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Authors: Greg Egan

Axiomático (9 page)

BOOK: Axiomático
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—No.
Nirvana.
La ausencia de toda ansia.

Bill se mostró horrorizado.

—¿T...t...te refieres al g...g...genocidio? N...n...o irás a m...m... matar...

—No, padre. Eso sería fácil, pero jamás haría algo así. Cada uno debe encontrar su propio camino... y en cualquier caso, la muerte es una solución incompleta, no puede borrar lo que ya ha sido. Nirvana
es no haber sido jamás.

—No comprendo —dijo Angela.

—Mi existencia potencial influye en algo más que este aparato de televisión. Cuando comprobéis vuestras cuentas bancarias, descubriréis que el dinero que podríais haber empleado en crearme ya no está; no os preocupéis, ha ido por completo a organizaciones caritativas que aprobáis. Los registros informáticos son
exactamente
los que debieran ser si vosotros mismos hubieseis autorizado los pagos, así que no os molestéis en disputar su autenticidad.

Angela estaba consternada.

—Pero... ¿por qué malgastar tus talentos en destruirte a ti mismo, cuando podrías haber vivido una vida feliz y productiva, y haber logrado grandes cosas para toda la especie humana?


¿
Por qué
? —Eugene frunció el ceño—. No me pidáis
vosotros
que explique mis actos; sois vosotros los que me hubieseis convertido en lo que hubiese sido. Si queréis mi opinión subjetiva: personalmente no le veo ninguna gracia a la existencia cuando puedo lograr tanto sin ella... pero no lo llamaría "explicación"; es simplemente la racionalización de un proceso que se describe mejor a nivel neurológico —se encogió de hombros como disculpándose—. En realidad la pregunta carece de sentido.¿
Por qué
sucede cualquier cosa? Las leyes de la física y las condiciones de contorno del espacio-tiempo. ¿Qué más puedo decir?

Se desvaneció de la pantalla. Apareció un culebrón.

Contactaron con el ordenador del banco. La experiencia no había sido una alucinación compartida; las cuentas estaban vacías.

Vendieron la casa, que era demasiado grande para ellos dos, pero tuvieron que invertir gran parte de lo ganado en comprar algo más pequeño. Angela encontró trabajo como guía. Bill consiguió trabajo en un camión de basura.

Evidentemente, las investigaciones de Cook siguieron avanzando sin ellos. Tuvo éxito en crear cuatro chimpancés que podían cantar, y comprender, country y western, por lo que ganó el premio Nobel y un Grammy. Entró en el libro Guinness de los récord al implantar y llevar a término los primeros quintillizos in vitro de tercera generación. Pero su proyecto del super-bebé, y los de otros eugenistas alrededor del mundo, parecía maldito; los patrocinadores se echaban atrás sin razón aparente, el equipo no funcionaba bien, los laboratorios se incendiaban.

Cook murió sin llegar nunca a comprender hasta qué punto había tenido éxito.

La Caricia

Percibo dos olores cuando abro la puerta de una patada: muerte y el olor de un animal.

Nos había llamado, anónimamente, un hombre que pasaba todos los días junto a la casa; preocupado al ver una ventana rota sin arreglar, había llamado sin resultado a la puerta principal. De camino a la puerta trasera, había entrevisto, a través de un hueco en las cortinas, sangre en la pared de la cocina.

Habían saqueado la casa; lo único que quedaba en el piso de abajo eran las marcas que habían dejado en la moqueta al arrastrar los muebles más pesados. La mujer de la cocina, de cincuenta y pocos años, llevaba al menos una semana muerta.

Mi casco almacenaba sonido e imagen, pero no podía registrar el olor. El procedimiento adecuado era realizar un comentario verbal, pero no dije nada. ¿Por qué? Digamos que se trataba de una necesidad vestigial de independencia. Pronto estarán grabando nuestras ondas cerebrales, el latido del corazón, quién sabe qué, y todo podrá usarse en el tribunal. "Detective Segel, las pruebas muestran que experimentó una erección del pene cuando el acusado abrió fuego. ¿Lo considera una respuesta
apropiada
?
".

El piso de arriba era un desastre. Había ropa tirada por el dormitorio. Libros, cedés, papeles, cajones virados, dispersos por el suelo del estudio. Textos de medicina. En una esquina, pilas de revistas en CD destacaban del resto por la uniformidad de las carátulas:
The New Englad Journal of Medicine, Nature, Clinical Biochemistry
y
Laboratory Embryology.
De la pared colgaba un título enmarcado, que concedía el grado de doctora en filosofía a Freda Anne Macklenburg en el año dos mil veintitrés. La mesa poseía zonas sin polvo con las formas de un monitor y un teclado. Vi un interruptor de pared con una luz piloto; el interruptor estaba activado, pero la luz estaba apagada. No había luz en la habitación; igual que en el resto de la casa.

De vuelta al primer piso, encontré una puerta tras la escalera, que presumiblemente llevaba al sótano. Cerrada. Vacilé. Al entrar en la casa no había tenido más opción que forzar la entrada; pero aquí me encontraba en un territorio legal más pantanoso. No había mirado bien en busca de llaves, y no tenía ninguna razón clara para creer que fuese urgente llegar al sótano.

¿Pero qué cambiaría con una puerta rota más? Han demandado a los polis por no limpiarse las botas en la alfombrilla de bienvenida. Si un ciudadano quiere joderte, encontrará una razón, incluso si te pones de rodillas, agitando un puñado de órdenes judiciales y salvas a toda su familia de la tortura y la muerte.

No había espacio para una patada, así que hice saltar la cerradura. El olor me provocó nauseas, pero era el exceso, la concentración, lo que resultaban insoportable; el olor en sí no era desagradable. En el piso de arriba, al ver textos de medicina, había pensado en conejillos de indias, ratas y ratones, pero éste no era el olor de roedores enjaulados.

Encendí la linterna del casco y bajé con rapidez los escalones de cemento. Por encima de la cabeza tenía una gruesa tubería cuadrada. ¿Un tubo de aire acondicionado? Eso tenía sentido; es imposible que la casa
normalmente
oliese de esta forma, pero sin electricidad en el sistema de aire acondicionado del sótano...

El haz de la linterna me mostró una estantería, decorada con recuerdos y plantas en macetas. Un aparato de televisión. Cuadros de paisajes en la pared. Un montón de paja sobre el suelo de cemento. Acurrucado en la paja, el potente cuerpo de un leopardo, con los pulmones trabajando visiblemente, pero por lo demás inmóvil.

Cuando el haz de luz dio con un rizo de pelo castaño, pensé que mordisqueaba una cabeza humana cortada. Seguí acercándome, expectante, esperando que al molestarle mientras comía pudiese provocar su ataque. Llevaba un arma que lo hubiese convertido en una fina neblina de sangre y cartílago, un resultado que me hubiese provocado bastante menos tedio y burocracia que tener que tratar con el animal con vida. Volví a iluminar la cabeza, y comprendí que me había equivocado; no mordisqueaba nada, tenía la cabeza oculta, apartada, y la cabeza humana simplemente...

Me había vuelto a equivocar. La cabeza humana simplemente estaba unida al cuerpo del leopardo. El cuello humano ganaba pelaje y manchas y se fundía con los hombros del leopardo.

Me agaché a su lado, pensando, sobre todo, en lo que podrían hacerme esas garras si apartaba la vista. La cabeza era de mujer. Con el ceño fruncido. Aparentemente dormida. Coloqué una mano bajo la nariz, y sentí el aire salir simultáneamente con los movimientos del enorme pecho del leopardo. Eso, más que la suave transición de la piel, hizo que la unión me pareciese real.

Exploré el resto de la habitación. Había una zona honda en una esquina que resultó ser un retrete hundido en el suelo. Coloqué el pie sobre un pedal cercano y la cisterna, oculta, se activó. Había un refrigerador alto, sobre un charco de agua. Lo abrí para encontrar un soporte que contenía treinta y cinco pequeños viales de plástico. Todos ellos estaban escritos con letras rojas desdibujadas, que formaban la palabra ESTROPEADO. Tinta sensible a la temperatura.

Regresé junto a la mujer leopardo. ¿Dormía? ¿Fingía dormir? ¿Estaba enferma? ¿En coma? Le toqué la mejilla, y no con delicadeza. La piel parecía caliente, pero no tenía ni idea de cuál se suponía que debía ser su temperatura. La agité por un hombro, en esta ocasión con algo más de respeto, como si por alguna razón despertarla tocando la parte de leopardo fuese a ser más peligroso. Nada.

Me puse en pie, contuve un suspiro de irritación (los de psicología se aferran a todos los soniditos; me han interrogado durante horas por cosas como un gritito poco juicioso de alegría) y llamé a una ambulancia.

Debería haber sabido que
ahí
no acabarían mis problemas. Tuve que obstruir físicamente la escalera para evitar que los hombres de la ambulancia se retirasen. Uno de ellos vomito. Luego se negaron a colocarla en la camilla a menos que prometiese acompañarla al hospital. Sólo media como dos metros de largo, excluyendo la cola, pero debía pesar unos ciento cincuenta kilos, y los tres tuvimos que esforzarnos para subirla por las incómodas escaleras.

Antes de abandonar la casa la cubrimos por completo con una sábana, y me ocupé de disponerla de tal forma que no revelase la forma del cuerpo. En el exterior se había reunido una pequeña multitud, la colección habitual y variopinta de curiosos. En ese momento llegó el equipo forense, pero ya les había contado todo por radio.

En el departamento de víctimas del St. Dominic, médico tras médico dio un vistazo bajo la sábana y huyó corriendo, algunos murmurando malas excusas, la mayoría sin molestarse siquiera. Estaba a punto de perder los estribos cuando la quinta a la que arrinconé, una joven, se puso pálida pero aguantó. Después de empujar, pinchar y colocar una linterna frente a los ojos, que tuvimos que abrir a la fuerza, de la mujer leopardo, la doctora Muriel Beatty (lo ponía en la identificación) anunció:

—Está en coma —y empezó a sacarme detalles. Cuando le conté todo, conseguí colar algunas preguntas.

—¿Cómo se puede hacer algo así? ¿Ingeniería genética? ¿Cirugía?

—Dudo que fuese nada de eso. Lo más probable es que sea una quimera.

Fruncí el ceño.

—¿No es una criatura mítica...?

—Sí, pero también es un término de bioingeniería. Puedes mezclar físicamente las células de dos embriones tempranos genéticamente diferentes, y obtener un blastocisto que se convierte en un único organismo. Si los dos son de la misma especie, la tasa de éxitos es muy alta; es más complicado en el caso de especies diferentes. La gente había conseguido quimeras toscas de oveja y cabra ya en la década de 1960, pero hace cinco o diez años que no leo nada nuevo sobre el tema. Hubiese dicho que ya nadie se dedicaba en serio a eso. Y menos aún con humanos —miró a la paciente con incomodidad y fascinación—. No podría decir cómo garantizaron esa distinción tan clara entre la cabeza y el cuerpo;
esto
ha requerido mil veces más esfuerzo que mezclar dos grupos de células. Supongo que podría decir que es algo a medio camino entre la cirugía de transplante fetal y la quimerización. Y también tuvo que haber algo de manipulación genética, para suavizar las diferencias bioquímicas —sonrió con ironía—. Así que sus dos sugerencias que desestimé probablemente fuesen parcialmente ciertas. ¡
Claro
!

—¿Qué?

—¡No me extraña que esté en coma! El refrigerador lleno de viales que mencionó... probablemente necesite un aporte externo de media docena de hormonas que no están lo suficientemente activas entre especies. ¿Puede hacer que alguien vaya a la casa y mire los papeles de la mujer muerta? Tenemos que saber qué contentan exactamente esos viales. Incluso si lo fabricaba ella misma a partir de productos comerciales, puede que podamos encontrar la receta... pero lo más probable es que tuviese un contrato con una empresa de biotecnología para una suministro regular ya mezclado. Por lo que, si podemos encontrar un recibo con un número de referencia del producto, sería la forma más rápida y segura de darle a la paciente lo que necesita para permanecer con vida.

Estuve de acuerdo y acompañé a un técnico de laboratorio a la casa, pero no encontró nada útil en el estudio, o en el sótano. Después de hablarlo con Muriel Beatty por teléfono, empecé a llamar a las empresas locales de biotecnología, dando el nombre y dirección de la mujer muerta. Varios dijeron que habían oído hablar de la doctora Macklenburg, pero no como cliente. La decimoquinta llamada produjo resultados —entregas de una empresa llamada Investigación Veterinaria Aplicada se habían enviado a la dirección de Macklenburg— y con una combinación de amenazas y buenas palabras (como inventarme un número de pedido que pudiesen poner en el recibo), conseguí la promesa de que un lote del preparado de "Investigación Veterinaria Aplicada" se fabricaría de inmediato y se enviaría a toda prisa a St. Dominic.

Los ladrones a veces
desconectan
la electricidad, con la esperanza de inutilizar esos (pocos) sistemas de seguridad que no llevan baterías, pero nadie había entrado en la casa a la fuerza; el vidrio disperso de la ventana había caído, formando un dibujo que nadie había alterado, sobre la moqueta, allí donde el sofá había dejado una marca clara. Los idiotas se habían olvidado de romper una ventana hasta después de llevarse los muebles. La gente
tira
recibos, pero Macklenburg había conservado todas las facturas de videófono, agua, gas y electricidad de los últimos cinco años. Por tanto, daba la impresión de que alguien sabía lo de la quimera y la quería muerta, sin querer ser totalmente evidente, pero sin ser tan profesional como para realizar un trabajo sutil, o más preciso.

Hice que vigilasen a la quimera. Probablemente fuese buena idea en cualquier caso, para mantener a la prensa a raya cuando descubriese su existencia.

De vuelta a la oficina, busqué Macklenburg en la literatura médica, y sólo encontré su nombre en media docena de artículos. Todos tenían más de veinte años. Todos trataban de embriología, aunque (en la medida en que podía comprender los resúmenes llenos de jerga, repletos de "zona pelúcida" y "cuerpos polares") ninguna trataba explícitamente de quimeras.

Los artículos venían todos del mismo sitio; el Laboratorio de Desarrollo Humano Temprano del hospital de St. Andrew. Después de algunos roces de los normales por parte de las secretarias y ayudantes, conseguí hablar con uno de los coautores —en una única ocasión— de Macklenburg, un tal doctor Henry Feingold, que parecía bastante mayor y frágil. La noticia de la muerte de Macklenburg provocó un suspiro melancólico, pero nada de conmoción o inquietud visibles.

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