Axiomático (34 page)

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Authors: Greg Egan

BOOK: Axiomático
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El tubo A mostraba un convincente diseño pseudo-vaginal y un recubrimiento interno de olor realista, pero debo confesar que a pesar mi carencia de dificultades conceptuales con esta fase, me llevó unos ridículos cuarenta minutos completarla. No importaba lo que recordase, no importaba lo que imaginase, alguna parte de mi cerebro ejercía su derecho al veto. Pero leí en alguna parte que un investigador ingenioso había descubierto que los perros a los que se les quita el cerebro pueden realizar la mecánica de la copulación; evidentemente, la médula espinal es todo lo que se necesita. Bien, al final mi médula espinal cumplió, y el terminal mostró un sarcástico ¡BIEN HECHO! Debería haberlo atravesado con un puño. Debería haber destrozado la caja Negra con un hacha y haber corrido por la habitación recitando rimas sin sentido, Debería haberme comprado un gato. Pero es bueno tener recuerdos que lamentar, ¿no? Estoy seguro de que se trata de una parte esencial del ser humano.

Tres días más tarde, tuve que tenderme junto a la Caja Negra y dejar que me colocase una garra feroz sobre el abdomen. Pero la impregnación fue indolora, a pesar de la apariencia amenazadora del apéndice robótico; anestesió localmente una zona de piel y músculo y luego, con rapidez, una aguja depositó un complejo biológico pre-empaquetado, protegido por un corión especialmente diseñado para el entorno anormal de mi cavidad abdominal.

Todo completado. Estaba embarazado.

Después de algunas semanas de embarazo, todas mis dudas y todos mis disgustos parecieron desaparecer. Nada en el mundo podría ser más hermoso, más
correcto
, que lo que estaba haciendo. Cada día, invocaba en mi terminal al feto simulado: los gráficos eran asombrosos; quizá no del todo realistas, pero definitivamente una
ricura
, y eso era después de todo lo que había pagado, luego me tocaba el abdomen y pensaba ideas profundas sobre la magia de la vida.

Todos los meses iba a la clínica para hacerme una ecografía, pero rechacé la batería de pruebas genéticas; no tenía necesidad de rechazar un embrión de sexo equivocado con un color de ojos insatisfactorio, ya que me había ocupado de esos detalles al comienzo de todo.

No le conté a nadie lo que hacía, excepto a extraños; para la ocasión cambié de médicos, y me las arreglé para ausentarme del trabajo una vez que empezase a "manifestarse" demasiado (hasta entonces, conseguí defenderme con chistes sobre "demasiadas cervezas"). Hacia el final, empezaban a mirarme en las tiendas y en las calles, pero había escogido un peso de nacimiento bajo y nadie podía estar totalmente seguro de que no fuese simplemente obeso. (De hecho, siguiendo el consejo del manual de instrucciones, intencionadamente gané grasa antes del embarazo; evidentemente era una forma útil de garantizar energía para el feto en desarrollo). Y si alguno de los que me veía deducía la verdad, ¿qué? Después de todo, no cometía ningún crimen.

Durante el día, cuando ya no tenía que trabajar, veía la tele y leía libros sobre el cuidado de niños, y ordenaba y reordenaba la cuna y los juguetes en la esquina de mi dormitorio. No estoy seguro de cuándo escogí el nombre: Angel. Pero nunca cambié de idea. Lo tallé en un lateral de la cuna con una navaja, fingiendo que el plástico era madera de cerezo. Consideré tatuármelo en el hombro, pero no parecía apropiado entre padre e hija. Lo repetía en alto en el piso vacío, mucho después de que mi excusa de "comprobar como suena" se hubiese agotado; de vez en cuando cogía el teléfono y decía:

—¡Puedes callar, por favor! ¡Angel intenta dormir!

No nos engañemos. Estaba trastornado. Sabía que estaba trastornado. Lo atribuía, con maravillosa vaguedad, a los "efectos hormonales" resultado de las secreciones placentarias en mi torrente sanguíneo. Vale, las mujeres embarazadas no se volvían locas, pero ellas estaban mejor diseñadas, tanto bioquímica como anatómicamente, para lo que yo hacía. El paquetito de felicidad de mi abdomen enviaba todo tipo de mensajes químicos a lo que creía un cuerpo de mujer, por tanto, ¿era raro que me sintiese un poco extraño?

Por supuesto, también había efectos más mundanos. Náuseas matutinas (de hecho, náuseas a todas las horas del día y la noche). Un incremento de la capacidad olfativa, y en ocasiones una híper-sensibilidad molesta en la piel. Presión en la vejiga, pantorrillas hinchadas. Por no mencionar la simple, inevitable y agotadora dificultad de manejar un cuerpo que no sólo era más pesado, sino que además había cambiado de la forma más incómoda que se pudiese imaginar. Me repetí incontables veces que estaba aprendiendo una valiosa lección, que al experimentar este estado, este proceso, tan familiar para tantas mujeres pero desconocido para todos excepto un puñado de hombres, con seguridad me transformaría en una persona mejor y más sabia. Como ya he dicho, estaba trastornado.

La noche antes de ingresar en el hospital para la cesárea, tuve un sueño. Soñé que el bebé no salía de mí, sino de la Caja Negra. Estaba cubierto de pelaje oscuro, y tenía cola y enormes ojos de lémur. Era más hermoso de lo que yo había imaginado posible. Al principio no podía decidir si se parecía más a un joven mono o a un gatito, porque en ocasiones caminaba sobre cuatro patas, como un gato, y en ocasiones se agachaba como un mono, y la cola parecía corresponder igual de bien a los dos, Pero finalmente, recordé que los gatitos nacían con los ojos cerrados, así que tenía que ser un mono.

Corrió por la habitación, para luego ocultarse bajo la cama. Me metí debajo para sacarlo, y descubrí que en las manos sólo tenía un pijama viejo.

Me despertó el deseo imparable de orinar.

El personal del hospital me atendió sin hacer ni un solo chiste; bueno, supongo que pagaba lo suficiente para que no se burlasen de mí. Tenía una habitación privada (tan lejos del ala de maternidad como era posible). Quizá diez años atrás, mi historia se hubiese filtrado a la prensa, y los cámaras y reporteros hubiesen montado un campamento al otro lado de la puerta. Pero el nacimiento de una Ricura, incluso de un padre soltero, ya no era, por suerte, noticia. Ya habían vivido y muerto unos cientos de miles de Ricuras, así que yo no era pionero en nada; ningún periódico me ofrecería el sueldo de diez años por la EXTRAVAGANTE Y ASOMBROSA historia de mi vida, ninguna emisora de televisión haría ofertas por los derechos de mostrar ampliaciones de mis lágrimas en el funeral en horario de máxima audiencia de mi dulce y subhumana hija. Se habían agotado las controversias de todas las permutaciones sobre las tecnologías reproductivas; los investigadores tendrían que conjurar algún extraño salto cuántico si querían recuperar las portadas. Sin duda ya estaban trabajando en esa parte.

Todo se desarrolló bajo anestesia general. Me desperté con un dolor de cabeza como si me hubiesen dado un golpe con un martillo y un sabor en la boca como si hubiese vomitado queso podrido. La primera vez me moví sin pensar en los puntos; fue la última vez que cometí
ese
error.

Conseguí levantar la cabeza.

Estaba tendida de espaldas en medio de la cuna, que ahora parecía tan grande como un campo de fútbol. Arrugada y rosada, como cualquier bebé, el rostro retorcido, los ojos cerrados, tomando aliento, luego aullando, luego tomando aliento de nuevo, otro aullido, como si gritar fuese tan natural como respirar. Tenía un espeso pelo negro (el programa había dicho que así sería, y que pronto se le caería y crecería de nuevo rubio). Me puse en pie, pasando de las palpitaciones de mi cabeza, y me incliné sobre la cuna para colocar un dedo sobre su mejilla. No dejó de aullar, pero abrió los ojos, y, sí, eran azules.

—Papi te ama —le dije—. Papi ama a su Angel —cerró los ojos, respiró profundamente y gritó. Alargué las manos y, con terror, con una alegría vertiginosa, con una precisión infinita en cada movimiento, con cuidado microscópico, me la llevé al hombro y allí la sostuve durante un buen rato.

Dos días más tarde nos mandaron a casa.

Todo
salió bien.
No dejó de respirar. Comió del biberón, meó y cagó los pañales, lloró durante horas y en ocasiones hasta dormía.

De alguna forma conseguí dejar de considerarla una Ricura. Tiré la Caja Negra, habiéndose completado su tarea. Me sentaba y la observaba contemplar el móvil tintineante que había colgado sobre la cuna, la observé aprender a seguir el movimiento con los ojos cuando lo agitaba, lo retorcía y lo hacía sonar. La observé intentar alargar las manos hacia el móvil, intentando levantar todo el cuerpo, gruñendo por la frustración, pero en ocasiones haciendo gorgoritos encantada. Entonces yo me apresuraba, me inclinaba y le besaba la nariz, y la hacía reír, y repetía, una y otra vez:

—¡Papi te quiere! ¡Sí, te quiere!

Renuncié al trabajo cuando se me acabaron las vacaciones. Tenía ahorrado dinero suficiente para vivir frugalmente durante años, y no podía enfrentarme a la idea de abandonar a Angel con otra persona. La llevaba de compra, y todas las personas del supermercado caían antes su belleza y su encanto. Deseaba mostrársela a mis padres, pero me hubiesen hecho demasiadas preguntas. Corté las relaciones con mis amigos, sin dejar entrar a nadie en el piso, y rechazando todas las invitaciones. No me hacía falta un trabajo, no me hacían falta amigos, no necesitaba nada o a nadie excepto a Angel.

Me sentí tan feliz y orgulloso la primera vez que alargó la mano y agarró el dedo que yo agitaba frente a su cara. Intentó llevárselo a la boca. Me resistí, chinchándola, liberando el dedo y alejándolo, para luego volver a ofrecérselo. Se reía, como si supiese con total certidumbre que al final yo me rendiría y le dejaría colocárselo entre las encías desnudas. Y cuando eso sucedía, y el sabor resultaba no tener interés, ella me apartaba la mano con una fuerza sorprendente, riendo.

Según la tabla de desarrollo, iba
meses
por delante, si ya era capaz de hacerlo,

—¡Qué lista! —le dije, hablando muy cerca de su cara. Me agarró la nariz y explotó de alegría, dando patadas al colchón, produciendo un gorgorito que no había oído antes, una secuencia tonal hermosa y delicada, con cada nota deslizándose a la siguiente, como el canto de un pájaro.

Le hacía fotografías todas las semanas, llenando álbum tras álbum. Le compraba ropa nueva antes de que las anteriores se le hubiesen quedado pequeñas, y juguetes nuevos antes de que hubiese tocado los de la semana anterior.

—Viajar te abrirá la mente —decía, cada vez que nos preparábamos para una salida. Una vez fuera de la silla y dentro del cochecito, sentada y con la posibilidad de mirar a otras partes del mundo que no fuesen el cielo, su asombro y curiosidad eran para mí una fuente inagotable de deleite. Un perro que pasase al lado la dejaba saltando de alegría, una paloma en la acera era causa de una celebración vocal, y los coches demasiado estruendosos se ganaban miradas de furia de Angel que me dejaban muerto de risa, al ver en su rostro diminuto un desprecio tan expresivo.

Era sólo cuando permanecía sentado demasiado tiempo viéndola dormir, escuchando con demasiada atención el ritmo de su respiración, que un susurro en la cabeza intentaba recordarme su muerte premeditada. La acallaba, gritándole en silencio tonterías, obscenidades, insultos sin sentido. O en ocasiones cantaba o tarareaba en voz baja una canción de cuna, y si Angel se agitaba ante el sonido, lo tomaba como una señal de victoria, prueba cierta de que la voz malvada mentía.

Pero al mismo tiempo, en cierto sentido, no me dejaba engañar ni durante un minuto.
Sabía
que ella moriría cuando le llegase la hora, como cientos de miles habían muerto antes que ella. Y sabía que la única forma de aceptarlo era doblepensar, esperando su muerte mientras fingía que no se produciría nunca, y tratándola exactamente igual que a una niña humana de verdad, sabiendo que no era más que un animal de compañía adorable. Un mono, un perrito, un pez de colores.

¿Alguna vez habéis hecho algo tan errado que arrastra toda vuestra vida hacia un cenagal oscuro y asfixiante en la tierra sin sol de las pesadillas? ¿Alguna vez habéis tomado una decisión tan estúpida que cancelaba, de un golpe, todo lo bueno que hubieseis podido haber hecho jamás, anulaba todo recuerdo de felicidad, convertía todo lo hermoso de este mundo en feo, convertía hasta el último rastro de amor propio en la certidumbre de que no deberías haber nacido?

Yo sí.

Compré una copia barata de un kit Ricura.

Debería haber comprado un gato. No se permiten gatos en mi edificio, pero aun así debería haber comprado uno. He conocido a gente con gato, me gustan los gatos, los gatos tienen personalidades fuertes, un gato hubiese sido un compañero al que podría haber dedicado atención y afecto sin alimentar mi obsesión: si hubiese intentado vestirlo con ropas de bebé y alimentarlo con un biberón, me hubiese arañado hasta matarme y luego hubiese acabado con mi dignidad dedicándome una mirada aplastante de desdén.

Un día le compré a Angel unas cuentas nuevas, una disposición en forma de ábaco de diez colores brillantes, para suspenderla sobre la cuna. Rió y dio palmadas mientras la instalaba, con los ojos reluciéndole con diablura y deleite.

—¿Diablura y deleite?

Recordaba haber leído en alguna parte que las "sonrisas" de un bebé joven las producen los gases, y recuerdo mi disgusto, no con los hechos en sí, sino con el autor, por sentirme obligado con suficiencia a diseminar una verdad tan tediosa. Y pensé, ¿que es esa cosa mágica llamada "humanidad"? ¿No está al menos la mitad en el ojo del observador?

—¿Diabluras? ¿Tú? ¡Jamás! —me incliné y la besé.

Golpeó las manos y dijo con mucha claridad.

—¡Papi!

Todos los doctores con los que he hablado se muestran comprensivos, pero no pueden hacer nada. La bomba de tiempo que lleva en su interior es parte total de ella. El kit realizó
esa
función perfectamente.

Cada día es más inteligente, aprendiendo continuamente palabras nuevas. ¿Qué debo hacer?

(a) ¿Negarle estímulos?

(b) ¿Malnutrirla?

(c) ¿Dejarla caer de cabeza? O,

(d) ¿Nada de lo anterior?

Oh, todo va bien, estoy un poco inestable, pero todavía no me he vuelto completamente loco: todavía puedo comprender la sutil diferencia entre joder sus genes y atacar su cuerpo vivo. Sí, si me concentro lo suficiente, juro que aprecio la diferencia.

De hecho, creo que lo estoy llevando asombrosamente bien: nunca me desmorono delante de Angel. Oculto mi angustia hasta que se queda dormida.

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