Authors: Anne Rice
Caminé hacia él. Oí un ruido vago y terrible a lo lejos, más allá del caballo, en la neblina que envolvía las palmeras verdes que señalaban el lugar distante del agua prometida.
El jinete se inclinó ante mí.
—Hombre santo, bebe —dijo—. Aquí.
Extendí el brazo y la bota se movió arriba y abajo y afuera, como algo que se balancea sujeto a una cuerda. Seguí caminando.
El hombre bajó de un salto de su caballo. Ricos ropajes. Anillos relucientes.
—Hombre santo —repitió. Me tomó del hombro con una mano, y con la otra llevó la bota a mis labios. Apretó el cuero. El agua fluyó en mi boca, fría y deliciosa. Se derramó por mis labios agrietados y mi pecho quemado.
Intenté agarrarla con las dos manos. Él me detuvo.
—No bebas demasiado, amigo —dijo—. No demasiado, porque estás desnutrido.
Levantó la bota: derramó agua sobre mi cabeza y yo me quedé quieto con los ojos cerrados, sintiendo aquel frescor bañar mis ojos y mis mejillas, deslizarse con un picor doloroso entre mi ropa destrozada.
Se oyó un aullido, ¡su aullido!
Me esforcé en mirar. Gotas de agua pendían de mis pestañas. No era un barco lo que había visto antes, sino la lona desplegada de una rica tienda de campaña plantada algo más lejos.
El aullido sonó de nuevo. « ¡Cómo te atreves!»
—Amigo, no hagas caso —dijo el hombre que estaba a mi lado—. El grito que oyes es de mi hermana. Perdónala, hombre santo. La llevamos al Templo, por última vez, para ver si pueden ayudarla.
De nuevo sonó el aullido y se quebró en una gran carcajada ronca.
A mis oídos llegó un susurro. « ¿Tú vas a expulsarme? ¿Corazón por corazón, alma por alma?»
De nuevo sonó el aullido, que esta vez desembocó en gemidos tan desgarrados y terribles que parecían el llanto de una multitud, no el de una sola persona.
—Ven a sentarte con nosotros. Come y bebe —dijo el joven.
—Déjame verla... a tu hermana. Caminé tambaleante, y rechacé sus intentos de sostenerme.
La mujer estaba tendida en una litera junto a la tienda. Era una litera techada y cubierta con un velo, y se movía como si temblara el suelo que la sostenía.
Los gritos y los aullidos desgarraban el aire.
Otros hermanos menores vinieron a colocarse junto al mayor, que me había dado el agua.
—Te conozco —dijo uno de ellos—. Eres Yeshua bar Yosef, el carpintero. Estabas en el río.
—Y yo te conozco a ti —respondí—, Ravid bar Oded de Magdala.
Me acerqué más a la litera. Parecía increíble que un ser humano profiriera aquellos sonidos. Miré a través de la cortina de flecos que cubría la litera.
—Hombre santo, si tú pudieras ayudarla...
Fue una mujer la que habló. Se acercó acompañada por dos mujeres más jóvenes. Detrás estaban los porteadores de la litera, esclavos musculosos cruzados de brazos, y también varios sirvientes que sujetaban a los caballos embridados.
—Mi señor —dijo la mujer—, te lo ruego, pero te advierto que no está limpia.
Pasé a su lado, me detuve delante de la litera techada y aparté las cortinas.
Una flaca joven estaba tendida entre almohadones, el cuerpo envuelto en ropas de lino, el sudoroso cabello castaño pegoteado a los cojines colocados bajo su cabeza. El hedor a orina lo invadía todo.
Estaba atada desde el cuello hasta los pies con correas de cuero, los brazos extendidos en cruz, y se revolvía y tironeaba furiosa, mordiéndose brutalmente el labio inferior. Me escupió la sangre a la cara.
La sentí en la nariz y la mejilla. Luego llegó un salivazo escupido desde las profundidades de su garganta.
—¡Hombre santo! —exclamó la mujer a mi lado—. Lleva siete años en este estado. Por mi fe que nunca había habido una mujer más virtuosa en Magdala.
—Lo sé —dije—. María, madre de dos hijos que se perdieron junto a su marido en el mar.
La mujer tragó saliva y asintió.
—Hombre santo —dijo su hermano Ravid—. ¿Puedes ayudar a nuestra hermana?
La mujer de la litera tuvo una convulsión y su grito desgarró de nuevo el aire; luego vino el aullido, el mismo aullido perfecto que yo había oído en la montaña. Su aullido, que de nuevo se quebró en una carcajada.
« ¿Crees que podrás quitármela? ¿Crees que después de siete años podrás hacer lo que no ha conseguido ningún sacerdote del Templo? Loco. Te escupirán por tus pretensiones, igual que te ha escupido ella.»
En un repentino espasmo de rabia, ella se incorporó, y rompió las correas que le sujetaban los brazos. Los hermanos y las mujeres se echaron atrás.
Era toda huesos y músculos, dominada por una furia fría.
Irguiéndose tanto como pudo, rompió de un tirón la atadura que le sujetaba el cuello y me dijo en tono silbante:
—Hijo de David, ¿qué tienes que ver tú con nosotros? Apártate de nosotros, déjanos.
Los hermanos estaban atónitos. Las mujeres corrieron a abrazarse.
—Nunca, mi señor, había hablado en todos estos años. Mi señor, el Maligno nos va a matar.
Las correas que rodeaban su pecho se rompieron. La litera, con todo su enorme peso, empezó a bambolearse y de pronto, con una violenta sacudida, la mujer se liberó de las correas que aún amarraban sus piernas. Se incorporó agachada y saltó, golpeó con la cabeza el techo de la litera y fue a aterrizar al aire libre, sobre la arena, donde se alzó de puntillas con la agilidad de una bailarina.
Gritó exultante y giró sobre sí misma; sus hermanos y las mujeres se apartaron, aterrorizados.
El hermano mayor, el que se había acercado a darme agua, reaccionó y corrió á sujetarla. Pero el más joven le dijo:
—Micha, deja que le hable él.
Ella se movió hacia un lado, riendo y gruñendo como un animal, y luego tropezó, sus piernas flaquearon y al intentar agarrarse a mí mostró sus brazos, cubiertos de llagas y moretones. Por un momento su rostro fue el de una mujer, y luego volvió a convertirse en el de un animal.
—¡Yeshua de Nazaret! —aulló—. ¿Pretendes destruirnos? —Se agachó y me amenazó con los puños.
—No me habléis, espíritus impuros —respondí, y me incliné hacia ella—. Yo os expulso, en el nombre del Señor de los Cielos os digo que salgáis del cuerpo de mi sierva María. Salid y marchaos lejos de este lugar. Dejadla.
Se levantó arqueando la espalda, pero otra sacudida la empujó adelante, como si estuviera atada a una cadena invisible.
De nuevo hablé:
—¡En el nombre del Cielo, salid de esta mujer!
Cayó de rodillas, jadeante y con la boca llena de babas. Se sujetó la cintura como para evitar partirse en dos. Todo su cuerpo temblaba, y cuando agitó el puño delante de mí fue como si otra persona moviera su mano y ella tratara de resistirse con todas sus fuerzas a su propio gesto.
—Hijo de Dios —balbuceó—, yo te maldigo.
—¡Salid de ella os digo, todos vosotros! ¡Yo os expulso!
Se retorció con desesperación, lanzando gritos guturales. « ¡Hijo de Dios, Hijo de Dios!», repetía una y otra vez. Su cuerpo cayó hacia delante y su frente golpeó la arena. El cabello resbaló a un lado dejando su nuca al descubierto. Los sonidos que salían de su interior se debilitaron, se hicieron angustiosos, implorantes.
—¡Fuera de ella todos vosotros, uno a uno, del primero al séptimo! —exclamé. Me acerqué un poco más, de pie ante ella. Sus cabellos cubrieron mis pies, a los que ella se aferró, como si estuviera ciega y buscara un apoyo.
—¡Por el poder del Altísimo, os ordeno que me obedezcáis! ¡Dejad a esta hija de Dios tal como era antes de que entrarais en ella!
Miró hacia arriba. Extendió otra vez las manos, pero esta vez como si ella misma las moviera, y se apoyó en ellas para erguirse de pronto con la cabeza hacia atrás, como si alguien le tirara del pelo.
—¡Fuera os digo, del primero al séptimo! ¡Yo os expulso ahora!
Un nuevo chillido hizo vibrar el aire.
Y luego la mujer se quedó inmóvil.
Un estremecimiento la recorrió, largo, natural, doloroso. Y muy despacio se derrumbó y quedó tendida de espaldas en la arena, la cabeza vuelta a un lado, los ojos semicerrados.
Silencio.
Las mujeres empezaron a llorar con desesperación, y luego prorrumpieron en rezos frenéticos. Si estaba muerta, era la voluntad de Dios. La voluntad de Dios. La voluntad de Dios. Luego se acercaron, temerosas.
Cuando Ravid y Micha estuvieron junto a mí, levanté la mano y dije en voz baja:
—María.
Silencio; el murmullo del viento, el susurro de las hojas de las palmeras, el suave roce de las cortinas de seda de la litera.
—María —repetí—. Vuélvete hacia mí. Mírame.
Muy despacio, hizo lo que le pedía.
—Oh, Dios misericordioso —dijo Ravid en voz baja—. Dios querido y misericordioso, es nuestra hermana.
Estaba tendida como quien despierta de un sueño, un poco aturdida y absorta, y su mirada pasaba de uno a otro de quienes la rodeábamos.
Me arrodillé y le tendí mis brazos, y ella los tomó. La ayudé a incorporarse a mi lado. No profirió ningún sonido, pero se abrazó a mí cuando le besé la frente.
—Señor —dijo—. Mi Señor.
El ronco llanto de Ravid fue el único sonido que rompió el silencio que nos rodeaba. Dormitaba.
Les vi y sentí sus manos, pero no opuse resistencia.
Los esclavos me lavaron con grandes cubos de agua. Noté que me quitaban las ropas viejas. Sentí cómo el agua limpiaba mis cabellos y corría por mi espalda y mis hombros.
De vez en cuando mis ojos se movían. Vi la tela dorada de la tienda flamear al viento. El baño prosiguió.
—Un poco de sopa, mi señor —dijo la mujer que estaba a mi lado—. Sólo un poco, porque vienes de un largo ayuno.
Bebí.
—Nada más. Duerme. Y eso hice, bajo la tienda.
Llegó el frío del desierto, pero no me faltó el abrigo de ropas y mantas. Sopa de nuevo, «tómala y luego duerme». Sopa, sólo un sorbo. Y luego el runrún suave de sus voces Llegó la mañana.
La observé con un solo ojo desde mi almohada de seda. La vi alzarse y empujar la oscuridad más y más arriba hasta que la oscuridad desapareció y todo el mundo fue luz, y la sombra de la tienda se hizo fresca y acogedora.
Ravid estaba delante de mí.
—Mi señor, mi hermana ha pedido entrar a visitarte. Te pedimos que vengas a casa con nosotros, que nos permitas cuidarte hasta que te encuentres bien, que te instales con nosotros bajo nuestro techo, en Magdala.
Me senté. Estaba vestido con ropajes de lino, túnicas orladas con bordados de hojas y flores. Llevaba un manto blanco de tacto muy suave, con una orla gruesa.
Sonreí.
—Mi señor, ¿qué podemos hacer por ti? Nos has devuelto a nuestra querida hermana.
Tendí mis brazos a Ravid. El se arrodilló y me sostuvo.
—Mi señor —dijo—. Ella ya se acuerda. Sabe que sus hijos han muerto, que su marido ha muerto también. Ha llorado por ellos y llorará más veces, pero es nuestra hermana.
Repitió su invitación. Apareció Micha, que también insistió.
—Estás débil, señor, estás débil por más que los demonios te obedezcan—dijo el hermano mayor—. Necesitas carne, bebida y descanso. Tú has hecho ese milagro. Deja que te agasajemos.
Micha se puso de rodillas. Llevaba en las manos un par de sandalias nuevas, provistas de hebillas brillantes, e hizo lo que estoy seguro nunca había hecho antes por otro hombre: me puso las sandalias y las abrochó a mis pies.
Las mujeres se mantenían aparte, María en medio de ellas.
Se adelantó paso a paso, como si temiera que yo le prohibiera acercarse. Se detuvo a poca distancia de mí. Tenía el sol naciente a su espalda. Se había bañado y vestía ropas nuevas de lino, con el cabello bien peinado bajo el velo que ocultaba los arañazos y moretones aún visibles en su rostro.
—Y el Señor me ha bendecido, me ha perdonado y me ha arrancado de los poderes de las tinieblas —dijo. —Amén —respondí.
—¿Qué puedo hacer para recompensarte?
—Ve al Templo. Era el destino de vuestro viaje. Volverás a verme. Cuando necesite tu ayuda, lo sabrás. Pero ahora debo seguir mi camino. Tengo que regresar al río.
Ella no sabía lo que significaba aquello, pero sus hermanos sí. Ellos me ayudaron a ponerme en pie.
—María —le dije de nuevo, y busqué su mano—. Mira. El mundo es nuevo. ¿Lo ves?
Sonrió con discreción.
—Lo veo, Rabbí—dijo.
—Abraza a tus hermanos —la insté—. Y cuando veas los hermosos jardines de Jericó, párate a mirar las flores que te rodean.
—Amén, Rabbí—dijo.
Los sirvientes me trajeron un bulto con mis ropas gastadas y mis sandalias rotas. También me proporcionaron un bastón para caminar.
—¿Adonde te diriges? —preguntó Ravid.
—Voy a ver a mi pariente Juan hijo de Zacarías, en el río, hacia el norte. He de encontrarle.
—Camina aprisa y ten cuidado, mi señor —dijo Ravid—. El rey está muy irritado con él. Dicen que sus días están contados.
Asentí. Abracé uno por uno a los presentes, a los hermanos, a las mujeres, a los esclavos que me habían bañado. Levanté la mano para despedirme de los porteadores, que descansaban a la sombra de las palmeras.
Me ofrecieron oro, me ofrecieron comida y vino para el camino. No acepté nada, excepto un sorbo final y delicioso de agua.
Miré mi nueva túnica y mis espléndidos vestidos. Miré las elegantes sandalias. Sonreí.
—Buena ropa —murmuré—. Nunca me había visto vestido de esta guisa.
Soplaba el viento seco del desierto.
—No es nada, mi señor, es lo mínimo, menos que lo mínimo —dijo Ravid, y los demás corroboraron su opinión y la repitieron.
—Habéis sido muy generosos conmigo —dije—. Me habéis vestido adecuadamente, porque me dirijo a una boda.
—Mi señor, come poco y un bocado pequeño cada vez —dijo la mujer que me había alimentado—. Todavía estás débil y febril.
Le besé los dedos y asentí.
Eché a caminar hacia el norte.
Como antes, reinaba la alegría entre quienes se agolpaban junto al río, que la contagiaban a los peregrinos que iban y venían. La multitud era mayor que antes, y el número de soldados había aumentado considerablemente, con grupos de romanos aquí y allá, y muchos soldados del rey observándolo todo ociosamente, aunque nadie parecía hacer caso de ellos.
El río Jordán estaba crecido y fluía con rapidez. Nos encontrábamos al sur, muy cerca del man.