Axiomático (43 page)

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Authors: Greg Egan

BOOK: Axiomático
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Ella habló lentamente, abriendo bien la boca, como si se dirigiese a un sordo o a un demente.

—Supongamos que una dulce pareja monógama y casada hace el amor. Supongamos que la mujer se queda embarazada. El feto no tendrá exactamente los mismos genes que el padre. Por tanto, ¿qué le pasa? ¿Qué le pasa al bebé?

Shawcross la miró fijamente. ¿
Qué le pasa al bebé
? Tenía la mente en blanco. Estaba cansado, echaba de menos su casa... toda la presión, todas las preocupaciones... había pasado por una
ordalía
, ¿cómo podía esperar la mujer que pensase correctamente?, ¿cómo podía esperar que le explicase hasta el último detalle? ¿
Qué le pasa al bebé
? ¿Qué le pasa al niño inocente y recién concebido? Intentó concentrarse, organizar sus ideas, pero el horror absoluto de lo que la mujer daba a entender reclamaba su atención, como una diminuta mano fría que le arrastrase, centímetro a centímetro, hacia la locura.

De pronto, se echó a reír; casi lloró de alivio. Agitó la cabeza frente a la puta estúpida, y dijo:

—¡No puedes pillarme de esa forma! ¡Pensé en los
bebés
en el noventa y cuatro! Durante el bautizo del pequeño Joe, el hijo de mi primo —sonrió y volvió a agitar la cabeza, borracho de felicidad—. Arreglé el problema: añadí genes a VSP y VSM, para los receptores superficiales de media docena de proteínas sanguíneas fetales; si se activa alguno de los receptores, la siguiente generación del virus es
puro
VSA. Incluso es seguro dar el pecho, durante más o menos un mes, porque lleva un tiempo reemplazar las proteínas fetales.

—Durante más o menos un mes —repitió la mujer. Luego: ¿Qué quiere decir con eso de
añadí
genes...?

Shawcross ya salía de la habitación.

Corrió, sin sentido, hasta quedar sin aliento y tropezar, luego cojeó por las calles, agarrándose la cabeza, pasando de las miradas y los insultos de los viandantes. Un mes no era tiempo suficiente, lo había
sabido
siempre, pero de alguna forma había olvidado lo que había pretendido
hacer
con ese problema. Había habido demasiado detalles, demasiadas complicaciones.

Los niños ya estarían muriendo.

Se detuvo en un callejón desierto, tras una fila de clubs nocturnos horteras, y se dejó caer al suelo. Se sentó apoyándose contra una pared fría de ladrillo, estremeciéndose y abrazándose a sí mismo. Le llegaba música apagada, tenue y distorsionada.

¿En qué se había equivocado? ¿No había llevado su revelación sobre el propósito de Dios al crear el SIDA hasta su conclusión lógica? ¿No había dedicado toda su vida a perfeccionar una máquina biológica capaz de distinguir entre el bien y el mal? Si algo tan terriblemente complejo, tan cuidadosamente construido como su virus no podía hacer el trabajo...

Oleadas de oscuridad atravesaron su visión.

¿Y si se había equivocado desde el principio?

¿
Y si su trabajo no había sido en absoluto la voluntad de Dios
?

Shawcross consideró la idea con una especie de tranquilidad traumatizada. Era demasiado tarde para detener la propagación del virus, pero podía acudir a las autoridades y armarlas con detalles que de otra forma les llevaría años descubrir. Una vez que supiesen lo de los receptores para la proteína fetal, podría ser posible obtener en meses una medicina protectora que explotase ese dato.

Esa medicina permitía la alimentación por pecho, las transfusiones sanguíneas y los trasplantes de órganos. También permitiría la copulación de los adúlteros, y que los homosexuales practicasen su abominación. Sería por completo moralmente neutral, la negación de todo por lo que había vivido. Miró al cielo vacío con una sensación creciente de pánico. ¿Podía hacer tal cosa? ¿Destrozarse a sí mismo y empezar de nuevo? ¡Tenía que hacerlo!
Los niños morían.
De alguna forma tendría que encontrar el valor.

Sucedió a continuación. La gracia quedó restaurada. Su fe regresó fluyendo como una oleada de luz, borrando sus ridículas dudas. ¿Cómo podía haber considerado rendirse, cuando la
verdadera
solución era tan evidente y tan simple?

Se puso en pie con dificultad, y luego echó a correr, recitándoselo, una y otra vez, para estar seguro de que está vez era perfecto.

¡ADÚLTEROS! ¡SODOMITAS!

¡MADRES DANDO EL PECHO A BEBÉS DE MÁS DE CUATRO SEMANAS!

ARREPENTÍOS Y OS SALVARÉIS...

Cercanía

Nadie quiere pasar la eternidad a solas.

—La intimidad —le dije en una ocasión a Sian, después de que hubiésemos hecho el amor— es la única cura para el solipsismo.

Ella rió y dijo:

—No seas tan ambicioso, Michael. Por ahora, ni siquiera me ha curado de la masturbación.

Pero mi problema nunca fue el verdadero solipsismo. Ya la primera vez que analicé la cuestión, acepté que no había forma de demostrar la realidad de un mundo externo, y menos aún la existencia de otras mentes, pero también comprendí que aceptar la existencia de ambos por pura fe era la única forma práctica de lidiar con la vida diaria.

La cuestión que me obsesionaba era la siguiente: dando por supuesto la existencia de otras personas, ¿cómo percibían ellas esa existencia? ¿Cómo experimentaban el
ser
? ¿Podría realmente llegar a comprender algún día cómo era la consciencia para otra persona... mejor que en el caso de un mono, un gato o un insecto?

Si no era posible hacerlo, estaba solo.

Deseaba creer desesperadamente que los demás eran, de alguna forma,
cognoscibles
, pero no era algo que estuviese dispuesto a dar por sentado. Sabía que no podía haber prueba absoluta, pero deseaba la persuasión, deseaba alguna convicción.

Ninguna literatura, ni poesía, ni drama, por muy personalmente emotiva que me pareciese, podía convencerme del todo de haber entrevisto el alma del autor. El lenguaje había evolucionado para facilitar la cooperación en la conquista del mundo físico, no para describir la realidad subjetiva. El amor, la furia, los celos, el resentimiento, la pena... se definían todos, en última instancia, en términos de circunstancias externas y acciones observables. Cuando una imagen o metáfora me resultaba verídica, eso sólo demostraba que compartía el conjunto de definiciones del autor, una lista de asociaciones de palabras sancionadas culturalmente. Después de todo, muchos editores empleaban programas de ordenador —algoritmos muy especializados pero no muy complejos, sin la más remota posibilidad de autoconsciencia— para producir rutinariamente literatura y crítica literaria indistinguibles de la producción humana. No sólo basura estereotipada; en varias ocasiones me había sentido profundamente afectado por obras que más tarde descubrí producidas por un software sin mente. Eso no demostraba que la literatura humana no comunicase nada sobre la vida interior del autor, pero ciertamente dejaba claro que había mucho espacio para la duda.

Al contrario que muchos de mis amigos, no tuve ningún tipo de reparo cuando, a los dieciocho años, llegó el momento de "cambiar". Retiraron y eliminaron mi cerebro orgánico, y entregaron el control de mi cuerpo a mi "joya", el Dispositivo Ndoli, un ordenador neuronal implantado poco después de nacer, que desde entonces había aprendido a imitar mi cerebro, hasta el nivel de las neuronas individuales. No tuve reparos no porque estuviese convencido de que la joya y el cerebro experimentasen la consciencia de forma idéntica, sino porque, desde muy temprana edad, me había identificado por completo con la joya. Mi cerebro era una especie de dispositivo de arranque, nada más, y llorar su pérdida hubiese sido tan absurdo como llorar mi emerger a partir de algún estado primitivo de desarrollo neuronal embrionario. Cambiar era simplemente lo que los humanos
hacían
ahora, una parte establecida del ciclo vital, incluso si la transición estaba mediada por nuestra cultura y no por nuestros genes.

Ver morirse unos a otros, y observar la degradación gradual de sus cuerpos, puede que ayudase a los humanos pre-Ndoli a convencerse de su humanidad común; ciertamente, había incontables referencias en su literatura a la capacidad igualadora de la muerte. Quizá llegar a la conclusión de que el universo seguiría avanzando sin ellos producía una sensación compartida de indefensión, o insignificancia, que ellos veían como su atributo definitorio.

Ahora que se considera una cuestión de fe el que, en algún momento de los próximos mil millones de años, los físicos encontrarán una forma de que
nosotros
podamos seguir sin
el universo
, en lugar de al contrario, la ruta de la igualdad espiritual ha perdido la lógica dudosa que hubiese podido poseer.

Sian era ingeniera de comunicaciones. Yo era montador de holovisión. Nos conocimos durante una emisión en vivo de la siembra de Venus con nanomáquinas terraformadoras, una cuestión de gran interés público, ya que la mayor parte de la superficie inhabitable del planeta ya se había vendido. Se produjeron varios fallos técnicos con la emisión que podrían haber sido desastrosos, pero juntos nos las arreglamos para corregirlos, e incluso para ocultar los parches. No fue nada especialmente meritorio, nos limitamos a hacer nuestro trabajo, pero después yo estaba feliz más allá de toda proporción. Me llevó veinticuatro horas comprender (o decidir) que me había enamorado.

Sin embargo, cuando hablé con ella al día siguiente, me dejó bien claro que no sentía nada por mí; la química que yo había imaginado "entre nosotros" sólo había existido en mi cabeza. Quedé consternado, pero no me sorprendió. El trabajo no volvió a unirnos, pero la llamé de vez en cuando, y seis semanas más tarde mi persistencia recibió su recompensa. La llevé a una representación de
Esperando a Godot
interpretada por loros modificados, y
yo
lo pasé de fábula, pero transcurrió un mes antes de que volviese a verla.

Casi había perdido toda esperanza, cuando una noche se presentó en mi puerta sin avisar y me arrastró hasta un "concierto" de improvisaciones interactivas computerizadas. El "público" estaba reunido en lo que parecía el decorado de un club nocturno berlinés de la década de 2050. Un programa de ordenador, diseñado originalmente para crear música de películas, se alimentaba con la imagen de una cámara flotante que se movía sobre el escenario. La gente bailaba y cantaba, gritaba y se peleaban, y se dedicaba a todo tipo de histrionismos con la esperanza de atraer a la cámara y dar forma a la música. Al principio, me sentí acobardado e inhibido, pero Sian no me dejó más opción que unirme a ella.

Fue caótico, una locura, y en ocasiones incluso aterrador. Una mujer apuñaló a otra hasta la "muerte" en la mesa junto a nosotros, lo que me resultó una indulgencia enfermiza (y cara), pero cuando al final estalló un disturbio y la gente empezó a destrozar el mobiliario deliberadamente poco sólido, seguí a Sian a la batalla, vitoreando.

La música —la excusa para el acto en sí— era basura, pero poco me importó. Cuando salimos a la noche, cojeando, doloridos, magullados y riendo, supe que al menos habíamos compartido algo que nos había hecho sentir más cercanía. Ella me llevó a casa y nos fuimos juntos a la cama, demasiado doloridos y agotados para hacer algo más que no fuese dormir, pero cuando hicimos el amor por la mañana, ya me sentía tan cómodo con ella que apenas podía creer que fuese nuestra primera vez.

Pronto nos hicimos inseparable. Mis gustos en entretenimiento eran diferentes a los suyos, pero sobreviví más o menos intacto a la mayoría de sus "formas artísticas" favoritas. Siguiendo mi propuesta, se mudó a mi apartamento, y despreocupadamente destruyó el ritmo ordenado de mi vida doméstica tan cuidadosamente dispuesta.

Tuve que unir detalles de su pasado a partir de frases recogidas de aquí y allá; a ella le resultaba demasiado aburrido sentarse y ofrecerme un relato coherente. Su vida había sido tan poco interesante como la mía: Sian había crecido en una familia de clase media de un suburbio, estudió su profesión, encontró trabajo. Como casi todo el mundo, había cambiado a los dieciocho años. No poseía grandes convicciones políticas. Se le daba bien el trabajo, pero dedicaba diez veces más energía a su vida social. Era inteligente, pero odiaba cualquier cosa excesivamente intelectual. Era impaciente, agresiva y bruscamente afectuosa.

Y yo no podía imaginar, ni por un segundo, cómo sería estar dentro de su cráneo.

Para empezar, rara vez tenía idea de qué estaba pensando ella, en el sentido de saber qué hubiese respondido si le pidiesen de inmediato que describiese sus ideas en el momento anterior a ser interrumpida por la pregunta. En una escala temporal mayor, no tenía idea sobre sus motivaciones, sobre su imagen de sí misma, su concepto de quién era y de lo qué hacía y por qué. Incluso en el sentido risiblemente tosco en el que un novelista pretende "explicar" a un personaje, yo no podía explicar a Sian.

Y si ella me hubiese ofrecido un comentario continuo sobre su estado mental, y valoraciones semanales sobre las razones de sus actos según la jerga psicodinámica más reciente, todo eso no habría sido más que un montón de palabras inútiles. Si hubiese podido imaginarme en sus circunstancias, imaginarme con sus creencias y obsesiones, con una empatía tal que hubiese podido predecir todas sus palabras, todas sus decisiones, aun así no habría comprendido ni un solo momento cuando ella cerraba los ojos, olvidaba el pasado, no deseaba nada y simplemente
era.

Evidentemente, la mayor parte del tiempo, no tenía la más mínima importancia. Éramos bastante felices junto, fuésemos o no extraños, e independientemente de si mi "felicidad" y la "felicidad" de Sian eran la misma en algún sentido real.

A lo largo de los años, ella se volvió menos introvertida, más abierta. No tenía grandes secretos tenebrosos para compartir, ni traumáticas ordalías de infancia que relatar, pero me dio a conocer sus pequeños temores y sus neurosis mundanas. Yo hice lo mismo, e incluso, con torpeza, le expliqué mi obsesión característica. No se ofendió. Simplemente se quedó perpleja.

—¿Pero qué significaría? ¿Saber cómo es ser otra persona? Tendría que tener sus recuerdos, su personalidad, su cuerpo... todo. Y aun así sólo
serás
ella, no tú mismo, y

no sabrías nada. Es una tontería.

Me encogí de hombros.

—No necesariamente. Evidentemente, el conocimiento perfecto sería imposible, pero siempre puedes tener
más cercanía.
¿No crees que cuantas más cosas hacemos juntos, más experiencias compartimos, más nos acercamos?

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