Camino A Caná (8 page)

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Authors: Anne Rice

BOOK: Camino A Caná
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—Sacudió la cabeza, compadeciéndose de él. Tenía a Isaac sujeto por la muñeca, aunque él forcejeaba.

El padre de Abigail, Shemayah, entró en la habitación cojeando, sin aliento, desencajado; vio a Abigail rodeada de niños, hizo un gesto de disgusto y se marchó a su casa antes de que nadie pudiera ofrecerle un vaso de vino o de agua.

Abigail se sentó entre los chiquillos, todos de diez u once años, y sólo uno, Yaqim, de doce. Sujetaba con firmeza la mano de Yaqim, y la de Isaac con su otra mano. Yaqim no tenía madre, y muy probablemente su padre estaba borracho en la taberna.

—Os necesito a todos aquí, os necesitamos —insistía Abigail—, y no voy a discutir más. Ninguno de nosotros se va a marchar. Os quedaréis esta noche aquí, bajo este techo, donde Yeshua y Santiago puedan vigilaros. Y vosotras, niñas, venid esta noche conmigo, y tú también.

—Dio una palmada a Ana la Muda. De pronto se acercó a mí—. Yeshua —dijo—. ¿Qué crees que ocurrirá?

La miré. Qué tierna y curiosa se mostraba, qué lejos de cualquier temor real.

—¿Hablará Jasón en nombre de ellos? —preguntó—. ¿Planteará el casé ante el gobernador en su nombre?

—Queridísima niña—dije—, hay mil Jasones que viajan en este momento a Cesárea. Hay sacerdotes y escribas y filósofos de camino.

—Y bandidos —observó Cleofás, disgustado—. Bandidos que se mezclarán con la multitud, que provocarán disturbios cuando se den cuenta de que pueden tener la pelea que andan buscando, la pelea a la que nunca han renunciado, la pelea de la que siguen hablando en todas las cuevas y tabernas de la región.

Abigail sintió temor de pronto, y lo mismo les ocurrió a todas las mujeres, hasta que Santiago pidió a Cleofás que se marchara, y José se lo repitió.

Entró en la habitación la vieja Bruria, la mayor de nuestra casa, una mujer a la que no nos unían lazos de parentesco pero que vivía con nosotros desde mucho tiempo atrás, cuando había corrido la sangre en el país después de la muerte de Herodes el Grande.

—Basta—dijo Bruria con tono sombrío—. Reza, Abigail, reza como rezamos todos. Los maestros del Templo están en camino. Estaban en camino desde antes de que se encendieran las hogueras nocturnas de señales en las montañas.

Se sentó junto a José dispuesta a esperar.

Quería que José dirigiera la oración, pero él pareció haberlo olvidado. Llegó su hermano Alfeo, y sólo entonces algunos caímos en la cuenta de que ni siquiera había asistido a la asamblea. Tomó asiento junto a su hermano.

—Muy bien, pues —dijo Bruria—. Oh Señor, Creador del Universo, apiádate de Israel tu pueblo. Durante toda la noche se oyó pasar gente que se dirigía al sur.

A veces, cuando no podía conciliar el sueño, salía al patio y me quedaba allí, cruzado de brazos en la oscuridad, oyendo las voces roncas de la taberna.

Al alba llegaron al pueblo hombres a caballo y leyeron en voz alta breves mensajes, en los que se decía que tal o cual ciudad había enviado a todos sus habitantes al sur para protestar ante el gobernador.

Incluso los hombres más ancianos se pusieron sus mantos, empuñaron sus báculos y salieron a unirse a quienes marchaban hacia el sur, algunos incluso montados en asnos y envueltos en mantas hasta las orejas.

Santiago trabajaba sin decir palabra, y golpeaba con el martillo más fuerte de lo necesario para clavar el clavo más minúsculo.

María, la esposa de Cleofás el Menor, vino deshecha en llanto. No sólo se había marchado él, sino también su padre Leví y sus hermanos. Y corría la voz de que todo hombre que valía su sal se estaba uniendo a la marcha a Cesárea.

—Bueno, pues este hombre que vale su sal no ha ido —dijo Santiago. Guardó los tablones en el carro—. No vale la pena ir a trabajar —añadió—. Esto puede esperar. Todo puede esperar, como esperamos que se abran las compuertas del cielo.

El cielo tenía un color azul pálido sucio. Y el viento traía los olores de los establos y corrales sin limpiar, de los campos agonizantes, de la orina que atraía las moscas a la tierra humedecida.

La noche siguiente fue tranquila. Todos se habían ido. ¿Qué podían decir las hogueras de señales, sino que más y más gente se había echado al camino, que venían desde los cuatro puntos cardinales? Y los estandartes de la discordia seguían enhiestos en la Ciudad Santa.

Al amanecer, Santiago me dijo:

—Yo solía pensar que tú ibas a cambiar las cosas.

—Guarda tus recuerdos para ti —dijo mi madre. Puso el pan y las olivas sobre la mesa y llenó los vasos de agua.

—Sí —dijo Santiago, mirándome de mal humor—. Solía pensar que ibas a cambiarlo todo. Solía creer que lo había visto con mis propios ojos: los regalos de los Magos expuestos sobre la paja, las caras de los pastores que oían coros de ángeles en el cielo. Yo creía en esas cosas.

—Santiago, te lo suplico —dijo mi madre.

—Déjalo —dijo José en voz baja—. Santiago ha dicho esas cosas muchas veces. No importa escuchárselas otra vez.

—Y tú, padre —preguntó Santiago—, ¿nunca has pensado qué sentido tenía todo aquello?

—El Señor creó el Tiempo —respondió José—. Y a su debido momento el Señor revelará lo que desee revelar.

—Y mis hijos habrán muerto —repuso Santiago. La angustia desencajaba sus facciones—Mis hijos morirán como otros han muerto antes, ¿y para qué?

Entró Abigail con Ana la Muda y su habitual acompañamiento de chiquillos.

—Por favor, no hables más de eso —dijo mi tía Esther.

—Mi padre dice que todo el mundo ha ido a Cesárea —anunció Abigail—. Hemos tenido carta de nuestros primos de Betania. Nuestros primos y los vuestros, todos los de Betania, también han ido.

Rompió a llorar. Los niños la rodearon para consolarla.

—Todos volverán a casa —dijo Isaac, su pequeño protector, y se arrimó a ella—. Te lo prometo, Abigail. Te doy mi palabra. Volverán. Mis hermanos volverán. Para, o vas a hacer que llore Ana la Muda...

—¿Y quién se ha quedado en Nazaret? —preguntó Santiago en tono amargo. Se volvió hacia mí—. ¡Ah! —dijo con sorpresa burlona—. Pues Yeshua Sin Pecado.

Abigail levantó la vista, asustada. Sus ojos buscaron los de todas las personas presentes. Me miró.

—¡Y Santiago el Justo! También él se ha quedado —declaró mi tía Esther.

—¡Santiago el Refunfuñón! —saltó la tía Salomé—. Cállate, o vete tú también.

—No, no... callaos todos —dijo mi madre.

—Sí, por favor, no era mi intención... Lo siento —dijo Abigail.

—No has dicho nada malo —dije. Así pasó aquel día.

Y el siguiente. Y el otro.

9

Los bandidos bajaron al pueblo al amanecer.

Santiago y yo acabábamos de salir de la casa del rabino. Nos detuvimos en la cima de la colina y los vimos —dos hombres andrajosos a caballo—, galopando ladera abajo hacia el arroyo.

Las mujeres, con sus cántaros de agua y sus bultos de ropa blanca, gritaron y se dispersaron en todas direcciones, y los niños corrieron con ellas.

Santiago y yo dimos la alarma. El cuerno soplaba ya cuando corrimos hacia los hombres.

Uno de los dos guío su caballo colina arriba contra nosotros, pero como la gente ya salía de sus casas, intentó arrollarnos y caímos al suelo mientras los cascos repiqueteaban más allá de nuestras cabezas.

—¡Abigail! —gritó Santiago.

—¡Abigail! —gritaron uno tras otro.

Cuando me puse en pie, con la mano que me sangraba, vi lo que todos veían: el hombre que había quedado atrás la había cogido por la cintura. Los niños le lanzaban piedras. Isaac se había agarrado al hombro izquierdo del hombre.

Abigail gritaba y daba puntapiés. Los niños se agarraban a sus faldas.

Todas las mujeres corrieron hacia el hombre y arrojaron sus cántaros contra el caballo.

Llegamos al lecho del arroyo cuando el rufián, atacado por todas partes, dio un tirón y se quedó en la mano con el velo y el manto de Abigail, quien al soltarse cayó de bruces sobre el suelo rocoso. Enarbolando sus ropas como una bandera, el hombre, agachado para evitar la lluvia de piedras que le lanzaban, huyó al galope tan deprisa como pudo.

Abigail se incorporó, apoyándose en las rodillas e inclinada hacia delante. Llevaba puesta su túnica de mangas largas, y el cabello le caía sobre la frente y los hombros. Isaac el Menor la rodeó con sus brazos para protegerla de las miradas de todos.

Yo llegué a su lado, me arrodillé frente a ella y la sostuve por los hombros.

Ella gritó mi nombre y se abrazó a mí. La sangre corría por su frente y su mejilla.

—¡Se han ido! —anunció Santiago.

Todas las mujeres nos rodearon. Mi tía Esther gritó que le había dado de lleno al hombre con su cántaro. Se lo había roto en toda la cabeza. Los niños lloraban y correteaban de un lado a otro.

Llegaron gritos de arriba.

—¡El otro se ha marchado! ¡Era una maniobra de distracción! —exclamó Santiago—. Querían a una mujer, esos paganos sin Dios, mirad esto, mirad lo que han hecho.

—Ya ha pasado —susurré a Abigail—. Deja que te vea. No son más que arañazos y rozaduras. Ella asintió. Me había comprendido. Entonces oí una voz por encima de mi cabeza.

—Apártate de mi hija. Quítale las manos de encima. Apenas podía creer que esas palabras fueran dirigidas a mí.

Mi tía Esther me hizo un gesto para que me apartara. Se colocó junto a Abigail mientras ésta se ponía de pie.

—No ha sufrido ningún daño —dijo la tía Esther—. Estábamos todos aquí y le hemos dado pedradas y golpes para una buena temporada, puedes asegurarlo.

Hubo un coro de voces confirmándolo.

Shemayah miraba ceñudo a Abigail mientras ella seguía allí, temblorosa, con su corta túnica de algodón, el cabello en desorden, las heridas sangrantes en su rostro.

Yo me quité el manto y rápidamente le cubrí los hombros. Pero él me empujó y me hizo perder el equilibrio, y el manto resbaló antes de que ella lo sujetara. Las mujeres volvieron a colocárselo apresuradamente. Su túnica era bastante exigua, se veía una porción considerable de su cuerpo, pero ahora estaba envuelta como de costumbre en un manto que la cubría desde los hombros hasta el suelo. Y mi tía Salomé le recogió en la nuca el cabello suelto.

Shemayah se hizo cargo de su hija. La cogió en brazos como si fuera una niña y subió con ella la colina.

Las mujeres corrieron tras él, y también los niños, que se arracimaban y le molestaban a cada paso.

Santiago y yo esperamos. Luego, despacio, subimos la colina. Cuando llegamos a su casa, las mujeres estaban fuera, mirando la puerta.

—¿Qué pasa? ¿Por qué no habéis entrado? —les pregunté.

—No quiere dejarnos entrar.

Mi madre salió de nuestra casa con la vieja Bruria.

—¿Qué ha ocurrido?

Todo el mundo le dio su versión al mismo tiempo.

La vieja Bruria llamó a la puerta.

—¡Shemayah! —llamó—. Ábrenos ahora mismo. La chica nos necesita.

La puerta se abrió y apareció Ana la Muda, que cayó sobre el grupo como si fuera un bulto de ropa.

La puerta se cerró de golpe.

Ana estaba aterrada.

Yo llamé a la puerta. Hablé junto a la madera, mientras hacía gestos a Santiago de que estuviera quieto y no intentara detenerme.

—Shemayah —llamé—. Las mujeres han venido a ayudar a Abigail, déjalas entrar.

—¡Está intacta! —gritó mi tía Salomé—. Todos lo hemos visto. ¡Se resistió, y él la soltó! Todos lo hemos visto.

—Sí, todos lo hemos visto —corroboró la tía Esther—. Vosotros los hombres marchaos, dejadnos esto a nosotras.

Obedecimos y retrocedimos unos pasos. Habían venido más mujeres. La esposa de Santiago, Mará, y María, la de Cleofás el Menor, y la mujer de Silas, y por lo menos una docena más. Las más ancianas empezaron a aporrear la puerta.

—¡Derribadla! —gritó Esther, y todas se lanzaron a golpes y patadas, hasta que la puerta se soltó de los goznes y cayó hacia dentro.

Me moví rápidamente para ver la habitación en penumbra. Sólo pude atisbar un momento, antes de que se llenara de mujeres. Abigail, pálida y llorosa, estaba desmadejada como un bulto de ropa arrojado a un rincón, y su cabeza aún sangraba.

Los rugidos de protesta de Shemayah quedaron ahogados por los gritos de las mujeres. Isaac, Yaqim y Ana la Muda intentaron en vano entrar en la casa: las mujeres la llenaban por completo.

Y fueron las mujeres quienes volvieron a colocar la puerta en su lugar y la cerraron delante de nosotros.

Regresamos a nuestro propio patio y Santiago se desahogó con una sarta de palabras subidas de tono.

—¿Está loco? —pregunté.

—No seas ingenuo —dijo mi tío Cleofás—. El bandido le desgarró el velo.

—¿Qué importancia tiene un velo? —replicó Santiago. Isaac y Yaqim llegaron llorosos—. ¿Qué importa, en el nombre de Dios, que ese hombre le quitara el velo?

—Shemayah es un hombre viejo y estúpido —dijo Cleofás—. No le estoy defendiendo. Sólo te respondo porque parece que alguien tiene que responderte.

—Nosotros la salvamos —dijo Isaac a su padre, y se secó las lágrimas.

Santiago besó la cabeza de su hijo y lo abrazó.

—Lo hicisteis muy bien, todos vosotros —dijo—. Yaqim, tú y tú. —Señaló a los pequeños que rondaban por la calle—. Entrad aquí.'

Pasó una hora larga antes de que mi madre volviera con la tía Esther y la tía Salomé.

Salomé estaba furiosa.

—Ha llamado a la comadrona.

—¡Cómo puede hacer una cosa así! —exclamó Santiago—. Todo el pueblo lo ha visto. No ocurrió nada. Ese hombre tuvo que soltarla.

Mi madre se sentó junto al brasero, llorosa.

Había gritos en la calle, en su mayor parte voces de mujeres. Yaqim e Isaac corrieron fuera antes de que nadie pudiera pararles.

Yo no me moví.

Finalmente llegó la vieja Bruria.

—La comadrona ha venido y se ha vuelto a marchar

—informó—. Sepan todos los de esta casa y los de todas las casas, y todos los patanes, milhombres y haraganes de este pueblo que deseen saberlo, y se inquieten y chismorreen sobre este asunto, que la chica está intacta.

—Bueno, no puede decirse que sea una sorpresa —dijo la tía Esther—. ¿Y la has dejado sola con él?

La vieja Bruria hizo un gesto expresivo de que más no podía hacer, y se marchó.

Ana la Muda, que lo había visto todo, se levantó en silencio y se deslizó por la puerta.

Yo quise seguirla. Quería ver si Shemayah la dejaba entrar o no, pero no lo hice. Sólo mi madre fue detrás de ella, y al volver poco después hizo un gesto afirmativo, de modo que todo había acabado por el momento.

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