Authors: Anne Rice
Finalmente, mi madre dijo:
—¿Crees que te llevaríamos a donde tú no quisieras ir? Nunca haríamos una cosa así. Ahora, duerme.
Entonces se conformó y cerró los ojos.
Santiago se alejó para que nadie le viera llorar. Era su padre, y nos estaba dejando. Oh, todos éramos hermanos, pero él era el padre de Santiago y lo había tenido con una esposa joven a la que ninguno de nosotros, a excepción de Alfeo y Cleofás, había conocido. Cuando era un niño pequeño, Santiago había estado junto al lecho de muerte de su madre, con José. Y ahora, muy pronto José se iría también.
Fui a colocarme cerca de Santiago, y cuando él quiso me indicó que me acercara más. Estaba tan inquieto como siempre, revolviéndose a un lado y otro.
—No tenía que haber insistido en que viniera.
—Pero si no lo hiciste —dije—; él quiso venir, y mañana cuando salga el sol... estaremos allí.
—Pero qué sentido tiene eso de que uno bautice a otro, que no baje uno al río a bañarse por su cuenta como siempre, sino que sea otro... ¿Y has visto los soldados?
Las noticias que corren de todo lo que está pasando enfurecerán a ese bobo gobernador, sabes muy bien que será así.
Lo que supe es que necesitaba todas aquellas preocupaciones para no enfrentarse a la otra, la de quejose se estaba muriendo. De modo que no le dije nada. Y muy pronto se fue a discutir otra vez de lo mismo con Jasón, Rubén, Hananel, el rabino y el grupo más reciente de soldados del rey, varios de los cuales servían de escolta a los ricos que viajaban en literas de colores brillantes... Y yo me quedé atrás, contemplando la enorme multitud dispersa por aquel suelo pedregoso, y el cielo que se oscurecía en lo alto.
El aire cálido traía el suave aroma del río y los humedales verdes, y se oían los chillidos de los pájaros que siempre se reúnen en las cercanías del agua. Me gustaba y mi corazón cantaba también, pero al mismo tiempo sentía la misma tristeza que había percibido en mi madre. Era una sensación de ligereza y a la vez terrible: una especie de ambivalencia y asombro ante las cosas más pequeñas y triviales.
Algo estaba cambiando para siempre. Los niños, llamados ahora a acostarse, no percibían ese cambio, sólo la novedad y la aventura, como si se tratara de una excursión al mar grande.
Incluso mis hermanos se encontraban en un estado de euforia cansada, que ellos mismos se describían unos a otros como el deseo que tenían de confesarse, purificarse, incluso ser bautizados si insistía en ello Juan hijo de Zacarías, y regresar después a sus diversas ocupaciones, a este o aquel problema de su vida cotidiana, con energía renovada.
La conciencia que tenía yo de aquel momento era enteramente distinta. No quería apresurarme y tampoco quedarme atrás. No me preocupaba la distancia mayor o menor que había si tomábamos un camino u otro. Avanzaba despacio hacia lo que en definitiva significaba la separación de todo lo que me rodeaba. Lo sabía. Lo sabía sin saber cómo ni qué ocurriría en concreto. Y en el único lugar en que veía esa misma conciencia —y en cierta manera la misma aceptación—, era en la dulce mirada habitual de mi madre.
Era media mañana, bajo un cielo gris y desapacible, cuando llegamos al lugar de la reunión bautismal.
Ni siquiera el número de los nuestros nos había preparado para las dimensiones de aquella multitud extendida a lo largo de ambas orillas, hasta donde alcanzaba la vista, muchos de ellos instalados en tiendas ricamente decoradas y con vituallas dispuestas sobre sus alfombras, mientras otros eran vagabundos andrajosos que venían a codearse con los sacerdotes y los escribas.
Inválidos, mendigos, ancianos e incluso las mujeres pintarrajeadas de la calle formaban parte de aquel gentío, al que venían a sumarse todos los que habían llegado con nosotros.
Los soldados del rey estaban por todas partes, y reconocimos los uniformes de quienes servían aquí al rey Heredes Antipas, y los que servían al otro lado a su hermano Filipo, y alrededor de unos y otros a mujeres suntuosamente vestidas, rodeadas por sus sirvientes, o que simplemente asomaban la cabeza desde sus lujosas literas.
Cuando finalmente alcanzamos a ver al propio Juan, la multitud guardó silencio y los himnos que se cantaban a lo lejos quedaron como un simple fondo acústico. Hombres y mujeres se despojaban de sus ropajes exteriores y entraban en el agua sólo con sus túnicas, y algunos hombres se quitaban incluso éstas, y con sólo un paño sujeto a las caderas se acercaban a la silueta claramente visible de Juan, en medio de sus numerosos discípulos.
Por todas partes se oían los susurros confidenciales de quienes confesaban sus pecados y pedían perdón al Señor, entre murmullos lo bastante altos para que se oyera la voz pero no se distinguieran las palabras, mientras los ojos se cerraban y las ropas caían entre los juncos, y la gente se metía en el humedal y luego en el río.
Los discípulos de Juan lo flanqueaban a izquierda y derecha.
Él mismo era inconfundible. Alto, con el polvoriento pelo negro muy largo, cayendo sobre los hombros y la espalda, recibía a un peregrino tras otro; sus ojos oscuros brillaban a la luz gris de la mañana, y su voz profunda dominaba todo el rumor de voces que le rodeaba.
—Arrepentíos, porque el Reino de los Cielos está cerca —decía, como si cada vez fuera la primera, y quienes le rodeaban repetían la frase, hasta que pronto percibimos que sonaba como una salmodia que variaba de timbre y tono en ciertos momentos, al azar de las incesantes confesiones.
Jasón y los jóvenes se quedaron atrás, cruzados de brazos, observando. Pero uno a uno mis hermanos bajaron, se quitaron sus ropas y entraron en el agua.
Vi a Santiago sumergirse en la corriente y emerger despacio mientras Juan, sin que su rostro cambiara lo más mínimo por el presumible reconocimiento, derramaba el agua de una concha sobre su cabeza.
Josías, Judas y Simón se acercaron a los discípulos, y con ellos fueron sus hijos y sobrinos. Menahim llevaba de la mano a Isaac el Menor, muy pegado a él porque al parecer le asustaban el suelo esponjoso y los densos juncales, y el mismo río a pesar de que su profundidad no pasaba de las rodillas de alguien de pie.
Una tienda sostenida por cuatro postes decorados se abrió sonoramente al viento cuando las nubes grises se apartaron para dar paso a un sol radiante. Salió de ella un rico recaudador de impuestos, un hombre al que sólo conocía de mis viajes para trabajar o visitar Cafarnaum.
Se colocó a mi lado y observó la masa móvil de los bautizantes y los bautizados; el grosor de aquella multitud parecía hincharse y crecer a derecha e izquierda mientras la observábamos.
De entre la gente situada detrás de nosotros, abriéndose paso a codazos para avanzar, salió un fariseo ricamente vestido y con una larga barba blanca, acompañado por dos hombres pertenecientes a la clase sacerdotal, a juzgar por sus finas vestiduras de lino.
—¿Con qué autoridad haces esto? —preguntó el fariseo de la barba blanca—. Vamos, Juan hijo de Zacarías. Si no eres Elías, ¿por qué convocas aquí a la gente para el perdón de sus pecados? ¿Quiénes son tus discípulos?
Juan se detuvo y levantó la mirada.
El sol que asomaba detrás de las nubes grises obligó a Juan a entornar los ojos para ver mejor al hombre que se le enfrentaba. Su mirada se detuvo un momento en mí y en el recaudador de impuestos.
De nuevo habló el fariseo:
—¿Con qué autoridad te atreves a traer a estas gentes aquí?
—¿Traer? ¡Yo no los he traído! —respondió Juan, Su voz dominaba sin esfuerzo el tumulto de los reunidos.
Retenía su aliento como una persona acostumbrada a hablar por encima de los ruidos o del viento.
—Os lo he dicho. No soy Elías. No soy el Cristo. ¡Os he dicho que quien llega después de mí está delante de mí!
Parecía ganar fuerzas mientras hablaba. Los discípulos seguían bautizando a los peregrinos.
Vi a Abigail entrar en el río totalmente vestida. Y el joven que le indicaba por señas que había de arrodillarse en el agua era mi primo Juan hijo de Zebedeo. Estaba allí, con sus ropajes mojados pegados al cuerpo, el cabello largo y sin peinar, un muchacho de apenas veinte años arrimado al hombre que gritaba ahora a todo el que quisiera escucharle:
—¡Os repito que sois una raza de víboras! Y no penséis que estáis a salvo declarándoos hijos de Abraham. Os digo que el Señor puede hacer crecer hijos de Abraham de estas mismas piedras. En este mismo momento, el hacha está ya cortando el árbol de raíz. ¡Los árboles que no dan buen fruto serán derribados, y arrojados al fuego!
En todas partes, la multitud miraba de reojo a los rabinos y sacerdotes que se adelantaban al oír las voces de Juan.
Jasón le gritó:
—¡Juan, dinos de dónde te viene la autoridad para decirnos esas cosas! Es lo que quiere saber esta gente.
Juan miró en su dirección, pero no pareció reconocerlo, o no más de lo que reconocía a cualquier otro hombre en particular, y contestó:
—¿No os lo he dicho? Os lo repetiré. Yo soy la voz que clama en el desierto, para preparar el camino al Señor, para facilitar su paso. Por todos los barrancos bajará el agua, y las montañas y colinas se allanarán; los lisiados caminarán erguidos y los caminos tortuosos serán rectos... ¡y todos los que son de carne y hueso verán la salvación de Dios!
Pareció que incluso quienes se encontraban en los límites más lejanos de aquella multitud le oían. Se alzó un clamor de voces que daban gracias, y más y más personas entraron en el río. Jasón y Rubén bajaron también al río.
Vi que Juan subía por la orilla, con su largo cabello lacio todavía empapado, para acercarse a José, que trataba de caminar sostenido por Santiago y mi madre.
El recaudador de impuestos contemplaba el descenso al río del anciano.
Juan recibió él mismo a José, pero de nuevo no vi en sus ojos ningún signo de que reconociera al hombre y ala mujer que tenía delante. Entraron en el río como todos los demás; y él vertió sobre sus cabezas el agua de su concha.
De nuevo lo llamaron a gritos desde la multitud. Esta vez era Shemayah, que empezó a gritar de repente como si no pudiera contenerse:
—¡Qué hemos de hacer entonces!
—¿Tengo que decíroslo? —respondió Juan. Se echó atrás y de nuevo alzó la voz con la facilidad aparente de un orador—. Aquel de entre vosotros que posea dos túnicas, que las comparta con el que no tiene ninguna; y los que tenéis comida en abundancia, habéis de darla a los que pasan hambre.
De pronto fue el joven recaudador de impuestos que estaba a mi lado quien gritó:
—¡Maestro!, ¿qué hemos de hacer nosotros?
La gente volvió la cabeza para ver quién hacía aquella pregunta encendida, que parecía salir directamente de su corazón.
—Ah, no recaudéis más de lo que se os ha ordenado recaudar —respondió Juan. Una amplia oleada de murmullos aprobadores se alzó de las personas que estaban en las orillas. El recaudador asintió con la cabeza.
Pero ahora eran los soldados del rey los que se adelantaban:
—¡Y qué has de decirnos a nosotros, maestro! —gritó uno—. ¡Dinos qué podemos hacer!
Juan les miró, entornando otra vez los ojos para evitar los rayos del sol que se filtraban entre las nubes.
—No toméis dinero por la fuerza, eso podéis hacer. Y no acuséis a nadie en falso, y conformaos con vuestra paga.
De nuevo hubo cabezadas de asentimiento y murmullos de aprobación.
—Yo os digo que El que viene detrás de mí tiene ya en Sus manos el cedazo con que va a separar en la era el grano que guardará en el troje y la paja que arrojará para que arda en el fuego eterno.
Muchos que antes no se habían movido se acercaron ahora al río, pero en ese momento una gran conmoción agitó a la multitud. La gente se volvía a mirar, y se oían gritos de asombro.
Hacia la derecha y por encima de donde estaba yo, apareció en la ladera un nutrido grupo de soldados, y en medio de ellos una figura reconocible, que hizo que todos callaran cuando se aproximó a la orilla del río. Los soldados barrieron la hierba para que él la pisara, y cuando se apeó sostuvieron en alto los bordes de su largo manto púrpura.
Era Herodes Antipas. Nunca lo había visto tan de cerca: era un hombre alto, impresionante, pero su mirada era dócil cuando contempló maravillado al hombre que bautizaba en medio del río.
—¡Juan hijo de Zacarías! —gritó el rey. Un silencio incómodo cayó rápidamente sobre todos los que le veían y habían oído su voz.
Juan levantó la mirada. De nuevo entornó los ojos. Luego alzó la mano para protegerlos.
—¿Qué debo hacer yo? —gritó el rey—. Dime, ¿cómo puedo arrepentirme? —Su rostro estaba tenso y grave, pero no había burla en él, sólo una intensa concentración.
Juan tardó unos instantes en responder, y entonces lo hizo con voz fuerte.
—Deja a la esposa de tu hermano. No es tu esposa. ¡Ya conoces la Ley! ¿No eres judío?
La multitud se estremeció. Los soldados se arrimaron más al rey como si anticiparan una orden, pero el propio rey estaba inmóvil y se limitaba a observar a Juan, que ahora se había acercado otra vez a mi querido José y lo sostenía por los hombros para ayudarle a salir del agua.
El recaudador de impuestos se dirigió hacia el grupo que formaban mi madre y Santiago, con intención de ayudarlos. Luego se desprendió de su rico manto, lo dejó caer entre los juncos como cualquier prenda de lana, y fue a ponerse de rodillas delante de Juan como habían hecho antes todos los demás.
José miraba al recaudador, que sumergió su cabeza, la levantó de nuevo y se secó el agua que le corría por la cara. De sus relucientes cabellos untados con óleo caían gruesos goterones.
El rey permaneció impasible ante la escena y luego, sin pronunciar palabra, dio media vuelta y desapareció entre las filas de sus soldados. Todo el grupo, con el sol arrancando reflejos de las puntas doradas de las lanzas y los escudos redondos, desapareció de la vista como tragado por los nuevos peregrinos que iban llegando.
Docenas de hombres y mujeres entraron en el agua.
Vi quejose me miraba, con ojos vivaces y su expresión familiar.
Bajé al río. Pasé al lado de José y mi madre, y del recaudador de impuestos que sujetaba por el codo a José, listo para ayudarlo debido a su edad, aunque ya estaba allí Santiago para hacerlo.
Me coloqué frente a Juan hijo de Zacarías.
Siempre suelo llevar la vista baja. En las ocasiones en que a lo largo de mi vida me han siseado o insultado, casi nunca desafío con la mirada a quien lo hace, y prefiero volverme a otra parte y seguir con mi trabajo como si no pasara nada. Mi actitud suele ser tranquila.