Authors: Anne Rice
—¿No te parece que te conozco? —pregunté.
—Rabbí, tú eres el Hijo de Dios —murmuró Nathanael—. Eres el Rey de Israel.
—¿Porque te he visto con los ojos de la mente, debajo del árbol, mientras hacías el equipaje que vas a llevar a la boda? —Pensé para armonizar mi pensamiento y mis palabras, y dije—: Amén, amén. Tú verás también el cielo abierto, como lo vio Juan. Sólo que tú no verás una paloma cuando se abra, sino a los ángeles del Señor de las Alturas que acudirán a recibir al Hijo del Hombre.
Me toqué el pecho con la mano.
Él estaba sobrecogido, y también los demás, aunque todos se sentían atrapados por una especie de fascinación colectiva, un asombro creciente.
Entramos en la oficina de la aduana.
Allí estaba sentado el rico recaudador al que había visto en el río, el hombre que tan bien me habían descrito como el que llevó en brazos a mi querido José hasta la orilla, el que se encargó de llevar hasta Nazaret el cuerpo de José para su entierro.
Me acerqué a él. Los que esperaban para despachar sus asuntos con él retrocedieron. Pronto la multitud resultó excesiva para aquel lugar, y el rumor de las conversaciones demasiado alto para una charla circunstancial. Viajeros a caballo, burros cargados de género, carros con canastos y más canastos de pescado... todos esperaban y la gente empezaba a impacientarse por tener que esperar.
Mis nuevos discípulos se apiñaron a mi alrededor.
El recaudador de impuestos escribía en su libro, con los dientes apretados, los labios fruncidos a cada nuevo trazo de la pluma. Finalmente, arrancado a disgusto de sus cálculos por el roce de un codo que no se apartaba, levantó la mirada y me vio.
—Mateo —dije y le sonreí—. ¿Has escrito con tus manos finas las cosas quejose, mi padre, te contó?
—¡Rabbí! —susurró. Se puso en pie. No pudo encontrar en su mente palabras adecuadas para la transformación que veía en mí, para toda la gama de pequeñas diferencias que ahora percibía. La ropa de hilo fino era lo de menos. Para él los vestidos hermosos eran algo habitual.
No se dio cuenta de las demás personas que se agolpaban delante de él. No se dio cuenta de que Juan y Santiago hijos de Zebedeo le miraban ceñudos como si quisieran lapidarlo, ni de que Nathanael lo observaba con frialdad. Sólo tenía ojos para mí.
—Rabbí —repitió—. Si me das permiso, las escribiré, sí, todas las historias que me contó tu padre y más todavía, más incluso que lo que yo mismo presencié cuando bajaste al río.
—Ven y sígueme —dije—. He estado en el desierto durante muchos, muchos días. Cenaré contigo esta noche, y también mis amigos. Ven, prepara un festín para nosotros. Acógenos en tu casa.
Se marchó de las oficinas de la aduana sin mirar atrás. Me tomó del brazo y me condujo hasta el centro de aquella pequeña ciudad situada en la orilla del mar.
Los demás no le dirigían insultos, al estar él presente. Pero sin duda pudo escuchar algunas frases lanzadas por quienes estaban detrás de nosotros y por quienes, más alejados, nos seguían a todas partes como un pequeño rebaño.
Sin soltar mi brazo, envió a un chico a avisar a sus criados que lo prepararan todo para recibirnos.
—Pero ¿y la boda, Rabbí? —preguntó Nathanael, inquieto—. Tenemos que irnos, o no llegaremos a tiempo.
—Tenemos tiempo, por esta noche —dije—. No te preocupes. Nada me impedirá asistir a esa boda. Y tengo muchas cosas que contaros sobre lo que me ocurrió cuando estuve en el desierto. Sabéis muy bien, o lo sabréis muy pronto, lo que ocurrió cuando fui bautizado en el Jordán por mi primo Juan. Pero tengo que contaros la historia de mis días en el desierto.
Un atardecer violeta descendía sobre las colinas cuando llegamos a Nazaret.
Tuvimos que dar un rodeo para no ser vistos, porque ya andaban rondando las antorchas, y por todas partes se oían voces animadas. Se esperaba al cortejo del novio en menos de una hora. Los niños jugaban en las calles. Algunas mujeres ataviadas con sus mejores vestidos blancos esperaban ya con las lámparas. Otras aún recogían flores y trenzaban guirnaldas. Llegaba gente de los bosques próximos con brazadas de ramos de mirto y palma.
Encontramos la casa sumida en la confusión, por la excitación de los preparativos.
Mi madre dio un grito cuando puso sus ojos en mí, y corrió a abrazarme.
—Mira a quién te he traído —le dije, y señalé con un gesto a Salomé la Menor, que de inmediato se precipitó hecha un mar de lágrimas en brazos de su madre.
El pequeño Tobías, los sobrinos y los primos vinieron a reunirse a nuestro alrededor, los más pequeños para tocar mis nuevas ropas y todos para dar la bienvenida a quienes yo iba presentando apresuradamente.
Mis hermanos me saludaron, y todos me miraban con cierta incomodidad, sobre todo Santiago.
Todos conocían a Mateo como el hombre que había estado con ellos en el duelo por José. Nadie cuestionó su presencia, y menos que nadie mis tíos Alfeo y Cleofás, ni mis tías. Y los suntuosos vestidos que le eran habituales no provocaron miradas de recelo.
Pero no hubo más tiempo para charlar.
Llegaba el cortejo del novio.
Había que cepillar el polvo de nuestros vestidos, frotar las sandalias, lavar manos y caras, peinar y perfumar los cabellos, sacar de sus envolturas los vestidos de fiesta, el pequeño Tobías tenía que ser limpiado cuidadosamente como si fuera una col y luego vestido adecuadamente, y así nos sumimos todos en los preparativos.
Shabi entró corriendo a anunciar que nunca había visto tantas antorchas en Nazaret. Todo el pueblo estaba en la calle. Habían empezado las palmadas y las canciones.
Y a través de las paredes se oía el batir de los tamboriles y el sonido agudo de los cuernos.
Mi amada Abigail no había aparecido aún.
Finalmente salimos al patio y todos los varones nos colocamos en fila. Los pequeños sacaron de los cestos las guirnaldas exquisitamente trenzadas con hiedra y flores de pétalos blancos, y fueron colocando una guirnalda sobre cada cabeza inclinada. Yaqim estaba con nosotros. Ana la Muda resplandecía vestida de blanco, con el cabello trenzado bajo su velo de doncella y los ojos brillantes, mientras sonreía.
Pude verle la cara cuando se volvió a mirar hacia otro lado. Oí la música como la oía ella, la percusión insistente. Vi las antorchas como las veía ella, llameantes sin el menor ruido.
El crepúsculo se extinguió.
A lo largo del camino, la luz de las lámparas, velas y antorchas giraba en torbellinos y centelleaba a través de las celosías y las aberturas de los techos.
Pude oír los cánticos acompañados por la vibración de las arpas y el sonido grave de los laúdes. El crepitar de las antorchas se mezclaba con la música.
De pronto sonaron los cuernos.
El cortejo del novio había llegado a Nazaret. Él y sus acompañantes subían la colina entre alegres saludos y batir de palmas.
Más antorchas iluminaron de súbito el perímetro del patio.
Por las puertas centrales de la casa entraron las mujeres con sus ropajes de lana blanqueada adornados con cintas de colores brillantes, y los cabellos recogidos en velos de fina gasa blanca.
De pronto el gran pabellón de lino blanco festoneado con cintas fue desplegado y levantado. Mis hermanos Josías, Judas y Simón, y mi primo Silas, sujetaban los postes.
La calle delante del patio se llenó de ruidosas felicitaciones.
A la luz de las antorchas apareció Rubén, con una guirnalda en la cabeza, hermosos vestidos y la cara iluminada por tal felicidad que las lágrimas asomaron a mis ojos. Y a su lado, el leal amigo del novio, Jasón, que ahora procedía a presentarlo con voz sonora:
—¡Rubén bar Daniel bar Hananel de Cana está aquí! —proclamó—. Viene a buscar a la novia.
Santiago se adelantó, y por primera vez vi a su lado la pesada silueta de un Shemayah solemne, con la guirnalda ligeramente torcida sobre la cabeza y un vestido de boda que le quedaba algo corto debido a la anchura de sus hombros y al grosor de sus brazos.
¡Pero estaba aquí! Estaba aquí... y empujó a Santiago al frente para que fuera él quien recibiera al excitado y explosivamente feliz Rubén, que entraba en el patio con los brazos abiertos.
Ana la Muda corrió al umbral de la casa.
Santiago recibió el abrazo de Rubén.
—¡Felicidades, hermano! —dijo Santiago en voz muy alta para que lo oyeran todos los que estaban detrás de él, y en respuesta sonaron palmadas—. Nuestros más felices deseos para ti, que entras en la casa de tus hermanos a llevarte a tu pariente como novia.
Santiago se apartó a un lado. Las antorchas avanzaron hacia la puerta de la casa al tiempo que Ana la Muda indicaba por gestos a Abigail que se acercara.
Y entonces apareció ella.
Vestida con velos superpuestos de gasa egipcia, quedó expuesta a la luz de las antorchas; los velos estaban tejidos con hilo de oro, los brazos adornados con pulseras de oro, y en los dedos relucían anillos de muchos colores. Y a través de la neblina espesa y vaporosa de los blancos velos, pude ver el brillo inconfundible de sus ojos oscuros. La masa de sus cabellos se derramaba sobre su pecho bajo los velos, e incluso sus pies calzados con sandalias iban adornados con grandes joyas centelleantes.
Santiago alzó la voz:
—Esta es Abigail, hija de Shemayah, tu pariente y tu hermana, y la tomas ahora con la bendición de su padre y sus hermanos y hermanas, para que sea tu esposa en la casa de tu padre, y para que sea en adelante una hermana para ti, y así puedan vuestros hijos ser asimismo hermanos y hermanas vuestros conforme a la Ley de Moisés, como está escrito que debe ser.
Se soplaron los cuernos, se pulsaron las arpas y los tamboriles batieron más y más deprisa. Las mujeres levantaron en el aire los tamboriles para unirse al ritmo trepidante de los de la calle.
Rubén se adelantó y lo mismo hizo Abigail, hasta que los dos quedaron frente a frente bajo el pabellón, y por las mejillas de Rubén empezaron a correr lágrimas silenciosas cuando tocó los velos de su novia.
Santiago colocó su mano entre los dos.
Rubén empezó a hablar al rostro que ahora podía ver con claridad frente a él, detrás de la profusión de velos.
—¡Ah, mi amada! —dijo—. ¡Estabas destinada para mí desde el principio del mundo!
Santiago instó a Shemayah a que se adelantara hasta situarse junto al hombro del joven novio. Shemayah miraba a Santiago como si fuera un hombre acorralado que habría huido de poder hacerlo, pero entonces Santiago le susurró algo y Shemayah habló:
—Mi hija te es entregada desde este día y para siempre.
—Y miró inquieto a Santiago, que le hizo una seña afirmativa. Entonces Shemayah continuó—: Que el Señor en las Alturas os guíe a ambos y bendiga esta noche y os otorgue felicidad y paz.
Antes de que los gritos de júbilo pudieran silenciarlo, Santiago añadió con voz firme y clara:
—Toma a Abigail como esposa de acuerdo con la Ley y las disposiciones escritas en el Libro de Moisés. Tómala ahora y condúcela a salvo a tu casa y a la casa de tu padre. Y que el Señor y la Corte celestial os bendigan en vuestro viaje a casa y a través de esta vida.
Entonces se produjo un aluvión de aplausos y vítores.
Las mujeres cerraron filas alrededor de Abigail. Jasón se llevó a Rubén fuera del patio y todos los hombres les siguieron, a excepción de mis tíos y hermanos. El pabellón fue plegado sólo lo necesario para poder atravesar la puerta de la entrada, y la novia, flanqueada por todas las mujeres de la casa, incluidas María la Menor, Salomé la Menor y Ana la Muda, avanzó sin salir del cobijo del pabellón. Una vez en la calle, el pabellón fue desplegado de nuevo en toda su anchura.
El zumbido de los cuernos se elevó sobre la vibración más rápida y aguda de las arpas. Las flautas dulces y los pífanos atacaron una melodía suave, incitante.
Toda la procesión bajó la calle, pasando delante de los portales iluminados y los rostros radiantes y las manos que aplaudían. Los niños corrían delante, algunos enarbolando lámparas sujetas a unos palos. Otros llevaban velas, y protegían las llamas de la brisa con sus pequeñas manos.
Las mujeres alzaron otra vez sus tamboriles. De los patios y umbrales de las casas salieron más personas con arpas, cuernos y tambores. Aquí y allá sonaban las notas metálicas del sistro o de unos cascabeles que se agitaban.
Se oyeron voces que entonaban una canción.
Cuando la multitud llegó al camino de Cana, todos pudimos admirar el increíble espectáculo de las antorchas a uno y otro lado, señalando el camino hasta donde alcanzaba la vista. Otras antorchas venían hacia nosotros desde las laderas lejanas y cruzando los campos oscuros.
El pabellón avanzaba ahora desplegado en toda su anchura. Se lanzaban al aire pétalos de flores. La música sonó más fuerte y más rápida, y mientras la novia caminaba en medio de su falange de mujeres, con los hombres colocados a los lados, delante y detrás de ellas, comenzaron las danzas.
Rubén y Jasón bailaban a izquierda y derecha, sujetos el uno al otro por los brazos, moviendo un pie hacia un lado por encima del otro, luego de nuevo atrás, balanceándose, gesticulando, cantando al ritmo de la música, con el brazo libre alzado sobre la cabeza.
Se formaron largas hileras a ambos lados de la procesión. Me metí en una de ellas y bailé con mis tíos y hermanos. El pequeño Shabi, Yaqim, Isaac y los demás jóvenes daban saltos y volteretas en el aire, acompañados de alegres palmadas.
Y a cada paso y cada giro el camino brillaba con una luz rica e invitadora. Más y más antorchas se aproximaban. Más y más aldeanos se unían a nuestra procesión.
Y así continuó hasta que entramos en las enormes habitaciones de la casa de Hananel.
El se levantó de su canapé en el amplio comedor para recibir a la novia de su nieto con los brazos abiertos. Dio sendos apretones de manos a Santiago y Shemayah.
—¡Entra, hija mía! —dijo Hananel—. Entra en mi casa y casa de tu esposo. Bendito el Señor, que te ha traído a este lugar, hija mía, bendita la memoria de tu madre, bendito sea tu padre, bendito mi nieto Rubén. ¡Entra ahora en tu casa! ¡Sé bienvenida, colmada de bendiciones y felicidad!
Se volvió y abrió el camino entre los candelabros encendidos, para que la novia y todas sus mujeres entraran en el comedor y las habitaciones dispuestas para ellas, en las que podrían festejar y bailar a su gusto. De las numerosas arcadas de la sala del banquete se desplegaron cortinajes de lino orlados de púrpura y oro y adornados con flecos también de púrpura y oro, para separar a las mujeres de los hombres; eran velos que permitían el paso de las risas, las canciones, la música y la alegría, pero dejaban a las mujeres la libertad de convertirse únicamente en pálidas sombras distantes de la estrepitosa diversión de los hombres.