Axiomático (45 page)

Read Axiomático Online

Authors: Greg Egan

BOOK: Axiomático
7.05Mb size Format: txt, pdf, ePub

>Ah, pero
reprimido
no es lo mismo que
borrado.
Quién sabe lo que podré encontrar.

>Pronto lo veremos.

Intenté pensar en todos los pecados menores que debía haber cometido a lo largo de los años, todos los pensamientos vergonzosos, egoístas e indignos, pero no me vino a la cabeza más que el vago ruido blanco de la culpa. Volví a intentarlo, y logré, de entre todas las cosas, una imagen de Sian cuando era niña. Un niño pasándole la mano entre las piernas, luego gritando de miedo y apartándola. Pero hacía tiempo que ella me había descrito el incidente. ¿Se trataba de su recuerdo o de mi reconstrucción?

>Mi recuerdo. Creo. O quizá
mi
reconstrucción. Ya sabes, la mitad de las veces que te he contado algo que sucedió antes de que nos conociésemos el recuerdo del relato es más claro que el recuerdo en sí. Hasta el punto de casi reemplazarlo.

>Lo mismo me pasa a mí.

>Por tanto, en cierta forma nuestros recuerdos llevan años desplazándose hacia una especie de simetría. Los dos recodamos lo que se
dijo
, como si los dos lo hubiésemos oído de otra persona.

Acuerdo. Silencio. Un momento de confusión. Luego:

>Esta división tan estricta entre "memoria" y "personalidad" que usa Bentley; ¿realmente es tan clara? Las joyas son ordenadores de red neuronal, no puedes hablar de "datos" y "programa" en un sentido absoluto.

>No, en general no. En cierta medida, su clasificación debe ser arbitraria. ¿Pero a quién le importa?

>Sí importa. Si él restaura la "personalidad", pero permite la persistencia de los "recuerdos", un fallo de clasificación podría dejarnos...

>¿Qué?

>Depende, ¿no? En un extremo, tan completamente "restaurados", sin afectarnos tan absolutamente, que toda la experiencia bien podría no haberse producido. Y en el otro extremo...

> Permanentemente...

>...más cerca.

>¿No es esa la idea?

>Ya no lo sé.

Silencio. Vacilación.

Luego comprendí que no tenía ni idea de si era mi turno de responder.

Me desperté, tendido en una cama, ligeramente perplejo, como si esperase a que pasase una pausa mental. Sentía el cuerpo ligeramente torpe, pero menos que si me hubiese despertado en el Extra de otro. Miré el plástico pálido y liso de mi torso y piernas, y luego pasé una mano por delante de los ojos. Parecía un maniquí unisexo de tienda, pero Bentley nos había enseñado los cuerpos por adelantado, y no me sorprendió demasiado. Me senté despacio, para luego ponerme en pie y dar unos pasos. Me sentía algo insensible y hueco, pero mi sentido kinestésico, mi propiocepción, estaba bien; me sentía
situado
entre mis ojos, y sentía que este cuerpo era
mío.
Como en el caso de cualquier trasplante moderno, habían manipulado directamente mi joya para acomodar el cambio, evitando así meses de fisioterapia.

Miré la habitación. Estaba muy poco amueblada: una cama, una mesa, una silla, un reloj, un equipo de HV. En la pared, una reproducción enmarcada de una litografía de Escher:
Bond of Union
, un retrato del artista y, presumiblemente su esposa, pelados como limones formando hélices de cáscara, unidos en una única banda. Recorrí la superficie externa de principio a fin, y me decepcioné al comprobar que no tenía el giro de Möbius que había estado esperando.

No había ventanas ni puerta con manilla. Situado en la pared junto a la cama, un espejo de cuerpo entero. Me quedé inmóvil un rato y observé mi forma ridícula. De pronto se me ocurrió que si Bentley realmente amaba tanto los juegos simétricos, podría haber construido una habitación como imagen especular de la otra, modificando el equipo de HV de la misma forma y alterado una de las joyas, una copia de mí, para intercambiar la derecha con la izquierda. Lo que parecía un espejo podría ser por tanto una ventana entre las habitaciones. Sonreí torpemente con mi rostro de plástico; mi reflejo parecía adecuadamente avergonzado por la visión. La idea me resultaba llamativa, por improbable que fuese. Nada excepto un experimento de física nuclear podría poner de manifiesto la diferencia. No, no era cierto; un péndulo libre en su precesión, como el de Foucault, se movería de la misma forma en ambas habitaciones, destapando el juego. Me acerqué al espejo y le di un golpe. No cedió en absoluto, pero claro, la explicación podría ser una pared de ladrillo o un golpe igual y opuesto al otro lado.

Me encogí de hombres y me volví. Bentley
podría
haber hecho cualquier cosa; por lo que sabía, todo el experimento podría ser una simulación por ordenador. Mi cuerpo era irrelevante. La habitación era irrelevante. Lo importante era...

Me senté en la cama. Recordé a alguien, probablemente a Michael, preguntándose si sentiría pánico cuando reflexionase sobre mi naturaleza, pero no encontraba ninguna razón para hacerlo. Si me hubiese despertado en esta habitación sin ningún recuerdo reciente e intentase descubrir quién era a partir de mi(s) pasado(s), sin duda me hubiese vuelto loco, pero sabía
exactamente
quién era yo. Poseía dos largos senderos de anticipación que llegaban al estado actual. La idea de revertir a Sian o Michael no me molestaba en absoluto; los deseos de ambos de recuperar sus identidades disjuntas perduraban en mí, intensos, y el deseo de integridad personal se manifestaba en forma de alivio ante la idea de su reemergencia, no como temor a mi propia extinción. En cualquier caso, mis recuerdos no desaparecerían, no tenía sensación de poseer metas que uno de los dos, o ambos, no fuese a seguir. Me sentía más bien como su mínimo común denominador que como una hipermente sinergética; yo era menos, no más, que la suma de mis partes. Mi propósito era estrictamente limitado: estaba aquí para disfrutar de la extraña situación para Sian, y para responder a la pregunta de Michael, y cuando llegase el momento me bifurcaría con alegría, y retomaría las dos vidas que recordaba y apreciaba.

Bien, ¿cómo experimenté la consciencia? ¿De la misma forma que Michael? ¿De la misma forma que Sian? Por lo que podía comprobar, no había sufrido ningún cambio fundamental, pero incluso al llegar a esa conclusión, comencé a preguntarme si estaba en posición de juzgarlo. ¿Los
recuerdos
de ser Michael y los
recuerdos
de ser Sian contenían mucho más de lo que los dos podrían haber expresado con palabras e intercambiado verbalmente? ¿Realmente
sabía
yo algo sobre la naturaleza de sus existencias, o simplemente mi cabeza estaba llena de descripciones de segunda mano, íntimas, y detalladas, pero al final tan opacas como el lenguaje? Si mi mente
fuese
radicalmente diferente, ¿esa diferencia sería algo que yo pudiese llegar a percibir, o todos mis recuerdos, en el acto de recordar, se reformulaban en términos que me pareciesen familiares?

Después de todo, el pasado no era más cognoscible que el mundo externo. También había que aceptar su existencia como un acto de fe, y, una vez concedida la existencia, también podía ser engañoso.

Enterré la cabeza entre las manos, sintiéndome desalentado. Yo era lo más cerca que podrían llegar a estar, ¿y qué había sido de mí? Las esperanzas de Michael seguían siendo tan exactamente razonables —y tan indemostrables— como siempre.

Después de un rato, mi ánimo empezó a mejorar. Al menos, la búsqueda de Michael había terminado, incluso si al final había concluido en fracaso. Ahora no le quedaría más opción que aceptarlo y seguir.

Caminé por la habitación durante un rato, apagando y encendiendo la HV. Empezaba a sentirme
aburrido
, pero no iba a malgastar ocho horas y varios miles de dólares quedándome sentado viendo culebrones.

Consideré varias posibilidades para socavar la sincronización entre mis dos copias. Era inconcebible que Bentley hubiese ajustado las habitaciones y los cuerpos hasta un nivel de tolerancia tan alto de forma que un ingeniero que mereciese el título no pudiese encontrar una forma de romper la simetría. Es posible que incluso hubiese bastado con lanzar una moneda, pero no tenía monedas. ¿Lanzar un avión de papel? Sonaba prometedor —muy sensible a las corrientes de aire— pero el único papel de la habitación era el Escher, y me resistía a destruirlo. Podría haberme cargado el espejo, y observado las formas y tamaños de los fragmentos, lo que además serviría para probar o desestimar mi elucubraciones anteriores, pero al levantar la silla sobre la cabeza, de pronto cambié de opinión. Dos conjuntos de recuerdos en conflicto habían sido más que confusos durante unos pocos minutos de privación sensorial; interaccionando durante varias horas con un entorno físico podrían ser totalmente destructivos. Mejor dejarlo hasta que sintiese desesperadamente la necesidad de entretenimiento.

Así que me tendí en la cama e hice lo que probablemente acababan haciendo la mayoría de los clientes de Bentley.

Mientras se fundían, Sian y Michael habían temido por su intimidad, y los dos habían emitido declaraciones mentales compensatorias, por no decir defensivas, de franqueza, al no desear que el otro creyese que tenían algo que ocultar. La curiosidad también había sido ambivalente; habían deseado
comprenderse
mutuamente, pero, claro está, no querían
fisgonear.

Todas esas contradicciones persistían en mí, pero —mirando al techo, intentando no volver a mirar al reloj durante al menos otros treinta segundos— realmente no tenía que tomar ninguna decisión. Lo más natural del mundo era dejar que mi mente recorriese toda su relación desde ambos puntos de vista.

Fue una reminiscencia muy peculiar. Casi todo parecía simultáneamente sorprendente y totalmente conocido, como un ataque persistente de
déjà vu.
No es que a menudo intentasen engañarse deliberadamente sobre cosas importantes, pero todas las pequeñas mentiras, todos los resentimientos triviales ocultos, todos los engaños necesarios, laudables, esenciales y productos del amor, llenaban mi cabeza con una neblina extraña de confusión y desilusión.

En ningún sentido era una conversación; no tenía personalidad múltiple. Sian y Michael simplemente no estaban presentes, para justificarse, para explicarse, para engañarse mutuamente una vez más, con la mejor de las intenciones. Quizá debí haber intentado hacerlo en su nombre, pero constantemente me sentía inseguro con respecto a mi papel, incapaz de decidirme por una postura. Así que me quedé tendido, paralizado por la simetría, y dejé que los recuerdos fluyesen.

Después, el tiempo pasó tan rápido que no tuve oportunidad de romper el espejo.

Intentamos seguir juntos.

Duramos una semana.

Bentley había realizado —como exigía la ley— instantáneas de las joyas antes del experimento. Podríamos haber regresado a ese estado —y que luego él nos explicase la
razón—
pero el autoengaño es una decisión fácil sólo si la tomas a tiempo.

No podíamos perdonarnos mutuamente porque no había nada que perdonar. Ninguno de los dos había hecho nada que el otro no comprendiese totalmente y con lo que no estuviese de acuerdo.

Nos conocíamos demasiado bien, eso es todo. Detalle tras puto detalle microscópico. No es que la verdad doliese; ya no era así. Nos entumecía. Nos apagaba. No nos conocíamos mutuamente como nos conocíamos a nosotros mismos; era peor que eso. En el yo, los detalles se confunden dentro de los procesos mentales; la autodisección cognitiva es posible, pero se requiere un esfuerzo enorme para lograrla.

Nuestra disección mutua no requería ningún esfuerzo; era el estado natural que adoptábamos al vernos. Nuestras superficies
habían
desaparecido, pero no para dejar entrever el alma. Bajo la piel sólo podíamos ver los engranajes girando.

Y ahora sabía que lo que Sian siempre había deseado más en un amante era lo extraño, lo incognoscible, lo misterioso, lo opaco. Para ella, el sentido de estar con otra persona era la sensación de enfrentarse a la
alteridad.
Sin esa sensación, creía que bien podría hablar consigo misma.

Descubrí que ahora compartía ese punto de vista (un cambio sobre cuyos orígenes precisos no quería pensar demasiado... pero claro, siempre había sabido que la suya era la personalidad más dominante, debí haber supuesto que se me pegaría
algo
).

Juntos, bien podríamos haber estado solos, así que no nos quedó más opción que separarnos.

Nadie quiere pasar la eternidad a solas.

Órbitas inestables en el espacio de las mentiras

Siempre me siento más seguro en la autopista, o al menos, en sus partes que resultan pasar a través de regiones de equilibrio aproximado entre los atractores circundantes. Con los sacos de dormir cuidadosamente dispuestos siguiendo las desvaídas líneas blancas entre los carriles con dirección sur (quizá debido a un ligero influjo de geomancia que nos llega desde Chinatown, no del todo superado por la influencia del humanismo científico del este, el judaísmo liberal del oeste, y un vehemente hedonismo anti-espiritual y anti-intelectual del norte), puedo cerrar los ojos sabiendo con seguridad que María y yo no nos despertaremos creyendo, de todo corazón e irrevocablemente, en la infalibilidad papal, la consciencia de Gaia, las ilusiones de conocimiento inducidas por la meditación o los milagrosos poderes de curación de la reforma impositiva.

Así que cuando despierto para encontrar que el sol ya ha salido del horizonte —y que María no está— no siento pánico. Ninguna fe, ninguna visión del mundo, ningún sistema de creencias, ninguna cultura, podría haber llegado desde la noche para apoderarse de ella. Los bordes de las cuencas de atracción
fluctúan
, avanzando y retrocediendo decenas de metros cada día, pero es muy improbable que cualquiera de ellos hubiese podido penetrar tan profundamente en nuestro precioso páramo de desinterés
y
duda. No se me ocurre por qué iba ella a echarse a andar y abandonarme, sin decir ni una palabra, pero María, de vez en cuando, hace cosas que me resultan totalmente inexplicables. Y viceversa. Incluso después de llevar un año juntos, todavía nos queda eso.

No siento pánico, pero tampoco ganas de quedarme. No quiero retrasarme demasiado. Me pongo en pie, estirándome, e intento decidir en qué dirección habrá ido; a menos que las condiciones locales hayan cambiado desde su partida, eso debería ser lo mismo que preguntar a dónde quiero ir yo.

Es imposible luchar contra los atractores, es imposible resistirse, pero es posible encontrar una ruta entre ellos, navegar por las contradicciones. La forma más simple de comenzar es emplear un atractor potente pero moderadamente lejano para ganar impulso, asegurándote siempre de que en el último minuto te desvíe una influencia contraria.

Other books

Always You by Erin Kaye
Perception by Nicole Edwards
Breaking the Bad Boy by Lennox, Vanessa
The Unfinished Garden by Barbara Claypole White
Beyond 10 Nights by Hughes, Michelle, Jones, Karl
BILLIONAIRE (Part 5) by Jones, Juliette