Axiomático (18 page)

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Authors: Greg Egan

BOOK: Axiomático
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Me llevé el aplicador a la fosa nasal izquierda, y le di al botón. Se produjo una breve sensación de pinchazo, nada más.

Pensé,
Amy me habría despreciado por esto.
Eso me afectó, pero sólo durante un momento. Amy estaba muerta, lo que convertía en irrelevantes sus sentimientos hipotéticos. Nada de lo que yo hiciese ahora podría hacerle daño, y pensar lo contrario era una locura.

Intenté seguir el avance del cambio, pero era una estupidez; no puedes examinar tus preceptos morales cada treinta segundos por introspección. Después de todo, mi valoración de mí mismo como incapaz de matar se fundamentaba en décadas de observaciones (muchas de ellas probablemente ya irrelevantes). Lo que es más, esa valoración, esa imagen propia, había surgido tanto como
causa
de mis acciones y actitudes como por reflejo de las mismas, y aparte de los cambios directos que el implante estuviese produciendo en mi cerebro, estaba rompiendo el bucle de retroalimentación ofreciendo una racionalización que me permitiese actuar de una forma que yo me había convencido para considerar imposible.

Después de un rato, decidí emborracharme, para distraerme de la imagen de robots microscópicos arrastrándose por mi cráneo. Fue un gran error; el alcohol me vuelve paranoico. No recuerdo mucho de lo que sucedió a continuación, excepto verme en el espejo del baño gritando:

—¡HAL está violando la primera ley! ¡HAL está violando la primera ley! —antes de vomitar copiosamente.

Me desperté pasada la medianoche, en el suelo del baño. Me tomé una pastilla antirresaca y el dolor de cabeza y la náusea desaparecieron en cinco minutos. Me duché y me puse ropa limpia. Habia comprado una chaqueta especialmente para la ocasión, con un bolsillo interior para la pistola.

Era todavía imposible establecer si me había hecho algo más que el efecto placebo; me pregunté, en voz alta:

—¿Es sagrada la vida humana? ¿Está mal matar? —pero no podía concentrarme en las preguntas, y me resultaba difícil creer que lo hubiese hecho en el pasado; la idea en si me parecía oscura y difícil, como un esotérico teorema matemático. La idea de poner en práctica el plan me revolvía el estómago, pero no era más que simple miedo, no indignación moral; el propósito del implante no era darme valor, tranquilidad o decisión. También podría haber comprado esas cualidades, pero hubiese sido hacer trampas.

Había hecho que un investigador privado vigilase a Anderson. Trabajaba todas las noches excepto el domingo, como gorila en un club nocturno de Surry Hills; vivía cerca, y normalmente llegaba a casa, a pie, a eso de las cuatro de la mañana. Había pasado varias veces en coche frente a su casa; no había tenido problemas para encontrarla. Vivía sólo; tenía una amante, pero siempre se veían en la casa de ella, por la tarde o a primera hora de la noche.

Cargué la pistola y la guardé en la chaqueta, para luego pasar media hora mirándome al espejo, intentando decidir si el bulto era visible. Quería tomarme un trago, pero me contuve, Conecté la radio y me paseé por la casa, intentando controlar la agitación. Quizá ahora lo de quitar una vida ya no me resultase tan importante, pero todavía podía acabar muerto, o en prisión, y aparentemente el implante no me había quitado el interés por mi destino personal.

Salí demasiado pronto, y tuve que conducir por una ruta tortuosa para matar el tiempo; incluso así, sólo eran las tres y cuarto cuando aparqué a un kilómetro de la casa de Anderson. Junto a mí pasaron algunos coches y taxis mientras recorría el resto del camino a pie, y estoy seguro de que intenté con tal intensidad aparentar calma que mi lenguaje corporal radiaba culpa y paranoia, pero ningún conductor normal podría haberse dado cuenta, o le habría dado importancia de haberlo hecho, y no vi ni un solo coche patrulla.

Cuando llegué al destino, no había dónde ocultarse —nada de jardines, árboles o vallas— pero eso ya lo sabía. Escogí una casa al otro lado de la calle, no exactamente enfrente, y me senté en el escalón delantero. Si aparecía el inquilino, fingiría una borrachera y me iría haciendo eses.

Me senté y esperé. Era una noche cálida, tranquila y normal; el cielo estaba despejado, pero era gris y sin estrellas por efecto de las luces de la ciudad. Me recordaba continuamente:
No tienes por qué hacerlo, no tienes que llegar al final.
Entonces, ¿por qué me quedé? ¿La esperanza de liberarme de mis noches insomnes? La idea era risible; no tenía duda de que si mataba a Anderson, el acto me torturaría tanto como mi indefensión ante la muerte de Amy.

¿
Por qué me quedé
? No tenía nada que ver con el implante; como mucho, él neutralizaba mis inquietudes; no me obligaba a
hacer
nada.

Entonces
, ¿
por qué
? En última instancia, creo que me parecía una cuestión de sinceridad. Debía aceptar el hecho desagradable de que sinceramente deseaba matar a Anderson, y por mucho que la idea también me hubiese repugnado, para ser honrado conmigo mismo tenía que hacerlo, cualquier otra cosa hubiese sido hipocresía y autoengaño.

A las cuatro menos cinco, oí pasos resonando por la calle. Me volví, esperando que fuese otra persona, o que viniese con amigos, pero era él, y estaba solo. Aguardé hasta que estuvo tan lejos como yo de su puerta y empecé a caminar. Me lanzó una breve mirada, pasando de mí. Sentí el impacto del miedo en bruto, desde el juicio no le había visto en carne y hueso, y había olvidado lo imponente que era físicamente.

Tuve que obligarme a andar más despacio, e incluso así le adelanté antes de lo que pretendía. Yo llevaba zapatos ligeros de suela de goma, él botas pesadas, pero al atravesar la calle y girar hacia él, no pude creer que no oyese los latidos de mi corazón, o que no oliese mi sudor. A unos metros de la puerta, justo cuando yo terminaba de sacar el arma, él miró por encima del hombro con cara de curiosidad inexpresiva, como sí esperase ver un perro o un trozo de papel empujado por el viento. Se volvió para mirarme, frunciendo el ceño. Yo me quedé allí, apuntándole con la pistola, incapaz de hablar. Finalmente dijo:

—¿Qué coño quieres? Tengo doscientos dólares en la cartera. En el bolsillo de atrás.

Negué con la cabeza.

—Abre la puerta, luego llévate las manos a la cabeza y empújala con el pie.

Vaciló y luego obedeció.

—Ahora entra. Mantén las manos en la cabeza. Cinco pasos, eso es todo. Cuéntalos en voz alta. Estaré justo detrás de ti.

Toqué el interruptor de la luz del salón mientras él contaba el cuarto, luego cerré la puerta de un golpe y me estremecí al oírlo. Anderson estaba justo delante de mí, y de pronto yo me sentí atrapado. El tipo era un asesino sin escrúpulos;
yo
no había dado ni un puñetazo desde los ocho años, ¿Realmente creía que una pistola iba a protegerme? Con las manos en la cabeza, los músculos de brazos y hombros se destacaban hinchados bajo la camisa. Podría haberle disparado allí mismo, en la nuca. Esto era una ejecución, no un duelo; si me hubiese guiado alguna anticuada idea del honor, hubiese venido sin pistola y le habría dejado hacerme pedazos.

—Gira a la izquierda —dije; a la izquierda estaba el salón. Le seguí y encendí la luz—. Siéntate —yo me quedé en la puerta mientras él se sentaba en el único sillón de la sala. Durante un momento me sentí mareado y la visión se distorsionó, pero no creo que me moviese, no creo que vacilase o me inclinase; de haberlo hecho probablemente él hubiese venido a por mí.

—¿Qué quieres? —preguntó.

Tuve que pensármelo. Había imaginado esta situación un millón de veces, pero ya no podía recordar los detalles, aunque recordé que normalmente daba por supuesto que Anderson me recordaría, y que de inmediato comenzaría a ofrecer excusas y explicaciones.

Finalmente, dije:

—Quiero que me digas por qué mataste a mi esposa.

—Yo no maté a tu mujer. Miller mató a tu mujer.

Negué con la cabeza.

—Eso no es cierto.

la verdad. Los polis me lo contaron. No te molestes en mentir, porque

la verdad.

Me miró inexpresivo. Yo quería perder los nervios y gritar, pero tenía la sensación de que, a pesar de la pistola, el espectáculo sería más cómico que intimidatorio. Podría haberle dado un golpe con el arma, pero la verdad es que temía acercarme a él.

Así que le disparé en el pie. Dio un grito y lanzó un juramento, luego se inclinó para examinar los daños.

—¡Qué te jodan! —siseó—. ¡Qué te jodan! —se meció de un lado a otro, sosteniéndose el pie—. ¡Te romperé el puto cuello! ¡Te mataré! —la herida sangraba un poco a través del agujero de la bota, pero no era nada comparado con las películas. Había oído que la munición vaporizante poseía un efecto cauterizante.

Dije:

—Dime por qué mataste a mi mujer.

Parecía mucho más furioso e indignado que acobardado, pero dejó de fingirse inocente.

—Paso —dijo—. Fue simplemente una de esas cosas que pasan.

Yo negué con la cabeza, molesto.

—No. ¿
Por qué
? ¿Por qué sucedió?

Se movió como si fuese a quitarse la bota, pero se lo pensó mejor.

—Las cosas iban mal. Había un cierre de tiempo, apenas había dinero, todo fue un completo desastre. No pretendía hacerlo. Simplemente sucedió.

Volví a negar con la cabeza, incapaz de decidir si era un imbécil o estaba ganando tiempo.

—No me digas «simplemente sucedió». ¿
Por qué
sucedió? ¿Por qué lo hiciste?

La frustración era mutua; se pasó una mano por el pelo y me miró con furia. Ahora sudaba, pero yo no sabía si era por el dolor o por el miedo.

—¿Qué quieres que te diga? Perdí los nervios, ¿vale? Las cosas iban mal, perdí los putos nervios, y allí estaba ella, ¿vale?

Volví a sentir vértigo, pero en esta ocasión no se pasó. Ahora lo comprendía; no era un idiota, está contándome toda la verdad. Yo había destrozado alguna taza de café durante una situación laboral tensa. Incluso en una ocasión, para mi vergüenza, di una patada a un perro, después de pelearme con Amy. ¿Por qué?
Perdí los putos nervios, y allí estaba ella.

Miré a Anderson y me sentí sonreír estúpidamente. Ahora todo estaba completamente claro. Comprendía. Comprendía el absurdo de todo lo que había sentido por Amy, mi «amor», mi «pena». Todo había sido una broma. Ella era carne, ella no era nada. Todo el dolor de los últimos cinco años se evaporó; estaba borracho de alivio. Alcé los brazos y giré lentamente. Anderson saltó y corrió hacia mí; le disparé en el pecho hasta quedarme sin balas, luego me agaché a su lado. Estaba muerto.

Guardé el arma en el abrigo. El cañón estaba caliente. Recordé usar el pañuelo para abrir la puerta principal. Medio esperaba encontrar una multitud fuera, pero los disparos habían sido inaudibles, y las amenazas y maldiciones de Anderson probablemente no habían llamado la atención.

A una manzana de la casa apareció un coche patrulla. Reduje el paso hasta casi detenerme mientras se me acercaba. Al pasar, mantuve los ojos mirando al frente. Oí como el motor reducía. Luego como se detenía. Seguí caminando, esperando una orden a gritos, pensando: si me registran y encuentran el arma, confesaré; no tiene sentido prolongar la agonía.

El motor arrancó, subió de revoluciones y el coche se alejó.

Quizá yo
no
soy el sospechoso número uno más evidente. No sé en qué estaba implicado Anderson desde que salió; quizá haya cientos de personas con mejores razones para verle muerto, y quizá cuando los polis acaben con ellos vengan entonces a preguntarme qué hacía esa noche. Pero un mes parece demasiado tiempo. Cualquiera pensaría que no les importa.

Los mismos adolescentes de la otra vez se encuentran reunidos alrededor de la entrada, y una vez más el verme parece repugnarles. Me pregunto si los gustos musicales y de moda que se han tatuado en los cerebros se desvanecerán en un año o dos, o si han jurado lealtad de por vida. No merece la pena considerarlo.

En esta ocasión no echo un vistazo. Me acercó al mostrador sin vacilar.

En esta ocasión, sé exactamente lo que quiero.

Lo que quiero es lo que sentí aquella noche: la convicción inmovible de que la muerte de Amy —y todavía menos la de Anderson— simplemente no importaba, no más que la muerte de una mosca o la de una ameba, no más que romper una taza de café o darle una patada a un perro.

Mi error había sido creer que la iluminación que obtendría se desvanecería cuando se desactivase el implante. No había sido así. Había quedado cubierta de dudas y salvedades, en cierto grado había quedado socavada por toda mi ridícula panoplia de creencias y supersticiones, pero todavía puedo recordar la paz que me ofrecía, todavía puedo recordar el flujo de alegría y alivio, y
quiero recuperarlo.
No durante tres días; sino durante el resto de mi vida.

Matar a Anderson
no fue
ser sincero, no fue «ser honrado conmigo mismo». Ser honrado conmigo mismo hubiese sido seguir viviendo con todas mis ansias contradictorias, soportado la multitud de voces en mi cabeza, aceptando la confusión y la duda. Ahora es demasiado tarde para eso; al haber saboreado la libertad de la certidumbre, he descubierto que no puedo vivir sin ella.

—¿Cómo podría ayudarle, señor? —el vendedor sonríe desde el fondo de su corazón.

Una parte de mí, evidentemente, todavía encuentra totalmente repugnante la idea de lo que estoy a punto de hacer.

No importa. Esa sensación no durará mucho.

La caja de seguridad

Sueño un sueño simple. Sueño que tengo nombre. Un nombre, que no cambia, mío hasta la muerte. No sé cuál
es
mi nombre, pero eso no importa. Basta con saber que lo tengo.

Me despierto justo antes de que suene el despertador (normalmente es así), por lo que puedo alargar la mano y silenciarlo justo cuando empieza a sonar. La mujer a mi lado no se mueve; espero que el despertador no fuese también para ella, Hace un frío de muerte y la oscuridad es total, excepto por los dígitos rojos del reloj de la mesa de noche que voy enfocando lentamente. ¡
Cuatro
menos diez! Gruño por lo bajo, ¿Qué soy? ¿Basurero? ¿Lechero? El cuerpo está dolorido y cansado, pero no me dice nada; últimamente todos han estado doloridos y cansados, independientemente de sus profesiones, ingresos, estilos de vida. Ayer fui tratante de diamantes. No del todo millonario, pero casi. El día antes fui alhamí, y el día anterior vendía ropa interior para hombres. En cada ocasión, salir arrastrándose de la cama caliente provocaba más o menos la misma sensación.

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