Camino A Caná (22 page)

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Authors: Anne Rice

BOOK: Camino A Caná
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Estaba de perfil, mi perfil, con el cabello oscuro tirado hacia atrás desde los pómulos, y los ojos dulces como los míos habitualmente, y sostenía el manto a un lado con bastante gracia y soltura.

—¿Quieres de verdad ayudarles? —me preguntó. Levantó un dedo—. Digo de verdad... ¿Quieres ayudarlos? ¿De verdad? ¿O lo que pretendes es asustarlos y dejarlos en un estado mucho peor que cualquier otro profeta de los que han venido a maldecir y denunciar y proclamar que nunca se someterán a tantas indignidades?

Se volvió para mirarme con lágrimas en los ojos. Sin duda eran lágrimas muy parecidas a las que me había visto derramar sólo unos momentos antes. Se llevó las manos a la cara y luego me miró a través de aquella niebla húmeda y reluciente.

—Es cierto que tu venida se ha visto rodeada por señales y maravillas —dijo pensativo, como si esas palabras le salieran del alma—. Y vivimos en una época notable. Hay judíos en todas las ciudades del Imperio. Las Escrituras de tu Dios están en griego para que puedan leerlas en cualquier lugar donde residan y sea cual sea la escuela en la que estudien. El nombre de tu Dios sin nombre probablemente se pronuncia incluso en los rincones más lejanos del norte. Y tú eres un sucio carpintero, sí, pero eres Hijo de David, y eres listo y sabes hablar bien.

—Gracias —dije.

—Las Escrituras hablan de uno que les llevará a la independencia y el triunfo. Y tú conoces las Escrituras. Supiste cuando eras niño lo que decían, esas palabras: Cristo el Señor.

—Así fue.

—Tú puedes ayudarlos. Puedes dirigir ejércitos. Puedes activar todas esas células remotas de creyentes que esperan que venga alguien en su ayuda. Vamos, hay judíos en Roma que os meterían a ti y tu ejército dentro de los muros de la ciudad; contigo al frente, atacarían el palacio del emperador, darían muerte hasta al último senador y aniquilarían a la guardia pretoriana. ¿Me escuchas? ¿Entiendes lo que intento explicarte?

—Lo entiendo —dije—. Pero no ocurrirá.

—Pero si no me entiendes. ¡Quiero hacerte ver con toda claridad que sí es posible! Puedes hacer que todos vengan de las ciudades a las que han emigrado; puedes traer a los que viven lejos de Tierra Santa, como un gran torbellino que barrerá las costas de todos los mares.

—Te entiendo. Te he entendido desde el primer momento. Pero no ocurrirá.

—¿Pero por qué no? ¿Vas a decepcionarlos? ¿Vas a mascullar oraciones y pronunciar sermones como tu primo, metido en el agua del río hasta las rodillas, haciendo mucho aspaviento sin sentido, y luego abandonarlos y hacer que te odien porque les has roto el corazón? No contesté.

—Te estoy ofreciendo una victoria que tu pueblo no vive desde hace centenares de años —dijo con voz sugerente—. Si no aprovechas la ocasión, tu pueblo está acabado. El mundo se lo tragará, Yeshua bar Yosef, del mismo modo que ese viejo de Cana, el bobo de Hananel, dijo que el mundo te había tragado a ti. No contesté.

—Hace mucho que se acabó todo para tu pueblo —prosiguió en voz baja, como extraviado en sus propios pensamientos—. Se acabó cuando Alejandro desfiló por estas tierras y trajo con él la lengua griega y el estilo de vida griego. Tu pueblo se vio aplastado cuando los romanos lo invadieron y entraron en el mismísimo Templo, y probaron con sus puños brutales que allí dentro no había nada, ¡absolutamente nada! Si renuncias a darles esta última oportunidad de agruparse detrás de un caudillo poderoso, tu pueblo no morirá de hambre y sed, ni por la espada o por la lanza. Sencillamente se desvanecerá. Lo está haciendo ya y seguirá haciéndolo, olvidará su lengua sagrada, se mezclará a través de esposas y jóvenes ambiciosos con romanos y griegos y egipcios, hasta que nadie recuerde ya la lengua de los ángeles, hasta que nadie lleve ya un nombre judío. ¿Cuánto tardará? ¿Cien años? Sin una victoria, ni siquiera tanto tiempo. Todo habrá acabado. Será como si nunca hubiera existido.

—Ah, maldito espíritu insidioso —dije—, ¿No recuerdas nada de los Cielos? Sin duda sabes que hay cosas que germinan en el útero del Tiempo y que van más allá de tus sueños, y a veces más allá incluso de los míos.

—¿Qué, qué es lo que germina? El mundo se hace más grande a cada año que pasa y vosotros os hacéis más pequeños, vuestro pueblo del Dios único, vuestro pueblo del Dios sin nombre que no tiene otros dioses delante de El. No los habéis convertido a vuestra forma de pensar, y ellos os comen vivos. Te estoy ofreciendo la única cosa que puede salvarlos, ¿es que no lo ves? Y una vez que el mapa que han trazado los romanos para ti esté bajo tu control, podrás enseñar a todos las Leyes que El os dio en la montaña sagrada. ¡Estoy dispuesto a poner todo eso en tus manos!

—¿Tú? ¿Tú quieres ayudarme? ¿Por qué?

—Préstame atención, bobo. Se me acaba la paciencia. Aquí no se hace nada sin mí. Nada. Ni la victoria más sencilla se alcanza si yo no formo parte de ella. Este es mi mundo, éstas son mis naciones. ¿No vas a caer de rodillas y adorarme?

Su rostro se desdibujó. De sus ojos brotaron lágrimas de nuevo.

¿Era ése mi aspecto cuando me sentía triste? ¿Cuando lloraba?

Tiritó como si el viento de su propia invención le hiciera sentir frío. Y contempló el mundo creado por él con una mirada desesperada, llena de añoranza.

Durante un momento lo olvidé.

Olvidé por completo que estaba allí. Miré aquel panorama y vi algo, algo de lo que antes había tenido un atisbo en el estudio de Hananel de Cana, y que ahora vi con toda claridad. Altares derribados, miles y miles de altares que se derrumbaban como si un poderoso temblor de tierra los resquebrajara, y sobre ellos caían sus ídolos, mármol y bronce y oro hechos añicos, y el polvo se levantaba sobre los fragmentos esparcidos. Y parecía que el estruendo se extendía despertando ecos por todo el mundo que él había desplegado ante mí, por el mapa que había urdido en mi beneficio pero que, tal como yo lo veía, era el mundo. Todos los altares derribados. «Cristo el Señor.»

—¿Qué? —preguntó—. ¿Qué has dicho?

Me volví a mirarlo, para apartarme de aquella visión terrible, de aquella inmensa ola de destrucción. Le vi de nuevo, vividamente, en su atildamiento, con aquella piel no menos fina que sus costosos ropajes.

—Estas no son tus naciones —dije—. Los reinos de este mundo no son tuyos. Nunca lo han sido.

—Por supuesto que lo son —dijo casi en un siseo—. Yo soy el amo de este mundo, y lo he sido siempre. Soy su Príncipe.

—No. Nada de esto te pertenece ni te ha pertenecido nunca.

—Adórame —repuso con amabilidad, casi con regodeo—, y te mostraré todo lo que poseo. Y te otorgaré la victoria que han anunciado los profetas.

—El Señor en las Alturas es el Único al que adoro, a nadie más. Lo sabes, sigues sabiéndolo en cada una de las mentiras que dices. Y tú no gobiernas nada, porque nada tienes. —Señalé—. Mira abajo tú mismo, desde esta perspectiva que tanto te gusta. Piensa en los miles de millares que se levantan por la mañana y se acuestan por la noche sin haber pensado nada malo ni hecho el mal a lo largo del día, aquellos cuyos corazones están volcados en sus esposas, en sus maridos, en sus padres y madres, en sus hijos, en la cosecha y en las lluvias de la primavera, en el vino joven y en la luna nueva. Piensa en ellos, en todas las tierras y en todas las lenguas, piensa en ellos porque están hambrientos de la Palabra de Dios aunque nadie la haya llevado hasta ellos, piensa en cómo se esfuerzan por conocerla, y cómo se apartan del dolor y la miseria y la injusticia, ¡a pesar de todos tus esfuerzos!

—¡Mientes! —me espetó con furia.

—Míralos, emplea esos ojos poderosos capaces de ver todo lo que te rodea. Emplea tus poderosos oídos y escucha sus risas alegres, sus canciones desprovistas de artificio. Mira a lo largo y ancho y les verás reunidos para celebrar sus sencillas fiestas, desde las profundidades de las selvas hasta las alturas cubiertas de nieve. ¿Qué te hace pensar que tú reinas sobre esa gente? Vamos, puede que uno peque, y otro vacile, y alguno esté confuso y no consiga amar como querría hacerlo, y puede que algún emisario tuyo consiga agitar las masas durante un mes de disturbios y destrozos.

»Pero, ¿príncipe de este mundo? Me reiría de ti si no fueras indecible. Eres el Príncipe de la Mentira. Y la mentira es ésta: que tú y Dios sois iguales y habéis entablado un combate sin tregua. ¡Eso nunca ha sucedido!

La furia casi le había dejado petrificado.

—¡Estúpido, miserable profeta de pueblo! —espetó—. Cómo se van a reír de ti en Nazaret.

—Es el Señor quien gobierna —dije—, y siempre lo ha hecho. Tú no eres nada, no tienes nada y no gobiernas nada. Ni siquiera tus propios enviados son tan huecos y tan furibundos como tú.

Tenía la cara enrojecida y se había quedado sin habla.

—Oh, sí que cuentas con enviados tuyos. Les he visto. Y tienes seguidores, esas pobres almas condenadas que tú exprimes en tu puño ansioso. Incluso tienes santuarios dedicados a ti. ¡Pero qué insignificantes son tus feos éxitos en este mundo vasto y vital en que crece el trigo y el sol brilla! ¡Qué baratos tus intentos de agrandar la brecha de cada pequeño desacuerdo, de alzar tu mísero estandarte sobre cada rencor surgido de una discusión, sobre cada tenue red de avaricia y corrupción! ¡Qué patético que tu única auténtica posesión sean tus mentiras! ¡Tus mentiras abominables! Y siempre, siempre procuras llevar a los hombres a la desesperación, convencerles en tu envidia y tu codicia de que tu archienemigo, el Señor, es enemigo de ellos, que Él es inalcanzable, que está situado más allá de sus dolores y necesidades. ¡Mientes! ¡Siempre has mentido! Si reinaras sobre este mundo no ofrecerías a nadie compartir ni una partícula. No podrías. No habría mundo que compartir, porque lo habrías destruido. ¡Tu verdadero nombre es Mentira! Y no eres nada más que eso.

—¡Para, te digo que pares! —gritó. Se tapó los oídos con las manos.

—¡Soy yo quien va a pararte! —respondí—. ¡Yo quien ha venido a revelar que tu desesperación es un fraude! Estoy aquí para dejar claro de una vez por todas que tú no eres el Rey y nunca lo has sido, que en el gran plan de la existencia no eres más que un salteador piojoso, un ladrón marginal, un merodeador que acecha con envidia impotente los campos cultivados por los hombres y las mujeres. Y voy a destruir tu reino quimérico y a destruirte a ti, porque te expulsaré, te echaré a patadas, te empujaré fuera de este mundo, y no con poderosos ejércitos y baños de sangre, no con el fuego y el terror que tanto ansias, no con espadas y lanzas ensangrentadas que rasgan la carne. Lo haré de una forma que no puedes imaginar, lo haré en familia, en el campo, en la aldea y el pueblo y la ciudad. Lo haré en las mesas de los banquetes de las viviendas más pequeñas y las mansiones más grandes. Lo haré corazón por corazón, alma por alma. Sí, el mundo está preparado. Sí, el mapa ha sido trazado. Sí, las Escrituras pueden leerse en la lengua compartida por todos. Sí. Y por esa razón voy a hacer las cosas a mi manera, y tú has vuelto una vez más, y para siempre, a luchar en vano.

Me di la vuelta y eché a andar, y mis pies encontraron un camino sólido al alejarme de él. Sopló entonces un fuerte viento que me cegó por un instante, y luego vi aparecer la ladera familiar por la que caminaba cuando él se acercó a mí por primera vez; y a lo lejos vi las manchas brumosas de verdor que anunciaban la proximidad del río.

—¡Maldecirás el día en que me has rechazado! —gritó él a mi espalda.

Sentí un mareo. El hambre me roía por dentro. Sentí vértigo.

Me volví a mirarlo. Mantenía aún la ilusión, los bellos vestidos que caían en pliegues graciosos, mientras me señalaba.

—¡Mira bien estos ropajes! —gritó, y su boca tembló como la de un niño—. Nunca te verás a ti mismo vestido de esta manera. —Gimió retorciéndose de dolor y agitó el puño en mi dirección.

Reí y seguí caminando.

De pronto volvió a aparecer junto a mi hombro. —Morirás en una cruz romana si intentas hacer esto sin mí—dijo.

Me detuve y le hice frente.

Salió volando y fue a caer a una gran distancia, como si lo hubiera empujado una fuerza invisible. Luchó por recuperar el equilibrio.

—¡Atrás, Satanás! —dije—. ¡Atrás!

En medio de un gran remolino de viento y arena le oí gritar, y su grito se convirtió en un aullido cada vez más lejano.

Entonces llegó la tormenta de arena. Sus aullidos pasaron a formar parte de ella, parte del viento incesante.

Sentí que caía de verdad, y el acantilado apareció frente a mí mientras la arena me azotaba las piernas, las manos y la cara.

Tropecé y rodé cuesta abajo, más y más aprisa, protegiéndome la cabeza con las manos. Seguí cayendo.

Mis oídos se llenaron de viento, de sus lejanos aullidos, y luego poco a poco advertí que los ruidos que escuchaba venían del río y de un suave rumor de alas.

Oí el temblor, el aleteo, el susurro apagado del batir de alas. Sentí en todo el cuerpo el tacto suave de unas manos, incontables manos, y el roce aún más suave de unos labios: labios en mis mejillas, en mi frente, en mis párpados entrecerrados. Me abandoné a un hermoso balanceo ingrávido al ritmo de un cántico sin sonido real, que había reemplazado al viento anterior. Y así fui descendiendo con suavidad, abrazado por el cántico, arrullado por él.

—No —dije—. No.

El cántico se convirtió en un largo lamento. Era puro y triste, pero dulce hasta un punto irresistible. Poseía la inmensidad de la alegría. Y aquellos dedos amables se apresuraron a acariciar mi rostro y mis brazos quemados.

—No —murmuré—. Lo haré. Dejadme ahora. Lo haré, tal como he dicho.

Me solté de sus brazos, o ellos se apartaron tan silenciosamente como habían venido, se elevaron y marcharon en todas direcciones, dejándome solo.

Solo de nuevo.

Estaba en el fondo del valle.

Caminaba. Una correa de mi sandalia izquierda se rompió. Me quedé mirándola. Casi caí al suelo. Me agaché para recoger lo que quedaba de aquella tira de cuero. Y seguí caminando bajo una brisa ardiente.

23

Cambié varias veces de dirección, caminé sin rumbo empujado por el viento, rectifiqué, me forcé a seguir adelante.

En el horizonte movedizo aparecieron unas sombras.

Parecía un barco pequeño, y a su alrededor se movían algunas personas flotando en el aire caliente como lo harían en el mar.

Pero no era un barco, y los hombres iban a caballo.

Como empujado por el suave viento, oí aproximarse un caballo. Lo vi venir, más y más nítido.

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