Axiomático (7 page)

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Authors: Greg Egan

BOOK: Axiomático
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Cuando Bill Cooper tenía diez años, ahorró su paga durante todo un mes y se compró un billete de lotería. El primer premio eran cincuenta mil dólares. Cuando su madre lo descubrió —no importaba lo que hiciese, su madre siempre lo descubría— le preguntó con calma:

—¿Sabes qué es el juego? Es como un impuesto: un impuesto sobre la estupidez. Un impuesto sobre la codicia. Algo de dinero cambia aleatoriamente de manos, pero el flujo neto siempre sigue el mismo sentido... hacia el gobierno, hacia los dueños del casino, hacia los corredores de apuestas, hacia las mafias. Si ganas alguna vez, no habrás ganado contra
ellos.
Ellos seguirán recibiendo su parte. Habrás ganado contra todos los perdedores sin un chavo, eso es todo.

La odió. No le había quitado el billete, no le había castigado, ni siguiera le había prohibido hacerlo otra vez, se había limitado a manifestar su opinión. El problema era que, como un niño normal de diez años, él no comprendía la mitad de las frases que había empleado, y no podía ni siquiera valorar sus argumentos, y menos aún refutarlos. Hablándole de esa forma, ella bien podría haber proclamado con la voz de la autoridad:
eres estúpido, codicioso y malo
, y casi le hacía llorar que hubiese logrado ese efecto mientras permanecía tranquila y razonable.

No ganó ni un céntimo con el billete, y no compró otro. Para cuando se fue de casa, ocho años más tarde, y encontró empleo como operario de introducción de datos en el departamento de seguridad social, las loterías gubernamentales habían quedado superadas por otro mecanismo, según el cual los participantes marcaban números en un cupón con la esperanza de que los suyos fuesen iguales a los números en forma de bolas que escupía una máquina.

Bill reconoció el cambio como una estratagema cínica, diseñada para dar a entender,
sotto voce
, a un público estadísticamente ignorante que ahora tenía la oportunidad de emplear "habilidad" y "estrategia" para incrementar las posibilidades de ganar. Ya no tenían que ceñirse a los números inmutables de un billete de lotería; ¡tenían la libertad de marcar las casillas como les resultase más conveniente! La ilusión de tener
control
atraería a más jugadores, y por tanto más beneficios. Y era una putada.

Los anuncios televisivos para el sorteo eran lo más grosero y emético que hubiese visto nunca, con imbéciles sonriendo que sufrían ataques de euforia poco creíbles mientras les llovía e! dinero encima, las animadoras agitaban pompones y efectos especiales horteras iluminaban la pantalla. Imágenes de yates, champaña y limusinas con chófer aparecían entre los cortes. Le daban arcadas.

Aun así, había una tercera opción. Los anuncios radiofónicos eran menos estúpidos, ofreciendo atractivos escenarios de venganza para los millonarios instantáneos: Desahucia a tu casero. Recorta el sueldo a tu jefe. Compra el club nocturno que te negó la entrada. Las llamadas a la estupidez y a la codicia habían fallado, pero la tercera posibilidad tocaba nervio. Bill
sabía
que le estaban manipulando, pero no podía negar que la idea de pasar los próximo cuarenta años tecleando basura en una VDU (o hacer lo que fuese que la tecnología cambiante exigiese a los mueve— mierdas, siempre dando por supuesto que no le convirtiese en obsoleto) y emplear la mayor parte de su salario para pagar el alquiler, sin ni siquiera tener una posibilidad infinitesimal de escapar, era insoportable.

Por tanto, a pesar de todo, cedió. Cada semana, rellenaba un cupón y pagaba el impuesto. No era un impuesto sobre la estupidez o la codicia, decidió. Era un impuesto sobre la esperanza.

Angela operaba una caja de supermercado, indicándoles a los clientes dónde colocar sus tarjetas de fondos electrónicos, y ajustando la orientación de latas y paquetes si el escáner no podía localizar el código de barras (Hitachi fabricaba dispositivos que podían hacerlo, pero el departamento de defensa de Estados Unidos los compraba todos en secreto, con la esperanza de evitar que alguien consiguiese el software de reconocimiento de patrones que contenían). Bill siempre llevaba la compra a su caja, por larga que fuese la cola, y un día logró superar su timidez patológica durante el tiempo justo para pedirle una cita.

A Angela no le importaba la tartamudez, o cualquiera de sus otros problemas. Vale, era un tullido emocional, pero era pasablemente guapo, superficialmente amable, y demasiado introvertido para ser violento o exigente. Pronto se veían regularmente, para entregarse a actos desordenados pero ligeramente agradables, diseñados para que fuese improbable que entre ellos se transmitiese material genético humano o vírico.

Sin embargo, el látex no pudo evitar que su intimidad sexual plantase sus garras en otras partes de sus cerebros. Ninguno de los dos había iniciado la relación con la esperanza de que durase, pero al pasar los meses y al ver que nada los apartaba, no sólo no se redujo el deseo que sentía uno por el otro, sino que se acostumbraron —incluso se
encariñaron—
de aspectos más amplios de la apariencia y el comportamiento del otro.

Es difícil determinar si ese efecto de emparejamiento fue puramente aleatorio, podía reducirse a experiencia formativa, o en el fondo reflejaba una ventaja basada en la conjunción de algunos de sus genes expresados visiblemente. Quizá los tres factores contribuyesen en distinto grado. En cualquier caso, el nudo de su interdependencia creció, hasta que el matrimonio comenzó a parecer mucho más simple que la separación, y, una vez aceptado, casi tan natural como la pubertad o la muerte. Pero si los retoños de los Bill y Angela del pasado
habían
vivido vidas largas y se habían reproducido, el tema ahora parecía puramente teórico; los ingresos combinados de la pareja flotaban por encima del nivel de pobreza y los niños quedaban descartados.

Con el paso de los años, y el avance de la revolución de la información, sus trabajos originales se evaporaron, pero los dos consiguieron de alguna forma seguir empleados. A Bill lo reemplazó un lector óptico de caracteres, pero lo ascendieron a operador de ordenador, lo que significaba que estaba encargado de cambiar el cartucho de las impresoras láser y sacar el papel atascado. Angela se convirtió en supervisora, lo que la convertía en detective de la tienda; robar era imposible (ahora los supermercados estaban llenos de máquinas expendedoras que funcionaban con tarjetas) pero su presencia pretendía desanimar a los vándalos y a los atracadores (un guardia de seguridad de verdad hubiese sido más caro), y ayudaba a los clientes que no podían deducir qué botón pulsar.

En contraste, su primer contacto con la revolución biotecnológica fue voluntario y beneficioso. Nacidos con piel rosada —y a menudo más rosas que marrones por efecto de la luz solar— los dos adquirieron una piel profundamente oscura y ligeramente púrpura; un retrovirus artificial insertó genes en sus melanocitos para incrementar la tasa de síntesis y transferencia de melanina. El tratamiento, aunque de moda, tenía un valor muy superior al cosmético; como el agujero de la capa de ozono en el polo sur había crecido para cubrir la mayor parte del continente, la tasa de cáncer de piel de Australia, que ya era la más alta del mundo, se había cuadruplicado. Los protectores solares químicos eran molestos e ineficaces, y el uso regular tenia indeseables efectos secundarios a largo plazo. Nadie quería cubrirse por completo desde las muñecas hasta los tobillos durante todo el año en un clima que era cálido y cada vez se hacía más cálido, y en cualquier caso, hubiese sido inaceptable culturalmente regresar a códigos de vestimenta casi Victorianos después de dos generaciones de revelación máxima de la piel. El pequeño cambio estético, partiendo de valorar el bronceado más profundo posible a aceptar que la gente que nacía con piel clara se pudiese convertir en negra, era una solución mucho más simple.

Evidentemente, hubo controversia. Grupos paranoicos de extrema derecha (que durante décadas habían afirmado que su racismo se sustentaba "lógicamente" en xenofobia cultural y no en algo tan trivial como el color de la piel) se desgañitaron hablando de conspiraciones y llamaron al virus (no transmisible)" La Plaga Negra", Algunos políticos y periodistas intentaron encontrar la forma de explotar la incomodidad de la gente sin parecer completamente estúpidos, pero fracasaron, y finalmente se callaron la boca. Los neonegros empezaron a aparecer en las portadas de las revistas, en los culebrones, en los anuncios (una fuente de diversión amarga para los aborígenes, que seguían siendo totalmente invisibles en esos lugares), y la tendencia se aceleró. Los que pedían una prohibición no tenían ninguna base racional: no se obligaba a nadie a ser negro —incluso había un virus que desactivaba los genes, para la gente que cambiaba de parecer— y el país se ahorraba uno fortuna en tratamientos médicos.

Un día, Bill se presentó en el supermercado a media mañana. Estaba tan nervioso que Angela estuvo segura de que le habían despedido, o que se había muerto uno de sus padres, o que le habían dicho que padecía una enfermedad fatal.

Él había escogido las palabras por adelantado, y las soltó casi sin vacilar.

—Anoche olvidamos ver el sorteo —dijo—. Hemos ganando cuarenta y siete m...m...m...

Angela fichó para irse del trabajo.

Se dedicaron a la obligatoria vuelta al mundo mientras les construían una casa modesta. Después de entregar algunos cientos de miles a amigos y parientes —los padres de Bill se negaron a aceptar ni un céntimo, pero sus hermanos y la familia de Angela no tenían esos reparos— todavía les quedaban unos cuarenta y cinco millones. Comprar todos los productos de consumo que realmente deseaban no haría ninguna mella en la cifra, y ninguno de los dos tenía demasiado interés en Rolls Royces recubiertos de oro, aviones privados, Van Goghs, o diamantes. Podrían haber vivido lujosamente con las ganancias de diez millones empleados en las inversiones más seguras, y fue más la indecisión que la codicia lo que evitó que donasen la diferencia a una causa que valiese la pena.

Había tanto por hacer en un mundo destrozado por desastres políticos, ecológicos y climáticos. ¿Qué proyecto necesitaba más ayuda? ¿El plan hidroeléctrico del Himalaya, que podría evitar que Bangladesh se ahogase en las llanuras de sus ríos desbordados por el efecto invernadero? ¿Investigación para obtener cultivos más resistentes para las tierras pobres del norte de África? ¿Recomprar una parte de Brasil a las multinacionales agrícolas, de forma que se pudiese cultivar comida, en lugar de importarla, y reducir así la deuda externa? ¿Luchar contra la terrible mortalidad infantil entre los habitantes originales de su propio país? Treinta y cinco millones ayudarían considerablemente a cualquiera de esas causas, pero a Bill y Angela les preocupaba tanto tomar la decisión correcta que la aplazaron, mes tras mes, año tras año.

Mientras tanto, liberados de problemas financieros, comenzaron a intentar tener un hijo. Después de dos años sin éxito, recurrieron finalmente a la ayuda médica, y les dijeron que Angela producía anticuerpos contra el semen de Bill. No era un gran problema; ninguno, de los dos era intrínsecamente infértil, los dos podían usar sus gametos en un tratamiento in vitro, y Angela podría tener el hijo. La única cuestión era, ¿quién se encargaría del procedimiento? La única respuesta posible era, el mejor especialista reproductivo que se pudiese contratar con dinero.

Sam Cook era el mejor, o al menos, el más conocido. Durante los últimos veinte años había conseguido que mujeres en relaciones infértiles diesen a luz hasta a siete niños de una tacada, muchos después de que la transferencia de múltiples embriones dejase de ser necesaria para garantizar el éxito (la prensa no pagaba por los derechos exclusivos de ningún nacimiento múltiple por debajo de quíntuples). También tenía una reputación de control de calidad inigualada por ninguno de sus colegas; después de un periodo en Tokio en el Proyecto Genoma Humano, estaba tan familiarizado con la biología molecular como lo estaba con la ginecología, la obstetricia y la embriología.

Fue el control de calidad lo que complicó los planes de la pareja. Para obtener la licencia de matrimonio, habían enviado su sangre a un patólogo normal, que sólo la había analizado en busca de situaciones tan extremas como distrofia muscular, fibrosis quística, la enfermedad de Huntington y demás. Potencial Humano, que tenía a su disposición los aparatos más modernos, podía ser mil veces más precisa. Resultó que Bill portaba un gen que podía hacer que el niño fuese susceptible a la depresión clínica, y Angela tenía genes que podrían hacerlo hiperactivo.

Cook detalló las opciones.

Una solución sería emplear lo que ahora llamaban MGT: material genético de terceros. Tampoco había que conformarse con la normalidad; Potencial Humano poseía semen de premios Nobel a paletadas, y aunque no disponía de óvulos equivalentes —ya que la recolección es mucho más difícil y la mayoría de las ganadoras del premio Nobel ya habían alcanzado los sesenta años— sí poseía muestras sanguíneas, de las que podían extraer cromosomas, convertir artificialmente diploide en haploide, e insertarlos en un óvulo de Angela.

Alternativamente —aunque con un coste algo mayor— podían usar sus propios gametos y emplear terapia génica para corregir los problemas.

Lo hablaron durante un par de semanas. La situación legal de los niños producidos por MGT era un embrollo —y un embrollo ligeramente diferente en cada estado de Australia, por no hablar de mi país adoptivo y evidentemente, los dos querían, si era posible, un niño que fuese biológicamente suyo.

Durante la siguiente cita, mientras explicaban sus razones, Angela también reveló la magnitud de su fortuna, para que Cook no se sintiese obligado a recortar posibilidad por economía. Habían evitado que sus ganancias se convirtiesen en dominio público, pero no parecía adecuado tener secretos con el hombre que iba a causar el milagro.

Cook pareció tomarse la revelación con naturalidad, y les felicitó por su sabia decisión. Pero añadió, disculpándose, que en su ignorancia del tamaño de sus recursos, probablemente le había dado una impresión limitada de lo que podía ofrecerles.

Ya que habían escogido la terapia génica, ¿por qué hacerlo a medias? ¿Por qué rescatar al niño de la enfermedad simplemente para maldecirle con mediocridad... cuando era posible
tanto
? Con su dinero, y las instalaciones y habilidades de Potencial Humano, se podía crear un niño realmente
extraordinario
: inteligente, creativo, carismático; todos los genes relevantes se conocían más o menos, y una inyección adecuada de fondos de investigación —digamos, veinte o treinta millones— resolvería con rapidez todos los cabos sueltos.

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