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Authors: Agatha Christie

Tags: #Intriga, #Policiaco

Asesinato en Bardsley Mews (13 page)

BOOK: Asesinato en Bardsley Mews
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—Pero, monsieur, es cierto que vi a una figura alta toda vestida de blanco...

—Mademoiselle, no insulte a mi inteligencia. Esa historia pudo ser lo bastante buena para mister Carlile, pero no lo es para Hércules Poirot. La verdad es que acababan de besarla, ¿no? Y me parece adivinar que fue el joven Reggie quien la besó.


Eh bien?
—preguntó—. ¿Qué es un beso, después de todo?

—Desde luego —dijo Poirot, galante.

—Comprenda, el señorito subió detrás de mi y me cogió por la cintura... y por eso, naturalmente, me asusté y grité. Si lo hubiera sabido... bueno, claro que no hubiese gritado.

—Claro —convino Poirot.

—Pero llegó hasta mi como un gato. Luego se abrió la puerta del despacho, el señorito se escapó escaleras arriba y yo me quedé como una tonta ante monsieur
le secrétaire
. Tenia que decir algo...especialmente a... —concluyó la frase en francés—
un jeune homme comme ça, tellement comme il faut!

—¿De modo que inventó lo del fantasma?

—Cierto, monsieur; fue lo único que se me ocurrió. Una figura alta toda vestida de blanco y que flotaba en el aire. ¡Es ridículo! Pero ¿qué otra cosa podía hacer?

—Nada. Ahora todo está explicado. Desde el principio tenía mis sospechas.

Leonie le dirigió una mirada provocativa.

—Monsieur es muy listo y muy simpático.

—Y puesto que yo no voy a causarle ninguna violencia por este asunto, ¿querrá hacer algo por mí a cambio?

—Con mucho gusto, monsieur.

—¿Qué sabe usted de los asuntos de su señora? La muchacha se encogió de hombros.

—No mucho, monsieur. Claro que tengo mis ideas.

—¿Y cuáles son?

—Bueno, no me ha pasado por alto que todos los amigos de madame son siempre militares, marinos o aviadores. Y luego tiene otra clase de amigos... caballeros extranjeros que algunas veces vienen a verla con mucho sigilo. Madame es muy bonita, aunque no creo que lo sea por mucho tiempo. Los jóvenes la encuentran muy atractiva. Creo que algunas veces hablan demasiado. Pero son sólo ideas mías. Madame no confía en mí.

—¿Debo entender, por lo que me ha dicho, que madame obra por su cuenta?

—Eso es, monsieur.

—En otras palabras, no puede ayudarme.

—Me temo que no, monsieur. Lo haría si pudiera.

—Dígame, ¿su señora está hoy de buen humor?

—Desde luego que si, monsieur.

—¿Ha ocurrido algo que la ha halagado?

—Desde que vinimos aquí ha estado muy contenta.

—Bien, Leonie, usted debe saberlo.

—Sí, monsieur —replicó la joven confidencialmente—. No puedo equivocarme. Conozco todos los estados de ánimo de madame, y está contenta.

—¿Y triunfante?

—Ésa es precisamente la palabra, monsieur.

—Lo encuentro... algo difícil de soportar—asintió Poirot con pesar—. No obstante, me doy cuenta de que es inevitable. Gracias, mademoiselle; eso es todo.

Leonie le dirigió una mirada atrevida.

—Gracias, monsieur. Si encuentro a monsieur en la escalera le aseguro que no gritaré.

—Hija mía —replicó Poirot muy digno—, mi edad es bastante avanzada. ¿Qué tengo yo que ver con esas frivolidades?

Mas, con una risita coqueta, Leonie se marchó al fin. Poirot anduvo de un lado a otro de la estancia con rostro grave y preocupado.

—Y ahora —dijo— le toca el turno a lady Julia. ¿Qué me dirá?, me pregunto yo.

Lady Julia penetró en la estancia con aire tranquilo y seguro, e inclinándose graciosamente aceptó la silla que Poirot adelantó.

—Lord Mayfield dice que usted desea hacerme algunas preguntas...

—Sí, madame. Es con respecto a lo de anoche.

—¿Sí?

—¿Qué ocurrió después de que hubieron terminado la partida de bridge?

—Mi esposo creyó que era demasiado tarde para comenzar otra y fui a la cama.

—¿Y luego?

—Me dormí.

—¿Eso es todo?

—Sí. Me temo que no podré decirle nada de interés. ¿Cuándo tuvo lugar el... —vacilaba— el robo?

—Poco después de que usted subiera a quedarse en su habitación.

—Ya; ¿y qué fue lo que se llevaron? —Algunos papeles privados, madame. —¿Importantes? —Muy importantes.

Frunció ligeramente el ceño y luego dijo:

—¿Eran... de algún valor?

—Si, madame, valían mucho dinero.

—Ya.

Hubo una pausa y al cabo Poirot preguntó:

—¿Y qué me dice de su libro, madame?

—¿Mi libro? —levantó hasta él sus ojos asombrados.

—Si. Tengo entendido, según mistress Vanderlyn, que algún tiempo después de que las tres señoras se retirasen, usted volvió a bajar en busca de un libro.

—Sí, claro, eso hice.

—De manera que en realidad usted no fue directamente a su habitación para acostarse, sino que regresó al salón.

—Sí, es cierto. Lo había olvidado.

—Mientras estuvo en el salón, ¿oyó gritar a alguien?

—No..., sí..., no creo.

—Asegúrese, madame. Realmente tuvo que oír el grito, desde el salón. Lady Julia, echando la cabeza hacia atrás, replicó con firmeza:

—No oí nada.

Poirot enarcó las cejas, aunque no replicó. El silencio se fue haciendo insoportable, y lady Julia preguntó de pronto:

—¿Qué es lo que se ha hecho?

—¿Hecho? No lo comprendo, madame.

—Me refiero al robo. Sin duda la policía debe estar haciendo algo.

Poirot movió la cabeza.

—La policía no ha sido avisada. Yo soy el encargado de esclarecer el caso.

Ella le miró con el rostro tenso y demacrado. Sus ojos oscuros y penetrantes parecían taladrarle. Al fin los bajó..., vencida.

—¿No puede decirme lo que está haciendo?

—Sólo puedo asegurarle, madame, que no voy a dejar piedra por remover...

—¿Para coger al ladrón... o... para recuperar los papeles?

—Lo principal es que aparezcan, madame.

—Sí —dijo en tono indiferente—. Supongo que lo es.

Hubo otra pausa.

—¿Alguna cosa más, monsieur Poirot?

—No, madame. No quiero entretenerla más.

—Gracias.

Se adelantó para abrirle la puerta, que ella atravesó sin dirigirle siquiera una mirada.

Poirot regresó junto a la chimenea y distraídamente arregló la disposición de los objetos que había sobre la repisa. Estaba todavía allí cuando lord Mayfield entró por la puertaventana.

—¿Qué tal? —saludó el recién llegado.

—Creo que todo marcha bien. Los acontecimientos van tomando forma como era de esperar. Lord Mayfield preguntó, mirándole de hito en hito:

—¿Está usted satisfecho?

—No, no lo estoy, pero sí contento.

—La verdad, monsieur Poirot, no puedo entenderle.

—No soy tan charlatán como usted cree.

—Yo nunca he dicho...

—¡No, pero lo ha pensado! No importa. No estoy ofendido. A veces tengo que adoptar cierta «pose».

Lord Mayfield le miraba con cierta desconfianza. Hércules Poirot era un hombre incomprensible. Deseaba despreciarle, pero algo le advertía de que aquel hombrecillo ridículo no era tan inútil como parecía. Charles McLaughlin siempre fue capaz de reconocer a un hombre resuelto en cuanto lo veía.

—Bien —le dijo—, estamos en sus manos. ¿Qué me aconseja que haga ahora?

—¿Puede librarse de sus invitados?

—Creo que será posible arreglarlo... Podría decir que tengo que regresar a Londres para resolver este asunto, y tal vez se decidan a marcharse.

—Muy bien. Trate de arreglarlo así.

—¿No cree usted...?

—Estoy completamente seguro de que éste es el mejor camino. Lord Mayfield se encogió de hombros.

—Bien, si usted lo dice...

Capítulo VIII

Los invitados se marcharon después de comer. Mistress Vanderlyn y mistress Macatta se fueron en tren y los Carrington en su automóvil. Poirot se encontraba en el recibidor en el momento en que mistress Vanderlyn dedicaba a su anfitrión una encantadora despedida.

—Estoy apenadísima por verle tan angustiado. Espero que todo se aclare satisfactoriamente. Le aseguro que no diré una palabra.

Y tras estrecharle la mano se dirigió hacia donde esperaba el Rolls que había de llevarla a la estación. Mistress Macatta ya estaba en su interior y su adiós fue breve y poco expresivo.

De pronto, Leonie, que estaba sentada junto al chofer, saltó del coche y regresó corriendo al recibidor.

—Hemos olvidado el neceser de madame —explicó.

Hubo una búsqueda apresurada. Al fin lord Mayfield lo descubrió junto a la sombra que proyectaba un antiguo arcón de roble. Leonie lanzó un gritito de alegría al ver el elegante maletín de tafilete verde. Lord Mayfield se acercó al automóvil.

—Lord Mayfield —mistress Vanderlyn le alargó una carta—. ¿Le importaría echarla al correo?

Tenía intención de hacerlo en la ciudad, pero estoy segura de que me olvidaré. Las cartas suelen quedarse días y días en mi bolso.

Sir George jugueteaba con su reloj, lo abría y lo cerraba. Su manía era la puntualidad.

—Tienen el tiempo Justo —murmuró—, muy justo. Como no se den prisa perderán el tren... Su esposa exclamó, irritada:

—Oh, no empieces, George. ¡Al fin y al cabo, es su tren, no el nuestro!

Él le dirigió una mirada de reproche.

El Rolls se puso en marcha.

Reggie detuvo el Morris de los Carrington delante de la puerta principal.

—Todo listo, papá —dijo.

Los criados empezaron a cargar en el coche el equipaje de los Carrington, y Reggie estuvo supervisando la operación. Poirot observaba desde la entrada.

De pronto sintió que le cogían de un brazo y la voz de lady Julia le dijo en un susurro nervioso:

—Monsieur Poirot... Tengo que hablar con usted... en seguida.

Y arrastrándole hasta una pequeña salita, cerró la puerta y se aproximó a él.

—¿Es cierto lo que usted dijo... que el descubrimiento de los papeles es lo que importaba a lord Mayfield? Poirot la miró extrañado.

—Es cierto, madame.

—Si esos papeles fueran devueltos a usted, ¿se los entregaría a lord Mayfield sin hacer preguntas?

—No estoy seguro de haberla entendido bien.

—¡Debe hacerlo! ¡Estoy segura de que me entiende! Le pregunto si el ladrón permanecerá en el anonimato si le devuelven los papeles.

—¿Y cuándo sería eso, madame?

—Antes de doce horas.

—¿Puede prometerlo?

—Sí.

Y como él no respondiera, repitió con prisa:

—¿Me garantiza que no habrá escándalo? Poirot repuso entonces con gravedad:

—Sí, madame. Se lo garantizo.

—Entonces todo puede arreglarse.

Salió bruscamente de la habitación. Momentos después, el detective oyó arrancar el coche.

Cruzó el recibidor y fue al despacho. Allí estaba lord Mayfield, que alzó los ojos al entrar Poirot.

—¿Y bien? —dijo.

Poirot extendió las manos.

—El caso está terminado, lord Mayfield.

—¿Qué?

Poirot le repitió palabra por palabra la escena que acababa de haber entre él y lady Julia. Lord

Mayfield le contempló estupefacto.

—Pero ¿qué significa esto? No lo comprendo.

—Está bien claro, ¿verdad? Lady Julia sabe quién robó los planos.

—¿No querrá decir que los cogió ella misma?

—Desde luego que no. Lady Julia puede que sea jugadora, pero no es una ladrona. Pero si se ofrece a devolverlo será porque debieron cogerlos su esposo o su hijo. Ahora bien, George Carrington estaba en la terraza con usted. De modo que sólo queda el hijo. Creo poder reconstruir con bastante exactitud lo ocurrido la noche pasada. Lady Julia fue anoche a la habitación de su hijo y la halló vacía. Bajó a buscarle, pero no pudo encontrarle. Esta mañana se entera del robo y también de que su hijo ha declarado que fue directamente a su habitación y ya no volvió a salir. Ella sabe que eso no es cierto, y otras muchas cosas de su hijo: que es débil y está necesitado de dinero. Ha observado la admiración que siente por mistress Vanderlyn y cree verlo todo claro. Mistress Vanderlyn ha convencido a Reggie para que robe los planos, y ella resuelve representar también su papel. Hablará con Reggie, para arrebatarle los papeles y devolverlos.

—Pero todo eso es imposible —exclamó lord Mayfield.

—Sí, lo es, pero lady Julia lo ignora. Ella no sabe que yo, Hércules Poirot, sé que el joven Reggie

Carrington no robó los planos anoche, sino que estaba galanteando a la doncella francesa de mistress Vanderlyn.

—¡Todo esto es agua de borrajas!

—Exacto.

—¡Y el asunto no está terminado ni mucho menos!

—Sí, lo está. Yo, Hércules Poirot, sé la verdad. ¿No me cree? Ayer tampoco me creyó cuando le dije que sabía dónde estaban los planos. Pero lo sé. Estaban muy cerca de nosotros.

—¿Dónde?

—Estaban en su bolsillo, milord.

Hizo una pausa y al final dijo lord Mayfield:

—¿Sabe lo que está diciendo, monsieur Poirot?

—Sí. Sé que estoy hablando con un hombre inteligente. En primer lugar me extrañó que usted, que confesaba ser corto de vista, insistiera tanto en decir que había visto a una persona salir por la puertaventana. Usted deseaba que aquella solución tan conveniente... fuese aceptada. ¿Por qué? Más tarde fui eliminando a todos los demás, uno por uno. Mistress Vanderlyn estaba arriba, sir George en la terraza con usted, Reggie Carrington con la doncella en la escalera, y mistress Macatta en su dormitorio. (Está junto a la habitación del ama de llaves, ¡y mistress Macatta roncaba!) Es cierto que lady Julia estaba en el salón; pero creía firmemente en la culpabilidad de su hijo. De modo que sólo quedaban dos posibilidades: o bien Carlile no puso los papeles en el escritorio, sino en su propio bolsillo (lo cual no es razonable, puesto que, como usted indicó, pudo haber sacado copia de ellos), o bien... los planos estaban encima de su mesa cuando usted se acercó a ella, y el único lugar en donde podían estar era en su bolsillo. En ese caso todo quedaba aclarado: su insistencia en asegurar haber visto a alguien, en defender la inocencia de Carlile y su aversión a que me llamaran.

»Una cosa me interesaba... el móvil. Estaba convencido de que usted era un hombre honrado... íntegro. Lo cual se demostraba en su esfuerzo para que no recayeran las sospechas sobre ninguna persona inocente. También es evidente que el robo de los planos podía afectar su carrera desfavorablemente. Entonces, ¿por qué este robo absurdo? La crisis de su carrera, años atrás, las seguridades dadas al mundo por el primer ministro de que usted no estaba en negociaciones con la potencia en cuestión... Supongamos que no fuese estrictamente cierto, que hubiera quedado algo... tal vez una carta... que demostrase que sí había hecho lo que negara públicamente. Semejante negativa fue necesaria en interés de la política. Pero es dudoso que el hombre de la calle lo comprendiera así. Podría significar que en el momento en que pusieran en sus manos el poder supremo, algún estúpido eco del pasado lo destruyera todo.

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