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Authors: Anne Rice

Camino A Caná (15 page)

BOOK: Camino A Caná
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Pero conseguimos llegar a nuestro patio, abrir presurosos las puertas de la casa y precipitarnos todos dentro.

Depositamos en el suelo a José con todo miramiento, y su pelo blanco chorreaba, aplastado contra su calva rosada. Lámpara tras lámpara fueron encendidas.

Las mujeres, todas en grupo, se llevaron a Abigail al interior de la casa, y sus sollozos iban despertando ecos en las paredes y las escaleras por las que subieron hasta las habitaciones pequeñas del segundo piso, reservadas a las mujeres. Los hombres se dejaron caer exhaustos en el suelo.

La vieja Bruria y mi madre trajeron ropa seca para todos, acompañadas por María la Menor y Mará, que habían estado con ellas todo el rato. Se ocuparon de secarnos, llevarse nuestros vestidos mojados y frotarnos el pelo.

Santiago estaba tendido sin resuello, mirando al techo.

Entró el viejo tío Alfeo, asustado y sorprendido. Luego apareció tío Cleofás, chorreando agua y sin aliento. Con él entró el último niño que faltaba. Fue él, ayudado por Menahim, quien atrancó la puerta.

La lluvia repiqueteaba sobre la techumbre. Bajaba por los desagües y los caños hacia las cisternas, el mikvah y los numerosos cántaros colocados bajo los canalones alrededor de la casa. Golpeaba los postigos de madera. Chocaba, ráfaga tras ráfaga, contra las puertas, que crujían.

Nadie habló mientras nos secábamos y poníamos la ropa limpia que nos ofrecían. Mi madre cuidaba de José, y le ayudaba a quitarse con cuidado los vestidos empapados. Los chicos soplaban las brasas e iban de un lado a otro excitados, buscando más lámparas que encender en aquella estancia cómoda y resguardada.

De pronto, llamaron a la puerta.

—Si se atreve —dijo Santiago, que se puso en pie y agitó el puño en el aire—, si se atreve a venir aquí, lo mato.

—Calla, basta ya —le ordenó su esposa Mará.

Llamaron de nuevo, discretamente pero con insistencia.

Oímos una voz al otro lado de la puerta.

Fui hasta la entrada, retiré la tranca y abrí.

Eran Rubén, con sus finos vestidos de lino tan empapados como los de cualquiera, y su abuelo, encogido bajo un cobertor de lana; y detrás de ellos, sus caballos y los sirvientes que habían alquilado.

Santiago les dio de inmediato la bienvenida.

Yo acompañé a los sirvientes y los animales al establo. La puerta estaba abierta, de modo que todo estaba mojado en el interior, pero pronto los caballos estuvieron desensillados y con un montón de heno fresco en el suelo. Los hombres me dieron las gracias con gestos. Luego les trajeron vino y empinaron la bota.

Volví a la puerta principal al resguardo del alero del tejado, pero aun así estaba empapado al entrar en la casa.

Otra vez mi madre me recibió con una manta seca y me apoyé en la puerta, respirando pesadamente y jadeando.

Hananel y su nieto, ya con vestidos secos de lana, estaban sentados junto al brasero del suelo, frente a José. Todos tenían tazones de vino. José dio la bendición con voz ahogada, e invitó a beber a los visitantes.

El viejo erudito volvió la vista hacia mí, y luego miró a José. Probó el vino, y dejó el tazón junto a sus piernas cruzadas.

—¿Quién habla por la chica ahora? —preguntó.

—Abuelo, por favor... —dijo Rubén—. Queremos agradeceros a todos vuestra amabilidad, muchas gracias.

—¿Quién habla por ella? —insistió Hananel—. No quiero quedarme en esta aldea miserable ni un minuto más de lo necesario. Para eso he venido, y de eso quiero hablar ahora.

José señaló con un gesto a Santiago.

—Yo hablo por ella —dijo Santiago—. Mi padre y yo hablamos por ella. ¿Qué deseas decirme en relación con ella? Esa chica es nuestra pariente.

—Ah, y nuestra también —dijo Hananel—. ¿Qué te parece que deseo decir? ¿Por qué crees que me he tomado el esfuerzo de bajar a este estercolero? He venido aquí con una petición de matrimonio para la chica en favor de mi nieto Rubén, que se sienta aquí a mi derecha, y al que conocéis muy bien, como yo os conozco a vosotros. Y hablo ahora de matrimonio entre mi hijo y esa chica. Su mal padre la ha abandonado delante de los ancianos de este lugar y a la vista de todos los presentes, incluidos mi nieto y yo mismo, de modo que si eres tú quien habla ahora por ella, respóndeme por ella. José se echó a reír.

Nadie más dijo una palabra, ni se movió, ni siquiera respiró más fuerte. Pero José río y miró el techo. Sus cabellos blancos ya estaban secos, y sus ojos húmedos refulgían al resplandor de las brasas. Río como si estuviera soñando.

—Ay, Hananel —dijo—. Cuánto te he echado de menos, y ni siquiera lo sabía.

—Sí, y yo también te he echado de menos, José. Y ahora, antes de que lo digáis vosotros, hombres listos, dejadme decirlo a mí: la chica es inocente; era inocente ayer y es inocente hoy. Y es muy joven.

—Amén —dije.

—Pero no es pobre —observó Santiago—. Tiene dinero que viene de su madre, y tendrá un contrato de matrimonio como es debido, refrendado en esta misma habitación antes de estar prometida ni casada con nadie, y será una novia desde que salga por esta puerta hasta su noche de bodas.

Hananel asintió.

—Trae la tinta y el pergamino —dijo—. Ah, escuchad cómo llueve. ¿Qué posibilidades tengo de dormir bajo mi propio techo esta noche?

—Nos sentiremos honrados de que duermas en nuestra casa, señor —dije, y Santiago me respaldó musitando algunas palabras llenas de orgullo.

Todo el mundo insistió en la invitación. Mi madre y la vieja Bruria corrieron a preparar potaje y pan caliente.

Desde algún lugar de la casa, por encima del piso bajo, oí un murmullo de voces femeninas que dominaba incluso el tabaleo constante de la lluvia. Vi volver a Mará, aunque no me había dado cuenta de que se hubiera ido. De modo que Abigail estaba ya enterada de lo que ocurría, mi preciosa y angustiada Abigail.

Tía Esther trajo varias hojas de pergamino, tinta y pluma.

—Escribid, escribid —dijo Hananel en tono alegre—. Escribid que todo lo que corresponde a la herencia de su madre es suyo, de acuerdo con la costumbre pública, privada, escrita y no escrita, y con la tradición inveterada, sólo objetable mediante consenso de las partes, y de acuerdo con la propia declaración de la interesada, no obstante la negativa de su padre. Escribidlo.

—Señor —dijo mi madre—. Esto es todo lo que podemos ofrecerte, me temo, un poco de potaje, pera el pan está recién hecho y caliente.

—Es un banquete, hija mía —dijo él, e inclinó la cabeza con gravedad—. Conocí a tu padre y le tuve en estima. Éste es un buen pan. —Le dedicó una sonrisa, y luego miró ceñudo a Santiago—. Y tú, ¿qué estás escribiendo?

—¡Cómo! Escribo exactamente lo que has dicho.

Y así empezó.

Duró una hora entera.

Hablaron, discutieron cada una de las condiciones y cláusulas usuales. Santiago regateó sin piedad cada punto concreto. Las propiedades de la muchacha serían suyas a perpetuidad, y si alguna vez su marido, alegando no importa qué motivo, la repudiaba, sus propiedades retornarían a ella con las indemnizaciones que reclamaran sus parientes; y así discutieron cada punto tal como solía hacerse siempre, y discutieron y siguieron discutiendo. Y Santiago se salió con la suya todas las veces. De vez en cuando Cleofás le hacía una seña de asentimiento, o alzaba un dedo para exigir cautela, pero en general fue Santiago quien lo negoció todo, hasta que todo quedó escrito. Y firmado.

—Ahora os ruego, señores, que permitáis que la novia se case lo antes posible —declaró Hananel con un encogimiento de hombros cansado. Su voz se había difuminado un poco a causa del vino, y se frotaba los ojos como si le dolieran—. En vista de lo que ha sufrido esa niña, en vista de la disposición de su padre, celebremos ya la ceremonia. Dentro de tres días o antes incluso, insisto, por el bien de la chica. Yo me ocuparé de inmediato de los preparativos en mi casa.

—No, señor —dije—. Eso no será así.

Santiago me dirigió una mirada aguda, llena de aprensión y desconfianza. Pero ninguna mujer me miró. Para ellas estaba clara la objeción que yo iba a plantear.

—Dentro de pocos meses —dije—, por Purim, Abigail estará preparada para recibir al cortejo del novio, cuando venga a esperarla en el umbral de esta casa, y lo recibirá convenientemente ataviada para su nuevo marido y debajo del pabellón; y todos nuestros parientes saldrán a saludaros y a cantar, y desfilarán con vosotros y bailarán con vosotros, y entonces ella será vuestra.

Santiago me dirigió una mirada encendida. Mi tío alzó las cejas pero no dijo nada. José me observaba con placidez.

Mi madre asintió y las demás mujeres la imitaron.

—Eso significa esperar más de tres meses —suspiró Rubén.

—Sí, señor —confirmé—. Inmediatamente después de Purim, cuando todos hayamos escuchado el pergamino de Esther, como corresponde hacer.

Hananel me miró fijamente y después accedió.

—De acuerdo. Estamos conformes.

—Pero ahora, si se me permite —pidió Rubén—, pido si es posible verla sólo un momento, hablar con ella, para darle este regalo.

—¿Qué regalo es ése? —preguntó Santiago.

Le hice un gesto de que callara. Todos sabíamos que el compromiso no quedaría cerrado hasta que Abigail recibiera el regalo de Rubén.

Santiago miró a Rubén, ceñudo.

Este sacó el regalo con cuidado y apartó la envoltura de seda. Era un collar de oro, muy delicado y finamente trabajado. Tenía piedras preciosas que relucían. Yo nunca había visto nada así. Podía venir de Babilonia o de Roma.

—Dejadme ver si la chica está bien y puede hablar —dijo mi madre—. Señor, bebe tu vino y dame tiempo para hablar con ella. Estaré de vuelta tan pronto pueda.

Hubo algunos sonidos ahogados en la habitación de arriba. Bajaron varias mujeres. Rubén se puso en pie y Santiago hizo lo mismo. Yo estaba ya levantado.

Hananel miraba expectante, y las lámparas iluminaban su cara ligeramente despectiva y aburrida.

Trajeron a Abigail hasta la puerta.

Vestía una sencilla túnica de lana blanqueada y un manto, y llevaba el pelo recogido en unas hermosas trenzas.

Las mujeres la empujaron con suavidad hacia delante. Rubén quedó frente a ella.

El susurró su nombre. Le tendió el regalo envuelto en seda con ambas manos, como si fuera un objeto frágil que pudiera romperse en pedazos.

—Para ti, mi novia —dijo—. Si te dignas aceptarlo.

Abigail me miró. Yo le hice un gesto afirmativo.

—Vamos, puedes aceptarlo —la animó Santiago.

Ella recibió el regalo y desenvolvió la seda. Se quedó mirando el collar, en silencio. Estaba deslumbrada.

Sus ojos encontraron los de Rubén de Cana.

Yo miré al abuelo. Se había transformado. Su fría mirada de desdén había desaparecido. Miraba absorto a Abigail y su nieto. No dijo nada.

Fue Rubén quien habló con voz insegura.

—Mi preciosa Abigail —dijo—. He recorrido muchas leguas desde la última vez que te vi. He visto muchas maravillas y estudiado en muchas escuelas, y viajado a muchos lugares. Pero siempre he llevado en mi corazón un recuerdo querido, y era tu imagen, Abigail, cuando cantabas con las doncellas en el camino de Jerusalén. Y en mis sueños, oía tu voz.

Se miraron el uno al otro. El rostro de Abigail estaba sereno, y sus ojos, dulces y grandes. Entonces Rubén se ruborizó y tomó torpemente el collar, de modo que la seda en la que reposaba en las manos de Abigail cayó flotando al suelo. El abrió el cierre e hizo un gesto: ¿podía ella ponérselo al cuello?

—Sí—dijo mi madre. Y tomó el collar de sus manos y cerró el broche en la nuca de Abigail.

Yo me adelanté y coloqué mis manos sobre los hombros de Rubén y Abigail.

—Habla a este joven, Abigail —dije en voz baja—. Hazle saber lo que guardas en tu corazón.

Las facciones de ella se suavizaron y colorearon, y su voz sonó ahogada y llena de emoción.

—Soy feliz, Rubén. —Entonces sus ojos se humedecieron—. He sufrido una desgracia —murmuró.

—Lo sé...

—¡No he sido prudente!

—Abigail —susurré—, ahora eres una novia.

—Mi pequeña —dijo Rubén—. ¿Quién de nosotros es prudente ante una adversidad tan grande? ¿Qué es la juventud, y qué la inocencia, sino tesoros que perdemos muy pronto ante los embates del mundo? El Señor te ha preservado para mí durante mis años de loco vagabundeo, y yo sólo puedo darle las gracias.

Las mujeres los rodearon, abrazaron y palmearon, y luego apartaron a Rubén y se llevaron a Abigail escaleras arriba.

Miré a Hananel. Me estaba observando con fijeza. Sus ojos revelaban astucia, pero4a mirada era dócil y un poco triste.

Pareció que todos los presentes tenían necesidad de moverse, y ofrecieron a nuestros huéspedes trasladarse, si así lo deseaban, a una habitación seca y limpia que acababan de acondicionar, o insistieron en que bebieran un poco más de vino, o comieran más, o pasearan, o hicieran cualquier otra cosa que les apeteciera.

Hananel seguía con su mirada fija en mí. Me indicó que me acercara. Yo di unos pasos y me senté a su lado.

—¿Señor?

—Gracias, Yeshua hijo de José —dijo—, por haber venido a mi casa.

16

Finalmente, nuestros huéspedes quedaron acostados en sus habitaciones, en nuestras mejores alfombras, que habíamos colocado a guisa de camas sobre un lecho de paja, con los escasos almohadones finos que pudimos reunir y el inevitable brasero, y agua por si necesitaban. Por supuesto, aseguraron que aquello era mucho más de lo que esperaban, pero sabíamos que no era así e insistimos en proporcionarles sábanas de seda. Ellos rehusaron y nos dijeron que nos fuéramos a acostar. Yo volví a la habitación principal, donde dormía casi siempre, y me acosté al lado del brasero.

José tomó asiento en silencio como antes y me miró con ojos pensativos; y tío Cleofás se sentó frente al fuego y paladeó su tazón de vino a pequeños sorbos, mientras murmuraba algo para sí.

Yo sentía una violenta angustia. Me atacó mientras estaba tendido allí, en silencio y en la penumbra, sin hacer caso de las idas y venidas de mis hermanos José y Judas. Me atacó mientras era vagamente consciente de que Silas y Leví estaban haciendo los preparativos para acostarse, así como Cleofás el Menor y su esposa María.

Sabía que Abigail estaba a salvo y que en cierto modo sus desgracias habían terminado. Sabía que Hananel y su nieto Rubén serían buenos con ella toda su vida. Lo sabía.

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