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Authors: Agatha Christie

Tags: #Intriga, #Policiaco

Asesinato en Bardsley Mews (5 page)

BOOK: Asesinato en Bardsley Mews
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—¿Y usted, mademoiselle? —preguntó Poirot.

—Los mismos.

—¿No fuma turcos?

—Nunca.

—¿Y la señora Alien?

—Tampoco. No le gustaban.

—¿Y el señor Laverton-West? —quiso saber Poirot—. ¿Cuáles fumaba?

La joven le miró de hito en hito.

—¿Carlos? ¿Qué importancia tiene lo que él fume? ¿No pretenderá usted que fue él quien la mató?

Poirot alzóse de hombros.

—Muchos hombres han matado antes de ahora a la mujer que amaban, mademoiselle.

Jane hizo un gesto impaciente.

—Carlos no mataría a nadie. Es muy discreto.

—De todas formas, señorita, los hombres cuidadosos son los que cometen los crímenes más inteligentes.

—Pero no por el motivo que usted ha señalado, señor Poirot —repuso la joven mirándole fijamente.

—No, es cierto.

—Bien —Japp se puso en pie—. Creo que aún me queda mucho que hacer aquí. Me gustaría echar otro vistazo.

—¿Por si el dinero se encuentra escondido en alguna parte? Desde luego. Mire cuanto guste. Y también en mi habitación... aunque no es probable que Bárbara lo escondiera allí.

El registro de Japp fue rápido, pero eficiente, y a los pocos minutos el saloncito no tenía secretos para él. Luego subió a inspeccionar los dormitorios, y Jane Plenderleith quedó sentada sobre el brazo de un sillón, fumando un cigarrillo mientras Poirot la observaba.

Al cabo de algunos minutos, éste dijo tranquilamente:

—¿Sabe usted si el señor Laverton-West se encuentra en Londres?

—Lo ignoro. Pero más bien supongo que debe estar en Hampshire con su familia. Debía haberle telegrafiado. Es terrible... pero lo olvidé.

—No es fácil acordarse de todo cuando sucede una catástrofe, mademoiselle, y de todas maneras no hay que apresurarse a dar malas noticias. Siempre se saben.

—Sí, es cierto —repuso la muchacha, distraída.

Se oyeron los pasos de Japp, que bajaba la escalera, y Jane salió a su encuentro.

—¿Y bien?

Japp movió la cabeza.

—Nada, señorita Plenderleith. Ahora he registrado ya toda al casa. Oh, creo que será mejor que mire en ese armario que hay debajo de la escalera.

Y al pronunciar estas palabras tiró del pomo.

Jane Plenderleith dijo:

—Está cerrado.

Y el tono de su voz hizo que los dos hombres la miraran extrañados.

—Sí —replicó Japp—. Ya veo que está cerrado. ¿Tiene usted la llave?

La joven permanecía como petrificada.

—No... no estoy segura de -dónde pueda estar.

Japp le dirigió una rápida mirada y continuó en tono indiferente:

—Dios mío, ¡qué lástima...! No quisiera estropearlo abriéndolo por la fuerza. Enviaré a Jameson a buscar un manojo de llaves bien surtido.

Jane se adelantó rápidamente.

—Oh —dijo—. Espere un momento. Puede que esté...

Fuese hasta el saloncito, reapareciendo momentos más tarde con una llave de tamaño regular.

—Lo tenemos siempre cerrado —explicó—, porque nuestros paraguas y otras cosas desaparecían con mucha frecuencia.

—Una precaución muy prudente —dijo Japp aceptando la llave.

La hizo girar en la cerradura y abrió el armario. Su interior estaba oscuro, y tuvo que sacar una linterna de su bolsillo para iluminarlo.

Poirot observó que la joven contenía el aliento y sus ojos siguieron el haz de luz de la linterna de Japp.

No había gran cosa dentro del armario. Tres paraguas... uno de ellos roto; cuatro bastones; un juego de palos de golf, dos raquetas de tenis, una alfombra cuidadosamente doblada y varios almohadones deteriorados y sobre ellos un pequeño neceser muy elegante.

Cuando Japp alargó la mano para cogerlo, Jane Plenderleith dijo precipitadamente:

—Es mío. Lo... lo traje conmigo esta mañana, de modo que no puede haber nada de lo que busca.

—Nada pierdo en asegurarme —replicó Japp con creciente regocijo.

Abrió el neceser, que no estaba cerrado con llave. En su interior había gran variedad de cepillos y botellas para la
toilette...,
dos revistas, pero nada más.

Japp lo fue examinando todo con meticulosa atención. Cuando al fin cerró la tapa y se dispuso a examinar los almohadones, la joven exhaló un suspiro de alivio.

En el armario no había más que lo que saltaba a la vista, y Japp no tardó en dar por terminado el registro.

Volviendo a cerrar la puerta, tendió la llave a Jane Plenderleith.

—Bien —le dijo—. Esto deja terminado el asunto. ¿Puede darme la dirección del señor Laverton-West?

—Farlescombe Hall, Little Ledbury, Hampshire.

—Gracias, señorita Plenderleith. Eso es todo por el momento. Es posible que vuelva más tarde. A propósito, no diga nada. Deje que todos crean que se trata de un suicidio.

—Desde luego.

Les estrechó las manos a los dos.

Y cuando caminaban por la avenida, Japp exclamó:

—¿Qué diablos había en ese armario? Algo había.

—Sí, algo había.

—¡Y apuesto diez contra uno a que era algo relacionado con el neceser! Pero debo ser un estúpido, puesto que no he conseguido dar con ello. He revisado todas las botellas... el forro... ¿qué diablos podía ser?

Poirot meneó la cabeza pensativo.

—Esa chica lo sabe —continuó Japp—. ¿Dijo que había traído el neceser esta mañana? ¡No es cierto! ¿Se fijó en que había dos revistas dentro?

—Sí.

—Bien, ¡pues una de ellas era del mes de julio!

Capítulo VII

Al día siguiente Japp penetraba en el piso de Poirot y arrojaba el sombrero con disgusto sobre la mesa. Luego se dejó caer en una butaca.

—Bueno —gruñó—. ¡Está libre de sospechas!

—¿Quién?

—La Plenderleith. Estuvo jugando al
bridge
hasta medianoche. Lo han asegurado el anfitrión, la anfitriona, un invitado que es comandante de Marina y dos criados. No existe la menor duda de que hemos de descartar la idea de que tenga algo que ver con el crimen. De todas formas me gustaría saber por qué se violentó tanto cuando cogí el neceser que había debajo de la escalera. Eso le corresponde a usted, Poirot, puesto que le agrada desentrañar esas trivialidades. ¡El Misterio del Neceser! ¡Resulta muy prometedor!

—Voy a darle otro título: El Misterio del Aroma a Humo de Cigarrillo.

—Un poco largo y complicado. ¿Aroma... eh? ¿Era eso lo que olfateaba cuando examinábamos el cadáver por primera vez? Le vi... ¡y le olí! Pensé que estaba constipado.

—Pues se equivocó.

—Siempre creí que utilizaba las células grises de su cerebro —Japp suspiró—. No me diga que su nariz es superior a la de los demás mortales.

—No, no, tranquilícese.

—Yo no olí a humo de cigarrillo —prosiguió Japp receloso.

—Ni yo tampoco, amigo mío.

Japp extrajo un cigarrillo de su bolsillo sin dejar de mirarle.

—Éstos son los que fumaba la señora Alien... Seis de las colillas eran suyas. Las otras tres eran de cigarrillos turcos.

—Exacto.

—¡Supongo que su maravillosa nariz lo descubrió sin necesidad de que las viera!

—Le aseguro que mi nariz no interviene para nada en este momento... puesto que no registro nada.

—Pero, ¿sus células grises sí?

—Pues... hubo ciertas indicaciones..., ¿no lo cree?

Japp le miró de reojo.

—¿Como, por ejemplo?


Eh bien
, en aquella habitación faltaba algo. Creo que además habían agregado algo... y luego, en el escritorio...

—¡Lo sabía! ¡Ya vamos llegando a esa maldita pluma!


Du tout
. Esa pluma juega un papel puramente negativo.

Japp retrocedió a un terreno más firme.

—Carlos Laverton-West va a ir a verme a Scotland Yard dentro de media hora, y pensé que a usted le agradaría conocerle.

—Muchísimo.

—Y le alegrará saber que hemos localizado al mayor Eustace. Tiene un piso en la calle Cronwell.

—¡Espléndido!

—Y ahí tendremos algo que hacer. No parece ser una persona muy agradable ese mayor Eustace. Después de haber visto a Laverton-West iremos a visitarle. ¿Le parece bien?

—Perfectamente.

—Bien, vamos entonces.

A las once y media Carlos Laverton-West era introducido en el despacho del primer inspector Japp, que se puso en pie para estrecharle la mano.

El recién llegado era un hombre de mediana estatura y personalidad muy marcada. Iba bien rasurado, tenía una boca expresiva como la de los actores, y ojos ligeramente saltones, que tan a menudo suelen acompañar al don de la oratoria. Era bien parecido, tranquilo y educado.

Y aunque pálido y algo afligido, sus modales resultaban completamente correctos y serenos.

Una vez hubo tomado asiento, dejó el sombrero y los guantes encima de la mesa y miró a Japp.

—Ante todo quiero decir que comprendo perfectamente lo penoso que esto debe resultarle.

—Dejemos aparte mis sentimientos —dijo Laverton-West con un ademán—. Dígame primero, inspector: ¿tiene alguna idea de lo que ha motivado el que mi... la señora Alien se suicidara?

—¿Usted no puede ayudarnos en este sentido?

—Desde luego que no.

—¿No se pelearon, ni hubo el menor desvío entre ustedes?

—En absoluto. Ha sido una gran sorpresa para mí.

—¿Quizá lo comprendiera mejor si le digo que no se suicidó... sino que fue asesinada?

—¿Asesinada? —los ojos de Carlos Laverton-West parecieron ir a saltársele de sus órbitas—. ¿Ha dicho usted asesinada?

—Exactamente. Ahora dígame, señor Laverton-West, ¿tiene alguna idea de quién pudo quitar de en medio a la señora Alien?

El interrogado casi rugió al responder:

—¡No... no... nada de eso! ¡La mera suposición es absurda!

—¿No le dijo nunca si tenía enemigos? ¿Alguien que tuviera algo contra ella?

—Nunca.

—¿Sabía usted que tenía una pistola?

—No tenía conocimiento de ello.

Pareció algo sorprendido.

—La señorita Plenderleith dice que la señora Alien la trajo del extranjero hace algunos años.

—¿De veras?

—Claro que sólo tenemos la palabra de la señorita Plenderleith. Es muy posible que la señora Alien se creyera en peligro y conservara la pistola por razones propias.

Carlos Laverton-West meneó la cabeza, al parecer muy sorprendido y extrañado.

—¿Qué opinión le merece la señorita Plenderleith, señor Laverton-West? Quiero decir, si la considera una persona sincera y de fiar.

El otro reflexionó unos instantes.

—Creo que sí..., sí... yo diría que sí.

—¿No le es simpática? —insinuó Japp, que le observaba de cerca.

—No es eso precisamente, pero no pertenece al tipo de mujer que yo admiro. Su sarcasmo e independencia no me resultan atractivos, pero yo diría que es una persona de absoluta confianza.

—¡Hum...! —gruñó Japp—. ¿Conoce usted al mayor Eustace?

—¿Eustace? ¿Eustace? Ah, sí, recuerdo ese nombre. Le vi una vez en casa de Bárbara... la señora Alien. En mi opinión es un sujeto bastante dudoso, y así se lo dije a mi... a la señora Alien. No pertenece al tipo de hombre que me hubiese gustado que frecuentara nuestra casa después de casados.

—¿Y qué dijo la señora Alien?

—¡Oh! Estuvo de acuerdo conmigo. Confiaba en mi buen juicio, y un hombre siempre conoce mejor a otro que cualquier mujer. Me explicó que no podía mostrarse descortés con una persona que no había visto desde hacía algún tiempo... creo que sentía un temor especial a parecer
snob
. Naturalmente que, al convertirse en mi esposa, hubiera encontrado a muchas de sus antiguas amistades digamos... inconvenientes.

—¿Quiere decir que al casarse con usted mejoraba de posición? —preguntó Japp con cierta brusquedad.

Laverton-West alzó una mano bien cuidada.

—No, no es precisamente eso. A decir verdad, la madre de la señora Alien es pariente lejana de mi familia. Era igual a mí por su nacimiento, pero claro, por mi situación tengo que escoger con sumo cuidado mis amistades... y mi esposa las suyas. En cierto modo, vivo de cara al público.

—Oh, desde luego —repuso Japp secamente antes de preguntar—: ¿Así que no puede ayudarnos?

—No. Estoy perplejo. ¡Bárbara asesinada! Es increíble... inaudito.

—Señor Laverton-West, ¿puede decirme cuáles fueron sus movimientos en la noche del cinco de noviembre?

—¿Mis movimientos?

Su voz sonó airada.

—Es sólo por pura fórmula —explicó Japp—. Tenemos... que interrogar a todo el mundo.

—Yo creí que un hombre de mi posición estaba exento —dijo Carlos Laverton-West con gran dignidad.

Japp limitóse a esperar.

—Estuve... veamos... Ah, sí. Estuve en la Cámara. Salí de allí a las diez y media y fui a dar un paseo por el malecón, contemplando los Fuegos artificiales.

—Resulta agradable pensar que hoy en día no hay complots de esta clase —dijo Japp en tono alegre.

Laverton-West le dirigió una mirada ausente.

—Luego... re... regresé a casa.

—¿A qué hora llegó a su casa? ¿Vive en la plaza Onslow...?

—No puedo precisarlo.

—¿A las once? ¿A las once y media?

—Aproximadamente.

—Quizás alguien le abrió la puerta.

—No, tengo mi llave.

—¿Se encontró con alguien durante su paseo?

—No... er... la verdad, inspector, ¡estas preguntas me ofenden en gran manera!

—Le aseguro que es sólo una fórmula rutinaria, Señor Laverton-West. No son personales, compréndalo.

—Si es eso todo...

—De momento, sí, señor Laverton-West.

—Téngame al corriente...

—Naturalmente. A propósito, permítame presentarle a Hércules Poirot. Es posible que haya oído hablar de él.

—Sí... sí; he oído ese nombre.

—Monsieur —dijo Poirot acentuando de pronto su acento extranjero— Créame usted, mi corazón sangra de dolor. ¡Una pérdida semejante! ¡La agonía que debe estar usted sufriendo! Ah, pero no digo más. ¡Qué bien ocultan los ingleses sus emociones! —sacó su pitillera—. ¡Permítame...! ¿Ah, está vacía, Japp?

El policía, palpando sus bolsillos, movió la cabeza.

Laverton-West sacó una pitillera, murmurando:

—Tome uno de los míos, señor Poirot.

—Gracias... gracias... —el hombrecillo tomó un cigarrillo.

—Como usted bien dice, señor Poirot —continuó el otro—, los ingleses no hacemos ostentación de nuestras emociones.

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