Authors: Greg Egan
Compruebo el tiempo, Ya van quince minutos, con todo lo que eso significa. Pero sigo con vida, así que ahora las probabilidades son, como siempre, de un cincuenta por ciento a que el agujero de gusano durará otros dieciocho minutos. Evidentemente, podría morir en cualquier momento, pero eso era igualmente cierto cuando entré. Ahora no soy un idiota mayor que entonces. Por lo que eso pueda valer.
La segunda casa está vacía, y es fácil comprobar por qué. La suposición del ordenador sobre el cuarto del niño resulta ser un estudio, y el dormitorio de los padres está hacia afuera del niño. Las ventanas están abiertas, mostrando claramente el camino que deben haber seguido.
Al abandonar la casa, me siento de un humor extraño. El viento hacia el interior parece más intenso que nunca, el camino va directo a la oscuridad, y siento que me cubre una tranquilidad inexplicable. Me muevo todo lo rápido que puedo, pero la sensación de pánico latente, de muerte súbita, ha desaparecida Mis pulmones, mis músculos, luchan todos contra las mismas restricciones, pero me siento curiosamente ajeno a ellos; consciente del dolor y el esfuerzo, pero de alguna forma sin estar implicado.
La verdad es que
sé
exactamente por qué estoy aquí. Nunca podría admitirlo del todo, en el exterior parece demasiado fantástico, demasiado extraño. Por supuesto, me alegra salvar vidas y quizá ese aspecto ya forme parte de la razón. Sin duda, también ansío que me consideren un héroe. Pero la verdadera razón es demasiado extraña para considerarse desinteresada o vana.
El agujero de gusano convierte en tangibles las verdades más fundamentales de la existencia. No puedes ver el futuro. No puedes cambiar el pasado. La vista consiste en correr hacia la oscuridad. Es por eso que estoy aqui.
Mi cuerpo se vuelve, no insensible, sino distante, una marioneta que baila y se retuerce en la rutina. Salgo de ese estado y compruebo el mapa, justo en su momento. Tengo que girar a la derecha, de inmediato, lo que pone punto y final a cualquier riesgo de sonambulismo. Mirar al mundo bisecado hace que me duela la cabeza, así que me miro los pies, e intento recordar si la acumulación de sangre en mi hemisferio izquierdo debería volverme más racional, o menos.
La tercera casa se encuentra en una situación límite. El dormitorio de los padres se encuentra ligeramente hacia afuera del dormitorio del niño, pero la puerta sólo ofrece acceso a la mitad de la habitación. Entro por una ventana que los padres no podrían haber usado.
El niño está muerto. Veo sangre antes que nada. De pronto, me siento muy cansado. Es visible una puerta entreabierta y sé lo que debe haber sucedido. La madre o el padre se aproximó hasta aquí, y descubrió que apenas podía llegar hasta el niño, podía agarrar una mano, pero no más. Hay resistencia a tirar hacia el interior, pero a la gente le resulta confuso; no se espera, y cuando sucede, se le resiste. Cuando quieres sacar a alguien que amas de las mandíbulas del peligro, tiras con todas tus fuerzas.
Para mí la puerta es una salida fácil, pero no para cualquiera que llegase por allí, especialmente para alguien consumido por la pena. Miro a la oscuridad en las esquinas hacia el interior de la habitación y grito:
—Agáchese, todo lo que pueda —e imito el movimiento. Saco la pistola de demolición de la mochila y apunto a lo alto. El retroceso, en el espacio normal, me lanzaría hacia atrás; aquí no es más que un simple golpe.
Avanzo, renunciando a mi posibilidad de usar la puerta. No hay señal inmediata de que acabo de abrir un agujero de un metro de ancho en la pared; virtualmente todos los escombros y el polvo están en el lado hacia el interior. Finalmente alcanzo a un hombre arrodillado en una esquina, con las manos en la cabeza; durante un breve instante creo que está vivo, que adoptó esa posición para protegerse del impacto. No hay pulso, ni respira. Probablemente tenga una docena de costillas rotas; no me siento con ganas de comprobarlo. Algunas personas pueden aguantar una hora, atrapado entre las paredes de ladrillo y una tercera pared invisible que les sigue sin pausa al interior de la esquina, cada vez que se mueven, cada vez que ceden terreno.
Pero algunas personas, toman exactamente la peor opción; se estrujan en la parte más hacia el interior de la prisión, obedeciendo a algún instinto que, estoy seguro, tuvo sentido en su momento.
O quizá no estuviese confundido. Quizá simplemente deseaba acabar de una vez.
Atravieso el agujero en la pared. Me abro paso por la cocina. El puto plano está mal, mal, mal, la puerta que espero no existe. Rompo la ventana de la cocina y me corto la mano al salir.
Me niego a mirar al mapa. No quiero saber cuánto tiempo ha pasado. Ahora que estoy solo, sin más meta que salvarme a mí mismo, todo está gafado. Miro al suelo, a las fugaces flechas mágicas y doradas, intentando no contarlas.
Echo un vistazo a una hamburguesa podrida tirada en la carretera y me pongo a vomitar. El sentido común me dice que me gire y mire hacia atrás, pero no soy tan estúpido. El ácido de garganta y nariz me provoca lágrimas. Mientras las aparto, sucede algo imposible.
Aparece una brillante luz azul, en lo alto de la oscuridad, por delante, cegando mis ojos acostumbrados a las tinieblas. Me cubro la cara y luego miro entre los dedos. A medida que me acostumbro al resplandor, comienzo a distinguir detalles.
Un grupo de largos cilindros luminosos y delgados cuelgan del cielo, como un demencial órgano de tubo del revés fabricado en vidrio, bañado con un plasma reluciente. La luz que emite no hace nada por mostrar las casas y las calles de abajo. Debo estar alucinando; ya antes he visto formas entre las sombras, aunque nunca nada tan espectacular, tan persistente. Corro más rápido, con la esperanza de aclararme la cabeza. La aparición no desaparece, o parpadea; simplemente se acerca.
Me detengo, temblando incontrolablemente. Miro la luz imposible. ¿Y si no está en mi cabeza? Sólo hay una explicación posible. Algún componente de la maquinaria interna del agujero de gusano se ha revelado. El navegador idiota me está mostrando su alma inútil.
Pero una voz en mi cráneo grita ¡No!, y otra dice tranquilamente que no tengo elección, que una oportunidad así es posible que no vuelva a presentarse, saco la pistola de demolición, apunto y disparo. Como si el arma ridicula en manos de una ameba pudiese siquiera hacer un rasguño al artefacto reluciente de una civilización cuyos fracasos nos acobardan.
La estructura se fragmenta e implota en silencio. La luz se contrae hasta un punto cegador, quedándose grabada en mi visión. Sólo cuando vuelvo la cabeza estoy seguro de que la luz real ha desaparecido.
Vuelvo a correr. Aterrorizado, jubiloso. No tengo ni idea de qué he hecho, pero el agujero de gusano, hasta ahora, no ha sufrido cambio. La imagen persistente permanece en la oscuridad, con nada que pueda borrármela de la vista. ¿Las alucinaciones pueden dejar imágenes persistentes? ¿
El navegante escogió mostrarse, escogió dejarse destruir
?
Tropiezo con algo y me tambaleo, pero consigo no caerme. Me vuelvo y veo a un hombre arrastrándose por la carretera, y me detengo de golpe, asombrado por una imagen tan mundana después de un encuentro tan trascendental. El hombre tiene las piernas amputadas a la altura de los muslos; se está arrastrando sólo con ayuda de los brazos. Eso ya sería difícil en el espacio normal, pero aquí, el esfuerzo debe estar casi matándole.
Hay sillas de ruedas especiales que pueden funcionar dentro del agujero de gusano (ruedas superiores a cierto tamaño se tuercen y deforman si la silla se para) y si sabemos que nos harán falta, las traemos, pero son demasiado pesadas para que todo los Corredores lleven una por si acaso.
El hombre levanta la cabeza y grita:
—¡Sigue! ¡Cabrón estúpido! —sin la menor señal de duda de que simplemente esté gritándole al espacio vacío. Le miro fijamente y me pregunto por qué no sigo su consejo. Es grande: fornido y con muchos músculos, con mucha grasa por encima. Dudo que pueda levantarle, y estoy seguro de que si pudiese, yo avanzaría más despacio de lo que él se arrastra,
Recibo una inspiración. También tengo suerte; una mirada de lado muestra una casa, con la puerta principal invisible pero claramente sólo a un metro o dos hacia el interior de donde me encuentro ahora. Rompo las bisagras con un martillo y formón, luego saco la puerta de la estructura y regreso a la carretera. EI hombre ya ha llegado a mi altura. Me inclino y le toco el hombro.
—¿Quiere probar a deslizarse?
Me muevo hacia el interior a tiempo de oír parte de la cadena de obscenidades y para recibir una imagen en primer plano de sus antebrazos sanguinolentos. Coloco la puerta en la carretera delante de él. Sigue moviéndose; espero a que me pueda volver a oír.
—¿Sí o no?
—Sí —murmura.
Es incómodo, pero funciona. Él se sienta sobre la puerta, apoyándose hacia atrás sobre los brazos. Yo corro detrás, inclinado, con las manos sobre sus hombros, empujando. Empujar es una acción a la que el agujero de gusano no se resiste, y la fuerza hacia el interior hace que sea cuesta abajo durante todo el trayecto. En ocasiones la puerta se desliza con tal rapidez que tengo que soltarla durante un segundo o dos para no perder el equilibrio.
No me hace falta mirar al mapa. Me
sé
el mapa, sé exactamente dónde estamos; El Núcleo está a menos de cien metros. Recito el encantamiento en mi cabeza:
El peligro no aumenta. El peligro no aumenta.
Y en mi corazón sé que la idea misma de "probabilidad" carece de sentido; el agujero de gusano lee mi mente, esperando a la primera señal de esperanza, y ya se produzca a cincuenta metros, a diez metros o a dos metros de la seguridad, ahí es cuando me tomará.
Una parte de mí, estima con tranquilidad la distancia que cubrimos y cuenta:
Noventa y tres, noventa y dos, noventa y uno...
Yo me murmuro número aleatorios, y cuando eso falla, reinicio la cuenta en un valor arbitrario:
Ochenta y uno, ochenta y siete, ochenta y seis, ochenta y nueve...
Un nuevo universo, de luz, aire cargado, ruido —y gente,
cantidades incontables de personas—
hace su aparición a mi alrededor. Sigo empujando al hombre de la puerta hasta que alguien corre hacia mí y me aparta. Elaine. Me guía hasta los peldaños delanteros de una casa, mientras otro Corredor con un equipo de primeros auxilios se aproxima a mi pasajero ensangrentado. Hay grupos de personas sentados alrededor de lámparas eléctricas, llenando la calle y los patios delanteros hasta donde puedo ver. Se los señalo a Elaine.
—Mira. ¿No es hermoso?
—¿John? ¿Estás bien? Recupera el aliento. Ya está.
—Oh, mierda —miro el reloj—. Veintiún minutos. Cuarenta y cinco por ciento —río histérico—. ¿Tenía miedo a un
cuarenta y cinco por ciento
?
Mi corazón está latiendo al doble de lo necesario. Camino durante un momento, mientras empieza a pasar el mareo. Luego me dejo caer en el escalón junto a Elaine.
Un rato más tarde, pregunto:
—¿Algún otro ahí fuera?
—No.
—Genial —me empiezo a sentir casi lúcido—. Bien... ¿cómo te fue?
Se encoge de hombros.
—Bien. Una dulce niñita. Anda por aquí con sus padres. Sin complicaciones; geometría favorable —vuelve a encogerse de hombros. Elaine es así; haya o no una geometría favorable, su labor nunca ha sido gran cosa.
Relato mi experiencia, dejando fuera la aparición. Primero debería hablar con el personal médico, descubrir qué tipo de alucinación es posible y no es posible, antes de empezar a extender la noticia de que disparé a un reluciente órgano de tubo azul venido del futuro.
En cualquier caso, pronto sabré si fue para bien. Si El Acceso
empieza
a alejarse del planeta, será noticia; no tengo ni idea a qué ritmo se producirá la separación, pero seguro que su próxima manifestación probablemente ya no será sobre la superficie de la Tierra. En lo más profundo del manto, o a medio camino del espacio...
Agito la cabeza. No tiene sentido tener esperanzas prematuras, cuando todavía no estoy seguro de que fuese real.
Elaine dice:
—¿Qué?
—Nada.
Vuelvo a comprobar el tiempo. Veintinueve minutos. Treinta y tres por ciento. Miro impaciente a la calle. Podemos ver hacia el agujero de gusano, claro, pero el límite está claramente delineado por la súbita caída de la iluminación, una vez que la luz hacia fuera ya no puede penetrar. Pero cuando El Acceso se traslade no hará falta buscar cambios sutiles de iluminación. Mientras el agujero de gusano está en su sitio, sus efectos violan la segunda ley de la termodinámica (para empezar, un movimiento térmico con tendencia claramente reduce la entropía). Al irse, lo compensa ampliamente,
homogeniza radialmente
el espacio que ocupaba, hasta longitudes de un micrón. Para la roca a doscientos metros de profundidad o para la atmósfera por encima —que ya son de por sí bastante uniformes— no importa mucho, pero todas las casas, todos los jardines, todas las briznas de hierba —toda estructura visible al ojo desnudo— desaparecerá, No quedará nada excepto líneas radiales de un polvo fino, arremolinándose cuando el aire a alta presión de El Núcleo puede escapar al fin.
Treinta y cinco minutos. Veintiséis por ciento. Miro a los supervivientes agotados; sin duda, la sensación de alivio y agradecimiento por haber alcanzado un lugar seguro ya ha desaparecido, incluso para aquellos que no dejaron atrás a ningún familiar o amigo. Ellos —nosotros— sólo quieren que acabe la espera. Todo lo relativo al paso del tiempo, todo lo relativo a la duración incierta del agujero de gusano, ha invertido su significado, Sí, esta cosa podría liberarnos en cualquier momento, pero mientras no lo haga, es igual de probable que nos quedemos atrapados aquí dieciocho minutos más.
Cuarenta minutos. Veintiún por ciento.
—Los oídos sí que van a estallar esta noche —digo. O peor; en algunas ocasiones raras, la presión de El Núcleo puede aumentar tanto que la descompresión subsiguiente puede provocar apoplejías. Pero para eso falta al menos una hora, y si comenzase a ser una posibilidad real, nos arrojarían medicinas para aliviar los efectos.
Cincuenta minutos. Quince por ciento.
Ahora todo el mundo guarda silencio; incluso los niños han dejado de llorar.
—¿Cuál es tu récord? —preguntó a Elaine.
Hace un gesto de exasperación.