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Authors: Agatha Christie

Tags: #Intriga, #Policiaco

Asesinato en Bardsley Mews (16 page)

BOOK: Asesinato en Bardsley Mews
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—¿Quiénes son? —Hugo habló como distraído—. Oh, sí, desde luego. Lo siento. ¿Nos sentamos? —le indicó un sofá situado al otro extremo del lugar donde se encontraba el cadáver, y continuó diciendo de un tirón—: Bueno, en primer lugar está Vanda..., ya sabe, mi tía, y Ruth, mi prima. Pero ya las conoce. Luego, la otra joven. Susana Cardwell. Está pasando unos días aquí. Y el coronel Bury. Es un viejo amigo de la familia. El señor Forbes, que también es una antigua amistad y además el abogado de la familia. Los dos estuvieron enamorados de Vanda cuando era joven, y siguen viniendo por aquí dedicándole su devoción más fiel. Es ridículo, pero bastante conmovedor. Luego está Godfrey Burrows, el secretario del Viejo..., quiero decir de mi tío, la señorita Lingard, que está aquí para ayudarle a escribir la historia de los Chevenix-Gore. Se dedica a recopilar datos históricos. Y creo que ya están todos.

Poirot hizo un gesto de asentimiento antes de preguntar:

—Tengo entendido que oyeron ustedes el disparo que mató a su tío.

—Sí, creímos que se trataba del tapón de una botella de champaña... por lo menos eso es lo que yo pensé. Susana y la señorita Lingard creyeron que sería alguna explosión de un automóvil..., la carretera pasa bastante cerca de aquí.

—¿Cuándo fue eso?

—A eso de las ocho y diez. Snell acababa de tocar el primer batintín.

—¿Y dónde estaban cuando lo oyeron?

—En el vestíbulo. Estábamos... riendo..., discutiendo acerca de dónde había sonado el ruido. Yo dije que en el comedor, Susana que en el salón, la señorita Lingard que arriba, y Snell que en la carretera, sólo que había penetrado por las ventanas de arriba. Susana preguntó: «¿Alguna teoría más?» Y yo me reí y dije que siempre quedaba la posibilidad de que se hubiera cometido un crimen. Ahora al recordarlo me parece bastante horrible.

Su rostro se contrajo.

—¿Y no se le ocurrió a nadie que sir Gervasio pudiera haberse suicidado?

—No, desde luego que no.

—En resumen. ¿No tiene la menor idea de por qué lo hizo?

—Oh, bueno, yo no diría eso... —replicó Hugo, despacio.

—¿Tiene una idea?

—Sí..., bueno... es difícil de explicar. Naturalmente que no esperaba que se suicidase, pero de todas maneras no me ha sorprendido demasiado. La verdad es que mi tío estaba loco de remate, señor Poirot. Todo el mundo lo sabía.

—¿Y eso le parece suficiente explicación?

—Bueno, las personas que se pegan un tiro suelen estar un poco chifladas.

—Una explicación de admirable simplicidad.

Poirot se puso en pie y anduvo sin objeto por la habitación. Estaba bien amueblada, en un estilo victoriano algo pasado. Las librerías eran macizas, y las butacas de gran tamaño. Había también algunas sillas de auténtico estilo Chippendale y pocos adornos, algunos bronces sobre la repisa de la chimenea que atrajeron la atención de Poirot, que al parecer los contempló admirado. Los fue cogiendo uno por uno y examinándolos de cerca antes de volverlos a su sitio. Del que estaba en el lado izquierdo hizo saltar algo con una uña.

—¿Qué es eso? —preguntó Hugo sin gran interés.

—Nada importante. Un pedacito diminuto de espejo.

—Es curioso cómo lo ha roto la bala. Un espejo roto trae mala suerte. Pobre Gervasio... Supongo que su buena estrella duraba ya demasiado.

—¿Su tío era un hombre afortunado?

Hugo lanzó una carcajada.

—¡Vaya, su suerte era proverbial! ¡Todo lo que tocaba se convertía en oro! ¡Si jugaba a un número hacía saltar la banca! ¡Si invertía dinero en una mina dudosa, encontraba en seguida una veta aurífera! Ha escapado del modo más milagroso de las situaciones más difíciles. Salvó su vida en más de una ocasión por puro milagro. A su modo era bastante buena persona, ¿sabe? Desde luego, «había ido a sitios y visto muchas cosas»... más que la mayoría de sus contemporáneos.

Poirot murmuró en tono natural:

—¿Quería usted a su tío, señor Trent?

A Hugo pareció sobresaltarle la pregunta.

—¡Oh!... Sí, desde luego —dijo—. Algunas veces se ponía algo difícil. Era necesario una gran paciencia para convivir con él. Afortunadamente, yo no le veía muy a menudo.

—¿Y él, le quería a usted?

—¡Si acaso, lo disimulaba muy bien! A decir verdad, más bien lamentaba mi existencia, por así decir.

—¿Cómo es eso, señor Trent?

—Pues verá; él no tenía hijos propios... y ello le pesaba en extremo. La familia era su locura. Creo que le amargaba el pensar que cuando muriera se extinguirían los Chevenix-Gore. Comprenda, su ascendencia alcanza hasta la Conquista normanda, y el Viejo era el último de todos ellos. Supongo que según su punto de vista debía ser una gran pena.

—¿Usted no comparte ese sentimiento?

Hugo se encogió de hombros.

—Toda esta clase de cosas me parecen pasadas de moda.

—¿Qué ocurrirá con la hacienda?

—No lo sé. Es posible que la herede yo. O tal vez se la deje a Ruth. Probablemente Vanda disfrutará de ella mientras viva.

—¿Su tío no declaró sus intenciones?

—Pues... él acariciaba cierto proyecto.

—¿Y cuál era?

—Que Ruth y yo nos casáramos.

—Eso sin duda hubiera sido muy conveniente.

—Convenentísimo. Pero Ruth... bueno, Ruth tiene una opinión muy personal de la vida. Es una mujer extremadamente atractiva y lo sabe. No tiene prisa por casarse y sentar la cabeza.

Poirot inclinóse hacia delante.

—¿Pero usted estaba dispuesto, señor Trent?

Hugo dijo con voz algo alterada:

—La verdad, no creo que hoy día tenga importancia con quién se casa uno. Es tan fácil divorciarse... Si la cosa no va bien, nada más sencillo que cortar por lo sano y volver a empezar.

Se abrió la puerta para dar paso a Forber y a un hombre alto de arrogante aspecto, que saludó a Trent.

—Hola, Hugo. Siento muchísimo lo ocurrido. Será muy duro para todos vosotros.

Hércules Poirot se adelantó.

—¿Cómo está usted, mayor Riddle? ¿No me recuerda?

—Sí, ya lo creo —el inspector jefe le estrechó la mano—. ¿De modo que estaba usted aquí?

En su voz había una nota reflexiva mientras miraba a Hércules Poirot con curiosidad.

Capítulo IV

—Y bien? —decía el mayor Riddle veinte minutos más tarde dirigiéndose al médico forense, un hombre delgado de cabellos grises.

Este último encogióse de hombros:

—Lleva muerto más de media hora... pero no más de una. Sé que usted no desea tecnicismos, así es que los suprimiré. El balazo le atravesó la cabeza, y la pistola estaba a pocas pulgadas de su sien derecha. La bala le atravesó el cerebro y volvió a salir al exterior.

—¿Es perfectamente compatible con el suicidio?

—Oh, desde luego. Entonces se desplomó sobre la butaca, y la pistola se le cayó de la mano.

—¿Tiene usted la bala?

—Sí —el doctor se la alargó.

—Bien. La conservaremos para compararla con la pistola —dijo el mayor Riddle—. Celebro que sea un caso claro y no haya complicaciones.

Hércules Poirot preguntó en tono amable:

—¿Está seguro de que no hay complicaciones, doctor?

El médico respondió lentamente:

—Bueno, supongo que usted tal vez encuentre extraña una cosa. Cuando disparó debió inclinarse ligeramente hacia la derecha, de otro modo la bala hubiera dado en la pared debajo del espejo, en vez de hacerlo precisamente en medio.

—Una posición incómoda para suicidarse —dijo Hércules Poirot.

—¡Oh!, bueno... —el doctor se encogió de hombros—, ¿quién piensa en la comodidad... cuando ha decidido acabar con todo?

—¿Podemos llevarnos ya el cadáver? —preguntó el mayor Riddle.

—Sí. Ya he terminado con él... hasta que le practique la autopsia.

—¿Y usted, inspector? —preguntó el mayor Riddle a un hombre alto, de rostro impasible, vestido de paisano.

—También, señor. Tenemos todo lo que necesitábamos, excepto las huellas del difunto que haya en la pistola.

—Entonces pueden llevárselo.

Los restos mortales de Gervasio Chevenix-Gore fueron sacados de la estancia, y el inspector jefe y Poirot quedaron solos.

—Bien —dijo Riddle—, todo parece claro a la vista de todos. La puerta cerrada, la ventana también, y la llave de la puerta en el bolsillo del difunto. Todo perfecto con excepción de una circunstancia.

—¿Y cuál es, amigo mío? —quiso saber Poirot.

—¡Usted! —exclamó Riddle—. ¿Qué está haciendo aquí?

Como respuesta, Poirot le tendió la carta del muerto que había recibido una semana antes, y el telegrama que al fin le hizo acudir.

—¡Hum...! —replicó el primer inspector—. Interesante. Tendremos que averiguar lo que hay en el fondo de todo esto. Yo diría que tiene relación directa con su suicidio.

—Estoy de acuerdo con usted.

—Tendremos que averiguar lo que se refiere a quiénes estaban en la casa.

—Puedo decirle sus nombres. He estado interrogando al señor Trent.

Y repitió la lista de nombres.

—Tal vez usted, mayor, sepa algo de estas personas.

—Naturalmente que sí. Lady Chevenix-Gore está tan loca en su estilo como el viejo Gervasio. Se querían los dos... y los dos estaban locos. Ella es la criatura más ambigua que ha existido nunca, pero de vez en cuando demuestra una gran agudeza insospechada dando en el clavo de la manera más sorprendente. La gente se ríe bastante de ella. Creo que lo sabe, pero no le importa; carece por completo del sentido del humor.

—Tengo entendido que la señorita Chevenix-Gore es sólo su hija adoptiva...

—Sí.

—Es una jovencita muy hermosa.

—Es endiabladamente bonita. Ha causado estragos entre la mayoría de jóvenes de la localidad. Les hace concebir esperanzas y luego da media vuelta y se ríe de ellos. Es una amazona admirable y tiene unas manos maravillosas.

—Eso, de momento, no nos interesa.

—Er... no... quizá... no... Bien, en cuanto a los demás... conozco al viejo Bury, desde luego. Está aquí la mayor parte del tiempo. Es como el gato amaestrado de esta casa. Es una especie de vasallo de lady Chevenix-Gore. Le conocen de toda la vida. Creo que él y el viejo Gervasio tenían intereses en cierta Compañía de la que Bury era el director.

—Y de Oswaldo Forbes, ¿sabe usted algo?

—Creo que le he visto sólo una vez.

—¿Y de la señorita Lingard?

—Nunca oí hablar de ella.

—¿Y de la señorita Susana Cardwell?

—¿Una jovencita de cabellos rojos bastante bonita? La he visto con Ruth Chevenix-Gore durante estos últimos días.

—¿Y el señor Burrows?

—Sí, le conozco. Es el secretario de Chevenix-Gore. No me es muy simpático. Es bien parecido, y lo sabe. No es como es debido.

—¿Y hace mucho que está con sir Gervasio?

—Un par de años.

—¿Y no hay nadie más...?

Poirot se interrumpió.

Un hombre alto y rubio, en traje de sport, entró corriendo. Le faltaba la respiración y parecía alarmado.

—Buenas noches, mayor Riddle. He oído decir que sir Gervasio se ha pegado un tiro y he venido a todo correr. Snell dice que es cierto. ¡Es increíble! ¡No puedo creerlo!

—Pues es cierto, Lake. Permítame que le presente. Éste es el capitán Lake, el encargado de la hacienda de sir Gervasio. El señor Hércules Poirot, de quien ya debe haber oído hablar.

El rostro de Lake se iluminó con expresión de asombro mezclado con incredulidad.

—¿Monsieur Hércules Poirot? Encantado de conocerle. A menos... —se interrumpió al tiempo que desaparecía su encantadora sonrisa, dando paso a una expresión preocupada—. No habrá nada... sospechoso... en ese suicidio, ¿verdad, señor?

—¿Por qué había de haber nada «sospechoso» como usted dice? —preguntó el primer inspector.

—Quiero decir... como el señor Poirot está aquí. ¡Oh, y porque todo esto me parece increíble!

—No, no —repuso Poirot rápidamente—. Yo no estoy aquí por la muerte de sir Gervasio. Yo estaba en la casa... como invitado.

—Ya comprendo. Es curioso, no me dijo que iba usted a venir cuando estuve pasando cuentas con él esta tarde.

Poirot dijo tranquilamente:

—Ha empleado usted dos veces la palabra «increíble», capitán Lake. Entonces, ¿le ha sorprendido que sir Gervasio se suicidara?

—Desde luego. Claro que estaba loco de remate; cualquiera estaría de acuerdo conmigo. Pero de todas maneras, no puedo imaginar que pensase que el mundo pudiera seguir viviendo sin él.

—Sí —replicó Poirot—. Ése es un rasgo característico de sir Gervasio —Y miró apreciativamente el rostro franco e inteligente del joven.

El mayor Riddle aclaró la garganta.

—Puesto que está aquí, capitán Lake, tal vez quiera sentarse para responder a algunas preguntas.

—Desde luego, inspector.

Lake ocupó una silla frente a los dos hombres.

—¿Cuándo vio por última vez a sir Gervasio?

—Esta tarde, poco antes de las tres. Había que comprobar algunas cuentas y tratar de la cuestión de buscar un nuevo inquilino para una de las granjas.

—¿Cuánto tiempo estuvo con él?

—Tal vez media hora.

—Piénselo despacio y dígame si notó alguna anormalidad en sir Gervasio.

El joven reflexionó.

—No, creo que no. Tal vez estuviese un poco excitado... pero eso no era raro en él.

—¿No le vio deprimido en ningún sentido?

—No, parecía de buen humor. Ahora se estaba divirtiendo mucho escribiendo la historia de la familia.

—¿Cuánto tiempo llevaba haciéndolo?

—La empezó hace unos seis meses.

—¿Fue entonces cuando vino la señorita Lingard?

—No. Ella llegó dos meses atrás, cuando descubrió que él solo no podía realizar el trabajo de investigación necesario.

—¿Y usted considera que le divertía?

—¡Oh, enormemente! En realidad pensaba que en este mundo lo único importante era su familia.

En el tono del joven vibró un matiz de amargura.

—Entonces, ¿que usted sepa, sir Gervasio no tenía preocupaciones de ninguna clase?

Hubo una pausa... muy ligera... antes de que el capitán Lake respondiera:

—No.

—¿Usted no cree que sir Gervasio estuviera preocupado por su hija?

—¿Su hija?

—Eso es lo que he dicho.

—Que yo sepa, no —replicó el joven en tono seco.

Poirot guardó silencio y el mayor Riddle apresuróse a decir:

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