Authors: Anne Rice
Ella esperó un largo momento y luego preguntó dónde habían llevado a su hermano a descansar. Señalé hacia las colinas lejanas. Ana conocía las cuevas. No necesitaba saber en qué cueva, la de quienes morían lapidados.
Su rostro permaneció inmóvil otra vez pero sólo por un instante, y luego, con una extraña expresión temerosa, preguntó por signos dónde estaba Yitra.
—La familia de Yitra se ha marchado —dije. Hice los gestos de los padres y las pequeñas caminando.
Ella me miró. Sabía que no podía ser cierto, que eso no era todo. De nuevo trazó los signos de dónde está Yitra. —Díselo —dijo José. Lo hice.
—En la tierra, con tu hermano. Se han ido.
Sus ojos se agrandaron. Luego, por primera vez vi curvarse sus labios en una sonrisa amarga. De su interior brotó un gruñido, un terrible sonido sin lengua.
Santiago suspiró. Cleofás y él cruzaron una mirada.
—Ahora vente a casa conmigo —dijo Abigail.
Pero no había acabado todo.
José señaló de nuevo el cielo con un gesto rápido, y trazó los signos de descanso y paz en el cielo.
—Ayudadme a llevarla —pidió Abigail, porque Ana la Muda se negaba a moverse.
Mi madre y mis tías se adelantaron. Poco a poco, Ana cedió. Caminaba como en sueños. Salieron de la casa en grupo.
Debió de pararse en medio de la calle. Oímos un sonido como el mugido de un buey, un sonido poderoso y estremecedor. Era Ana la Muda.
Corrí hacia ella y vi que había enloquecido y golpeaba a todos los que se le acercaban, a puntapiés, a empujones, y de su interior brotaba aquel mugido informe, más y más fuerte, arrancando ecos de los muros. Dio a Abigail un empellón que la envió contra la pared, y Abigail de pronto rompió a sollozar y lamentarse.
Shemayah, el padre de Abigail, abrió la puerta.
Pero Abigail corrió hacia Ana la Muda, gimiendo y llorando y dejando correr las lágrimas, y le rogó que por favor fuese con ella.
—¡Ven conmigo! —suplicó Abigail.
Ana la Muda había dejado de mugir. Estaba quieta, mirando a Abigail. Los sollozos agitaban todo el cuerpo de ésta, que extendió los brazos y luego cayó de rodillas.
Ana corrió a levantarla y se puso a consolarla.
Todas las mujeres se agruparon alrededor de ellas. Acariciaban los cabellos de las dos jóvenes, palmeaban sus hombros. Ana secaba las lágrimas de Abigail como si quisiera borrarlas por completo. Tenía la cara de Abigail entre sus manos y secaba a conciencia las lágrimas. Abigail asentía. Ana la abrazaba una y otra vez.
Shemayah sostenía abierta la puerta para su hija, y finalmente las dos jóvenes entraron juntas en la casa.
Nosotros volvimos a la nuestra. Las brasas brillaban en la penumbra, y alguien puso una taza de agua en mis manos y dijo:
—Siéntate.
Vi a José reclinado contra la pared, con las piernas dobladas y la cabeza gacha.
—Padre, no vengas con nosotros hoy —dijo Santiago—. Quédate aquí, por favor, y cuida de los niños. Hoy te necesitan,
José levantó la vista. Por un momento miró como si no entendiera lo que le decía Santiago. No se produjo la discusión de costumbre, ni siquiera una palabra de protesta. Hizo un gesto de asentimiento y cerró los ojos.
En el patio, Santiago dio unas palmadas para que los chicos se dieran prisa.
—El luto está en nuestros corazones —les recordó—. Pero vamos retrasados. Y para los que trabajáis hoy aquí, quiero el patio bien barrido, ¿entendido? Mirad.
Dio varias vueltas, señalando los sarmientos secos que colgaban del emparrado, las hojas muertas amontonadas en todos los rincones, la higuera que no era más que una maraña de ramas entrelazadas.
Ya de camino, apiñados en la lenta caravana de carros que transportaban a las cuadrillas de trabajadores, se sentó a mi lado y me dijo:
—¿Has visto lo que le ha ocurrido a padre? ¿Lo has visto? Intentó hablar y...
—Santiago, un día como el de hoy habría agotado a cualquiera. Después de esto... él tendría que quedarse en casa.
—¿Cómo podremos convencerle de que yo puedo hacerme cargo de todo ahora? Mira a Cleofás. Sueña despierto y habla a los campos.
—Él lo sabe.
—Todo recae sobre mí.
—Es como tú quieres que sea —dije.
Cleofás era el hermano de mi madre. No era él el cabeza de familia, sino los hijos de Cleofás y su hija Salomé la Menor, a los que yo llamaba hermanos y hermana. La esposa de Santiago era hermana mía.
—Es verdad —dijo Santiago, un poco sorprendido—. Quiero que todo recaiga en mí. No me quejo. Quiero que se hagan las cosas como deben ser hechas.
Asentí, y añadí:
—Lo haces muy bien.
José nunca volvió a trabajar en Séforis.
Pasaron dos días antes de que subiera otra vez a la arboleda, a mi arboleda.
A pesar de que el trabajo parecía no acabar nunca, terminamos temprano unas paredes; no podía hacerse nada más hasta que se secara el yeso, y quedaba aún una hora de luz que podía aprovechar para irme, sin una palabra a nadie, en busca del lugar que más amaba, entre los olivos antiguos y oculto detrás de una cortina de hiedra que parecía crecer con la misma facilidad tanto en tiempo seco como lluvioso.
Como he dicho ya, los aldeanos temían ese lugar y nunca subían allí. Los viejos olivos ya no daban fruto, y el tronco de algunos estaba hueco; eran grandes centinelas grises, y retoños más jóvenes arraigaban en sus troncos resecos. Había allí algunas piedras, pero años atrás me convencí de que nunca habían formado parte de un altar pagano ni de un monumento funerario; y una espesa alfombra de hojas las había cubierto de modo que uno podía tenderse sobre una superficie blanda, como sucedería en campo abierto con la hierba sedosa, tan tersa a su manera como ésta.
Llevaba un bulto de trapos limpios que me sirvió de almohada. Me deslicé en mi escondite, me tendí y exhalé un largo y lento suspiro.
Di las gracias al Señor por ese lugar, por ese escape.
Miré encima de mí el juego de la luz en el laberinto de finas ramas movedizas. En los días de invierno la oscuridad llegaba de forma brusca. El cielo había perdido ya su color. No me importó. Conocía de memoria el camino de vuelta a casa. Pero no podía quedarme tanto tiempo como deseaba. Me echarían en falta y alguien vendría a buscarme, y eso supondría problemas que yo no deseaba en absoluto. Lo que deseaba era estar solo.
Recé; intenté aclarar mis pensamientos. Aquél era un lugar fragante y saludable, precioso. No había en Nazaret otro lugar igual, y tampoco había para mí un lugar semejante en Séforis, o en Magdala, o en Cana, o en cualquier otro lugar donde trabajábamos y siempre trabajaríamos.
Y todas las habitaciones de nuestra casa estaban ocupadas.
Cleofás el Menor, el nieto de mi tío Alfeo, se había casado el año anterior con una prima, María, de Cafarnaum, y habían ocupado la última habitación, y María estaba ya esperando un hijo.
De modo que había venido aquí a estar solo. Únicamente por un rato. Solo.
Había intentado agitar la atmósfera del pueblo, el aire de recriminación que se había extendido entre la gente después de la lapidación; nadie quería hablar de eso, pero nadie parecía capaz de pensar en otra cosa. ¿Quién había estado allí? ¿Quién no? Y aquellos niños habían escapado en busca de los bandidos para unirse a ellos, y alguien debería salir en pos de esos bandidos y prender fuego a sus cuevas para obligarles a salir.
Y por supuesto los bandidos habían estado saqueando las aldeas. Ocurría con frecuencia. Y ahora, con la sequía, el precio de los víveres se había encarecido. Corría el rumor de que los bandidos bajaban a las aldeas más pequeñas a robar ganado, y pellejos de vino y de agua. Nadie sabía cuándo uno de esos hombres podía irrumpir a caballo en nuestras calles rebanando gaznates a diestro y siniestro.
En Séforis era el mismo tema, los bandidos y el mal invierno. Pero también se hablaba en todas partes de Pilatos y sus soldados, que avanzaban perezosamente hacia Jerusalén con estandartes que llevaban el nombre del César, estandartes tan altos que no pasaban por las puertas de las ciudades. Era una blasfemia traer esas enseñas con el nombre de un emperador a nuestra ciudad. Nosotros no permitíamos las imágenes; no permitíamos que se paseara el nombre o la imagen de un emperador que pretendía ser un dios.
Bajo el emperador César Augusto nunca había ocurrido nada parecido. Nadie estaba seguro de que el propio Augusto hubiera creído ser un dios. No lo desmentía, desde luego, y se habían levantado templos en su honor. Tal vez tampoco lo creía su hijo Tiberio.
Pero lo que preocupaba a la gente no eran los puntos de vista privados del emperador. Les preocupaban los estandartes que los soldados romanos estaban paseando por toda Judea, y eso no les gustaba, y también los soldados del rey discutían sobre ese tema, fuera de las puertas de palacio, en las tabernas y en la plaza del mercado, o allá donde se reunieran.
El propio rey, Herodes Antipas, no se encontraba en Séforis. Estaba en Tiberiades, su nueva capital, una ciudad a la que se había dado el nombre del nuevo emperador, y que Herodes había edificado junto al mar. Nunca íbamos a trabajar a esa ciudad. Sobre ella se cernía un nubarrón; para construirla se habían removido tumbas. Y como los trabajadores a los que no preocupaban esas cosas habían afluido al este para trabajar allí, en Séforis teníamos más trabajo del que podíamos desear.
Siempre habíamos trabajado bien en Séforis. El rey venía a veces a su palacio, pero viniera o no, había allí un continuo desfile de notables a través de las distintas cámaras; y debido a las espléndidas mansiones que levantaban, el trabajo nunca faltaba.
Ahora esos hombres y mujeres ricos estaban tan preocupados por lo que haría Poncio Pilatos como todos los demás. Cuando se trataba de que los romanos llevaran sus enseñas a la Ciudad Santa, fuera su nivel social el que fuera, todos los judíos eran simplemente judíos.
Nadie parecía conocer a Poncio Pilatos, pero todo el mundo desconfiaba de él.
Y mientras tanto, la noticia de la lapidación se había difundido por todo el país, y la gente nos miraba como si fuéramos la miserable chusma de Nazaret, o así les parecía a mis hermanos y sobrinos cuando les devolvían las miradas, y la gente discutía sobre el costo de la lechada para los ladrillos que yo extendía, o sobre el espesor del yeso que removía en un cuenco.
Desde luego, la gente tenía razón al preocuparse por Poncio Pilatos. Era nuevo y no conocía nuestras peculiaridades. Corría el rumor de que era un partidario de Sejano, y nadie sentía una gran simpatía por Sejano, porque éste recorría el mundo, al parecer, en representación del emperador retirado Tiberio. ¿Y quién era Sejano, decía la gente, sino un soldado corrupto y vicioso, un comandante de la guardia personal del emperador?
Yo no quería pensar en esas cosas. No quería pensar en el dolor de Ana la Muda que iba y venía con Abigail, colgada del brazo de ésta. Tampoco quería pensar en la tristeza de los ojos de Abigail cuando me miraban, en la oscura comprensión que hacía enmudecer por un momento su risa fácil y las canciones que antes tenía siempre a flor de labios.
Pero no podía quitarme esos pensamientos de la cabeza. ¿Por qué había venido a la arboleda? ¿Qué había pensado que iba a encontrar aquí?
Durante un instante, me adormecí. «Abigail. ¿No sabes que ella es el Paraíso? ¡No es bueno que el hombre esté solo!»
Desperté sobresaltado en la oscuridad, recogí mis trapos y salí de la arboleda para volver a casa.
Muy abajo vi el parpadeo de las antorchas en Nazaret. Los días de invierno significaban antorchas encendidas. La gente tenía que trabajar un poco más de tiempo a la luz de las lámparas, las linternas o las antorchas. Me pareció una visión alegre.
Desde donde yo estaba el cielo aparecía sin nubes y sin luna, de un hermoso color negro tachonado por innumerables estrellas. « ¿Quién puede sondear tu Bondad, Señor? —murmuré—. Tú has creado el fuego y con él has formado las incontables lámparas que decoran la noche.»
La serenidad descendió sobre mí. El dolor habitual de brazos y hombros había desaparecido. La brisa era fresca, pero llena de sosiego. Algo ascendió en mi interior. Había pasado mucho tiempo desde la última vez que saboreé un momento parecido, en que dejé que se disolviera por unos instantes la estrecha prisión de mi piel. Sentí que me movía hacia lo alto y hacia fuera, como si la noche estuviera llena de miríadas de seres y el ritmo de su canción ahogara los latidos ansiosos de mi corazón. Mi cáscara corporal había desaparecido. Yo estaba en las estrellas. Pero mi alma humana no me dejaba partir. Intenté expresarlo en lenguaje humano: «No; tengo que acabar esto», me dije.
Erguido sobre la hierba seca bajo la bóveda del Cielo, yo era muy pequeño. Me sentí solitario y cansado. «Señor —dije en voz alta a la suave brisa—, ¿cuánto tardará?»
Dos linternas ardían en el patio dando una luz alegre. Me sentí satisfecho al verlas, satisfecho al ver a mi sobrino Cleofás el Menor y a su padre, Silas, trabajando en serrar una serie de listones. Sabía de lo que se trataba, y que tenía que estar hecho para el día siguiente.
—Parecéis cansados —dije—. Dejadlo ya, lo haré yo mismo. Serraré la madera.
—No podemos dejar que lo hagas tú —dijo Silas—. ¿Por qué quieres acabarlo todo tú solo?
—Hizo un gesto ominoso en dirección a la casa—. Tiene que estar terminado esta noche.
—Puedo hacerlo esta noche —dije—. Me gusta hacerlo. Quiero estar solo precisamente ahora con algo que hacer. Y Silas, tu mujer te está esperando en la puerta. Acabo de verla. Ve.
Silas hizo un gesto de asentimiento y marchó colina arriba hacia su casa. Vivía con su esposa en casa de nuestro primo Leví, que era hermano de su mujer. Pero el hijo de Silas, Cleofás el Menor, vivía con nosotros.
Cleofás el Menor me dio un rápido abrazo y entró en la casa.
Las linternas daban luz suficiente para trabajar, pero las líneas de corte tenían que ser perfectamente rectas. Tomé la herramienta que necesitaba y un pedazo de arcilla afilada para señalar las marcas. Tenía que trazar siete líneas.
Jasón venía paseando y entró en el patio.
Su sombra cayó sobre mí. Olí a vino.
—Has estado esquivándome, Yeshua —dijo.
—No digas tonterías, amigo.
—Sonreí. Seguí con mi trabajo—. He estado ocupado con todas las cosas que había que hacer. No te he visto. ¿Dónde estabas?