Read Asesinato en Bardsley Mews Online

Authors: Agatha Christie

Tags: #Intriga, #Policiaco

Asesinato en Bardsley Mews (3 page)

BOOK: Asesinato en Bardsley Mews
3.61Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads
Capítulo III

Durante unos minutos reinó el silencio.

Jane Plenderleith lanzó una rápida mirada apreciativa al hombrecillo, pero después permaneció con la vista fija en un punto lejano, y sin pronunciar palabra. No obstante, su presencia la ponía nerviosa, y cuando al fin Poirot rompió el silencio, el mero sonido de su voz pareció proporcionarle cierto alivio. En tono indiferente le hizo una pregunta.

—¿Cuándo encendió usted el fuego mademoiselle?

—¿El fuego? —Su tono era vago y abstraído—. ¡Oh, esta mañana, en cuanto llegué!

—¿Antes o después de subir?

—Antes.

—Ya. Sí; naturalmente... Y, ¿estaba preparado... o tuvo que prepararlo usted?

—Estaba a punto. Sólo tuve que acercar una cerilla.

En su tono había un timbre de impaciencia. Por lo visto sospechaba su afán de hacerla hablar, y sin duda ésta era su intención, puesto que continuó:

—Pero en la habitación de su amiga he notado que el fuego es de gas...

Jane Plenderleith repuso mecánicamente:

—Éste es el único fuego de carbón que tenemos... los otros son todos de gas.

—Yo creo que hoy en día lo hace todo el mundo.

—Cierto. Resulta barato.

La conversación languideció. Jane Plenderleith golpeaba el suelo con el pie impaciente, hasta que al fin dijo con brusquedad:

—Ese hombre... el primer inspector Japp... ¿se le considera inteligente?

—Es muy eficiente, y está bien considerado. Trabaja de firme y a conciencia, y pocas cosas se le escapan.

—Me pregunto... —murmuró la joven.

Poirot la observaba. ¡Qué verdes eran sus ojos vistos a la luz de las llamas!

—¿La muerte de su amiga ha sido un gran golpe para usted? —le preguntó.

—Terrible —expresó con evidente sinceridad.

—¿No lo esperaba?

—Desde luego que no.

—Al principio debió parecerle que era imposible... que no podía ser cierto...

La simpatía de su tono pareció desarmar a Jane Plenderleith, que replicó con voz natural, sin la menor tirantez:

—Así es. Incluso aunque Bárbara
se suicidara
, no puedo imaginarla
matándose de esa manera
.

—Sin embargo, ella tenía una pistola.

La joven hizo un gesto de impaciencia.

—Sí; pero esa pistola era... ¡oh!, una amenaza. Había estado en lugares muy apartados. La conservaba por hábito... no con otra idea. Estoy convencida.

—¡Ah! ¿Por qué está tan segura?

—Por las cosas que decía...

—¿Por ejemplo?

Su tono seguía siendo amable, y Jane contestó sin recelo.

—Pues, una vez, estábamos discutiendo acerca del suicidio, y dijo que el medio más sencillo sería dejar abierta la llave del gas y acostarse. Yo le dije que a mí me parecería imposible... permanecer echada esperando, y que preferiría dispararme un tiro. Ella en cambio dijo que no, que no sería capaz de hacerlo. Tenía miedo de que no funcionara la pistola, y de todas maneras odiaba el estruendo.

—Ya —repuso Poirot-—. Como usted dice, es extraño... Porque, como usted acaba de decirme,
hay un fuego de gas en su habitación
.

Jane Plenderleith le miraba un tanto sorprendida.

—Sí; lo hay... No puedo comprender... no, no comprendo por qué no lo utilizó.

—Sí, resulta... extraño... poco natural —dijo Poirot meneando la cabeza.

—Todo esto es muy poco natural. Aún no puedo creer que se suicidara. Y supongo que
tuvo
que suicidarse.

—Bueno, cabe otra posibilidad.

—¿Qué quiere usted decir?

Poirot la miró a los ojos.

—Podría tratarse de... un crimen.

—¡Oh, no! —Jane Plenderleith echóse hacia atrás—. ¡Oh, no! ¡Qué cosa tan terrible!

—Horrible tal vez, pero, ¿le parece tan imposible?

—Pero la puerta estaba cerrada por dentro, igual que la ventana.

—La puerta estaba cerrada..., sí. Pero no hay nada que demuestre que fuese cerrada por dentro o por fuera. ¿No sabe?
La llave ha desaparecido
.

—Pero, entonces... si no está —hizo una pausa—. Entonces debieron cerrarla por fuera. De otro modo la hubiesen encontrado en la habitación.

—Ah, todavía es posible que aparezca. Recuerde que aún no ha sido registrado todo a conciencia. Tal vez la arrojase por la ventana y alguien pudo cogerla.

—¡Asesinada! —exclamó Jane Plenderleith, y considerando aquella posibilidad, su rostro moreno e inteligente se puso grave—. Creo... creo que tiene usted razón.

—Pero si se trata de un crimen, tiene que haber un motivo. ¿Y conoce usted alguno, mademoiselle?

La joven meneó la cabeza lentamente y no obstante, a pesar de su negativa, Hércules Poirot tuvo la impresión de que le ocultaba algo. En aquel momento se abrió la puerta y entró Japp.

Poirot se puso en pie.

—Le estaba sugiriendo a la señorita Plenderleith —exclamó— que la muerte de su amiga no fue un suicidio.

Japp, muy sorprendido, le dirigió una mirada de reproche.

—Es algo pronto para decir nada definitivo —observó—. Comprenda, nosotros siempre tenemos en cuenta todas las posibilidades, y por el momento eso es todo.

—Ya comprendo... —replicó Jane Plenderleith con calma.

Japp se aproximó a ella.

—Dígame, señorita Plenderleith, ¿ha visto esto antes de ahora?

Y en la palma de la mano le mostraba un pequeño óvalo de esmalte azul oscuro.

Jane Plenderleith meneó la cabeza.

—No, nunca.

—¿No es suyo ni de la señora Alien?

—No. No es una cosa que usemos generalmente las mujeres, ¿verdad?

—¡Oh! ¿De modo que sabe lo que es?

—Pues está bien claro, ¿verdad? Es la mitad de un gemelo de caballero.

Capítulo IV

—Esa joven está demasiado segura de sí misma —se lamentaba Japp.

Los dos hombres se encontraban de nuevo en el dormitorio de la señora Alien. El cadáver había sido fotografiado, quitado de en medio, y una vez sacadas las huellas dactilares, los expertos se marcharon.

—Sería poco aconsejable tratarla como a una tonta —convino Poirot—No tiene nada de tonta. Es una mujer muy inteligente y capaz.

—¿Cree usted que fue ella? —preguntó Japp con un momentáneo rayo de esperanza—. Pudo hacerlo, sabe. Tendremos que comprobar su coartada. Alguna rencilla por culpa de ese joven... ese miembro del Parlamento «en embrión». Hablaba de él en un tono demasiado despreciativo. Resulta sospechoso. Parece como si a ella le gustara y él la hubiera rechazado. Pertenece a esa clase de personas capaces de deshacerse de alguien sin perder la cabeza. Sí; tendremos que comprobar su coartada. Es bien sencillo y, después de todo, Essex no está muy lejos. Hay muchos trenes, o pudo venir en un automóvil rápido. Vale la pena averiguar si ayer noche se acostó temprano pretextando una jaqueca o algo por el estilo.

—Tiene usted razón —repuso Poirot.

—De todas maneras —continuó Japp—, nos oculta algo. ¿Eh? ¿No le parece? Esa mujer sabe algo.

Poirot asintió pensativamente.

—Sí, eso se ve fácilmente.

—En estos casos siempre resulta una dificultad más. A la gente le da por callar... algunas veces por los motivos más honorables.

—Lo cual no puede ser reprochado, amigo mío.

—No, pero eso nos complica las cosas —gruñó Japp.

—Aunque sirve para poner de manifiesto su ingenio —le consoló Poirot—. A propósito, ¿qué hay de las huellas dactilares?

—No se han encontrado huellas en la pistola, que fue limpiada cuidadosamente antes de colocarla en su mano. Aunque hubiera podido, en forma acrobática, dar la vuelta al brazo por encima de su cabeza, es imposible que la disparara sin dejar huellas, y no pudo limpiarla después de muerta.

—No, no. Desde luego tuvo que hacerlo otra persona.

—Por otro lado, las huellas son descorazonadoras. Ninguna en el pomo de la puerta. Ninguna en la ventana... sugestivo, ¿verdad? Y muchísimas de la señora Alien por todas partes.

—¿Ha averiguado algo Jameson?

—¿Por la mujer de la limpieza? Ha confirmado que la señorita Plenderleith y la señora Alien estaban en buenas relaciones. He enviado a Jameson a que haga averiguaciones por el vecindario. También tendremos que hablar con el señor Laverton-West, para averiguar dónde estuvo ayer noche y qué hizo. Entretanto, vamos a echar un vistazo a sus papeles.

Y pusieron manos a la obra sin más dilación. De vez en cuando Japp gruñía o comentaba algo con Poirot. El registro no duró mucho. En el escritorio había pocos papeles y todos cuidadosamente ordenados.

Al fin Japp se echó para atrás con un suspiro.

—Aquí no hay gran cosa.

—Usted lo ha dicho.

—Y la mayoría son... recibos, algunas cuentas todavía sin pagar... nada de importancia particular. Invitaciones... cartas de amigos... éstas —y puso la mano sobre un montón de siete u ocho cartas—, su libro de cheques y el libro del Banco. ¿Le llama la atención alguna cosa?

—Sí. Se había excedido de su crédito del Banco.

—¿Algo más?

Poirot sonrió.

—¿Es que me está sometiendo a un examen? Pues sí; me he fijado en lo que usted está pensando. Tres meses atrás sacó doscientas libras... y ayer otras doscientas...

—Y no constan en la matriz del talonario de cheques. Todos son de pequeñas sumas... el mayor es de quince libras... Y voy a decirle una cosa... no hay en toda la casa una cantidad semejante. Cuatro libras en un bolso, y un chelín o dos en otro portamonedas. Me parece que está bastante claro.

—Eso significa que ayer mismo pagó esa suma.

—Sí. Ahora bien, ¿a quién se la pagaría?

Se abrió la puerta para dar paso al inspector Jameson.

—Bien, Jameson, ¿consiguió algo?

—Sí, varias cosas, inspector. En primer lugar nadie oyó el disparo. Dos o tres mujeres dicen que sí porque quieren creer que lo oyeron... pero nada más. Con todos los cohetes que se dispararon, es casi imposible.

Japp gruñó.

—Lo imagino. Continúe.

—La señora Alien estuvo en casa la mayor parte de la tarde y la noche de ayer. Llegó a eso de las cinco. Luego volvió a salir a las seis para ir hasta el buzón que hay al final de la calle. A eso de las nueve y media llegó un automóvil... un «Standard Swallow»... del que se apeó un hombre... de unos cuarenta y cinco años, bien plantado, de aspecto marcial, bigote de cepillo y vistiendo un abrigo azul oscuro y sombrero James Hogg, el chófer de la casa número dieciocho dice que le había visto visitar a la señora Alien antes.

—Cuarenta y cinco años —dijo Japp—. No puede ser Laverton-West.

—Ese hombre, fuera quien fuese, estuvo en la casa una hora. Se marchó a las diez y veinte y se detuvo en la puerta para despedirse de la señora Alien. Un niño, Frederick Hogg, estaba por allí cerca y oyó lo que decía.

—¿Y qué fue?


Bueno, piénsalo bien y comunícame lo que decidas
. Ella dijo algo y él respondió:
De acuerdo. Hasta la vista
. Dicho esto montó en el coche y se marchó.

—Y eso fue a las diez y veinte —dijo Poirot pensativo.

Japp se rascó la nariz.

—Entonces a las diez y veinte la señora Alien aún vivía —dijo—. ¿Qué más?

—Nada más, inspector. Es todo lo que he podido averiguar. El chófer del número veintidós llegó a las diez y media y prometió a sus pequeños dispararles unos cuantos fuegos artificiales. Le estaban esperando... junto con los demás niños de la vecindad y estuvieron entretenidos mirándolos. Después todos se fueron en seguida a dormir.

—¿Y no entró nadie más en el número catorce?

—No... no lo vieron; pero si entró, nadie lo habría notado.

—¡Hum...! —dijo Japp—. Es cierto. Bueno, ya tenemos algo. «Un caballero de aspecto marcial, con bigotes de cepillo.» Es casi evidente que fue la última persona que la vio con vida. Quisiera saber quién era.

—La señorita Plenderleith tal vez pueda decírnoslo —sugirió Poirot.

—Es posible —dijo Japp—. O quizá no lo haga. No me cabe la menor duda de que podría contarnos muchas cosas, si quisiera. ¿Y qué me dice usted, Poirot? ¿Cuando estuvo a solas con ella no adoptó su aire de padre confesor que algunas veces le da tan buenas consecuencias, tan buenos resultados?

Poirot extendió las manos.

—¡Cielos, hablamos únicamente de fuegos de gas!

—¿Fuegos de gas... de gas? —Japp parecía disgustado—. ¿Qué le ocurre, amigo mío? Desde que está aquí, lo único que le ha interesado han sido las plumas de ave y un cesto de papeles. Oh, sí; también le vi revisar el de abajo. ¿Encontró algo?

Poirot suspiró.

—Un catálogo de bulbos de flores y una revista atrasada.

—De todas maneras, ¿qué es lo que busca? Si uno quiere deshacerse de un documento que le compromete, o lo que usted tenga en su imaginación, no es probable que lo arroje al cesto de los papeles.

—Lo que usted dice es bien cierto. Sólo las cosas sin importancia se arrojan a la papelera.

Poirot habló en tono sumiso, y no obstante Japp le miró con recelo.

—Bien —le dijo—. Ahora ya sé lo que voy a hacer. ¿Y usted?


Eh bien
—repuso Poirot—. Completaré mi registro en busca de cosas sin importancia. Me falta todavía el cubo de la basura.

Y salió de la habitación, mientras Japp le contemplaba con disgusto.

—Insoportable —dijo—. Completamente insoportable.

El inspector Jameson guardaba un silencio respetuoso, aunque la expresión de su rostro decía: «¡Esos extranjeros...!»

En voz alta comentó:

—¡De modo que es el señor Hércules Poirot! He oído hablar mucho de él.

—Es un amigo mío —exclamó Japp—. Y no tan calmoso como parece, desde luego. De todas formas, él va a la suya.

—Se habrá vuelto un poquitín conservador, inspector —sugirió Jameson—. Ah, bueno, el tiempo dirá.

—De todas formas —dijo Japp—, quisiera saber lo que se trae entre manos.

Y dirigiéndose al escritorio contempló intranquilo la pluma de ave color verde esmeralda.

Capítulo V

Japp encontrábase interrogando a la esposa del tercer chófer, cuando Poirot, que había entrado sin hacer ruido, apareció a su lado.

—¡Cáspita! ¡Qué susto me ha dado! —dijo Japp—. ¿Ha encontrado algo?

—No lo que buscaba.

Japp volvióse de nuevo a la señora James Hogg.

—¿Y dice usted que había visto antes a ese caballero?

—Oh, sí. Y mi esposo también. Le reconocimos en seguida.

BOOK: Asesinato en Bardsley Mews
3.61Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

The Edge of Dawn by Beverly Jenkins
B00DW1DUQA EBOK by Kewin, Simon
Bringing Down Sam by Kelly, Leslie
Technicolor Pulp by Arty Nelson
Vegas Love by Jillian Dodd
Life With Toddlers by Michelle Smith Ms Slp, Dr. Rita Chandler
The Prophecy of Shadows by Michelle Madow