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Authors: Agatha Christie

Tags: #Intriga, #Policiaco

Asesinato en Bardsley Mews (9 page)

BOOK: Asesinato en Bardsley Mews
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—Mi querida mistress Vanderlyn, yo nunca podría considerarla «simple» ni «vulgar».

Sonrió mirándola a los ojos. Tal vez en su voz hubo un ligero matiz irónico que ella no pasó por alto. Acto seguido se volvió hacia Reggie y sonriéndole dulcemente le dijo:

—Siento que deje de ser mi compañero. Ha sido muy acertado cantar esos cuatro sin triunfo.

Complacido y halagado, Reggie musitó:

—Los saqué por casualidad.

—¡Oh, no!, fue una deducción muy inteligente por su parte. Por la subasta adivinó dónde estaban las cartas, y jugó de un modo brillante.

Lady Julia se puso en pie bruscamente. «Esa mujer le está tomando el pelo», pensó con disgusto. Luego sus ojos se dulcificaron al posarse en su hijo. Él la creía. ¡Qué joven parecía y qué satisfecho! Era tan ingenuo. No era de extrañar que se viera en apuros. Se confiaba demasiado. La verdad es que tenía una naturaleza demasiado dulce. George no le comprendía en absoluto. Los hombres son tan intransigentes con sus juicios. Olvidan que ellos también fueron jóvenes... George era demasiado duro con Reggie.

Mistress Macatta se había puesto en pie. Se dieron las buenas noches. Mayfield se sirvió de beber, y tras entregar otro vaso a sir George, alzó los ojos al ver aparecer a mister Carlile en la puerta.

—Saque usted las carpetas y todos los papeles, ¿quiere hacer el favor, Carlile? Incluyendo los planos y diseños. El mariscal del Aire y yo no tardaremos. Primero daremos un paseíto, ¿eh, George? Ha dejado de llover.

Míster Carlile, al volverse para marchar, musitó una disculpa al tropezar con mistress Vanderlyn, que dirigiéndose hacia ellos, dijo:

—Mi libro. Lo estaba leyendo antes de cenar.

Reggie se adelantó para entregarle uno.

—¿Es éste? ¿El que estaba en el sofá?

—¡Oh, sí! Muchísimas gracias.

Sonrió dulcemente, volvió a darles las buenas noches y se marchó. Sir George había abierto uno de los ventanales.

—Ahora hace una noche espléndida —anunció—. Es una buena idea la de dar un paseo.

Reggie dijo:

—Bueno, buenas noches, sir. Iré a acostarme.

—Buenas noches, muchacho —replicó lord Mayfield.

Reggie cogió una novela policíaca que había comenzado a leer a primera hora de la tarde y abandonó el salón. Lord Mayfield y sir George salieron a la terraza. Ahora hacía una noche espléndida, de cielo despejado y estrellas brillantes.

Sir George aspiró el aire con fuerza.

—¡Uf, esa mujer usa demasiado perfume!

—Por lo menos no es un perfume barato —rió lord Mayfield—. Yo diría que es uno de los más caros que se encuentran en el mercado.

Sir George hizo una mueca.

—Supongo que debería dar las más expresivas gracias por ello.

—Desde luego que sí. Yo creo que una mujer que emplee perfume barato es una de las plagas peores que conoce el hombre.

—Es extraordinario cómo se ha aclarado. Oía caer la lluvia mientras cenábamos. Los dos hombres pasearon por la terraza. Ésta se extendía a todo lo largo de la casa. Debajo, el terreno descendía, permitiendo contemplar una vista magnífica sobre el bosque de Sussex.

Sir George encendió un cigarro.

—Acerca de esa aleación metálica... —comenzó a decir.

La charla se hizo técnica. Y cuando se aproximaban al extremo de la terraza por quinta vez, lord Mayfield exclamó con un suspiro:

—¡Oh, bueno! Supongo que será mejor poner manos a la obra.

—Sí, tenemos mucho que hacer.

Los dos hombres dieron media vuelta y lord Mayfield contuvo una exclamación de sorpresa.

—¡Hola! ¿Has visto eso?

—¿El qué? —preguntó sir George.

—Me ha parecido ver salir a alguien a la terraza por la puerta-ventana de mi despacho.

—¿Ves visiones? Yo no he visto nada.

—Bueno, pues yo sí... o he creído verlo.

—Tu vista te ha jugado una mala pasada. Yo estaba mirando en esa dirección, y lo hubiera visto. Hay muy pocas cosas que yo no vea... incluso leo un periódico a un metro de distancia. Lord Mayfield rió.

—En eso te gano, George. Todavía leo perfectamente sin lentes.

—Pero no eres capaz de distinguir a un individuo al otro lado de la Cámara. ¿O es que los cristales de los lentes que usas son de imitación?

Riendo, los dos hombres penetraron en el despacho de lord Mayfield por la puertaventana que estaba abierta.

Míster Carlile estaba atareado arreglando algunos papeles en el archivador, junto a la caja fuerte y alzó los ojos al verles entrar.

—¡Ah, Carlile!, ¿todo a punto?

—Sí, lord Mayfield, todos los papeles están encima de su mesa.

La mesa en cuestión era un formidable escritorio de caoba situado en un rincón junto a la puertaventana. Lord Mayfield se inclinó sobre ella y comenzó a revisar los documentos que había encima.

—Ha quedado una noche espléndida —decía sir George.

—Sí, es cierto —convino Míster Carlile—. Es curioso lo rápidamente que aclara después de llover. —Y dejando el archivador preguntó—: ¿Me necesitará más esta noche, lord Mayfield?

—No, creo que no, Carlile. Yo guardaré todo esto. Probablemente terminaremos algo tarde. Será mejor que se acueste.

—Gracias. Buenas noches, lord Mayfield. Buenas noches, sir George.

—Buenas noches, Carlile.

Cuando el secretario iba ya a salir del despacho, lord Mayfield le dijo en tono severo:

—Espere un momento, Carlile. Ha olvidado lo más importante.

—No sé a qué se refiere, lord Mayfield.

—A los planos de la bomba, hombre.

El secretario le miró extrañado.

—Están encima de todo, señor.

—Nada de eso.

—Pero si acabo de ponerlos.

—Mírelo usted mismo.

Con expresión asombrada, el joven se reunió con lord Mayfield junto al escritorio. Con cierta impaciencia, el ministro le mostró el montón de papeles. Carlile los estuvo revisando, con creciente extrañeza.

—¿Lo ve?, no están aquí.

—Pero..., ¡pero es increíble! —tartamudeó el secretario—. Los puse aquí encima no hará ni tres minutos.

Lord Mayfield dijo de buen talante:

—Se habrá confundido, y estarán aún en la caja fuerte.

—No lo comprendo... Yo sé que los puse ahí.

Lord Mayfield le apartó a un lado para dirigirse a la caja fuerte. Sir George se unió a él, y a los pocos minutos comprobaron que los planos de la bomba no estaban allí. Atónitos y extrañados, los tres hombres regresaron junto a la mesa escritorio para revisar de nuevo los papeles.

—¡Cielo santo! —exclamó Mayfield—. ¡Han desaparecido!

Míster Carlile exclamó:

—¡Pero eso es imposible!

—¿Quién ha entrado en esta habitación? —preguntó el ministro.

—Nadie. Nadie en absoluto.

—Escuche, Carlile, esos planos no pueden haberse desvanecido en el aire. Alguien los ha cogido. ¿Ha estado aquí mistress Vanderlyn?

—¿Mistress Vanderlyn? ¡Oh, no señor!

—En seguida lo sabremos —dijo Carrington, olfateando el aire—. Se olerá a ese perfume suyo.

—Nadie ha entrado aquí —insistió Carlile—. No lo comprendo.

—Escuche, Carlile —dijo lord Mayfield—. Cálmese. Hemos de llegar al fondo de esta cuestión. ¿Está completamente seguro de que los planos estaban dentro de la caja fuerte?

—Completamente.

—¿Los ha visto usted? ¿No habrá supuesto que estaban entre los otros papeles?

—No, no, lord Mayfield. Los he visto. Los puse sobre el escritorio, encima de todos los demás.

—¿Y dice usted que desde entonces nadie ha entrado en esta habitación? ¿Ha salido usted acaso?

—No... es decir... sí.

—¡Ah! —exclamó sir George—. ¡Ya vamos dando con ello!

Lord Mayfield dijo irritado:

—¿Qué diablos...? —cuando Carlile le interrumpió.

—En circunstancias normales, lord Mayfield, no me hubiera atrevido a abandonar el despacho dejando sobre la mesa documentos de importancia... pero al oír gritar a una mujer...

—¿Gritar a una mujer? —repitió lord Mayfield sorprendido.

—Sí, lord Mayfield. Me sobresaltó más de lo que puede usted imaginar. Estaba colocando los papeles sobre la mesa cuando lo oí, y, naturalmente, salí corriendo al vestíbulo.

—¿Quién gritó?

—La doncella francesa de mistress Vanderlyn. Estaba en mitad de la escalera, muy pálida y temblando de pies a cabeza. Dijo que había visto un fantasma.

—¿Un fantasma?

—Si, una mujer alta, toda vestida de blanco que andaba sin hacer ruido y que flotaba en el aire. —¡Qué historia más ridícula!

—Sí, lord Mayfield, es lo que le dije. Debo confesar que parecía bastante avergonzada. Volvió a subir y yo volví aquí.

—¿Cuánto rato hace de esto?

—Fue un minuto o dos antes de que usted y sir George entrasen.

—¿Y cuánto tiempo estuvo usted fuera de esta habitación?

El secretario reflexionó unos instantes.

—Dos minutos... tres a lo sumo.

—Lo suficiente —gruñó lord Mayfield tomando a su amigo del brazo.

—George, esa sombra que vi... salir por la puertaventana. ¡Fue así! En cuanto Carlile salió de la habitación, se deslizó dentro, cogió los planos y volvió a marcharse.

—¡Qué acción más vil! —dijo George. Ahora fue él quien tomó a su amigo del brazo—. Escucha, Charles; éste es un mal negocio. ¿Qué diablos vamos a hacer?

Capítulo III

De todas formas vale la pena probarlo, Charles. Media hora más tarde, los dos hombres se hallaban en el despacho de lord Mayfield, y sir George había empleado todas sus dotes de persuasión para inducir a su amigo a adoptar cierta regla de conducta.

Lord Mayfield se había negado al principio, pero cada vez se mostraba menos reacio a la idea.

Sir George decía:

—No seas tan testarudo. Charles.

Lord Mayfield dijo despacio:

—¿Por qué mezclar en esto a un extranjero del que nada sabemos? —Pero da la casualidad de que yo sí sé muchas cosas de él. Es una maravilla.

—¡Hum!

—Escúchame, Charles. ¡Es una oportunidad única! En este asunto lo esencial es la discreción. Si trasciende...

—¡Cuando trascienda, querrás decir!

—No es necesario. Este hombre. Hércules Poirot...

—Supongo que vendrá aquí y encontrará los planos como el prestidigitador saca los conejos de su sombrero.

—Descubrirá la verdad. Y la verdad es lo que nosotros queremos. Escucha, Charles, yo asumo toda la responsabilidad.

—¡Oh, bueno!, haz lo que quieras —dijo lord Mayfield— pero no veo lo que puede hacer ese individuo.

Sir George hizo ademán de coger el teléfono.

—Voy a llamarle... ahora mismo.

—Estará durmiendo.

—Puede levantarse. Déjate de tonterías, Charles; no puedes permitir que esa mujer se salga con la suya.

—¿Te refieres a mistress Vanderlyn?

—Sí. ¿No dudarás que ella es la culpable?

—No. Se ha vengado de mí. No me importa admitir que esa mujer ha sido más lista que nosotros, George. Es muy desagradable, pero es cierto. No podemos probar nada contra ella, y no obstante, los dos sabemos que ella es la pieza principal en este asunto.

—Las mujeres son el mismo diablo —dijo Carrington con calor.

—¡No podemos acusarla en absoluto, maldita sea! Podemos suponer que ella preparó la escena de la muchacha gritando en la escalera, y que el hombre que se escurrió furtivamente era su cómplice, pero lo malo es que no podemos probarlo.

—Tal vez pueda Hércules Poirot.

De pronto lord Mayfield se echó a reír.

—Por Dios, George, creí que eras demasiado patriota para confiar en un francés, por inteligente que sea.

—No es francés, sino belga —dijo sir George algo avergonzado.

—Bien, que venga tu amigo belga. Que ponga a prueba su inteligencia en este asunto. Apuesto a que no consigue averiguar nada.

Sin contestarle, sir George alargó el brazo para descolgar el teléfono.

Capítulo IV

Parpadeando un tanto. Hércules Poirot volvió su cabeza de uno a otro lado de sus interlocutores, y con gran delicadeza disimuló un bostezo. Eran más de las dos y media de la madrugada. Le habían sacado de la cama precipitadamente e introducido en la penumbra de un enorme Rolls-Royce, y ahora acababa de oír lo que los dos hombres tenían que decirle.

—Éstos son los hechos, monsieur Poirot —dijo lord Mayfield.

Y reclinándose en su butaca, se llevó lentamente el monóculo a uno de sus ojos, de un azul pálido, y estuvo contemplando a Poirot con suma atención. Su mirada era definitivamente escéptica. Poirot miró de soslayo a sir George Carrington. Este caballero se hallaba inclinado hacia delante con expresión esperanzada... casi infantil. Poirot dijo despacio:

—Conozco los hechos, sí... La doncella grita, el secretario sale, el incógnito entra, los planos están encima del escritorio, se apodera de ellos y huye. Los hechos... son muy convenientes.

El tono con que pronunció esta frase atrajo la atención de lord Mayfield, que se enderezó un tanto, dejando caer el monóculo.

—¿Cómo dice usted, monsieur Poirot?

—Dije, lord Mayfield, que los hechos fueron muy convenientes... para el ladrón. A propósito, ¿está usted seguro de haber visto a un hombre?

Lord Mayfield meneó la cabeza.

—No podía asegurarlo. Fue sólo una sombra. La verdad es que casi dudaba de que lo hubiese visto.

Poirot dirigió su mirada al mariscal del Aire.

—¿Y usted, sir George? ¿Podría decirme si se trataba de un hombre o de una mujer?

—Yo no vi a nadie.

Poirot asintió pensativo. De pronto, poniéndose en pie, se acercó a la mesa escritorio.

—Puedo asegurarle que los planos no están ahí —dijo lord Mayfield—. Los tres hemos revisado todos esos papeles media docena de veces.

—¿Los tres? ¿Se refiere también a su secretario?

—Sí, a Carlile.

—Dígame, lord Mayfield, ¿qué papel estaba encima de todo cuando usted se inclinó sobre la mesa?

Lord Mayfield frunció el ceño en su esfuerzo por recordar.

—Déjeme pensar... sí, era un memorándum acerca de algunas de nuestras posiciones de defensa aérea. Poirot cogió una hoja de papel y se la tendió.

—¿Es éste, lord Mayfield?

Lord Mayfield repuso después de mirarla:

—Sí, sin duda alguna. Poirot mostró el papel a Carrington.

—¿Se fijó si estaba encima de todo?

Sir George lo sostuvo a cierta distancia, y luego se puso los lentes.

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