Axiomático (16 page)

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Authors: Greg Egan

BOOK: Axiomático
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En los viejos ensayos a "doble ciego", ni los pacientes ni los investigadores sabían quién recibía la medicina y quién el placebo; un tercer grupo (o un ordenador) mantenía la información en secreto. Entonces podía tenerse en cuenta cualquier mejora en los pacientes con placebo y medir luego la verdadera eficacia de la medicina.

Había dos pequeños problemas con la aproximación tradicional. Primero, decir a los pacientes que sólo tenían un 50% de posibilidades de recibir la medicina que podía salvarles la vida les provocaba mucho estrés. Por supuesto, los grupos de tratamiento y control se veían afectados de la misma forma, pero en términos de predecir cómo se comportaría la medicación al lanzarla al mercado, introducía mucho ruido en los datos. ¿Qué efectos secundarios eran reales y cuáles artefactos de la incertidumbre de los pacientes?

Segundo —y más serio— cada vez resultaba más difícil encontrar gente dispuesta a ofrecerse voluntaria para pruebas con placebo. Cuando te estás muriendo, el método científico te importa una mierda. Deseas las máximas posibilidades de sobrevivir. Las medicinas sin probar valen, si no hay cura cierta y segura, pero, ¿por qué aceptar una reducción a la
mitad
de las posibilidades simplemente para satisfacer las obsesiones por los detalles de un tecnócrata?

Evidentemente, en los buenos días de antaño, la profesión médica podía dictar su ley a las masas ignorantes:
Participa en el ensayo a doble ciego o arrástrate por ahí hasta morir.
El SIDA lo cambió todo, con mercados negros para las curas más recientes todavía sin probar, directamente de los laboratorios a las calles, y una gran politización del asunto.

La solución para ambos problemas era evidente.

Le mientes al paciente.

No se había aprobado ninguna ley que explícitamente declarase que los ensayos a "triple ciego" fuesen legales. De haberse hecho, puede que la gente se hubiese dado cuenta y hubiese protestado. En su lugar, como parte de las "reformas" y "racionalizaciones" tras los efectos del desastre, todas las leyes que los hubiesen considerado ilegales habían sido eliminadas o descafeinadas. Al menos, eso parecía, ningún tribunal había tenido todavía la oportunidad de juzgarlo.

—¿Cómo podría
hacer eso
cualquier médico? ¿Mentir de esa forma? ¿Cómo podrían justificarlo, incluso ante sí mismos?

Se encogió de hombros.

—¿Cómo podrían justificar los ensayos a doble ciego? Un buen investigador médico debe preocuparse más de la calidad de los datos que de la vida de cualquiera de los pacientes. Y si un ensayo a doble ciego es bueno, uno a triple ciego es mejor.
Está
garantizado que los datos serán mejores, lo comprende, ¿verdad? Y cuando una medicación puede valorarse con mayor precisión, bien, quizá a la larga se salven más vidas.

—¡Oh,
mierda
! El efecto placebo no es
tan
potente. ¡Simplemente no es tan importante! ¿A quién le importa si no se le toma en cuenta con toda precisión? En cualquier caso, todavía sería posible comparar
dos
curas potenciales, un tratamiento contra el otro. Eso nos diría qué medicación salvaría más vidas, sin necesidad de placebos...

—Se hace en ocasiones, aunque las revistas más prestigiosas no miran bien esos estudios; su publicación es menos probable...

La miré fijamente.

—¿Cómo puedes saber todo esto y no hacer nada? ¡La prensa podría destaparlo todo! Si la gente sabe lo que está pasando...

Sonrió apretando los labios.


Podría
publicar el hecho de que esas prácticas son ahora, teóricamente, legales. Otra gente lo ha hecho, y no se convierte en titulares de primera plana. Pero si publicase cualquier hecho
específico
sobre un ensayo a triple ciego real, me enfrentaría a una multa de medio millón de dólares y a veinticinco años de prisión, por poner en peligro la salud pública. Por no mencionar lo que le harían a mi editor. Todas las leyes de "emergencia" aprobadas para lidiar con la fuga de Monte Carlo siguen en vigor.

—¡Pero eso pasó hace veinte años!

Se acabó el café y se puso en pie.

—¿No recuerdas lo que dijeron los expertos en aquel momento?

—No.

—Los efectos nos acompañarán durante generaciones.

Me llevó cuatro meses entrar en la red del fabricante.

Fisgoneé en el flujo de datos de varios ejecutivos de la compañía que preferían trabajar desde casa. No me llevó mucho tiempo identificar al que menos sabía de ordenadores. Un verdadero idiota inútil, que empleaba un software de hoja de cálculos valorado en diez mil dólares para hacer lo que cualquier niño de cinco años hubiese podido completar con los dedos de las manos. Observé sus respuestas torpes cuando el paquete de hoja de cálculo le mostraba un mensaje de error. Era un regalo del cielo; no tenía ni puta idea.

Y, lo mejor de todo, continuamente ejecutaba un videojuego pornográfico tediosamente carente de imaginación.

Si el ordenador decía, "¡Salta!", el respondía, "¿Me prometes que no lo contarás?".

Empleé una quincena en minimizar lo que él tendría que hacer; empecé con setenta pulsaciones, pero finalmente las reduje a veintitrés.

Esperé el momento en que el contenido de la pantalla era más comprometedor, luego suspendí su conexión a la red y yo ocupé su lugar.

¡ERROR GRAVE DEL SISTEMA! TECLEE LO SIGUIENTE PARA RECUPERARLO.

La primera vez lo hizo mal. Hice sonar las alarmas y repetí la petición. La segunda vez lo hizo bien.

La primera combinación de teclas que le hice teclear sacó la estación del sistema operativo y la pasó a la rutina de depuración del microprocesador. El volcado hexadecimal que vino a continuación, incomprensible para él, era un diminuto programa para descargar toda la memoria de la estación por la línea de comunicación, hasta mi regazo.

Si él le contaba a cualquiera con sentido común lo que había sucedido, se levantarían de inmediato las sospechas, pero, ¿se arriesgaría a tener que explicar qué estaba ejecutando cuando se produjo el error? Lo dudaba.

Ya tenía sus claves. Incluido en la memoria de la estación de trabajo había un algoritmo que me dijo exactamente cómo responder a los desafíos de seguridad de la red.

Estaba dentro.

El resto de sus defensas eran triviales, al menos en lo que se refería a mis fines. Los datos que podrían ser útiles para su competencia estaban bien protegidos, pero yo no estaba interesada en robar los secretos de su última cura para las hemorroides.

Podría haber provocado muchos daños. Podría haber hecho que sus copias de seguridad se llenasen de basura. Podría haber hecho que su contabilidad se desviase gradualmente de la realidad, hasta que la realidad regresase de golpe en forma de bancarrota, o una acusación de fraude fiscal, Consideré miles de posibilidades, desde la más tosca aniquilación de datos hasta las formas más lentas e insidiosas de corrupción.

Pero al final, me contuve. Sabía que pronto la lucha sería política, y cualquier acto de venganza infantil por mi parte seguro que acabaría saliendo a la luz y se emplearía para desacreditarme, para socavar mi causa.

Por lo que hice sólo lo que era absolutamente necesario.

Localicé los archivos que contenían los nombres y direcciones de todos los que sin saberlo participaban en ensayos a triple ciego de los productos de la compañía. Dispuse que se les notificase lo que les habían hecho. Había más de doscientas mil personas, dispersas por todo el mundo, pero encontré un fondo ejecutivo oculto bastante voluminoso que cubriría fácilmente los costes de comunicación.

Pronto, todo el mundo conocería nuestra furia, compartiría nuestra indignación y nuestra pena. Pero la mitad de nosotros estábamos enfermos o moribundos, y antes de que se oyese ni el más ligero de los susurros de protesta, mi primer objetivo debía ser salvar a los que pudiese.

Encontré el programa que distribuía medicinas o placebos, El programa que había matado a Paula, y a otros miles, en aras de una buena metodología experimental.

Lo alteré. Un cambio muy pequeño. Añadí una mentira más.

Todos los informes que generase seguirían afirmando que la mitad de los pacientes en los ensayos clínicos recibían placebo. Se seguirían creando docenas de archivos exhaustivos e impresionantes, conteniendo datos compuestos totalmente de mentiras. Sólo un pequeño archivo, que los humanos jamás leían, sería diferente. El archivo que controlaba a los robots de la línea de montaje les diría que pusiesen medicina en todos los viales de todos los lotes.

De triple ciego a cuádruple ciego. Una mentira más, para cancelar a todas las demás, hasta que acabase el tiempo de los engaños.

Martin vino a verme.

—He oído a qué te dedicas. VEM. Verdad En Medicina —se sacó un recorte de prensa del bolsillo—. "Una vigorosa nueva organización, dedicada a la erradicación de la superstición, el fraude y el engaño tanto en la medicina alternativa como en la convencional". Suena genial.

—Gracias.

Vaciló.

—He oído que buscas algunos voluntarios más. Para ayudar en la oficina.

—Es cierto.

—Podría dedicarle cuatro horas por semana.

Reí.

—Oh, ¿en serio? Bien, muchas gracias, pero creo que nos las arreglaremos sin ti.

Durante un momento, pensé que iba a irse, pero luego dijo, no tanto dolido como simplemente perplejo:

—¿Quieres voluntarios o no?

—Sí, pero... —¿
Pero qué
? Si él podía tragarse el orgullo suficiente para ofrecerse, yo podía tragarme el suficiente para aceptar.

Lo apunté para las tardes de los miércoles.

De vez en cuando tengo pesadillas con Paula. Me despierto oliendo el fantasma de la llama de una vela, segura de que está de pie en la oscuridad, junto a la almohada, otra vez una niña de nueve años y ojos solemnes, hipnotizada por nuestra extraña situación.

Pero esa niña no puede aterrarme. Nunca murió. Creció, y se alejó de mí, y ella luchó por nuestra separación mucho más que yo. ¿Y si hubiésemos muerto "exactamente a la misma hora"? No hubiese significado nada, no hubiese cambiado nada. Nadie hubiese vuelto para robarnos nuestras vidas disjuntas, nuestros logros y fracasos disjuntos.

Ahora comprendo que el juramento de sangre que a mí me pareció tan ominoso no era más que una broma para Paula, su forma de
burlarse
de la idea de que nuestros destinos estaban entrelazados. ¿Cómo es posible que me llevase tanto tiempo darme cuenta?

Pero no debería sorprenderme. La verdad —y la medida del triunfo de Paula— es que en realidad jamás conocí a mi hermana.

Axiomático

—...es como si congelasen tu cerebro en nitrógeno líquido, ¡y luego lo fragmentasen en un millar de pedazos!

Me abro paso entre los adolescentes que holgazanean en la entrada de La Tienda de los Implantes, sin duda aguardando ansiosos a que el equipo de un noticiario de holovisión se pase por allí y les pregunté por qué no están en el colegio. Fingen vomitar cuando paso, como si el estado de no ser pubescente y no ir vestido como un miembro de Búsqueda Binaria fuese tan repulsivo que su sola visión les marease.

Quizá sea así.

En el interior, la tienda está casi desierta. El interior me recordó a un establecimiento de vídeos ROM; los expositores eran virtualmente idénticos, y muchos de los logotipos de los distribuidores eran los mismos. Cada expositor tenía su etiqueta: PSIQUEDELIA. MEDITACIÓN Y SANACIÓN. MOTIVACIÓN Y ÉXITO. LENGUAS Y HABILIDADES TÉCNICAS. Cada implante, aunque en sí mismo de menos de medio milímetro de ancho, venía en un paquete del tamaño de un libro de viejo estilo, con ilustraciones chillonas y algunas líneas de hipérbole barata producidas por un diccionario de sinónimos en marketing o extraídas de una celebridad de alquiler para esos menesteres. «¡
Conviértase
en Dios! ¡
Conviértase
en el Universo!» «¡La revelación definitiva! ¡El conocimiento definitivo! ¡El viaje definitivo!» Incluso el omnipresente «¡Este implante cambió mi vida!»

Cogí el de ¡
Eres
genial
! —sobre la cubierta protectora transparente relucían las huella dactilares sudorosas— y pensé: si lo comprase y lo usase, realmente lo creería. Por muchas pruebas de lo contrario que me ofreciesen me resultaría
físicamente imposible
cambiar de opinión. Lo volví a colocar en el estante, junto a
Ámate a ti mismo y gana mil millones
y
Voluntad instantánea, riqueza instantánea.

Sabía perfectamente qué había venido a buscar y sabía que no estaría expuesto, pero miré un rato más, en parte por curiosidad sincera y en parte para darme algo de tiempo. Tiempo para considerar una vez más las implicaciones. Tiempo para recuperar la cordura y salir corriendo.

La portada de
Sinestesia
mostraba a un hombre dichoso con un arco iris que le salía de la lengua y pentagramas que le atravesaban los ojos. A su lado,
Cuelgue mental alienígena
presumía de «¡un estado mental tan extraño que ni siquiera mientras lo experimentas sabrás cómo es!». La tecnología de implantes se había desarrollado originalmente para ofrecer habilidades lingüísticas instantáneas a hombres de negocios y turistas, pero después de una serie de malas ventas y una absorción por parte del conglomerado del entretenimiento, aparecieron los primeros implantes para el mercado masivo: un cruce entre videojuego y drogas alucinógenas. A lo largo de los años, el espectro de confusión y disfunción ofertado se hizo mucho mayor, pero hay un límite para todo; más allá de cierto punto, revolver las conexiones neuronales no deja a nadie
ahí dentro
que pueda disfrutar de la alteridad, y el usuario, una vez que recupera la normalidad, no recuerda casi nada.

Los primeros implantes de la siguiente generación —los llamados axiomáticos— eran todos de naturaleza sexual; aparentemente era el lugar más simple técnicamente para arrancar. Me dirigí a la sección de Erótica, para ver lo que había disponible, o al menos, lo que se podía exhibir legalmente. Homosexualidad, heterosexualidad, autoerotismo, Una variedad de fetiches inofensivos. Erotización de varias zonas inverosímiles del cuerpo. ¿Por qué, me pregunté, iba a alguien a reconectar su cerebro para hacerse desear una práctica sexual que en caso contrario le resultaría aborrecible, ridícula o simplemente aburrida? ¿Para cumplir las exigencias de la pareja? Quizá, aunque era difícil imaginar una sumisión tan extrema, y no podía estar tan extendida como para explicar el tamaño del mercado. ¿Para permitir que una parte de su propia identidad sexual, que, sin ayuda, hubiese insistido hasta supurar, triunfase sobre sus inhibiciones, su ambivalencia, su repulsión? Todo el mundo tiene deseos en conflicto, y la gente puede cansarse de desear y no desear a la vez una misma cosa.
Eso
lo comprendía perfectamente.

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