Authors: Anne Rice
La puerta de la casa se abrió y Jasón se encogió un poco más contra la celosía, sobresaltado e inquieto.
Era Santiago.
—¿Qué te pasa esta noche? —preguntó a Jasón—. ¿Por qué andas rondando, con tu túnica de lino? ¿Qué te pasa? Pareces haber perdido la razón.
Mi corazón se encogió.
Jasón resopló con desdén.
—Bueno, eso no puede arreglarlo un carpintero —dijo—. Seguro que no.
Y se marchó colina arriba.
Santiago dejó escapar un suave bufido.
—¿Por qué lo aguantas, por qué le dejas entrar en este patio y comportarse como si estuviera en la plaza del mercado?
Volví a mi trabajo.
—Le aprecias mucho más de lo que das a entender—observé.
—Quiero hablar contigo —dijo Santiago.
—Ahora no, si me disculpas. Tengo que marcar estas líneas. Dije a los otros que lo haría. Les mandé a casa.
—Ya sé lo que has hecho. ¿Te piensas que eres el cabeza de familia?
—No, Santiago, no lo creo.
—Continué con mi trabajo.
—He decidido hablar contigo ahora mismo —dijo—. Ahora, cuando las mujeres están calladas y no hay niños por medio. He venido aquí para hablar contigo, y únicamente por esa razón.
Se paseó de un lado a otro, frente a los tablones. Yo los coloqué todos en fila. En línea recta.
—Santiago, el pueblo duerme. Yo casi estoy dormido. Quiero irme a la cama.
Tracé la línea siguiente, tan cuidadosamente como pude. Bastante bien. Coloqué el último tablón. Me detuve un momento para frotarme las manos. No me había dado cuenta pero mis dedos estaban rígidos de frío.
—Yeshua —dijo Santiago en voz baja—, ha llegado el momento y no puedes seguir retrasándolo. Has de casarte. Ya no hay ninguna razón para que sigas dando largas al asunto.
Lo miré.
—No te entiendo, Santiago.
—¿No me entiendes? Además, ¿dónde está escrito en las profecías que no has de casarte?
—Su voz era dura. Hablaba con una lentitud no habitual en él—. ¿Quién ha declarado que no puedes tomar esposa?
Bajé la vista de nuevo, cuidando de moverme muy despacio para no hacerle sentir de una forma más cruda mi desafío.
Acabé de trazar la última línea. Levanté la vista de los tablones. Muy despacio, me puse en pie. Sentía un dolor intenso en las rodillas, y me incliné para frotarme primero la izquierda y después la derecha.
El seguía de brazos cruzados, presa de una cólera fría muy distinta de los arrebatos ardientes de Jasón, pero que, a su propia manera, era incluso más furiosa. Evité su mirada lo mejor que supe.
—Santiago, nunca me casaré —dije—. Es hora de que acabemos con esta historia. Hora de que pongamos el punto final definitivo. Es algo que te preocupa a ti... y solamente a ti.
Alargó su mano como hacía a menudo y apretó mi brazo con la fuerza suficiente para que me doliera, y no la retiró.
—No me preocupa a mí solo —dijo—. Estás llevando mi paciencia al límite, eso es lo que haces.
—No lo hago a propósito. Estoy cansado.
—¿Tú estás cansado? ¿Tú?
—Sus mejillas enrojecieron. La luz de la linterna subrayó las sombras de sus ojos—. Los hombres y las mujeres de esta casa están todos de acuerdo. Todos dicen que es hora de que te cases, y yo digo que vas a hacerlo.
—Tu padre no —respondí—. No me digas que tu padre ha dicho eso. Y tampoco mi madre, porque sé que no lo haría. Y si los demás están de acuerdo, es porque tú les has convencido. Y sí, estoy cansado, Santiago, y quiero irme ya. Estoy muy cansado.
Me solté de su presa tan despacio como pude, recogí la linterna y me dirigí al establo. Todo estaba en orden allí, los animales alimentados, el suelo barrido y limpio. Cada arnés colgaba de su gancho. El ambiente estaba caldeado gracias a los animales. Me sentí a gusto y me entretuve unos momentos para disfrutar de aquel calor.
Volví al patio. Santiago había apagado la otra linterna y esperaba impaciente en la oscuridad. Luego entró detrás de mí en la casa.
La familia ya se había acostado. Sólo quedaba José junto al brasero, dormitando. Así, medio dormido, su rostro se veía terso y joven. Me gustan los rostros de los viejos; me gusta su pureza cérea, la forma en que la carne se adhiere a los huesos, las órbitas de los ojos marcadas detrás de los párpados.
Me dejé caer junto a las brasas y empecé a calentarme las manos, y en ese momento apareció mi madre y se quedó de pie junto a Santiago.
—Tú también, no, madre —dije.
Santiago daba vueltas como antes había hecho Jasón.
—Terco, orgulloso —dijo, entre dientes.
—No, hijo mío —dijo mi madre—. Pero hay algo que debes saber ahora.
—Dímelo entonces, madre —dije. El calor era una delicia para mis dedos agarrotados. Me gustaba el brillo del rescoldo debajo de la espesa capa de ceniza de los carbones.
—Santiago, déjanos solos, ¿quieres? —le pidió mi madre.
El dudó, y luego inclinó la cabeza con respeto, casi en una reverencia, y salió. Sólo con mi madre era así, irreprochablemente atento. A su mujer la sacaba con frecuencia de sus casillas.
Mi madre se sentó.
—Es una cosa extraña —dijo—. Ya conoces a nuestra Abigail, y bueno, sabes que este pueblo es lo que es, y que hay parientes que vienen a pedir su mano desde Séforis, incluso desde Jerusalén.
No dije nada. Sentí de pronto un dolor lacerante. Intenté localizar ese dolor. Estaba en mi pecho, en mi vientre, detrás de mis ojos. Estaba en mi corazón.
—Yeshua —susurró mi madre—. La chica ha venido en persona a preguntar por ti.
Dolor.
—Es demasiado modesta para venir a hablar conmigo —susurró mi madre—. Ha hablado con la vieja Bruria, con Esther y con Salomé. Yeshua, creo que su padre diría que sí.
El dolor pareció hacerse insoportable. Me quedé mirando las brasas. No quería mirar a mi madre. Quería evitarle eso.
—Hijo mío, te conozco mejor que nadie —dijo ella—. Cuando Abigail está contigo, te derrites de amor.
No pude responder. No podría controlar mi voz. No podría controlar mi corazón. Guardé silencio. Luego, poco a poco, me vi capaz de hablar de una forma normal y tranquila.
—Madre —dije—, ese amor me acompañará allá donde vaya, pero Abigail no irá conmigo. No irá conmigo ninguna esposa; ni esposa, ni hijo. Madre, tú y yo no tenemos necesidad de hablar de esto. Pero si hemos de hacerlo ahora, pues bien, has de saber que no voy a cambiar de idea.
Inclinó la cabeza, como yo sabía que haría. Me besó en la mejilla. Yo acerqué de nuevo las manos al fuego, y ella me tomó la derecha y la acarició con su propia mano pequeña y cálida.
Creí que mi corazón se iba a detener.
Ella me soltó.
«Abigail. Esto es peor que los sueños. No son imágenes que sea posible ahuyentar. Es sencillamente todo lo que sé de ella y siempre he sabido, de Abigail. Es casi más de lo que un hombre puede soportar.»
De nuevo, compuse mi voz normal. Hablé en voz baja y sin énfasis.
—Madre, ¿le resultaba Jasón realmente insoportable? — ¿Jasón?
—Cuando pidió la mano de Abigail, madre, ¿a ella le resultó insoportable? Jasón. Lo sabes, ¿no? Arrugó el ceño y pensó.
—Hijo mío, no creo que Abigail haya llegado siquiera a enterarse de que Jasón la pretendía —dijo—. Todo el mundo lo sabía. Pero creo que ese día Abigail estaba aquí jugando con los niños. No estoy segura de que ella dijera una sola palabra al respecto. Shemayah se presentó aquí esa noche, y se sentó aquí y dijo las cosas más terribles y despectivas sobre Jasón, pero Abigail ya no estaba. Estaba en su casa, durmiendo. No sé si Abigail encuentra insoportable a Jasón. No, no creo que ella lo sepa siquiera.
El dolor había ido creciendo mientras ella hablaba. Era agudo y profundo. Mis ideas se hacían borrosas. Qué gran cosa habría sido poder llorar; estar solo y llorar, sin nadie que me viera ni oyera.
«Carne de mi carne y huesos de mis huesos.» Mantuve una expresión serena y las manos quietas. «Él los creó varón y mujer.» Tenía que ocultarle esto a mi madre, y ocultármelo a mí mismo.
—Madre —dije—, podrías mencionárselo a ella... que Jasón fue a pedir su mano. Tal vez puedas hacérselo saber, de alguna forma.
El dolor se hizo tan intenso que no quise seguir hablando. No podría confiar en mí mismo si decía una palabra más.
Sentí sus labios en mi mejilla. Su mano se posó en mi hombro.
Después de un largo silencio preguntó:
—¿Estás seguro de que es eso lo que quieres que haga?
Hice un gesto de asentimiento.
—Yeshua ¿estás seguro de que es la voluntad de Dios?
Esperé a que el dolor retrocediera y mi voz volviera a pertenecerme. Entonces la miré. De pronto, su expresión serena me trajo una nueva tranquilidad.
—Madre —dije—, hay cosas que sé y cosas que no sé. A veces ese conocimiento me viene de forma inesperada, como respuestas repentinas a quienes me preguntan. Otras veces, el conocimiento llega a través del dolor. Pero siempre tengo la certeza de que se trata de un conocimiento superior al que yo podría alcanzar por mí mismo. Sencillamente, está más allá de mi alcance, más lejos de cuanto puedo averiguar. Sé que vendrá a mí cuando tenga necesidad de él. Sé que puede venir, como he dicho, de forma imprevista. Pero hay cosas que sé con total seguridad, y que siempre he sabido. No hay sorpresas. No hay dudas.
Otra vez guardó un largo silencio, y luego dijo:
—Eso te hace infeliz. Lo he visto antes, pero nunca me ha parecido tan malo como ahora.
—¿Tan malo es? —murmuré. Aparté la vista, como hacen los hombres cuando sólo quieren ver sus propios pensamientos—. No sé si ha sido malo para mí, madre. ¿Qué es malo para mí? Amar a Abigail como la amo... ha sido un resplandor, un resplandor grande y hermoso.
Ella esperó.
—Hay estos momentos —dije—. Momentos que te parten el corazón, momentos en que se mezclan la alegría y la tristeza. Cuando descubres que el dolor se convierte en una dulzura secreta. Recuerdo haberlo sentido por primera vez cuando llegamos a este lugar, todos juntos, y subí hasta lo alto de la colina de Nazaret y vi la hierba verde y viva, y las flores y los árboles moviéndose como en un gran baile. Duele. Ella no dijo nada.
La miré. Me golpeé levemente el pecho con el puño.
—Duele —dije—. Pero tenía que ser así... desde siempre. Asintió a regañadientes, inclinando la cabeza. Guardamos silencio.
—Cuéntaselo a Abigail —dije al cabo—. Arréglatelas para que sepa quejasen ha pedido su mano. Jasón la quiere, y yo he de reconocer que la vida junto a Jasón nunca será aburrida.
Ella sonrió. Me besó otra vez, se apoyó en mi hombro para incorporarse, y se fue.
Santiago volvió a entrar. Se preparó una almohada con su manto doblado y se tendió a dormir junto a la pared.
Yo me quedé mirando los rescoldos rojizos.
« ¿Cuánto tardará, Señor? —le susurré—. ¿Cuánto?»
El hecho es que, a su manera modesta, todas las doncellas de Nazaret suspiraban por Jasón. Y nunca resultó tan evidente como en la tarde siguiente, cuando el pueblo se volvió loco y abarrotó la sinagoga; hombres y mujeres y niños llenaron todos los bancos y se apiñaron en el umbral y se sentaron ocupando cada centímetro de suelo, hasta los mismos pies del rabino y los ancianos.
Con las primeras sombras del día, las hogueras de señales transmitieron a Galilea las noticias que ya se habían difundido por toda Judea. Los hombres de Poncio Pilatos habían izado sus estandartes en el interior de la Ciudad Santa, y se negaban a retirarlos a pesar de las protestas del populacho furioso.
El cuerno de carnero sopló una llamada tras otra.
Apiñados y estrujados, ocupamos como pudimos nuestros sitios cerca de José, y Santiago se esforzó por controlar a sus hijos Menahim, Isaac y Shabi. Estaban presentes todos mis sobrinos y primos, así como todos los que podían valerse por sí mismos en Nazaret, e incluso los imposibilitados de caminar, llevados a hombros por sus hijos o nietos. El anciano Sherebiah, que era sordo como una tapia, también había sido llevado allí.
Abigail, Ana la Muda y mis tías estaban ya sentadas entre las mujeres, inquietas pero en general silenciosas.
Cuando Jasón se adelantó para informar con detalle de las noticias, vi los ojos de Abigail fijos en él con la misma atención que los demás.
Jasón subió de un salto al banco colocado junto al de los ancianos.
Qué deslumbrante estaba con su habitual túnica de lino blanco con flecos azules, y un manto claro sobre los hombros. Ningún maestro bajo el Porche de Salomón tenía un aspecto más imperioso ni más elegante.
—¿Cuántos años hace que Tiberio César expulsó de Roma a la comunidad judía? —preguntó a viva voz.
Un rugido se alzó de la asamblea, incluso las mujeres gritaron, pero todos guardaron silencio cuando Jasón continuó:
—Y ahora, como todos sabemos, un hombre de la clase ecuestre, Sejano, gobierna el mundo en representación de ese emperador despiadado. Tiberio, a cuyo propio hijo Druso asesinó Sejano.
El rabino se levantó y le pidió que no hablara así. Todos meneamos la cabeza. Era peligroso decir aquello, incluso en el último rincón del Imperio, aunque todo el mundo ya lo supiera. También los ancianos gritaron a Jasón que se callara. José fue hacia él y lo sujetó con firmeza para que no prosiguiera.
—Ya han sido enviados mensajeros para informar a Tiberio César de esos estandartes en la Ciudad Santa —anunció el rabino—. Sin duda, se ha hecho ya. ¿Creéis que el Sumo Sacerdote José Caifás está con los brazos cruzados y guarda silencio ante esta blasfemia? ¿Creéis que Herodes Antipas no va a hacer nada? Y sabéis muy bien, todos y cada uno de vosotros, que el emperador no quiere disturbios en estos lugares, ni en ninguna parte del Imperio. El emperador enviará una orden, como ha hecho otras veces. Los estandartes serán retirados. ¡Poncio Pilatos no tendrá otra opción!
José y los ancianos hicieron vigorosos gestos de asentimiento. Los ojos de los hombres y mujeres más jóvenes estaban fijos en Jasón, que se limitaba a observar, insatisfecho. Luego negó vigorosamente con la cabeza.
De nuevo se produjeron murmullos, y de pronto también hubo gritos.
—Paciencia es lo que necesitamos ahora —dijo José, y algunas personas sisearon para poder oírle. Fue el único de los ancianos que intentó hablar, pero era inútil.
Entonces la voz de Jasón se alzó, aguda y burlona, por encima del barullo: