Authors: Anne Rice
Mi primo Juan estaba sentado en una roca junto a la corriente, contemplando a sus discípulos mientras éstos bautizaban a hombres y mujeres arrodillados.
Juan se irguió de pronto, como si una súbita visión lo arrancara de los pensamientos que lo absorbían. Yo me acercaba despacio, pasando entre la gente con la mirada fija en él.
Puesto en pie, me señaló con el dedo.
—¡El Cordero de Dios! —gritó—. El Cordero de Dios, que quita los pecados del mundo.
Fue como un toque de clarín, y todas las cabezas se volvieron.
Mi primo más joven, Juan hijo de Zebedeo, entregó a Juan la concha que sostenía.
Mi mirada se cruzó con la de Juan hijo de Zacarías por un instante. Yo la desvié despacio, con deliberación, hacia el grupo de soldados que había a mi izquierda y luego hacia los de la derecha. Juan alzó la barbilla e hizo una discreta seña de entendimiento. Lo correspondí.
Sentí un escalofrío. Se hizo una oscuridad repentina, como si las lejanas montañas se hubieran alzado hacia el cielo y ocultaran el sol. El resplandor del río desapareció. El rostro radiante de Juan se desvaneció. Mi corazón se enfrió y encogió, pero al punto volvió a calentarse y sentí sus latidos. El sol volvió a caer sobre el agua y la hizo llamear. Juan hijo de Zebedeo y otro discípulo se acercaron a mí.
La multitud mostraba de nuevo una alegría bulliciosa y se oían voces felices.
—¿Dónde te alojas, Rabbí? —preguntó Juan hijo de Zebedeo—. Soy pariente tuyo.
—Sé quién eres —dije—. Ven conmigo y lo verás. Me dirijo a Cafarnaum, y voy a alojarme en casa del recaudador de impuestos.
Seguí caminando. Mi joven primo me acosaba a preguntas.
—Mi señor, ¿qué quieres que hagamos? Mi señor, estamos a tu servicio. Dinos, señor, lo que deseas de nosotros.
Contesté a todo con sonrisas plácidas. Faltaban horas para que llegáramos a Cafarnaum.
Ahora mi hermana Salomé la Menor vivía en Cafarnaum. Había quedado viuda con un hijo pequeño, y vivía con la familia de su marido, que estaba emparentada con nosotros y con Zebedeo. Yo quería visitarla.
Pero cuando llegamos a Cafarnaum, Andrés bar Jonah, que nos había acompañado a Juan y a mí desde el Jordán, fue a contarle a su hermano Simón que había encontrado al Mesías verdadero. Se dirigió a la orilla del mar y yo le seguí. Vi a su hermano Simón, que estaba varando su barca, y con él a Zebedeo, el padre de Juan, que llevaba en su barca a Santiago, el hermano de Juan.
Aquellos hombres quedaron maravillados ante las explicaciones excitadas de Andrés.
Me observaron en silencio.
Yo esperé.
Luego dije a Santiago y Simón que me siguieran.
Obedecieron de inmediato, y Simón me rogó que fuera a su casa porque su suegra estaba enferma, con fiebres. Ya había llegado al mar la noticia de que yo había expulsado los demonios de la famosa endemoniada de Magdala. ¿Tal vez no tendría inconveniente en curar a esa mujer?
Entré en la casa y la vi tendida, lo bastante enferma para no darse cuenta de que los niños alborotaban junto a ella, hablándole de un hombre santo y de los grandes sucesos ocurridos en el río Jordán.
Le tomé la mano. Ella se volvió a mirarme, inquieta al principio porque alguien viniera a molestarla de esa manera. Luego se incorporó.
—¿Quién dice que estoy enferma? ¿Quién dice que he de guardar cama? —preguntó.
E inmediatamente se levantó y empezó a afanarse por la pequeña casa, a servirnos potaje en unas escudillas, a dar palmadas para que su criada nos trajera agua fresca.
—Mírate, qué flaco estás —me dijo—. Vaya, me pareció reconocerte cuando entraste, pensé que te había visto en alguna parte, pero nunca he conocido a nadie como tú. —Me entregó una escudilla con potaje—. Come un poco o te pondrás enfermo. Lo justo para llenarte el buche. —Miró con ceño a su yerno— ¿Por qué decías que yo estaba enferma?
Él alzó las manos y sacudió la cabeza, maravillado.
—Simón —dije cuando nos hubimos sentado—, tengo un nuevo nombre para ti. De ahora en adelante te llamaré Pedro.
El asombro lo dejó sin palabras. Se limitó a hacer un gesto de asentimiento. Juan se sentó a mi lado.
—¿A nosotros también vas a darnos nombres nuevos, Rabbí? —preguntó. Sonreí.
—Eres demasiado impaciente, y lo sabes. Ten paciencia. Por el momento, a ti y tu hermano os llamaré Hijos del Trueno.
Seguí el consejo de la anciana y comí sólo un poco de potaje. A pesar de que mi cuerpo se sentía hambriento, no me pareció que necesitara más.
Estábamos todos sentados en el suelo, con las piernas cruzadas, como era habitual. De vez en cuando me olvidaba de las ropas finas que vestía, ya polvorientas. Simón dijo que tenía que marcharse a pescar. Negué con la cabeza.
—No —dije—, ahora vas a ser un pescador de hombres. Ven conmigo. ¿Por qué crees que te he dado un nombre nuevo? Nada será igual en tu vida desde ahora. No esperes que lo sea.
Me miró asombrado, pero su hermano hizo vigorosos gestos afirmativos. Me tendí y dormité mientras ellos discutían de todas aquellas cosas entre ellos. De vez en cuando les observaba, como si no pudieran verme. Lo cierto es que no podían imaginar lo que yo estaba viendo. Era como leer un libro: me estaba enterando de todo lo que quería sobre cada uno de ellos.
Puertas afuera se había reunido una multitud.
Había venido mi hermana Salomé la Menor, la más querida y próxima a mí de toda mi familia. Para mí había sido una pena muy amarga que se fuera a vivir a Cafarnaum.
Seguía aún medio dormido cuando su beso me despertó. Sus ojos eran profundos y llenos de vida, y me hablaban de una intimidad que no compartía tal vez con nadie más en el mundo, a excepción de nuestra madre. Incluso el tacto de su brazo, el contacto de su hombro, eran cosas que me traían muchos recuerdos de una ternura indecible.
Durante un largo momento, me limité a tenerla abrazada. Se echó atrás y me dirigió una mirada diferente de como había sido hasta entonces. También ella parecía perdida en el hilo de su memoria. Entonces comprendí que estaba comparando sus recuerdos con lo que veía de mí ahora, los cambios en mi expresión y mi actitud.
Entonces entró su hijo de cabello ensortijado, lleno de curiosidad —era la viva imagen de mi tío Cleofás, su abuelo—, a pesar de ser un niño de tan sólo seis años.
—¡El pequeño Tobías!
Lo besé. Le había visto un momento en la última peregrinación a Jerusalén, y parecía haber pasado una eternidad desde entonces.
—Tío —me dijo—, ¡todo el mundo habla de ti!
Había una chispa de diversión en sus ojos, tan parecidos a los de su abuelo.
—Calla ahora —dijo mi querida hermana—. ¡Yeshua, mírate! Estás en los huesos. Tu cara resplandece, pero debe de ser por la fiebre. Ven a nuestra casa y deja que te cuide, luego podrás marcharte.
—¿Como, y faltar al tercer día de la boda de Abigail? —Reí— ¿Crees que voy a dejar de ir? Seguro que lo sabes todo...
—Sé que nunca te había visto como ahora —dijo—. Si no es fiebre, ¿qué es, hermano? Vamos, quédate conmigo.
—Tengo hambre, Salomé, pero he de hacer un recado. Y me llevo conmigo a estos hombres, los que están aquí a mi lado... —Dudé un instante—. Sin embargo, puedo pasar una noche aquí antes de que vayamos a la boda, y he de encontrar al recaudador de impuestos. Cenaré con él esta noche, bajo su techo. Eso no puede aplazarlo.
—¡El recaudador de impuestos! —Juan el de Zebedeo se alborotó de inmediato—. No te estarás refiriendo a Mateo, el recaudador de la aduana de esta ciudad. Rabbí, si hay un ladrón en el mundo, es él. No puedes cenar en su casa.
—¿Sigue siendo un ladrón? —pregunté—. ¿No confesó sus pecados y se bañó en el río?
—Está en su oficina, recaudando como siempre lo ha hecho —dijo Simón—. Señor, cena conmigo bajo mi techo, o cena con tu hermana. Cenaremos contigo donde tú digas, acamparemos en la orilla del mar, cenaremos en mi barca. Pero no con Mateo, el recaudador de impuestos. Todo el mundo lo verá y lo comentará.
—No le debes nada, Yeshua —dijo Salomé—. Lo haces porque nuestro querido José murió en su tienda. Pero no tienes por qué hacerlo. No hay necesidad.
—Yo sí lo necesito —repuse con suavidad. Y volví a besarla en la mejilla.
Ella apoyó la cabeza en mi pecho.
—Yeshua, hemos recibido muchas cartas de Nazaret. También nos llegan noticias de Jerusalén. Te esperan con expectación, y razón no les falta.
—Escúchame —la interrumpí—. Ve ahora y pregunta a tu suegro si os da permiso para acompañarnos a Nazaret a celebrar la boda de Rubén y Abigail. A ti y a este pequeño, Tobías, que no ha visto la casa de sus abuelos, nuestra casa. Te digo que tu suegro dirá que sí. Haz el equipaje con tus vestidos de fiesta; iremos a buscarte al amanecer.
Quiso discutir y empezó a excusarse con lo de siempre: que su suegro la necesitaba y nunca le daría permiso* pero las palabras murieron en sus labios. Rebosaba de excitación, y después de darme un último beso tomó del brazo al pequeño Tobías y ambos se marcharon deprisa.
Los demás me siguieron.
Al cruzar la puerta de la casa, encontramos a un joven que me miraba con ansiedad. Era vigoroso y venía de trabajar cubierto de polvo, pero tenía manchas de tinta en los dedos.
—Todos hablan de ti —dijo—, ribera arriba y ribera abajo. Dicen que Juan el Bautista te señaló.
—Llevas un nombre griego, Felipe —dije—. Me gusta tu nombre. Me gusta todo lo que veo en ti. Ven y sígueme.
Dio un brusco respingo. Alargó su mano hacia la mía, pero esperó a que yo se la acercara para tomarla.
—Déjame llamar al amigo que me acompaña en la ciudad.
Me detuve un momento. Vi a su amigo con los ojos de mi mente. Supe que se trataba de Nathanael de Cana, el estudiante de Hananel que había visto en casa de éste cuando fui a hablar con él. En un patio cercano, detrás de las paredes encaladas, aquel joven estaba empaquetando sus pergaminos y su ropa para el viaje de regreso a Cana. Todo este tiempo había estado trabajando en el mar, y de vez en cuando se acercaba a ver de lejos al Bautista. Su mente estaba llena de preocupaciones; pensaba que aquel viaje a casa era inoportuno, pero no podía faltar a la boda. Se sorprendió al ver llegar a Felipe corriendo mientras él luchaba con su equipaje y sus pensamientos.
Yo seguí camino abajo, maravillado de la cantidad de personas que nos seguían, de los niños que salían corriendo a vernos, de los adultos que procuraban sujetarlos al mismo tiempo que se hablaban en susurros y señalaban. Oí mi nombre. Una y otra vez, pronunciaban mi nombre.
Nathanael de Cana nos alcanzó justo cuando llegábamos delante de la oficina de la aduana, en el bullicioso lugar donde se reunían los viajeros para la inspección de las mercancías que transportaban.
Nos rodeaba una gran multitud de mirones. La gente se abría paso para verme y decir: «Sí, es el hombre que vieron en el río», o «Sí, es el hombre que expulsó los demonios de María Magdalena». Otros decían: «No, no lo es.» Algunos comentaban que estaban a punto de arrestar al Bautista por las muchedumbres que convocaba, y otros insistían en que era debido a que el Bautista había irritado al rey.
Me detuve e incliné la cabeza. Podía oír cada palabra que se pronunciaba, todas las palabras proferidas y las que estaban a punto de brotar de los labios entreabiertos. Dejé que se hiciera el silencio y escuché sólo la suave brisa que se alzaba del lejano mar centelleante.
Me llegaron sólo los sonidos cercanos: Simón Pedro contaba que yo había curado a su suegra con una simple imposición de las manos.
Volví el rostro a la brisa húmeda. Era deliciosa, ligera, cargada del aroma etéreo del agua. Mi cuerpo mortificado absorbía el agua del mismo aire. Cuan hambriento estaba.
Lejos detrás de nosotros, supe que Felipe y Nathanael discutían, y una vez más escuché lo que no alcanzaban a oír quienes me rodeaban. Nathanael no quería venir y se negaba a que lo arrastraran contra su voluntad.
—¿De Nazaret? —decía—. ¿El Mesías? ¿Y pretendes que me lo crea? Felipe, yo vivo a un tiro de piedra de Nazaret. ¿A mí me vas a decir que el Mesías es de Nazaret? ¡Nada bueno puede salir de Nazaret! Me estás contando cosas imposibles.
Mi primo Juan había vuelto para reunirse con ellos»
—No, de verdad que lo es —declaró mi joven primo. Se mostraba tan ferviente, tan lleno de respeto como si aún estuviera bañándose en el milagroso río, bañándose en el Espíritu que había descendido sobre las aguas justo cuando los cielos se abrieron—. Es él, te digo. Yo vi cuándo fue bautizado. Y el Bautista, el Bautista mismo, dijo estas palabras...
Dejé de escuchar. Dejé que el viento engullera su discusión. Miré el lejano horizonte luminoso en que las pálidas colinas se fundían con el azul del cielo, por el que cruzaban las nubes como si fueran las velas de un navío.
Nathanael apareció frente a mí, receloso, y me miró de reojo cuando lo saludé, como si se hubiera encontrado conmigo por casualidad.
—¿Así que nada bueno puede salir de Nazaret? —le pregunté.
Enrojeció. Yo me eché a reír.
—Aquí hay un israelita que no se parece en nada a Jacob —añadí. Me refería a que no había engaño en él. Dijo lo que pensaba, sin segundas intenciones. Había hablado con el corazón. Reí de nuevo, alegre.
Cruzamos entre la aglomeración de personas que ocupaban el camino.
—¿Cómo es que me conoces? —preguntó Nathanael.
—Oh, bueno, podría decir que te conozco de la casa de Hananel, y que la última vez que me viste yo era el carpintero.
Aquello le dejó asombrado. No podía creer que yo fuera el mismo. Apenas podía recordar a aquel hombre, excepto por el hecho de que después de su visita tuvo que escribir muchas cartas para Hananel. Poco a poco empezó a conectar a aquellas dos personas, el carpintero flaco y vulgar que apareció un día y la persona a la que estaba mirando a los ojos, a mis ojos.
—Pero deja que te diga mejor aún de qué te conozco —dije—. Te he visto hace muy poco debajo de la higuera, solo y perplejo, murmurar para ti mismo al empaquetar en desorden tus libros y tu ropa para el viaje de mañana, molesto por tener que volver a casa para la boda de Rubén y Abigail cuando sabes de cierto que está a punto de ocurrirte algo mejor, algo de mayor importancia, aquí a orillas del mar.
Quedó asombrado. Por un momento se asustó. Juan, Andrés, Santiago y Felipe formaron un círculo a su alrededor. Pedro se mantuvo aparte. Todos lo miraban, incómodos. Sólo yo reí de nuevo, entre dientes.