Axiomático (17 page)

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Authors: Greg Egan

BOOK: Axiomático
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El siguiente expositor contenía una sección de religiones, desde Amish hasta Zen. (Aparentemente, no era ningún problema obtener de esta forma la desaprobación Amish de la tecnología; virtualmente todos los implantes religiosos permitían al usuario aceptar contradicciones aún más extrañas). Incluso había un implante llamado
Humanismo ateo
(¡Usted CONSIDERARÁ que estas verdades son totalmente evidentes!)» Pero no había
Agnóstico vacilante
; aparentemente no había mercado para la duda.

Esperé un minuto o dos. Por sólo cincuenta dólares podría haber comprado el catolicismo de mi infancia, incluso si la Iglesia no lo hubiese aprobado. (Al menos, no oficialmente; sería interesante saber exactamente quién patrocinaba el producto). Pero al final tuve que admitir que no me tentaba. Quizá hubiese resuelto mi problema, pero no de la forma que quería resolverlo, y después de todo, había venido aquí para hacerlo a mi modo. Emplear un implante no me robaría el libre albedrío; al contrario, me ayudaría a imponerlo.

Al final, me armé de valor y me acerqué al mostrador de ventas.

—¿Cómo podría ayudarle, señor? —el joven me sonrió entusiasmado, emanando sinceridad, como si realmente disfrutase de su trabajo. Quiero decir, genuinamente
en realidad.

—He venido a recoger un pedido especial.

—¿Su nombre, señor?

—Carver. Mark.

Buscó bajo el mostrador y salió con un paquete, que por suerte ya estaba envuelto en un papel marrón anónimo. Pagué en efectivo, había traído el cambio exacto: 399'95 dólares. Todo acabó en veinte segundos.

Salí de la tienda, enfermo de alivio, triunfante, agotado. Al menos, al final, ya había comprado esa mierda; ahora la tenía en las manos, no había nadie más implicado, y no quedaba más que decidir usarla o no.

Después de caminar unas manzanas hacia la estación de tren, tiré el envoltorio a un cubo de basura, pero me volví casi de inmediato para recuperarlo. Pasé junto a un par de policías blindados, e imaginé sus ojos atravesándome la espalda tras esas máscaras faciales de espejo, pero lo que llevaba era perfectamente legal. ¿Cómo podría el gobierno prohibir un dispositivo que no hacía más que engendrar, en aquellos que lo
escogían libremente
, un conjunto de creencias... sin arrestar también a todos los que poseían esas creencias de forma natural? En realidad, muy fácilmente, porque la ley no tenía que ser consistente. Pero los fabricantes de implantes habían conseguido convencer al público de que limitar sus productos sería abrir el camino a la Policía del Pensamiento.

Para cuando llegué a casa, me estremecía incontrolablemente. Dejé el paquete sobre la mesa de la cocina y empecé a andar a un lado a otro.

No era por Amy. Debía admitirlo. Sólo el simple hecho de que todavía la amase, y todavía la llorase, no implicaba que lo estuviese haciendo por
ella.
No mancharía su recuerdo con semejante mentira.

De hecho, lo hacía para liberarme de ella. Después de cinco años, deseaba que mi amor sin sentido, mi pena inútil, dejase de controlar mi vida. Nadie podría echármelo en cara.

Había muerto en un robo con rehenes en un banco. Las cámaras de seguridad habían sido desactivadas, y todos excepto los secuestradores habían pasado la mayor parte del tiempo boca abajo sobre el suelo, así que jamás descubrí toda la verdad. Debió moverse, agitarse, levantar la vista, debió hace
algo
; incluso en los momentos más intensos de mi odio no podía creer que la hubiesen matado por capricho, sin ninguna razón comprensible.

Pero sabía quién había apretado el gatillo. No había salido en el juicio; un administrativo del departamento de policía me había vendido la información. El nombre del asesino era Patrick Anderson, y al convertirse en testigo de la acusación, habían mandado a sus cómplices a la perpetua, reduciendo su propia sentencia a siete años.

Acudí a la prensa. Una personalidad repelente de un programa de crímenes se había interesado por la historia, aullando sobre la misma en las ondas durante una semana, diluyendo los hechos con retórica interesada, para luego aburrirse y pasar a otra cosa.

Cinco años más tarde, Anderson llevaba nueve meses en libertad condicional.

Vale. ¿
Y qué
? Sucede continuamente. Si alguien me hubiese contado semejante historia, yo me hubiese mostrado comprensivo pero firme:

—Olvídala, está muerta. Olvídate de él, es basura. Sigue con tu vida.

No la olvidé, y no olvidé a su asesino. La había amado, signifique eso lo que signifique, y aunque la parte racional de mi ser había aceptado el hecho de su muerte, el resto seguía agitándose como una serpiente decapitada. Otra persona en el mismo estado podría haber convertido la casa en un santuario, cubriendo todas las paredes y repisas con fotografías y recuerdos, llevando todos los días flores frescas a su tumba y emborrachándose todas las noches viendo viejas películas caseras. Yo no lo hice, no podía. Hubiese sido grotesco y totalmente falso; a los dos nos ponía enfermos el sentimentalismo. Sólo conservaba una fotografía. No habíamos grabado películas domésticas. Sólo visitaba su tumba una vez al año.

Sin embargo, a pesar de esa moderación externa, en el interior de mi cabeza, mi obsesión con la muerte de Amy simplemente seguía creciendo. No lo
deseaba
, no lo
escogí
, no la alenté o la animé de ninguna forma. No conservaba ningún libro de recortes electrónicos sobre el juicio. Si la gente sacaba el tema, yo me iba. Me enterré en el trabajo; en mi tiempo libre leía, o iba al cine, solo. Consideré buscar a otra persona, pero nunca lo hice, dejándolo siempre para ese momento indefinido en el futuro cuando volviese a ser persona.

Todas las noches, los detalles del incidente daban vueltas en mi cabeza. Pensaba en un millar de cosas que «podría haber hecho» para prevenir su muerte, desde no casarme con ella (nos habíamos mudado a Sydney por mi trabajo), hasta aparecer mágicamente en el banco justo cuando su asesino apuntaba, derribándole y golpeándole hasta dejarle inconsciente o algo peor. Sabía que esas fantasías eran fútiles e indulgentes, pero saberlo no me curaba. Si tomaba pastillas para dormir, todo el proceso simplemente se trasladaba a las horas de luz, y era literalmente incapaz de trabajar. (Los ordenadores que nos asisten son cada año ligeramente menos horribles, pero un controlador aéreo
no puede
soñar despierto.)

Tenía que hacer algo.

¿Venganza? La venganza era para los deficientes de moral. Yo, había firmado peticiones a la ONU exigiendo la abolición mundial e incondicional de la pena de muerte. En ese momento lo sentía de veras, y sigo sintiéndolo. Terminar una vida humana estaba
mal
; lo creía, apasionadamente, desde que era niño. Quizá comenzase como dogma religioso, pero cuando crecí y me liberé de toda esas paparruchas ridículas, el carácter sagrado de la vida fue una de las pocas creencias que me pareció que valía la pena conservar. Aparte de cualquier razón pragmática, la confidencia humana siempre me había parecido el fenómeno más asombroso, milagroso y
sagrado
del universo. Culpad a mí educación, culpad a mis genes; no podía negarlo de ia misma forma que no podría creer que uno más uno da cero.

Si le dices a alguien que eres un pacifista, a los diez segundo inventa una situación en la que millones de personas morirían sufriendo de una horrible agonía, y violarán y torturarán a todos tus seres queridos, si no le vuelas la cabeza a alguien. (Siempre hay una razón artificial que te impide simplemente
herir
al loco omnipotente y genocida). Lo divertido es que parecen despreciarte aún más cuando admites que sí, que lo harías, que en esas condiciones matarías.

Sin embargo, estaba claro que Anderson no era un loco omnipotente y genocida. No tenía ni idea de si era probable o no que volviese a matar. Y me importaba una mierda su capacidad para reformarse, los abusos de su infancia, o el alter ego sensible y compasivo que podría ocultarse bajo la fachada de un exterior brutal, a pesar de lo cual estaba convencido de que estaría mal matarle.

Primero compré la pistola. Fue fácil, y perfectamente legal; quizá el ordenador no estableció la correlación entre mi solicitud del permiso y la liberación del asesino de mi mujer, o quizá se detectó la conexión pero no se la consideró relevante.

Me uní a un club «deportivo» lleno de gente que pasaba tres horas a la semana exclusivamente disparando a blancos móviles con forma de personas. Una actividad recreativa, tan inofensiva como la esgrima; practiqué para aprender a decirlo con expresión sincera.

Comprar la munición anónima a un compañero de club
fue
ilegal; balas que se evaporan con el impacto, sin dejar pruebas balísticas que las relacionen con un arma específica. Examiné los registros judiciales; la sentencia media por poseerlas era una multa de quinientos dólares. El silenciador también era ilegal; las penas por posesión eran similares.

Cada noche lo pensaba de nuevo. Cada noche llegaba a la misma conclusión: a pesar de mis elaborados preparativos, no iba a matar a nadie. Una parte de mi deseaba hacerlo, una parte de mí no; pero sabía perfectamente cuál era la más fuerte. Me pasaría el resto de mi vida soñándolo, protegido por el conocimiento de que por mucho odio, pena o desesperación que albergase, jamás sería suficiente para que cometiese un acto contra mi naturaleza.

Abrí el paquete. Esperaba una portada chillona —un culturista burlón sosteniendo una ametralladora— pero el paquete era sencillo, de un gris normal sin otro detalle excepto el código del producto y el nombre del distribuidor, Naranjal Mecánico.

Lo había pedido por un catálogo online, al que accedí a través de un terminal público a monedas, y especifiqué que lo recogería «Mark Carver» en la sucursal de La Tienda del Implante en Chatswood, lejos de mi casa. Lo que no dejaba de ser una tontería paranoica, ya que el implante era legal, y aun así era perfectamente razonable, porque comprarlo me hizo sentirme mucho más culpable que comprar la pistola y la munición.

La descripción del catálogo había arrancado con la frase ¡
La vida no vale nada
! Para luego seguir en la misma vena durante varias líneas más:
La gente no es más que carne. Las personas no son nada, no valen nada.
Pero las palabras exactas no importan; no son parte en sí del implante. No sería como tener una voz en la cabeza, recitando una tirada mal escrita que yo podría ridiculizar o de la que podría pasar; tampoco sería una especie de decreto legislativo mental, del que podría escaparme con subterfugios semánticos. Los implantes axiomáticos se derivaban del análisis de las estructuras neuronales reales en los cerebros de personas reales, no se basaban en la expresión de los axiomas en lenguaje. Prevalecería el espíritu, no la letra de la ley.

Abrí el cartón. Había una hoja de instrucciones, escrita en diecisiete idiomas. Un programador. Un aplicador. Un par de pinzas.

Encerrado en una burbuja de plástico que decía ESTÉRIL SI NO ESTÁ ABIERTO, el implante en sí. Parecía un guijarro diminuto.

Nunca había usado uno antes, pero había visto mil veces cómo lo hacían en la holovísión. Lo colocas en el programador, «lo despiertas» y le indicas cuánto tiempo debe estar activo. El aplicador era exclusivamente para noveles; los conocedores más expertos equilibraban el implante en la punta del meñique y hábilmente se lo metían por el agujero de la nariz que más rabia les diese.

El implante penetraba en el cerebro, enviando un enjambre de nanomáquinas a explorar, y forjaba enlaces con los sistema neuronales relevantes y luego pasaba a modo activo durante el tiempo predeterminado —desde una hora hasta el infinito— haciendo lo que le hubiesen diseñado para hacer. Permitir orgasmos múltiples en la rodilla izquierda. Hacer que el color azul supiese como el recuerdo largo tiempo perdido de la leche materna. O, fijar una premisa:
Tendré éxito. Me siento feliz con mi trabajo. Existe la vida después de la muerte. En Belsen no murió nadie. Cuatro patas bueno, dos piernas malo...

Volví a meterlo todo en el cartón, lo guardé en un cajón, me tomé tres pastillas para dormir y me fui a la cama.

Quizá fuese una cuestión de pereza. Siempre he sentido inclinación por las opciones que me permiten no tener que elegir entre las mismas opciones otra vez en el futuro; parece tan
ineficiente
sufrir las mismas agonías de conciencia más de una vez.
No
emplear el implante hubiese implicado reafirmar la decisión, día tras día, durante el resto de mi vida.

O quizá nunca creyese de verdad que ese juguete absurdo fuese a funcionar. Quizá esperaba demostrar que mis convicciones —al contrario que las de los demás— estaban talladas en una tablilla de piedra metafísica que flotaba en una dimensión espiritual a la que no podía llegar una simple máquina.

O quizá desease una coartada moral, una forma de matar a Anderson creyendo todavía que era algo que mi
verdadero
yo no podría hacer.

Al menos estoy seguro de una cosa. No lo hice por Amy.

Al día siguiente me desperté al amanecer, aunque en realidad no tenía ninguna razón para levantarme; estaba en mi permiso anual de un mes. Me vestí, desayuné, volví a desempaquetar el implante y leí las instrucciones con cuidado.

Sin ninguna sensación especial que marcase el momento, rompí la burbuja estéril y, con las pinzas, coloqué la mota en una cavidad del programador.

El programador dijo:

—¿Habla usted inglés? —la voz me recordó a una de unas de las torres de control de mi trabajo; profunda, pero sin recordar a ningún sexo en particular, seria sin ser cruelmente robótica... y sin embargo, inconfundiblemente inhumana.

—Sí.

—¿Desea programar el implante?

—Sí.

—Por favor, especifique el periodo de activación.

—Tres días —seguro que tres días serían suficientes; si no lo eran, me olvidaría de todo el asunto.

—Este implante permanecerá activo durante tres días después de la inserción. ¿Es correcto?

—Sí.

—El implante está listo para su uso. Son las siete y cuarenta y tres minutos a.m. Por favor, inserte el implante antes de la ocho y cuarenta y tres minutos a.m., o se desactivará y será preciso reprogramarlo. Por favor, disfrute del producto y tenga la amabilidad de deshacerse del paquete de forma razonable.

Coloqué el implante en el aplicador, luego vacilé, pero no durante mucho tiempo. No era hora de angustiarse; llevaba meses angustiándome y estaba harto. Más indecisión y tendría que comprarme un segundo implante para convencerme de usar el primero. No estaba cometiendo un crimen; ni siquiera me acercaba a garantizar que fuese a cometer un crimen. Millones de personas sostenían la creencia de que la vida humana no es nada en especial, pero de ésos ¿cuántos eran asesinos? Los próximos tres días simplemente revelarían cómo reaccionaba
yo
a esa creencia, y aunque la actitud estaría prefijada, las consecuencias estaban lejos de ser seguras.

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