Authors: Anne Rice
Pero también sabía que había dado a Abigail a otro hombre, que la había perdido para siempre.
Y ahora me oprimía la cantidad de posibilidades, posibilidades que tal vez yo había entrevisto en los momentos íntimos cuando tendido en la arboleda pensaba en ella, posibilidades desbaratadas por la necesidad y por mi decisión. Ahora me llegaban como reproches susurrados que tomaban una forma etérea al pasar ante mis ojos empañados: Abigail mi esposa, Abigail y yo juntos en una casa pequeña, Abigail y yo dedicados a trabajos rutinarios en una glorieta con pámpanos colgando del emparrado, las fatigas diarias y su piel suave... Apenas puede uno atreverse a imaginar una cosa así, el roce de los labios, un cuerpo que se aprieta contra el mío en la oscuridad, noche tras noche... Ah, la esencia de lo que habría venido después, de todo lo que habría podido venir si yo la hubiera tomado por esposa, si hubiera hecho lo que esperaban de mí todos los hombrea del pueblo, lo que habían esperado mis hermanos mucho antes que todos los demás hombres, si hubiera hecho lo que la costumbre y la tradición me exigían. Si hubiera hecho lo que mi propio corazón parecía desear para mí.
No quería dormir. Temía los sueños, quería paz, quería que llegara el día siguiente para poder caminar, quería que siguiera cayendo la lluvia hasta apagar todos los demás ruidos en aquella habitación, cada palabra que se pronunciara. ¿Y por qué a esas horas y después de tantos acontecimientos seguían hablando?
Levanté la vista. Santiago estaba de pie, mirándome ceñudo. A su lado estaba Cleofás. Mi madre tiraba de su hermano para llevárselo de allí, y finalmente Santiago lo soltó:
—¿Y cómo vamos a proporcionar a la novia un vestido adecuado y un velo y un pabellón y todos los acompañantes de los que has hablado con tanta vehemencia, para casarla con un hombre como el nieto de Hananel de Cana?
—Se quitó las sandalias con rabia—. Dime qué escondes detrás de esa fanfarronada, dímelo tú que eres el responsable de este desastre, de este verdadero desastre. ¿Cómo puedes pedir para ella un ajuar y unos preparativos que nadie en esta casa ha podido dar ni siquiera a tu hermana?
Se disponía a soltar un torrente de palabras, pero yo me puse en pie.
Mi tío Cleofás habló en tono amable:
—¿Por qué no podías haberte casado tú con ella, hijo mío? —preguntó suplicante—. ¿Quién te obliga a no tomar mujer?.
—Oh, vale demasiado para eso —declaró Santiago—. Quiere superar a Moisés, y no casarse; quiere hacerlo mejor que Elías, y no casarse. Vivir como un esenio, pero no con los Esenios porque es demasiado bueno para ellos. Y de haber estado otro hombre con esa chica en la arboleda, ella estaría ahora perdida. Pero todos te conocen y saben que no, que tú jamás la tocarías.
Tomó aliento para soltar otra andanada de palabras, pero yo lo detuve.
—Antes de que te pongas enfermo de rabia —dije—, déjame que le pida una cosa a mi madre: por favor, ve a buscar los regalos que me hicieron cuando nací. Tráelos aquí, donde los veamos.
—Hijo mío, ¿estás seguro?
—Estoy seguro —contesté con la mirada fija en Santiago. Quiso hablar y le dije—: Espera.
Mi madre salió de la habitación.
Santiago se me quedó mirando con frío desdén, dispuesto a estallar en cualquier momento. Mis hermanos se habían agrupado ahora detrás de él. Mis sobrinos miraban también, y habían entrado en la habitación tía Esther y Mará. Shabi, Isaac y Menahim estaban de pie, apoyados contra la pared.
Yo miré con firmeza a Santiago.
—Estoy cansado de ti, hermano —dije—. En mi corazón, estoy cansado.
Se quedó atónito y estrechó los ojos.
Mi madre volvió. Traía un cofre demasiado pesado para ella, y Mará y Esther la ayudaron a llevarlo hasta el centro de la habitación y colocarlo en el suelo frente a nosotros.
Durante décadas ese cofre había estado escondido, incluso después de nuestro regreso de Egipto. Santiago había visto aquel cofre. Santiago sabía lo que contenía, pero mis otros hermanos nunca habían puesto sus ojos en él, porque eran hijos de mi tío Cleofás, y habían nacido después que yo. Ninguno de los más jóvenes lo había visto nunca. Tal vez los niños presentes en la habitación nunca habían oído hablar de él. Puede que Mará y María la Menor no supieran de su existencia.
Era un cofre persa, forrado con una lámina de oro y decorado de forma exquisita con espirales de pámpanos y granadas. Incluso las asas del cofre eran de oro. Brillaba a la luz, y resplandecía como lo había hecho el oro del collar de Abigail en su cuello.
—¡Nada es suficiente para ti!, ¿eh, Santiago? —dije conteniendo la voz. Luchaba por controlar mi ira—. Los ángeles que llenaron aquella noche el cielo de Belén, y los pastores que acudieron a la puerta del establo a contar a mi madre y mi padre que los ángeles cantaban, no, no bastan para ti. Y tampoco los Magos, los hombres lujosamente ataviados que venían de Persia y entraron en las estrechas calles de Belén con su caravana, guiados allí por una estrella que refulgía en el cielo. ¡No te basta! No te basta haber visto tú mismo a los hombres que dejaron este cofre al pie de mi cuna. No, no basta, nunca basta, ninguna señal es suficiente. Ni las palabras de nuestra santa prima Isabel, madre de Juan hijo de Zacarías, antes de morir, cuando nos contó las palabras pronunciadas por su marido al dar a su hijo el nombre de Juan, cuando nos habló del ángel que había anunciado su nacimiento. No, no basta. Y tampoco las palabras de los profetas.
Me detuve. El se asustó. Dio un paso atrás y mis hermanos se apartaron también de mí, incómodos.
Yo di un paso adelante y Santiago retrocedió de nuevo.
—Eres mi hermano mayor y el cabeza de esta familia —dije—, y debo tener paciencia contigo. Y te he prestado obediencia y he intentado tener paciencia, y lo intentaré otra vez, y tendrás todo mi respeto porque te quiero y siempre te he querido, sabiendo quién eres y lo que eres, y que has soportado lo que todos hemos de soportar.
El seguía sin habla, agitado.
—Pero ahora escucha esto —añadí.
Me acerqué al cofre y lo abrí. Retiré la tapa. Miré el contenido, los jarrones relucientes de alabastro y la gran colección de monedas de oro, abrigadas en su caja forrada de terciopelo. Saqué la caja y volqué las monedas en el suelo. Las vi relucir al desparramarse.
—Ahora escucha esto —repetí—. Esto es mío, me fue dado a mi nacimiento, y yo lo doy ahora para el ajuar de novia de Abigail, y para sus anillos y brazaletes y por todas las riquezas que le han sido arrebatadas; lo doy para su pabellón. ¡Lo doy para ella! Y hermano, te digo que no voy a casarme. ¡Y esto... esto es mi rescate por no hacerlo!
—Señalé las monedas—. ¡Mi rescate!
Me miró desconcertado. Miró las monedas desparramadas. Monedas persas. Oro puro. El oro más puro con que un hombre puede acuñar una moneda.
No volví a mirarlas. Las había visto una vez, mucho tiempo atrás. Sabía qué aspecto tenían; sabía cuál era su tacto, su peso. No las miré ahora. Pero las vi brillar en la oscuridad.
Mi visión se nubló cuando volví a mirar a Santiago.
—Te quiero, hermano mío —dije—. ¡Pero ya déjame en paz!
Sus manos se alzaron, sus dedos se entreabrieron inseguros. Vino hacia mí.
Los dos nos acercamos para abrazarnos.
En ese momento sonaron golpes en la puerta, golpes insistentes, uno y otro y otro.
Fuera soñó la potente voz de Jasón.
—Yeshua, ábrenos. Yeshua, abre la puerta.
Agaché la cabeza y me crucé de brazos. Miré a mi madre y le dirigí una sonrisa cansada, y ella me acarició la nuca con su mano.
Cleofás abrió.
Desde el diluvio atronador de fuera entró el rabino, protegido bajo una cubierta de mantas de lana, y junto a él Jasón, amparado de la misma manera. El viento hizo portear con estrépito la puerta y una ráfaga cruzó la habitación como un animal salvaje entre nosotros. Cleofás cerró la puerta.
—Yeshua —dijo el rabino sin una palabra de saludo a los demás—. En nombre del Cielo, detenía.
—¿Detenerla? —preguntó Santiago—. ¿Detener a quién?
—¡La lluvia, Yeshua! —imploró el rabino desde la sombra de su capucha de lana—. ¡Yeshua, es una inundación!
—Yeshua —dijo Jasón—, el pueblo está a punto de desaparecer bajo las aguas. Todas las cisternas, los mikvahsy los cántaros, están llenos a rebosar. ¡Estamos en medio de un lago! ¿Quieres mirar fuera? ¿Quieres oírlo? ¿Puedes escucharlo?
—¿Queréis que rece para que deje de llover? —pregunté.
—Sí —dijo el rabino—. Rezaste para que empezara, ¿no es así?
—Recé durante semanas, como todos los demás.
—Era cierto. Mi mente volvió al momento terrible en el claro de la colina. «Padre, detenlo... Envía la lluvia»—. Rabino —le dije—, por más que yo rezara, fue el Señor mismo quien nos envió la lluvia.
—Bueno, claro que sí, sin duda, hijo mío —repuso el rabino con suavidad, las manos tendidas para encontrar las mías—. ¡Pero por favor, reza de nuevo al Señor para que El pare la lluvia! Te lo ruego.
Mi tía Esther se echó a reír. Cleofás también empezó a reírse, con una risa ahogada como un susurro, hasta que mi tía Salomé se unió a ellos, seguida inmediatamente por María la Menor.
—¡Silencio! —dijo Santiago. Todavía estaba agitado por lo sucedido antes, pero se contuvo y me miró—. Yeshua, ¿quieres dirigir el rezo de todos para que el Señor cierre las compuertas del cielo ahora, si ésa es Su voluntad?
—¡Daos prisa! —urgió Jasón.
—Callad —dijo el rabino—. Yeshua, reza.
Yo incliné la cabeza. Les aparté a todos de mi mente.
Aparté de mi mente todo lo que se interponía entre mí y las palabras que pronunciaba; puse en ellas mi corazón y mi aliento.
—Señor bondadoso, creador de todas las cosas buenas —dije—, que nos has salvado en este día del derramamiento de sangre inocente...
—¡Yeshua! ¡Pídele sólo que pare la lluvia! —exclamó Jasón—. Si no, todos los miembros de esta familia tendremos que ir por martillos, clavos y madera para construir un arca, ¡porque vamos a necesitarla!
Cleofás estalló en una risa incontenible. Las mujeres intentaban disimular sus sonrisas. Los niños miraban pasmados.
—¿Puedo continuar?
—Reza, antes de que todas las casas se derrumben —me urgió Jasón.
—Señor de los Cielos, si es Tu voluntad, haz que acabe esta lluvia.
La lluvia cesó.
El repiqueteo en el techo cesó. Cesaron las ráfagas furiosas contra los postigos. El silbido agudo de la lluvia azotando los árboles se apagó.
La habitación quedó sumida en un silencio incómodo. Luego oímos el gorgoteo del agua que bajaba por los desagües, se agolpaba en los numerosos canalones y goteaba desde el borde de los aleros.
Me invadió una sensación de frío, un hormigueo como si mi piel estuviera doblemente viva. Sentí un vacío, y luego una recuperación gradual de lo que fuera que había salido de mí. Suspiré, y de nuevo mi visión se hizo húmeda y borrosa.
Oí al rabino entonar el salmo de acción de gracias. Recité las palabras con él.
Cuando llegó al final, empecé otro en la lengua sagrada:
—Resuene el mar y cuanto contiene —dije—, y el mundo con todos los que lo habitan. Que los ríos alcen las manos para aplaudir, que las montañas griten de alegría, ante el Señor que llega, que viene a gobernar la Tierra, a gobernar el mundo con justicia y a los pueblos con equidad.
Ellos repitieron mis palabras.
Me sentía mareado, y tan cansado que podía haberme dejado caer allí mismo. Me volví y me arrimé a la pared, y muy despacio tomé asiento a la izquierda del brasero. José se sentó también y se quedó observándome como antes.
Finalmente, levanté la vista. Todos estaban en silencio, incluso los niños más pequeños. El rabino me miraba con dulzura y cierta tristeza, y Jasón parecía embobado, hasta que se sacudió como si volviera a la realidad y me dijo con una reverencia:
—Gracias, Yeshua.
El rabino me dio también las gracias, y lo mismo hicieron todos los presentes, uno por uno. Luego Jasón señaló. — ¿Qué es eso?
Miraba el cofre de oro. Su mirada recorrió las monedas desparramadas que relucían en la penumbra. Tragó saliva, asombrado:
—De modo que eso es el tesoro —dijo—. Vaya, nunca creí que existiera.
—Ven, vámonos —dijo el rabino, y le empujó hacia la puerta—. Buenas noches a todos, benditos niños, y mi bendición a todos los que se cobijan bajo este techo. Y muchas gracias de nuevo.
Se oyeron murmullos corteses, ofrecimientos de vino, los inevitables cumplidos. La puerta se abrió y volvió a cerrarse. Silencio. Me tendí de lado, con mi brazo como almohada, y cerré los ojos.
Alguien recogió las monedas y volvió a colocarlas en su caja. Eso fue todo lo que llegué a oír, y unos pasos cautelosos. Luego me sumergí en un lugar seguro, un lugar donde podría estar solo por unos momentos, a pesar de todas las personas apiñadas a mi alrededor.
La tierra estaba recién lavada. El arroyo rebosaba y los campos habían absorbido la lluvia y pronto estuvieron listos para el arado, a tiempo aún para una cosecha abundante. El polvo ya no cubría la hierba y los viejos árboles, y los caminos, blandos y encharcados el primer día, quedaron desde el segundo bastante practicables, y por todas partes en las colinas brotaron las inevitables y confiadas flores silvestres.
Todas las cisternas, los mikvahs, cántaros, jarras, barreños y barriles de Nazaret y las aldeas próximas estaban llenos a rebosar. En todo el pueblo se desplegó el lujo y la alegría de la ropa lavada y tendida a secar. Las mujeres reanudaron con pasión renovada el trabajo en los huertos.
Por supuesto se habló mucho de la existencia de hombres santos que podían traer la lluvia y hacer que parara simplemente con pedirlo al Señor; el más famoso de ellos había sido probablemente Joni, el dibujante de círculos, un Galileo de varias generaciones atrás, pero hubo también muchos otros.
Y así, la gente venía a verme y entraba y salía de casa, no para decir «Ah, qué gran milagro, Yeshua», sino más bien: « ¿Por qué no rezaste antes para que lloviera?», o «Yeshua, sabíamos que sólo era necesario que tú rezaras, pero la cuestión es por qué esperaste tanto», y así sucesivamente.
Algunos lo decían en tono de broma, y la mayoría con buena intención. Pero algunos hacían esas observaciones en son de burla, y la murmuración recorría todo Nazaret y se decía: « ¡De haber estado cualquier otro hombre en aquella arboleda...!», y «Bueno, visto que se trataba de Yeshua, está claro que no ocurrió nada».