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Authors: Agatha Christie

Tags: #Intriga, #Policiaco

Asesinato en Bardsley Mews (2 page)

BOOK: Asesinato en Bardsley Mews
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Hércules Poirot meneó lentamente la cabeza.

—Miraba su reloj de pulsera.

E inclinándole lo tocó apenas con la punta de un dedo. Era una joya muy bonita, sujeta por una cinta negra de moaré a la muñeca de la mano que sostenía la pistola.

—Es muy lindo —observó Japp—. ¡Debió costar mucho dinero! —Miró interrogadoramente a Poirot—. ¿Le sugiere alguna cosa?

—Es posible... sí.

Poirot dirigióse al canterano. Lo abrió, bajando la tapa delantera. El interior estaba dispuesto de modo que hiciera juego con el resto de la habitación.

En el centro había un enorme tintero de plata, y ante él un bonito secante de laca verde. A la izquierda de éste veíase una bandejita de cristal verde conteniendo un portaplumas de plata... una barra de lacre verde, un lápiz y dos sellos. A la derecha del secante, un calendario movible que indicaba el día de la semana, el mes y la fecha. Había también un cacharrillo de cristal por el que asomaba una elegante pluma de ave color verde, que al parecer interesó a Poirot. La sacó para observarla, pero no estaba manchada de tinta, lo cual era prueba de que sólo constituía un elemento decorativo... nada más. El portaplumas de plata sí que parecía haber sido utilizado. La mirada de Poirot se posó en el calendario.

—Martes, cinco de noviembre —dijo Japp—. Es la fecha de ayer, y por lo tanto la que corresponde.

Se volvió hacia Brett.

—¿Cuánto tiempo lleva muerta?

—La mataron a las once y treinta y tres minutos de la noche de ayer —replicó el doctor sin vacilar. Al ver la cara de asombro de Japp sonrió—. Lo siento, amigo mío. He querido hacer como los médicos de las novelas. A decir verdad, lo más que puedo precisar son las once... con un margen de una hora antes y otra después.

—Oh, pensé que se le habría parado el reloj de pulsera... o algo así.

—Desde luego, está parado, pero a las cuatro y cuarto.

—Y supongo que no pudo ser asesinada a esa hora...

—Puede tener plena seguridad.

Poirot dio la vuelta al secante.

—Buena idea —dijo Japp—; pero no ha habido suerte.

El secante mostraba una blancura impoluta. Poirot fue revisando las hojas de recambio, pero estaban todas sin estrenar.

Entonces dedicó su atención al cesto de los papeles.

Contenía dos o tres cartas hechas pedazos y varias circulares. Sólo estaban partidas por la mitad y era fácil reconstruirlas. Una petición de un donativo para una sociedad de ayuda a los ex combatientes; una invitación para un refresco que debía celebrarse el tres de noviembre, y una nota de una modista. Las circulares eran un anuncio de una tienda de pieles y un catálogo de unos almacenes.

—Nada —dijo Japp.

—No, es extraño... —comentó Poirot.

—¿Se refiere a que suele dejarse una carta cuando se trata de un suicidio?

—Exacto.

—¡Una prueba más de que no fue suicidio!

Se dirigió a la puerta.

—Ahora dejemos que mis hombres se pongan a trabajar. Será mejor que baje a hablar con la señorita Plenderleith. ¿Me acompaña, Poirot?

El aludido parecía continuar enfrascado en la contemplación del escritorio y su contenido.

Al salir de la habitación sus ojos se volvieron una vez más para mirar la flamante pluma de ave de color verde.

Capítulo II

Al pie del estrecho tramo de escalones se abría la puerta que daba acceso a un amplio saloncito... y en aquella estancia, cuyas paredes estaban recubiertas de una pintura rugosa de gran efecto, y de las que pendían grabados al aguafuerte y en madera, hallábanse sentadas dos personas.

Una, muy cerca de la chimenea y con las manos extendidas hacia el fuego, era una mujer morena, de aspecto inteligente, de unos veintisiete o veintiocho años. La otra, de más edad y de amplias proporciones, llevaba una bolsa de cordel y manoteaba y charlaba cuando los dos hombres entraron en la habitación.

—...y como ya le dije, señorita, el corazón me ha dado un vuelco tan grande que casi me caigo redonda al suelo. Y pensar que precisamente esta mañana...

—Está bien, señora Pierce. Creo que esos caballeros son inspectores de policía.

—¿La señorita Plenderleith? —preguntó Japp, adelantándose.

La joven asintió.

—Ese es mi nombre. Ésta es la señora Pierce, que viene cada día a hacer la limpieza.

Y la señora Pierce volvió a tomar la palabra.

—Y cómo le estaba diciendo a la señorita Plenderleith... pensar que esta mañana, precisamente esta mañana, mi hermana Luisa Maud ha tenido un ataque y yo era la única que podía atenderla... y como digo, la sangre tira y pensé que no le importaría a la señora Alien, aunque no me agradaría faltar a mis señoras...

Japp la interrumpió con cierta astucia.

—Desde luego, señora Pierce. ¿Quiere acompañar al inspector Jameson a la cocina y hacerle un breve resumen de lo ocurrido?

Una vez se hubo librado de la señora Pierce, que salió con Jameson charlando por los codos, Japp dedicó su atención a la joven.

—Soy el primer inspector Japp, señorita Plenderleith; le agradecería me dijera todo lo que sea posible acerca de este asunto.

—Desde luego. ¿Por dónde empiezo?

Su serenidad era admirable. No daba la menor muestra de pesar o sobresalto, como no fuera una ligera rapidez en sus ademanes.

—Usted llegó esta mañana. ¿A qué hora?

—Creo que poco después de las diez y media. La señora Pierce, esa vieja bruja, no estaba aún aquí...

—¿Suele ocurrir a menudo?

Jane Plenderleith se encogió de hombros.

—Una o dos veces por semana aparece a las doce... o a ninguna hora. Debiera estar aquí a las nueve. Como le digo, un par de veces por semana o «viene cuando le parece», o alguien de su familia se pone enfermo. Todas esas mujeres son iguales... fallan de vez en cuando, y ésta es de las peores.

—¿Hace mucho que la tienen?

—Sólo un mes. La última que tuvimos se llevaba todo lo que podía.

—Por favor, continúe, señorita Plenderleith.

—Pagué al taxista, entré mi maleta y busqué a la señora Pierce. En vista de que no estaba, subí a mi habitación. Me arreglé un poco y fui al dormitorio de Bárbara... la señora Alien... encontrando la puerta cerrada. Estuve llamando y golpeando sin obtener respuesta. Entonces bajé a telefonear al puesto de policía.


Pardon!
—Poirot intervino con una pregunta rápida—. ¿No se le ocurrió tratar de echar abajo la puerta... con la ayuda de algún chófer, pongo por ejemplo?

Sus ojos se volvieron hacia él... eran fríos y de un color verde gris. Pareció contemplarle inquisitivamente.

—No, no se me ocurrió. Si ocurría algo anormal me pareció que lo mejor era llamar a la policía.

—Entonces ¿usted pensó...
pardon
, mademoiselle... que ocurría algo anormal?

—Naturalmente.

—¿Porque sus llamadas no obtuvieron respuesta? Su amiga pudo haber tomado una pastilla para dormir o algo por el estilo...

—Ella no tomaba drogas para dormir.

La respuesta fue tajante.

—O pudo marcharse y cerrar la puerta con llave.

—¿Por qué había de cerrarla? En todo caso me hubiera dejado una nota.

—¿Y no... se la dejó? ¿Está bien segura?

—Claro que lo estoy. La hubiera visto en seguida.

Su tono se iba haciendo más cortante.

—¿No trató de mirar por el ojo de la cerradura, señorita Plenderleith? —le preguntó Japp.

—No —repuso pensativa—. No me pasó siquiera por la imaginación. Pero no hubiera visto nada, ¿no le parece? La llave debía estar puesta.

Su mirada inocente e interrogadora sostuvo la de Japp. Poirot sonrió para sí.

—Hizo usted muy bien, desde luego, señorita Plenderleith —dijo Japp—. Supongo que no tendría usted motivos para creer que su amiga estaba dispuesta a suicidarse.

—Oh, no.

—¿No le pareció angustiada... o decepcionada en algún sentido?

Hubo un silencio antes de que la joven respondiera escuetamente:

—No.

—¿Sabía usted que tenía una pistola?

—Sí; la trajo de la India, y la guardaba en un cajón de su dormitorio.

—¡Hum!... ¿Tenía licencia de armas?

—Lo supongo, pero no estoy segura.

—Señorita Plenderleith, ¿quiere decirme todo lo que pueda acerca de la señora Alien...? Cuánto tiempo hace que la conocía..., dónde viven sus familiares..., en fin..., todo.

Jane Plenderleith asintió.

—Conocí a Bárbara hará unos cinco años... en su primer viaje al extranjero. En Egipto, para ser exacta. Regresaba a su casa desde la India. Yo había estado en el colegio inglés de Atenas durante algún tiempo y pasaba unas semanas en Egipto antes de volver a casa. Hicimos juntas el crucero del Nilo, y simpatizamos, convirtiéndonos en grandes amigas. Hacía tiempo que yo buscaba alguien con quien compartir un piso o una casa pequeña. Bárbara estaba sola en el mundo; y pensamos que nos llevaríamos bien.

—¿Y se llevaban bien? —preguntó Poirot.

—Estupendamente. Cada una tenía sus amistades... Bárbara era más sociable... mis amigos eran más bien artistas. Probablemente era mejor así.

Poirot asintió en tanto que Japp preguntaba:

—¿Qué sabe usted de la familia de la señora Alien y de su vida antes de conocerla a usted?

Jane Plenderleith encogióse de hombros.

—No mucho, la verdad. Creo que su nombre de soltera era Armitage.

—¿Y su marido?

—Creo que bebía. Me imagino que falleció al año o dos de matrimonio. Tuvieron una niña que murió a los tres años. Bárbara no hablaba mucho de su marido. Tengo entendido que se casó con él en la India cuando tenía diecisiete años. Se fueron a Borneo o a uno de esos lugares olvidados de Dios donde se envía a los inútiles... pero como era un tema doloroso nunca le hablaba de ello.

—¿Sabe si la señora Alien tenía dificultades económicas?

—No, estoy segura de que no.

—¿No tenía deudas... o algo por el estilo?

—¡Oh, no! Estoy segura de que no estaba en ningún apuro.

—Ahora debo hacerle otra pregunta... y espero que no se moleste por ella, señorita Plenderleith. ¿La señora Alien tenía algún enemigo o amigos íntimos?

Jane Plenderleith repuso fríamente:

—Pues... estaba prometida para casarse, si es que con esto respondo a su pregunta.

—¿Cómo se llama su prometido?

—Carlos Laverton-West. Es miembro del Parlamento en cierto lugar de Hampshire.

—¿Le conocía desde mucho tiempo atrás?

—Poco más de un año.

—Y... ¿cuánto tiempo llevaban prometidos?

—Pues... dos... no, cerca de tres meses.

—¿Y que sepa usted, no tuvieron ninguna disputa?

La señorita Plenderleith meneó la cabeza.

—No. Me hubiera sorprendido mucho. Bárbara no solía enfadarse.

—¿Cuándo vio por última vez a la señora Alien?

—El viernes pasado, poco antes de marcharme para el fin de semana.

—¿La señora Alien pensaba permanecer en la ciudad?

—Sí. Creo que el domingo iba a salir con su prometido.

—¿Y usted, dónde pasó el fin de semana?

—En Laidells Hall, Laidells. Essex.

—¿Quiere darme el nombre de las personas con quienes estuvo?

—El señor y la señora Bentinck.

—¿Y se marchó de su casa esta mañana?

—Sí.

—Debió salir muy temprano.

—El señor Bentinck me trajo en su coche. Sale muy pronto porque tiene que estar en la ciudad a las diez.

—Ya.

Japp asintió. Todas las respuestas de la señorita Plenderleith eran firmes y convincentes.

Poirot intervino preguntando:

—¿
Qué
opinión es la de usted, respecto al señor Laverton-West?

La joven encogióse de hombros.

—¿Importa eso?

—No; tal vez no importe; pero me gustaría conocer su opinión.

—Me es completamente indiferente. Es joven... no tendrá más de treinta y uno o treinta y dos años... ambicioso... un buen orador... y tiene intención de abrirse camino en la vida.

—Todo esto ¿debo colocarlo en el lado del Debe... o en el del Haber?

—Pues... —la señorita Plenderleith reflexionó unos instantes—. En mi opinión es vulgar... sus ideas no son particularmente originales... y es bastante engreído.

—Esos son defectos graves, mademoiselle —dijo Poirot.

—¿Usted cree eso? —su tono era un tanto irónico—. Tal vez lo sean para usted.

Poirot no dejaba de observarla, y al verla desconcertada aprovechó la ventaja.

—Pero, para la señora Alien... no, ella ni siquiera los habría notado.

—Tiene muchísima razón. A Bárbara le parecía maravilloso.

Poirot dijo en tono amable:

—¿Quería usted a su amiga?

—Sí; la quería.

—Una cosa más, señorita Plenderleith —dijo Poirot—. ¿Usted y su amiga no se pelearon? ¿No hubo ningún disgusto entre ustedes?

—En absoluto.

—¿Ni siquiera por su noviazgo?

—No. Yo me alegré de que se sintiera feliz.

Hubo una pausa y al cabo Japp dijo:

—¿Tenía enemigos la señora Alien?

Esta vez Jane Plenderleith tardó mucho en contestar, y cuando al fin lo hizo con voz un tanto alterada.

—No sé exactamente lo que usted quiere decir..., ¿enemigos?

—Por ejemplo, cualquiera que se beneficiara con su muerte.

—Oh, no; sería ridículo. De todas formas, tenía una renta muy reducida.

—¿Y quién le hereda?

—¿Creerá que no lo sé? No me sorprendería que fuese yo. Es decir, si es que hizo testamento.

—¿Y no tenía enemigos en otro sentido? —Japp enfocó rápidamente otro aspecto de la cuestión—. Alguien que la odiara...

—No creo que le odiara nadie. Era una criatura muy amable, siempre deseosa de agradar. Tenía una naturaleza dulce y adorable.

Por primera vez su voz dura e indiferente se quebró. Poirot asintió comprensivamente.

Japp dijo:

—De modo que el resumen es éste... La señora Alien había estado de buen humor últimamente; no tenía dificultados económicas, estaba prometida para casarse, y ese noviazgo la hacía feliz. No existía nada que la impulsara al suicidio. ¿Es así?

Después de una corta pausa, Jane repuso:

—Sí.

Japp se levantó; se dispuso a salir de la estancia.

—Perdóneme, debo hablar con el inspector Jameson.

Hércules Poirot quedó conversando con Jane Plenderleith.

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