Camino A Caná (21 page)

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Authors: Anne Rice

BOOK: Camino A Caná
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El cabello era largo y lustroso, de un bello tono castaño oscuro. Y del mismo color eran sus ojos risueños.

—Mi pequeña broma no te ha divertido —dijo cortés, con una graciosa reverencia.

—¿Tu broma?

—Nunca te miras en un espejo. ¿No reconoces tu propia imagen?

La alarma sacudió mi rostro y luego toda mi piel. Era mi duplicado, excepto por el hecho de que yo nunca me había vestido de esa manera.

Dio un pequeño giro sobre sí mismo en la arena, de modo que yo pudiera percibir mejor su atuendo. Me fascinó la expresión —o la falta de expresión— de sus grandes ojos entornados.

—¿No crees —me empezó a decir— que tengo cierta obligación de recordarte lo que eres? Ya ves, me he enterado de tu manía particular. Tú no te consideras a ti mismo un simple profeta o un santón como tu primo Juan. Tú crees ser el Señor en persona.

No contesté.

—Oh, ya sé. Tenías intención de mantenerlo en secreto, y muchas veces consigues ocultar bastante bien lo que piensas, o al menos así me lo parece. ¿Pero aquí, en este desierto? Sabes, con frecuencia sueles hablar en voz alta.

Se acercó más, y alzó el borde de su manga para que yo admirara mejor el brocado, las hojas puntiagudas, las flores carmesí.

—Por supuesto no quieres hablar conmigo, ¿no es así? —dijo con una ligera mueca despectiva. Se parecía a mí cuando me hacía el desdeñoso. Si alguna vez me lo había hecho.

»Pero sé que tienes hambre, un hambre horrorosa. Tanta hambre que estarías dispuesto a comer cualquier cosa. Lo cierto es que ya estás devorando tu propia carne y tu propia sangre.

Me di la vuelta y empecé a alejarme.

—Ahora, si eres un santo de Dios —dijo, y se colocó sin esfuerzo a mi lado y caminó a la par conmigo, mirándome a los ojos cuando yo volvía la vista hacia él—, y olvidemos por el momento esa manía tuya de creerte el Creador del Universo, en ese caso sin duda podrás convertir estas piedras, cualquiera de las que hay por aquí, en pan caliente.

Me detuve y percibí el inconfundible aroma del pan caliente. Podía sentirlo en mi boca.

—Eso no habría sido un problema para Elías —dijo—, ni para Moisés, por descontado. Y tú aseguras ser un santo de Dios, ¿no es así? ¿El Hijo de Dios? ¿Su Hijo muy amado? Bueno, hazlo. Convierte las piedras en pan.

Miré las piedras un momento, y luego volví a caminar.

—Muy bien, pues —dijo, y al caminar para mantenerse a mi lado tintinearon con suavidad los cascabeles de su manto—. Aceptemos como cierta tu manía. Eres Dios. Ahora bien, según tu primo, Dios puede convertir estas piedras en hijos de Abraham, estas piedras o cualquier otra piedra, ¿no? Pues entonces, convierte estas piedras en pan. Lo necesitas con bastante urgencia, ¿verdad?

Me volví hacia él y me eché a reír.

—«No sólo de pan vive el hombre —le contesté—, sino de todo lo que sale de la boca de Dios.»

—Ésa es una traducción literal bastante deficiente —me dijo con un suave meneo de su cabeza—, y si me permites indicártelo, mi piadoso y engañado amigo, tus vestidos no se han conservado durante estos cuarenta días tan bien como los de tus antepasados durante los cuarenta años que erraron en el desierto, y ahora mismo tienes el aspecto de un mendigo andrajoso que muy pronto va a quedarse descalzo.

Volví a reír.

—No importa —dije—. Yo sigo mi camino.

—Muy bien —repuso él cuando me puse de nuevo en marcha—, pero es demasiado tarde para que entierres a tu padre. Ya lo está.

Me detuve.

—¡Oh, vamos, no me digas que el profeta cuyo nacimiento estuvo acompañado por tantas señales y maravillas no sabe que su padre, José, ha muerto!

No contesté. Sentí un nudo en el corazón y procuré reprimir mis lágrimas. Miré la extensión arenosa.

—Dado que al parecer eres como mucho un profeta a tiempo parcial —prosiguió con la misma voz tranquila, mi voz—, déjame describirte la escena. Fue en la tienda de un recaudador de impuestos donde exhaló su último suspiro, y entre los brazos de ese recaudador, imagínatelo, aunque su hijo estaba sentado a su lado y tu madre le lloraba. ¿Y sabes cómo pasó sus últimas horas? Contando al recaudador de impuestos y a todo el que quería escucharle lo que podía recordar de tu nacimiento... Bueno, ya sabes, la vieja canción del ángel que se apareció a tu pobre madre aterrorizada, y el trabajoso viaje a Belén para que tú pudieras llegar berreando a este mundo en plena tormenta, y después la visita de ángeles de las alturas a unos pastores, entre todos los hombres posibles. Y esos potentados, los Magos; también le habló al recaudador de impuestos de su venida. Y luego murió, en pleno desvarío, podría decirse, aunque de forma muy apacible.

Bajé la mirada al suelo desértico. ¿Estaría aún muy lejos el río?

—¡Lloras! ¡Vaya, fíjate, estás llorando! —dijo—No me esperaba una cosa así. Esperaba que te avergonzaras de que un varón tan justo haya muerto en brazos de un ladrón respetable, pero esas lágrimas me desconciertan. Después de todo, tú te largaste y dejaste que el viejo se las arreglara solo en mitad del río, ¿no es así?

No respondí.

El se puso a silbar entre dientes una tonadilla como las que uno puede silbar o tararear mientras camina, y en efecto, dio toda una vuelta caminando a mi alrededor mientras yo seguía sin moverme.

—Bueno —dijo tras pararse frente a mí—. Eres un hombre de corazón tierno, ya es algo para empezar. ¿Pero un profeta? No lo creo. En cuanto a esa manía de que tú has creado el mundo entero, vaya, déjame recordarte lo que sin duda ya sabes: una pretensión parecida me costó a mí el puesto que ocupaba allá arriba, en la corte celestial.

—Me parece que lo embelleces demasiado —dije. Mi voz estaba aún cargada de lágrimas, pero las secaba el viento abrasador del desierto.

—Ah, ahora me hablas sin citar las Escrituras, con tus mismas palabras. —Río, una imitación perfecta de mi risa anterior, y me dirigió una sonrisa cálida, casi hermosa.

» ¿Sabes?, los santos casi nunca me dirigen la palabra. Escriben larguísimos poemas campanudos en los que yo salgo hablando con el Señor de la Creación y El hablando conmigo, pero ¿ellos mismos, los escribas? En cuanto oyen mencionar mi nombre, gritan y salen corriendo despavoridos.

—Y a ti te gusta que se mencione tu nombre, ¿verdad? Sea cual sea el nombre. —Empecé a enumerar despacio—: Ahrimán, Mastema, Satanel, Satán, Lucifer... ¿Te gusta, verdad, que te invoquen?

Guardó silencio.

—Belcebú —dije—. ¿Es ése tu nombre favorito? —Y añadí en griego—: Señor de las Moscas.

—¡Odio ese nombre! —dijo con un espasmo de rabia—. No respondo a ninguno de esos nombres.

—Claro que no. ¿Qué nombre podría rescatarte del caos que es tu objetivo real? —repliqué—. Demonio, diablo, enemigo. —Negué con la cabeza—. No, no respondes a ellos. Tampoco respondes al nombre de Azazel. Los nombres son aquello en lo que sueñas, nombres y propósitos y esperanzas, y tú no tienes ninguna de esas cosas.

Me volví y seguí caminando.

El me siguió.

—¿Por qué me hablas? —preguntó encolerizado.

—¿Por qué me hablas tú a mí?

—Señales y maravillas —dijo, las mejillas encendidas por la sangre que se le agolpaba, salvo que lo simulase—. Demasiadas señales y maravillas te rodean, mi miserable amigo andrajoso. Y ya te he hablado antes. Llegué una vez hasta ti en sueños.

—Lo recuerdo. Y elegiste también el disfraz de la belleza. Debe de ser algo que ansias con desesperación.

—No sabes nada de mí. ¡No tienes ni idea! Yo fui el primogénito del Señor al que tú llamas Padre, miserable mendigo.

—Ten cuidado. Si te enfureces demasiado, podrías desaparecer en una nubécula de humo.

—Esto no son bromas, aprendiz de profeta —dijo—. Yo no aparezco y desaparezco por capricho.

—Desaparece por capricho —repuse—. Eso será suficiente.

—¿De verdad no sabes quién soy? —Su cara se deformó de súbito por un dolor profundo—. Muy bien, te lo diré. —Y en hebreo pronunció las palabras—: Helel benShahar.

—Luz brillante de la mañana —dije. Levanté la mano derecha y chasqueé los dedos—. Te he visto caer... así.

Un rugido terrorífico me rodeó, y la arena salió volando como si estuviéramos en medio de una tormenta en lugar de a la plácida luz del sol, y a punto estuvo de despeñarme desde lo alto del risco.

Me sentí llevado en volandas a gran velocidad y de pronto me rodeó otro rugido, más familiar e inmenso, y mis pies se posaron en el borde del parapeto del Templo, del Templo de Jerusalén, bajo la inmensa bóveda celeste y por encima de la enorme multitud de personas que entraban y salían de aquel lugar. Yo estaba de pie en el pináculo y veía, allá abajo, a todos los que recorrían los amplios patios interiores.

Los ruidos y los olores de la muchedumbre llegaban hasta mí. Sentí el dolor agudo de las punzadas del hambre. Y por todas partes se extendían los techos de Jerusalén, mientras la gente hormigueaba en el laberinto de sus estrechas callejuelas.

—Mira todo esto —dijo él, a mi lado.

—¿Por qué habría de mirar? —repliqué—. No estamos allí en realidad.

—¿No? ¿Crees que no? ¿Crees que es una ilusión?

—Tú estás lleno de ilusiones y engaños.

—Entonces tírate abajo, ahora, desde esta altura. Déjate caer sobre esa muchedumbre. Veremos si es una ilusión. Y si no lo es, ¿qué? ¿Acaso no está escrito?: «El hará que sus ángeles cuiden de ti, y con sus manos te sostendrán, para que ni siquiera un dedo del pie te golpees contra una piedra.»

—Oh, tú has sido un asesino desde el principio —le dije—. Te encantaría verme caer ahí abajo, ver cómo se rompen mis huesos, ver esta cara que tan bien imitas ensangrentada y hecha pedazos. Pero quieres más todavía, ¿no es así? El cuerpo no significa nada para ti, por mucho tormento despiadado que le des. Lo que quieres es mi alma.

—No, estás equivocado —dijo en voz baja, inclinándose hacia mí tanto como pudo—. Y estamos aquí, sí, te he traído a este lugar, sin ilusiones ni engaños, para mostrarte dónde has de empezar tu trabajo. Eres tú quien asegura ser el Cristo. Eres tú a quien anuncian otros como el Hijo de David, el príncipe que conducirá a su pueblo a la victoria final, sois tú y tu pueblo quienes habéis celebrado tu inmenso poder y tu eventual conquista en un libro tras otro, en un poema tras otro. ¡Lánzate al vacío!, te digo.

Hazlo y deja que los ángeles te sostengan. ¡Deja que tu batalla empiece con ese pacto entre tú y el Señor al que aseguras servir!

—No voy a poner al Señor a prueba aquí —dije—. Y también está escrito: «No tentarás al Señor tu Dios.»

—¿Cuándo, entonces, vas a empezar la batalla? —preguntó como si de verdad deseara saberlo—. ¿Cómo reclutarás tus ejércitos? ¿Cómo difundirás tu mensaje entre todos los judíos de esta tierra, y de la siguiente, y de la que sigue a la siguiente? ¿Cómo harás saber a las comunidades de judíos de los rincones más alejados del Imperio que ha llegado el momento de empuñar la espada y el escudo y formar bajo tus banderas en el nombre de tu Dios?

—Lo sabía ya cuando era niño —dije mirándole.

—¿Qué sabías?

—Que eres el Señor de las Moscas, pero estás a merced del Tiempo. No sabes lo que va a ocurrir en el Tiempo.

—Bueno, si eso es verdad, entonces la mitad de las veces tú no vales más que yo, porque tampoco lo sabes, y esos gusanos que hay allá abajo y a los que llamas hermanos y hermanas no son nada, porque no saben ni siquiera lo que va a ocurrir en el instante siguiente. Por lo menos tú tienes visiones y planes.

Me agarró como si tomara posesión de mí, y una mueca de malevolencia le desencajó el rostro.

—¿Qué has sabido tú del Tiempo en esos años aburridos que has desperdiciado en Nazaret? ¿Que llegará el momento en que entregarás al polvo tus músculos doloridos, toda tu persona? ¿Por qué lo toleras? ¿Por qué lo tolera El? Tú dices conocer Su voluntad. Dime, ¿por qué no lo suprime?

—¿Suprimir el Tiempo? —pregunté con un hilo de voz—. ¿El regalo del Tiempo?

—¿Regalo? ¿Es un regalo estar perdido en este mundo miserable que Él ha creado, perdido para la despiadada ignorancia de los otros, en el Tiempo?

—Ah, sí que conoces una cosa, y es la desgracia.

—¿Yo? ¿Yo conozco la desgracia? ¿No conocen ellos la desgracia, día a día, y no la has conocido tú al lado de ellos? ¿Crees que esa vida y el Tiempo fueron un regalo para ese chico, Yitra, al que apedrearon tus aldeanos? Sabes que era inocente, ¿o no lo sabes? Oh, fue tentado, pero era inocente. ¿Y el Huérfano? Ese niño ni siquiera supo por qué murió. ¿Sabes lo que había en sus corazones cuando vieron volar las piedras hacia ellos? ¿Qué crees que hay en el corazón de la madre de Yitra, y por qué está llorando en este mismo momento?

—Te preguntaría de dónde viene la esperanza sino del Tiempo. Te pediría que me respondieses, pero tú ya has adoptado una decisión, total y definitiva y para siempre, y para ti el Tiempo no existe.

—¡Tendría que arrojarte abajo yo mismo, desde aquí! —siseó. Había levantado las manos para agarrarme, pero no se cerraron sobre mi garganta—. Tendría que aplastarte contra esas piedras. Carezco de escrúpulos en lo que se refiere a tentar al Señor tu Dios. Nunca los he tenido.

Retrocedió un paso, demasiado furioso para seguir hablando. Luego tomó aliento.

—Puede que seas sencillamente un fantasma creado por Su mente impasible e inmisericorde. ¿Cómo si no podrías dejar de apiadarte de Abigail cuando estaba aterrorizada en medio de aquellos niños, esperando exactamente la misma muerte que el pueblo dio a Yitra y al Huérfano? ¿Has sentido piedad por alguno de ellos en algún lugar, alguna vez?

La luz cambió. El aire empezó a agitarse.

La visión del Templo y la multitud que lo ocupaba se desdibujó y se borró, como si fuera una escena pintada sobre seda.

Me vi arrebatado por un torbellino.

De pronto estábamos juntos los dos, el de los hermosos vestidos y yo, en la cima de una montaña, tal vez la montaña más alta de la Tierra. Sólo que no se trataba de una tierra conocida.

Debajo de nosotros se extendía lo que parecía un mapa pero no lo era, sino más bien el esquema de las montañas, los ríos y valles y océanos que componen el mundo.

—Exacto —dijo, contra el suave viento—. El mundo. Lo estás viendo como yo. Un lugar hermoso que gobernar.

Calló unos momentos, como absorto en la placentera contemplación de aquella perspectiva majestuosa, y yo miré también lo que él había querido enseñarme, y luego le miré a él.

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