aún de luces, movimiento y ruido, un insistente y hermoso sonido rítmico.
—Ana —repetí, y le sonreí. Me llevé la mano al pecho—. Yeshua —dije. Abrí mi mano y la apreté contra mi pecho—. Yeshua.
Posé con suavidad mi mano en su garganta.
Ella se esforzó, con los ojos muy abiertos, y por fin susurró:
—¡Yeshua!
—Estaba pálida por la emoción—, ¡Yeshua! —gritó con voz ronca. Y luego, en voz alta—: ¡Yeshua!
—Y lo repetía.
—Escúchame —dije, y puse la mano en su oído y luego sobre mi corazón, los viejos gestos—. Escucha Israel —dije—, el Señor es nuestro único Dios.
Empezó a pronunciar las palabras. Yo las repetí, esta vez con los gestos que nos había visto hacer para ella cuando rezábamos todos los días. Repetí una vez más, y a la tercera vez ella recitó las palabras conmigo.
—Escucha Israel. El Señor es nuestro único Dios.
La abracé, y luego me volví para reunirme con los demás.
Y salimos al camino.